Fuente: FILOSOFÍA&CO
Link de Origen: https://filco.es/fin-de-infancia-informacion/
Créditos: Blog REC-Latinoamérica y El Caribe
En lo que tiene que ver con recolectar e integrar información, los
humanos somos una novedad en este planeta. No hay otra especie con nuestra
habilidad para mediar con la realidad más allá de los sentidos determinados por
la biología. Tenemos herramientas para ver mundos microscópicos, o para indagar
evidencia que nos diga cosas acerca del origen del universo.
En nuestras conversaciones digitales
cotidianas podemos comunicarnos exitosamente sin decir una sola palabra en voz
alta. Y con plataformas como Twitter, Facebook o Instagram, podemos
incluso hablarle a cientos o miles de personas a la vez, sin necesidad de
gritar. Además, somos los únicos en llevar registros perdurables en el tiempo,
y gracias a eso tenemos acceso a los pensamientos y acciones de ancestros que
pueden llevar décadas o siglos muertos. Todas estas capacidades se hubiesen
podido re-interpretar como mágicas o misteriosas en otro momento de la historia
(hablar mentalmente con cientos de personas, o comunicarse con los muertos),
pero hoy nos parece absolutamente normal.
Hasta hace relativamente poco tiempo,
todas estas tecnologías eran más o menos rudimentarias y manejables: duramos
miles de años transmitiendo experiencias oralmente, y luego de forma escrita.
Para alguien hoy, no es muy difícil imaginar los procesos que convierten un
evento en una historia, cómo se cuenta esa historia entre personas y cómo
eventualmente se plasma en un libro para ser leído por otros. Esto representa
un volumen pequeño de los eventos que se transmiten entre personas y a lo largo
de la historia. Y se mantuvo un volumen pequeño por la combinación entre
nuestras capacidades cognitivas y los limitantes tecnológicos para registrar y
transmitir historias (transmisión oral o escrita en medios físicos). Estas
limitaciones llegaron a su fin hace aproximadamente 30 años. Nuestras
capacidades para distribuir información crecieron de manera exponencial como
material digital, y se hicieron disponibles donde hubiese una conexión y una
pantalla.
No es difícil suponer que aquellas
formas más o menos rudimentarias de producción y acumulación de registros antes
de la era digital determinaron los modos cómo concebimos la historia,
tanto la del mundo, como la nuestra individual. Y de ahí, nuestra relación con
el paso del tiempo, nuestra construcción del tiempo presente, nuestras memorias
del pasado y nuestra imaginación de los futuros posibles.
La historia, una suma de defectos
A esto hay que sumarle que toda
narrativa que usamos para pensar y construir la historia es necesariamente una
simplificación y modificación de la realidad, que muchas veces elimina
detalles o conecta eventos que no tuvieron nada que ver. Por otro lado, quien
observa no podrá nunca evitar sus sesgos y contingencias alrededor de sus
observaciones e interpretaciones, y en nuestro afán de producir historias
objetivas e incuestionables terminamos cargando las historias (¿la historia?)
de todos esos defectos.
Vale agregar que la rigurosidad que
caracteriza ciertas áreas del conocimiento no es uniforme a lo largo del tiempo y,
en muchos casos, los estándares que se usaron en el pasado para considerar algo
como registro histórico incuestionable, hoy serían insuficientes. En esta
disonancia entre la necesidad de historias narrativas y nuestras pretensiones
de registros impecables y libres de sesgos, hemos desarrollado historias
aceptadas ampliamente, que en sentido estricto no tuvieron lugar.
De la inmanejable maraña de registros a una más cercana objetividad
Esta selectividad en el registro
histórico predigital se ve fuertemente contrastada por lo que ocurre hoy
unas cuantas décadas tras el inicio de la revolución digital. El bajo coste de
acumulación de datos provee registros casi infinitos e irrefutables. Hasta el
punto que estos registros también corren el riesgo de volverse irrelevantes:
¿quién duda de la marca que deja una tarjeta de crédito al hacer una compra, o
de la marca que deja una persona al visitar una página web? ¿A quién le importa
la gran mayoría de esos registros? El destino de estos datos lo podemos
comparar con la porción de la realidad que dejamos constantemente sin procesar.
Hay tantas cosas que ocurren a nuestro alrededor, y nosotros solo registramos,
procesamos y archivamos una minúscula fracción de eso. La realidad contiene
mucho más que aquello que nos importa.
El reto en esta era digital, y esto
ha sido dicho en muchos y mejores escenarios, está en una recreación o
imitación de los sistemas de procesamiento biológico que seleccionan y dan
forma a esos torrentes de datos irrelevantes e infinitos, hasta obtener información
que nos permita subsistir. Ahora contamos con la posibilidad de enfocar
nuestros análisis a datos que existen por fuera de nuestras mentes, con
herramientas computacionales que exceden nuestras capacidades
individuales.
De alguna forma, podemos decidir qué
capas de nuestra cebollezca realidad queremos pelar, y en ese
esfuerzo, tenemos más acceso que nadie antes en la historia a la realidad.
Naturalmente estos procesos no están del todo libres de esos sesgos que
mencionaba antes, pero al estar basados en muchos, muchísimos más datos, nos
aproximamos cada vez más a la pretensión de objetividad al saltarnos las
versiones anecdóticas de las observaciones. Cualquier lectura de la realidad
siempre será incompleta, pero una lectura hecha de más datos es útil, si lo que
nos interesa son narrativas más cercanas a la realidad.
