Nos Disparan desde el Campanario… La batalla entre globalistas y soberanistas define el futuro del poder estadounidense… Por Alejandro Marcó Del Pont
Fuente: El Tábano Economista
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La verdadera guerra en la sombra
(El Tábano Economista)
El proyecto político que intenta
imponer el presidente de los Estados Unidos representa nada menos que una
reingeniería total de la lógica interna y externa que ha guiado a la
superpotencia durante las últimas décadas. Restaurar el antiguo poder imperial
estadounidense en un contexto de declive relativo no es una tarea sencilla,
menos cuando debe ejecutarse contra la corriente de un orden global que se
fragmenta.
La estrategia emerge como un triple
movimiento geopolítico de una claridad brutal: la retirada calculada de Europa,
el abroquelamiento en el patio trasero latinoamericano y la concentración final
de fuerzas en el teatro Indo-Pacífico. Sin embargo, estos movimientos se
desarrollan dentro de una feroz guerra civil no declarada dentro del
establishment estadounidense, una lucha a muerte entre globalistas y
soberanistas que determina cada decisión y cada nombramiento en la
administración.
En el corazón de este reajuste
estratégico se encuentra la decisión pragmática de liquidar una guerra
terminada entre Rusia y Ucrania —cuyo desenlace, según cualquier análisis
militar serio, ya se decidió en el campo de batalla— mediante un acuerdo de
negocios común con Moscú que privilegie el acceso conjunto al Ártico y sus
recursos, mientras se celebra una tregua consensuada con China diseñada no para
la confrontación total, sino para ganar el tiempo precioso que Estados Unidos
necesita para recomponer su base industrial doméstica.
Esta pausa estratégica, sin embargo,
choca contra los intereses arraigados de facciones dentro de su propio
gobierno. El formato actual del armado político republicano evidencia grietas
estructurales. Los ecos de las dinámicas del gabinete son meros síntomas de una
disputa de poder mucho más profunda. La figura de Scott Bessent como Secretario
del Tesoro resulta particularmente elocuente: un ex-donante demócrata con
estrechos vínculos con Wall Street, gestor de fondos de cobertura y
ex-protegido de George Soros, representa la encarnación misma del capitalismo
financiero líquido y global. Su nombramiento por Trump respondió a un cálculo
frío: colocar a un hombre del establishment para controlar a la Reserva Federal
y acelerar la bajada de tasas de interés, vigilando los ánimos de Wall Street
durante este proceso de transición.
Sin embargo, el mandato no se está
cumpliendo, y las explosivas declaraciones públicas de Trump —»Si
no lo arreglas rápido, te voy a despedir pegándote una patada en el culo«—
trascienden la mera molestia personal. Revelan la desesperación de un
mandatario que ve cómo su política económica central se ve saboteada desde
dentro, pagando un precio político insostenible en su gobernabilidad.
El otro polo de esta interna lo ocupa
Marco Rubio, el secretario de Estado, una figura impuesta a Trump por el lobby
de la Florida —un antiguo crítico feroz que en 2016 lo tildó de «estafador» y
«peligroso»— cuya función actual parece consistir en desarmar metódicamente
cualquier intento de aplacar al globalismo, desde la prolongación del conflicto
en Ucrania hasta la fabricación de amenazas fantasmas como narcotraficantes en
el Atlántico, cuando los datos oficiales de la DEA muestran que el 75% de la
droga ingresa por el Pacífico.
La evidencia más clara de este
sabotaje institucional es que el verdadero poder de negociación recae en Steve
Witkoff, amigo personal de Trump y enviado especial, que maneja en canales paralelos
las conversaciones clave con Rusia y Medio Oriente. Este gobierno dentro del
gobierno expone de manera cristalina los obstáculos que enfrenta Trump dentro
de su propio gabinete, donde figuras nominadas formalmente por él trabajan
activamente contra su agenda.
Para comprender la profundidad de
esta fractura es necesario situarla en la transición histórica entre dos ciclos
de poder estadounidense. Durante medio siglo, Estados Unidos operó bajo el
«Ciclo del Petróleo», un período donde la dependencia del crudo extranjero,
particularmente de Medio Oriente, moldeó cada decisión de política exterior y
justificó intervenciones militares recurrentes. El poder interno lo detentaban
los «Petro-intereses»: un complejo entramado de grandes petroleras como ExxonMobil
y Chevron, contratistas de defensa como Halliburton —cuyo ex-CEO, Dick Cheney,
llegó a la vicepresidencia— y políticos de estados energéticos.
Este grupo presionaba
consistentemente por una política exterior imperial y una desregulación
energética sin límites. El auge del fracking en la década de 2010
marcó un punto de inflexión: la producción estadounidense se disparó de 5
millones de barriles diarios en 2008 a más de 12 millones en 2019, logrando el
estatus de exportador neto en 2020. Esta revolución energética doméstica, junto
con la desaparición de Al Qaeda como amenaza existencial, cerró un ciclo y
abrió otro más complejo.
Hoy emerge con fuerza el «Ciclo
Tecnológico y de las Tierras Raras», donde el recurso estratégico ya no son los
hidrocarburos sino minerales críticos como el litio, el cobalto, el grafito y,
crucialmente, las tierras raras. La nueva vulnerabilidad estadounidense es su
dependencia casi total de China para obtener estos elementos, absolutamente
determinantes para el equipamiento militar avanzado —desde los cazas F-35 hasta
sistemas de misiles— y las tecnologías civiles del futuro —baterías,
inteligencia artificial, semiconductores—. Lo que se libra ahora es una guerra
tecnológica total, mediante aranceles, controles de exportación y una
competencia feroz por subsidios internos, para romper el cuasimonopolio chino
en el refinado y procesamiento de estos materiales. La élite estadounidense
teme, con razón, que el país esté perdiendo la capacidad de fabricación y
procesamiento necesaria para el nuevo motor del poder global.
