Nos Disparan desde el Campanario... La fuerza de la resistencia radica en la imaginación. Entrevista a Françoise Vergès... por Anita Fuentes
Fuente: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2025/12/la-fuerza-de-la-resistencia-radica-en-la-imaginacion/
Françoise Vergès sostiene que cuando la cultura está viva tiene el poder de tejer solidaridades transfronterizas. Y ahí es precisamente donde el feminismo decolonial puede prosperar.
El genocidio israelí en Gaza ha reabierto debates sobre la limpieza étnica que las democracias liberales daban por resueltos tras el fin del apartheid sudafricano. Hechos como este no pueden entenderse sin considerar cómo los avances tecnológicos se han puesto al servicio del complejo militar-industrial estadounidense y de sus aliados. Mientras que el Norte Global refuerza su poder securitario mediante tecnologías de vigilancia biométrica, reconocimiento facial e inteligencia predictiva, en el Sur Global la extracción y el despojo se intensifican, acelerando los ritmos de una acumulación violenta que sostiene el capitalismo contemporáneo. Esta lógica de guerra también ha penetrado en los movimientos emancipadores: parte del feminismo ha terminado por reproducirla, confiando en el Estado y en la democracia liberal como únicos garantes de la igualdad, y negando la alianza histórica que éstos tienen con el colonialismo y el capitalismo racial.
La teórica política Françoise Vergès, lleva décadas analizando las intersecciones entre patriarcado, racismo y capitalismo neoliberal. En The Wombs of Women [Los vientres de las mujeres] (2017) traza la genealogía de la intervención estatal sobre los cuerpos de las mujeres negras: desde la trata esclavista hasta las políticas contemporáneas de control natal. En Un feminismo descolonial (2019) examina movimientos como el #MeToo y las huelgas feministas para indagar en las posibilidades de un feminismo capaz de resistir las derivas a las que nos predispone el sistema. En Una teoría feminista de la violencia (2020) denuncia el giro punitivo de las políticas feministas, mostrando cómo, a menudo, el propio Estado reproduce las violencias que dice combatir. En Making the World Clean: Wasted Lives, Wasted Environment, and Racial Capitalism [Limpiar el mundo: vidas descartadas, ambiente desperdiciado y capitalismo racial] (2024) muestra cómo la negación estructural de las necesidades vitales se distribuye según jerarquías raciales, prolongando así su crítica al capitalismo como máquina de desecho y exclusión.
Como miembro del colectivo artístico La Ville Dansée e impulsora del proyecto Imagining the Post-Museum [Imaginar el posmuseo], Vergès traslada su pensamiento al terreno de la práctica cultural, prefigurando relaciones sociales, generalmente borradas por la limpieza burguesa, que cuestionan el «trabajo sucio»: esos trabajos invisibles, racializados y feminizados que sostienen la vida. Frente a la securitización y la mercantilización, propone imaginarios decoloniales donde se ensayan solidaridades transnacionales y se rechazan las dinámicas extractivas del capitalismo digital en favor de futuros posviolentos.
Anita Fuentes conversó con ella en el Centro Cultural La Modelo de Barcelona, una antigua cárcel donde durante décadas se torturó a presos políticos del franquismo, hoy convertida en espacio de memoria y debate. Fue allí donde se celebró la primera edición de la READ. International Convention of Books and Ideas, el encuentro anual organizado por Verso Libros, Verso Books, La Fabrique, Brumaire, Jacobin y Manifest Llibres.
AF
En Una teoría feminista de la violencia, usted argumenta que la renovación patriarcal contemporánea está profundamente entrelazada con el capitalismo neoliberal y racial, y que los efectos problemáticos de esta articulación no pueden entenderse simplemente en términos de retroceso en los derechos de las mujeres y las minorías. ¿Qué implicaciones tiene esta afirmación para una estrategia política emancipadora y cómo nos obliga a replantear las formas actuales de lucha y de organización?
