Por suerte ya no tenemos que leer esos textos extensos y tediosos que nos dedicaban con altero altruismo intelectual Adolfo Saldías, José María Rosa, Juan José Hernández Arregui, John W. Cooke, Arturo Jauretche, Horacio González, José Pablo Feinmann, Ernesto Laclau, Jorge Enea Spilimbergo, Jorge Abelardo Ramos, Arturo Sampay, Raúl Scalabrini Ortiz, Carlos Astrada, Leopoldo Marechal, Rodolfo Walsh, María Seoane, Eduardo Luis Duhalde, Dante Panzeri, Rodolfo Ortega Peña, Raimundo Ongaro, Agustín Tosco, Beatriz Sarlo, Jose Aricó, Rodolfo Bayer, Carlos Gorostiza, Carlos Mujica, Juan B. Justo, Alicia Moreau, Nicolás Casullo, Alicia Eguren, Delfina Bunge, Manuel Gálvez, Cesar Tiempo, Elías Castelnuovo, Nicolás Olivari, Norberto Galasso, Nora Lagos, David Viñas, entre tantos.
Por suerte ahora tenemos los modernos, eficientes y fácilmente digeribles resúmenes streaming y el panelismo abierto o por cable de la mano de influencers, de celébrity´s, de analistas escandalosos, de lógicos teleclick, de interrumpidores seriales, de amantes de las primicias no acertadas, de oráculos que auguran continuidades que caducan al otro día y finalizaciones de ciclos que perduran por décadas, de gente que gana reputación esperanzando a los incautos y manipulando las tragedias, de esposas y esposos de, de amantes de, de cercanos a, de abogada o abogado de, de sujetos para los cuales todo es un chiste el cual merece ser patrocinado y musicalizado, realidad que amerita ser deconstruida para suavizarla porque la vida es bella (para ellos) y así cuando más absurda y llana es la discusión más guita gana toda esa “comunidad” (terminó banalizado y destrozado mediáticamente por la posverdad) sobre la base de una bitácora sin timón conceptual ni destino formativo e informativo que para colmo llaman “trabajo, contenidos y cultura”. Lo terrible a mi entender es que este cuadrante de navegación es el que actualmente domina el debate sociopolítico de la modernidad, formato en el cual, y lo afirmo con tristeza, ninguna línea política queda exenta.
Hubo otros tiempos, que sin dudas en algunas cuestiones fueron mejores, acaso había más pudor y deseos de escuchar, conciencia del ridículo, respeto por el juicio del otro, cierta perspicacia y lucidez a la hora de asumir que ser acreditado y célebre por poseer cierta integridad era mucho mejor que serlo a cualquier precio, incluyendo en este último inciso el precio vil que implica ser un mercenario, un ignorante o un inepto. Acaso competir por ser el más garca, ruín y malamente cínico, a pesar de las pujas encarnizadas existentes por entonces, no era tan redituable como lo es actualmente.

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