Internamente, lo que puede hacer
fracasar o potenciar a Donald Trump es precisamente la resolución de esta
disputa entre globalistas y soberanistas. Por un lado, el capitalismo
financiero y su negocio de la deuda perpetua, una coalición que incluye a
gigantes tecnológicos, el Departamento de Defensa y elementos del propio
Tesoro, presionan para mantener sus flujos de ganancia, ya sea a través de
intereses financieros o de la producción armamentista. Por el otro, la facción
soberanista comprende que el gobierno debe realizar inversiones masivas
—subsidios, subvenciones— en la reindustrialización doméstica, lo que conduce a
batallas políticas internas sobre comercio, subsidios y regulación. Las figuras
de Bessent, el tecnócrata de la élite financiera global, y Rubio, el agente
geopolítico vinculado al centro financiero de la Florida, son el resultado
directo de esta transición dolorosa del Ciclo del Petróleo al Ciclo
Tecnológico.
Para entender mejor el juego de Marco
Rubio es necesario adentrarse en la peculiar economía política de Florida.
Conocida como el «Wall Street del Sur», el estado atrae fondos de
inversión, hedge funds y empresas como BlackRock gracias a su
ausencia de impuesto estatal sobre la renta y regulaciones financieras laxas.
Más de 250 firmas financieras se han reubicado allí, impulsando una economía
que muchos analistas vinculan con circuitos de evasión fiscal, capitales
offshore, dinero negro del complejo inmobiliario y ganancias del tráfico de
drogas. La instalación de fondos de inversión sofisticados facilita el lavado
de capitales ilícitos, acentuando el nexo entre élite financiera, narcotráfico
y política.
En este contexto, la obsesión de
Rubio por «desequilibrar» Cuba y Venezuela trasciende la mera retórica
ideológica. Responde a una lógica de poder concreta: apela al voto latino
—cubano-americanos, venezolanos, colombianos— en un estado clave que aporta 30
votos electorales, mientras promueve sanciones que, según sus críticos,
benefician a élites floridanas. Su imagen de halcón anti-Castro y anti-Maduro
le genera capital político y, potencialmente, negocios futuros.
El factor crucial en este juego
geopolítico no es tanto por dónde sale la droga —el Pacífico— sino dónde se
lava el dinero de los cárteles. El crimen organizado transnacional, que mueve
la droga mayoritariamente por la costa occidental, necesita centros financieros
sofisticados para blanquear billones de dólares en ganancias. Este «Wall Street
del Sur», la Florida, con sus leyes laxas y su red de paraísos fiscales
conexos, se convierte en el centro clave para este blanqueo. Por tanto, la
lucha de Estados Unidos en Venezuela o la vigilancia en el Pacífico constituyen
sólo la parte visible de la guerra contra el narcotráfico; el poder real reside
en la capacidad de controlar o explotar la infraestructura financiera que
procesa las ganancias, infraestructura fuertemente anclada en el sur de
Florida, lo que refuerza enormemente la posición política de Marco Rubio.
La política soberanista del «America
First» busca primar los intereses económicos y de seguridad nacional sobre los
compromisos globalistas y multilaterales. Tanto Bessent como Rubio, a pesar de
servir formalmente en la administración, perjudican estructuralmente esta
agenda debido a sus profundos lazos con el capital global y sus propias agendas
particulares. Bessent, como tecnócrata de las macrofinanzas, mantiene una
lealtad última con la liquidez del mercado global. Sus declaraciones públicas
calificando el enfrentamiento arancelario con China de «insostenible» y
abogando por una «desescalada» comercial no son simples opiniones, utiliza la
autoridad del Tesoro y sus lazos con JPMorgan Chase y la banca de Wall Street
para presionar internamente por una negociación que reduzca los aranceles,
minando así el objetivo de crear cadenas de suministro domésticas seguras.
Al mantener la «puerta abierta» para
que el capital de Wall Street siga invirtiendo en China, sabotea el reshoring forzado
que pretenden los aranceles, priorizando los intereses de la deuda global sobre
la soberanía productiva nacional.
Rubio, por su parte, encarna el
intervencionismo neoconservador tradicional. Su primer mensaje como Secretario
de Estado, enfatizando que la posición de EE.UU. «no es aislacionista»,
constituye una declaración de guerra contra el núcleo de la agenda soberanista.
Como halcón en política exterior, aboga por una mayor confrontación y presión
—insinuando incluso algún tipo de intervención directa— lo que se contrapone
directamente al deseo de Trump de reducir compromisos bélicos para concentrarse
en la competencia con China y la seguridad fronteriza.
Un conflicto regional mayor
distraería recursos y atención del objetivo soberanista principal: ganar el
Ciclo Tecnológico. Al mantener una línea dura ideológica, Rubio puede boicotear
o entorpecer los acuerdos personales del Presidente que busquen un beneficio
rápido, perjudicando la flexibilidad y el pragmatismo que son características
clave del soberanismo trumpista.
En última instancia, la batalla por
el alma de la administración es una lucha por definir qué ciclo de poder
prevalecerá, y si Estados Unidos logrará la cohesión interna necesaria para
navegar la peligrosa transición hegemónica que se desarrolla ante sus ojos.
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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado
en Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas
económicos El Tábano Economista, columnista radial, analista
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