FV
El punto de partida de este libro fue una revisión crítica de las llamadas victorias feministas de las décadas de los setenta, ochenta y noventa. Estos logros se celebraron como signos de progreso y modernidad, como si por fin hubiésemos llegado a nuestro destino. Ese destino, nos decían, era la democracia.
Al mismo tiempo, como sostengo en el libro, se produjeron retrocesos. Quise entender por qué esto no era un suceso paradójico: no se trataba de que existieran buenos y malos movimientos de contestación, sino de que estos procesos estaban profundamente imbricados. Así, me interesé por comprender cómo funcionaba ese entrelazamiento y hasta qué punto esos aparentes avances podían ser absorbidos por el neoliberalismo y el capitalismo racial sin llegar realmente a cuestionar sus estructuras de dominación.
La fragilidad de esas conquistas puede confirmarse observando los hechos ocurridos recientemente, como la anulación del fallo Roe v. Wade por parte de la Corte Suprema de Estados Unidos, lo que eliminó el derecho constitucional federal al aborto y permitió que cada estado lo regule o prohíba de forma independiente, o las declaraciones abiertas de algunos líderes cristianos que sostienen que las mujeres no deberían votar. El comentario fácil sería decir: «¡Qué horror, estamos retrocediendo!», pero la cuestión es analizar estos movimientos dentro del marco de la democracia liberal y de su vínculo estructural con el capitalismo racial.
AF
¿Se refiere a las estrategias de cooptación de los liberales?
FV
El capitalismo incorpora las demandas que no ponen en riesgo su poder y, a la vez, ampara a las fuerzas conservadoras que empujan hacia la regresión. Puede sostener un discurso de progreso, abogando por los derechos de las mujeres, de las infancias e incluso de las personas racializadas, mientras facilita un viraje reaccionario. Eso es lo que me preocupa.
Por eso, sostengo que debemos liberarnos de la fe ciega en la democracia liberal y de la ilusión de la protección estatal, porque la «protección» que hemos tenido se conquistó luchando por los derechos sindicales, por la libertad de publicar periódicos… y no gracias a esa abstracta libertad de expresión que tanto se invoca en la actualidad. Esos derechos son extremadamente frágiles porque, para el capitalismo, lo que importa es el beneficio. Si las fuerzas reaccionarias dicen «hay que eliminar esto» y ese es el precio a pagar, el capitalismo lo acepta.
El capitalismo es dinámico y está lleno de tensiones internas, pero, en última instancia, busca maximizar el beneficio corporativo. Hay que reconocer su capacidad de absorber cualquier demanda que lo cuestione. De ahí que, llegado un punto, las mujeres, las personas queer y las personas racializadas puedan acceder a posiciones de poder sin que ello ponga en peligro el sistema, que sigue desposeyendo, explotando y extrayendo.
AF
¿Cómo moldean esas dinámicas que usted describe los retos y límites actuales del feminismo? ¿Y de qué manera pueden los movimientos feministas conservar su potencial transformador sin ser cooptados o neutralizados por las lógicas del capital y del Estado?
FV
Existe, efectivamente, un feminismo que ha peleado por entrar en el Estado, ser reconocido por él, formar parte de gobiernos e incluso ostentar el poder. Hoy hay muchas más mujeres en puestos de mando que hace diez, quince o veinte años, y, sin embargo, nada ha cambiado en la esencia del capitalismo. Los ejemplos de Giorgia Meloni en Italia o Ursula von der Leyen en la Comisión Europea nos dicen que ser mujer no impide servir a políticas reaccionarias, conservadoras, represivas o racistas. Conviene desterrar esa idea: ser mujer no vuelve a nadie progresista ni garantiza un compromiso con la igualdad y la libertad.
El racismo también atraviesa al feminismo. ¿Por qué habría de estar a salvo si ha impregnado tantas ideologías, incluidas las que se reclaman emancipadoras? La tarea es clara: releer a dirigentes, autores, teóricos y teóricas canónicas del comunismo, la emancipación y la liberación para reconocer dónde nos equivocamos. Recuperar esos trabajos no para despreciarlos porque quienes los escribieron no supieron ver algo que nosotras podemos ver en la actualidad (cualquier generación futura dirá lo mismo de nosotras), sino para hacer visibles los límites de la democracia liberal mediante un análisis histórico. En el corazón de la democracia liberal europea y occidental late un doble rasero.
AF
La Unión Europea se construyó sobre la idea de que el libre comercio garantizaría la paz. Sin embargo, el actual giro militarista pone en evidencia ese doble rasero y las contradicciones inherentes al capitalismo que señalas.
FV
A día de hoy, los líderes de los gobiernos repiten una y otra vez la narrativa de que hubo un tiempo en que Europa estuvo en paz, una paz supuestamente rota sólo por la invasión rusa de Ucrania. Según este relato, «en 1945 se derrotó al nazismo y llegó la paz». Pero eso no es cierto. Después de esa supuesta paz vinieron los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, las guerras coloniales de Gran Bretaña y Francia, y los golpes de Estado imperialistas respaldados por las potencias occidentales. En Europa hubo dictaduras, como fue el caso de Portugal, España o Grecia, que se prolongaron hasta mediados de los setenta. Esa paz nunca existió: fue una ficción con un enorme poder en las sociedades occidentales.
Nuestra tarea es, por tanto, nombrar el núcleo ideológico que sostiene a la democracia liberal occidental: paz para «nosotros», guerra para los demás; riqueza para «nosotros», supuesto empoderamiento para los «otros». En lugar de redistribuir la riqueza o reparar el despojo colonial, se les dice a los pueblos empobrecidos que se empoderen por sí mismos. Así, el relato los responsabiliza, como si la guerra o la incapacidad de acumular riqueza estuvieran en su naturaleza. Esa es la lógica que vemos operar hoy en Gaza. El doble rasero no es una frase hecha; es algo que opera materialmente, decidiendo quién muere y qué vidas merecen ser preservadas.
AF
Muchas feministas, especialmente en Occidente, han quedado atrapadas en una lógica que las lleva a abrazar la democracia de consumo como la única forma posible de hacer política.
FV
No había motivo para que el feminismo europeo quedase exento. Muchas feministas europeas apoyaron abiertamente la colonización, convencidas de que traería progreso y libertad a las mujeres de sociedades consideradas «atrasadas». Eso apunta a algo más profundo: no basta con decir que «eran hijas de su tiempo». Durante la esclavitud ya hubo mujeres que se opusieron; mujeres esclavizadas que se sumaron a las insurrecciones. La idea de que todo el mundo pensaba igual en aquella época es falsa, a no ser que excluyamos a las personas esclavizadas de la sociedad y de la humanidad.
Así que, para responder a tu pregunta: el feminismo europeo no ha estado exento del racismo ni de la superioridad europea que se presenta como cuna de las ideas humanistas y relega al resto del mundo a intentar ponerse a su altura. Muchas feministas siguen siendo profunda y estructuralmente blancas. El feminismo burgués, en particular, se aferra a esa postura.
AF
Me gustaría profundizar en el concepto de «limpieza decolonial», que desarrolla en Making the World Clean. Desde su perspectiva, ¿cómo puede el feminismo decolonial revalorizar las formas de trabajo racializadas y a menudo invisibles que sostienen nuestras sociedades?
FV
Hay una corriente feminista que plantea eliminar el trabajo doméstico, o al menos repartirlo: que los hombres frieguen, que laven la ropa… Pero esa nunca ha sido mi postura. La sociedad no funciona sin ese trabajo. Si no se limpia, no abren las escuelas, ni las universidades, ni los hospitales, ni los centros comerciales, ni los bancos, ni nada. Tampoco digo que en una sociedad posracista, pospatriarcal y poscapitalista la limpieza desaparecería o se externalizaría a robots. Limpiar tiene que ver con nuestra relación con el cuerpo: limpiamos a bebés, mayores, enfermos; nos lavamos. Durante muchas décadas de nuestras vidas, las mujeres realizamos el trabajo constante de limpiar nuestros cuerpos durante la menstruación. Limpiar es ineludible. La pregunta es cómo pensar la limpieza más allá de la división entre limpio y sucio que impuso el colonialismo.
Presentar a Europa como limpia formó parte de esa ficción a lo largo de la historia, incluso cuando las ciudades europeas estaban sucias. En Francia, muchos pisos no tuvieron baño propio hasta finales de los sesenta, mientras que los hammams existían hacía siglos en Asia y en América. Esa división permitió al Occidente colonial clasificar el mundo entre limpio y sucio, y, a su vez, asignar a quienes etiquetaba como «sucios» la tarea de limpiar su mundo, forzándolos a descuidar los lugares donde ellos mismos vivían.
A día de hoy, esto se ve claramente en los barrios racializados: faltan parques y jardines, la basura no se recoge a diario, etc. Y luego la burguesía dice: «Mira cómo viven», mientras que en sus barrios hay parques, calles impecables, pájaros y mariposas. ¿Cómo salir de esa división racial-colonial entre lo «limpio» y lo «sucio» que impone normas burguesas e invisibiliza a quienes hacen el trabajo? La tarea es reintegrar la limpieza como práctica decolonial, antirracista y anticapitalista.
AF
Usted ha sido muy crítica con la idea de delegar estas tareas a las máquinas.
FV
Creo que debemos expandir nuestra imaginación más allá de los robots y las soluciones tecnocráticas. La limpieza no puede regirse por la blanquitud patriarcal y burguesa. Y debemos prestar atención a otros detalles: en los barrios empobrecidos la gente cuida su entorno. Entras en una casa y quizá haya una flor o un objeto hermoso, porque hay amor. No existen motivos para negar el amor al entorno. Debemos redefinir lo que entendemos por «belleza» más allá de las nociones racistas y burguesas que la configuran.
Me gustaría añadir algo más: incluso en nuestro trabajo como feministas o en la ecología radical, organizamos reuniones entre feministas decoloniales en lugares que han sido limpiados por la mañana por mujeres cuyos nombres no conocemos y que no forman parte de estas reuniones. ¿Por qué sucede esto?
AF
Esta retórica de la limpieza evoca al concepto de limpieza étnica; algo imposible de separar de lo que está ocurriendo en Palestina.
FV
Sí. Primero tenemos que desmontar la propia idea de «limpio». Preguntarnos qué incluye y a quién sirve. En su registro político, la limpieza casi siempre adopta la forma de limpieza étnica. E incluso en su versión técnica —es decir, el uso de químicos para desinfectar o matar a un virus—, esa «limpieza» puede acabar dañando el entorno humano y a otras especies. Por eso, insisto: la noción de limpieza se ha construido para responder a las necesidades del capitalismo racial.
AF
En Una teoría feminista de la violencia critica el solucionismo tecnológico del Estado —la promesa de combatir la violencia de género mediante la expansión de dispositivos de vigilancia como las pulseras electrónicas, por ejemplo—, que a menudo acaba reforzando el control y la securitización, o incluso generando nuevas violencias. ¿Podría desarrollar este argumento?
FV
Sabemos que la invención tecnológica ha servido durante mucho tiempo a los fines de la opresión, pero también ha sido apropiada por quienes luchan por la liberación. La radio, la imprenta y ahora las redes sociales han hecho circular noticias e información, abriendo resquicios de libertad dentro de arquitecturas creadas para la vigilancia y la no-libertad. La cuestión es siempre cómo apropiarnos de las herramientas del sistema y subvertirlas para confrontar al poder. Una de las fortalezas de la resistencia es precisamente esa: la capacidad de apropiarse de lo que los poderosos han creado, de sus propias leyes, y usarlo como arma contra ellos.
Un ejemplo célebre es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: «Todos los hombres nacen libres e iguales». Las personas esclavizadas en las colonias francesas en Asia respondieron: «De acuerdo; entonces todos somos libres e iguales». Y la respuesta del poder fue: «No exactamente… vosotros no». Ahí está esa práctica de volver la ley contra la ley, de usar sus propias contradicciones para desenmascarar su hipocresía racista.
Hoy los Estados buscan desarrollar herramientas de vigilancia cada vez más sofisticadas. Pero, como suelo decir, su imaginación es limitada: apenas va más allá de los instrumentos clásicos de dominación: golpear, torturar, encarcelar, asesinar… Necesitan un progreso tecnológico permanente porque perciben que la resistencia social persiste. La policía de hoy no es la de hace quince años: está mucho más automatizada, y aun así la gente sigue resistiendo. Entonces, el poder se pregunta: «¿Qué toca ahora? ¿Reconocimiento facial? ¿Vigilancia biométrica? ¿Inteligencia artificial predictiva?». Escapar al panóptico digital resulta cada vez más difícil.
AF
¿Cómo podemos relacionarnos críticamente con esas herramientas y, al mismo tiempo, imaginar tecnologías que realmente fortalezcan los movimientos comprometidos con la liberación colectiva?
FV
La fuerza de la resistencia radica en la imaginación, y eso el poder no puede controlarlo. En efecto, algunas tácticas se vuelven más difíciles: falsificar documentos quizá sea más complicado hoy que hace veinte años. Pero siempre encontramos nuevas formas de resistir, y probablemente ya se estén inventando en algún lugar del mundo en este mismo momento. La cuestión no es si podemos luchar, sino cómo desplegamos esa lucha. Y no debemos actuar desde el miedo, porque quien realmente tiene miedo es el poder: percibe que algo está cambiando y responde endureciéndose, militarizándose.
Bajo la bandera del progreso tecnológico, los Estados extienden la vigilancia a todo lo que hacemos con nuestros teléfonos y computadoras. Lo que buscan es escalofriante: quieren entrar en nuestras cabezas. Quieren controlar incluso nuestros sueños. El objetivo final es aniquilar el alma.
No debemos subestimar el empeño del poder en matar, asesinar y reprimir, pero tampoco sobredimensionarlo, ni paralizarnos ante él. En el pasado, el poder también desplegó una fuerza extraordinaria. Cuando los colonizadores llegaron a África y Asia, trajeron cañones y ametralladoras que les dieron una superioridad militar abrumadora durante un tiempo. Y, sin embargo, los pueblos colonizados lucharon y resistieron.
AF
Ante el régimen de vigilancia que describe, ¿cómo pueden los feminismos decoloniales pensar y construir una sociedad posviolenta que rechace la noción de que la guerra y el genocidio son «necesarios» para que el sistema capitalista siga en pie?
FV
Diría que debemos fomentar, en la medida de lo posible, espacios de alegría: lugares donde las niñas y los niños puedan jugar sin que se les enseñe obediencia, donde se cultive la dignidad. Con la dignidad llegan el respeto y la comprensión de que las cosas requieren tiempo y esfuerzo, que no se hacen con un clic. Si observas a alguien construir una mesa, tejer una alfombra o preparar una comida, comprendes que las prácticas cotidianas exigen dedicación. Del mismo modo, un bebé necesita años para volverse autónomo. Este tipo de observaciones nos devuelve el sentido de la temporalidad de la vida: las cosas no son instantáneas, no funcionan como una aplicación en la que basta con pulsar un botón.
En mi trabajo también hablo de crear espacios de práctica artística colectiva. No me refiero al mito del genio solitario, al artista entendido como un individuo aislado, sino a la posibilidad de aprender juntas. No necesariamente para convertirnos en artistas, sino para reconectar con el placer de crear algo en común. Pienso en talleres donde mujeres y hombres trabajan juntos y aprenden unos de otros: quien sabe tallar madera o trabajar con plantas enseña a los demás y comparte ese conocimiento. Se canta, se conversa, se aprende, y en esa práctica colectiva y creativa cada cual puede desplegar su imaginación.
Me interesa también el Teatro del Oprimido, la metodología de teatro social y político creada por el brasileño Augusto Boal. ¿Cómo recuperamos el arte de hacer teatro en la calle? ¿Cómo reapropiarnos del espacio público para dialogar con la gente sobre lo que le preocupa, haciendo arte con ella, fuera de los teatros y del circuito profesional? Tenemos que reinventar maneras de hacer: trabajar la danza con niñas y niños, no para que compitan o se profesionalicen, sino para que vuelvan a habitar sus cuerpos con libertad y placer.
Vivimos en un mundo conectado que promete una libertad infinita: «¡Puedes hacer lo que quieras!», «¡Puedes conseguir miles de seguidores!». Pero esa promesa se desvanece cuando nos vemos obligadas a someternos a las lógicas extractivas de la economía digital.
Por eso insisto: hagámoslo con las niñas y los niños del barrio, con las personas mayores, con las personas con discapacidades, con quienes atraviesan malestares… con todas y todos. Todas tenemos cuerpo, todas tenemos sentimientos. Volvamos a ellos desde la práctica y los cuidados colectivos, no desde el gerencialismo benevolente de esta sociedad ni desde el individualismo que reproducen nuestros colegios.
AF
Quisiera cerrar con su idea de reapropiarnos de la performance como modo de vida. En una economía digital obsesionada con la autenticidad, conviene pensar en prácticas performativas genuinas que, en lugar de convertir la vida en una representación continua para los fines del consumo, nos permitan alcanzar objetivos verdaderamente transformadores.
FV
Para mí, la performance no consiste en exhibir lo que somos capaces de hacer. Si bailas mejor que yo, eso forma parte de la alegría compartida. No voy a sentir que me haces quedar mal; simplemente, tú tienes una habilidad y yo tengo otra. En mis talleres cocinamos y comemos juntas, pero no convertimos eso en espectáculo ni en contenido. No decimos: «Hoy vamos a actuar en tal sitio». Cuando hago teatro callejero o performance pública —algo que empecé en 2015—, siempre es gratuito y va seguido de un debate o una conversación con quienes presencian la representación.
Hace dos años pusimos en marcha La Ville Dansée, junto con el coreógrafo y bailarín Benjamin Millepied. Nos pidió a mí y a otras personas que eligiéramos diez lugares de París cargados de historia; a partir de esa cartografía, un equipo de coreógrafos y bailarines creó sus piezas. Junto con Fabien Truong, también en la dirección artística, decidimos mirar la ciudad desde su historia colonial.
Así, por ejemplo, frente a la Torre Eiffel —el icono de Francia— contamos que su fase final de construcción se financió con dinero expoliado a la República de Haití: las llamadas reparaciones que exigió como precio para reconocer su independencia tras 1804. Haití debía pagar «por la pérdida de propiedad privada» de los colonos franceses; es decir, pagar por las personas esclavizadas que habían dejado de ser consideradas como propiedad de los franceses.
Otra historia tenía que ver con el hierro. Durante mucho tiempo, en Europa se desconocían ciertas técnicas avanzadas de forja. En el siglo XIX, un observador británico viajó a Jamaica y vio trabajar a personas esclavizadas, maestras herreras en sus tierras de origen por su dominio del fuego y del metal. Al regresar a Europa, este hombre se presentó como el inventor de esas técnicas. En realidad, lo que presentó como invención propia eran saberes procedentes de África occidental. Una coreógrafa asiática llevó este relato a escena, transformándolo en danza. También contamos la historia de la diáspora comunista vietnamita en Maubert, en el Barrio Latino, un foco histórico de la militancia estudiantil donde la comunidad tuvo uno de sus núcleos durante décadas.
Para mí es sencillo: cuando la cultura está viva —en la calle, en talleres, en museos que practican la restitución y rechazan convertirse en espacios de vigilancia policial— tiene el poder de tejer solidaridades transfronterizas. Ahí es donde el feminismo decolonial prospera: en lugares donde se fomenta la creación en común, donde asumimos responsabilidades mutuas con las personas y con el entorno, y donde encontramos alegría en lugar de medirlo todo en términos de productividad y rendimiento.
| Anita Fuentes es investigadora en el Instituto de Estudios Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. |

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