Al comienzo de una nueva era
Este momento histórico se me presenta
como un tipo de infancia. Por un lado, recuerdo El fin de la
infancia, la novela de ciencia ficción de Arthur C. Clarke que describe a
la humanidad como existe hoy en términos de infancia y cuya maduración implica
la transición a formas mentalmente interconectadas. También pienso en los
cambios que ocurren específicamente en infantes humanos y cómo se adquieren
paulatinamente habilidades de percepción de la realidad (colores, distancias,
sonidos, memorias, manipulación de objetos, la persistencia del tiempo).
También, parte de esa transición implica el desarrollo de herramientas que nos
permiten «editar» dichas percepciones, filtrarlas y discernir para quedarse con
aquellas que son relevantes, y así descartar las partes de la percepción que
pueden convertirse en un lastre a la hora de interpretar la
realidad.
Y pienso en las crisis alrededor de
estos procesos. En cómo esas crisis son inevitables y hacen parte integral
del paso a una realidad más rica en información.
En este sentido, la naturaleza de la
historia y de cómo se escribe se están redefiniendo. Mi generación fue probablemente
de las últimas en nacer en una infancia como especie y sociedad pobre en datos
y rica en narrativas simples y unificadas, y nos espera una madurez en la que
tengamos historias que permitan robustez de datos, revisiones múltiples,
perspectivas encontradas simultáneas. Y por supuesto, una adolescencia penosa,
torpe y quizás dolorosa.
En Colombia, por traer un ejemplo,
actualmente vivimos una situación que tal vez valga la pena entender en esta
adolescencia histórica. Hay una agenda muy clara por parte de los sectores
de derecha política en apropiarse de las narrativas de memoria histórica para
justificar los abusos cometidos desde el Estado y sus aliados paramilitares. El
gobierno de turno escogió para ello a un académico fuera de la visión del consenso
académico, y que por afiliación política sesgada impone como agenda una
negación del conflicto en el país, así como una reinterpretación de quienes
fueron sus víctimas y perpetradores. Mediados por la validez que da un gobierno
elegido «democráticamente», se observa un intento por reescribir la historia
reciente por aquellos a quienes no les conviene una narrativa específica. Más
de lo mismo que ha existido en nuestra infancia histórica.
Nuevos retos para la nueva era (virus incluidos)
Sin embargo, resulta ingenuo suponer
que estos esfuerzos tendrán el mismo éxito que iniciativas parecidas en el
pasado, ante la naturaleza y magnitud de los datos presentes. La capacidad
de multiplicidad y difusión de cada registro, así como la inmensa acumulación
de datos, solo harán cada vez más evidente el intento de supresión de esa parte
de la historia por aquellos a quienes no les conviene que se hable al respecto.
La ausencia de discusión de estas partes de la historia en los registros
«oficiales» hará más clara la postura sesgada del gobierno de turno. Pero
tendremos historias, las memorias y versiones de muchas partes involucradas,
que permitirán eventualmente a quienes evalúen y revisen el pasado, entender la
multiplicidad de voces y eventos de nuestro conflicto. De la misma manera que,
por ejemplo, es casi imposible ignorar la brutalidad policial en Estados
Unidos, pues las evidencias digitales producen marcas indelebles: se puede
borrar una instancia de una plataforma, pero estos registros tienden a
esparcirse de forma tal que terminan encontrando hospederos así las fuentes
originales sean eliminadas. El mundo digital es más resistente a las borraduras
autoritarias, y la historia en el mundo digital es más resistente a la
edición post-hoc de los victoriosos.
Nuestra adolescencia histórica se
manifiesta también como otros tipos de crisis. La pandemia
del Covid-19, causada por el SARS-CoV-2, ha evidenciado la respuesta
de múltiples sociedades ante la capacidad que tenemos hoy en día de poder
observar, en tiempo real, cómo se dispersa un virus entre la población. Esta
pandemia probablemente no cambiará el rumbo de la especie, al menos no en
términos ecológicos o evolutivos, pues afecta a una porción pequeña —aunque no
por ello menos significativa— de la población (que además se encuentra más allá
de la edad reproductiva humana). Sin embargo, tiene todo el potencial para
revelar nuestras ansiedades respecto al aislamiento social forzado, las
falencias de las redes hospitalarias, lo peligroso de establecer contratos
sociales con estados incompetentes, el entendimiento del verdadero significado
de los mercados desregulados (por ejemplo, alrededor de productos de aseo), y
el riesgo que implica el enfrentarse como sociedad (no solo quienes
tradicionalmente están marginados) a un agente biológico aparentemente
incontrolable. Tener tanta claridad y datos acerca del tránsito de un virus
entre poblaciones humanas nos afecta de muchas formas, y solo viviendo esas
crisis sabremos con precisión.
Estas crisis nos preparan para nuevas
formas de memoria, nuevas formas de entender el mundo mediadas por
volúmenes de información extracorpórea cada vez mayores. Esto hace parte de un
gran proceso de la naturaleza reflexionando sobre sí misma, y de una maduración
nuestra —como especie— hacia formas con mayor comodidad respecto a la
información.
Estamos en medio de una transición
turbulenta en términos históricos y evolutivos, una confrontación con
aquello que damos por sentado, pues ha dominado nuestra forma de pensarnos y
proyectarnos narrativamente en distintos escenarios. Nuestras historias
probablemente pasarán de ser anecdóticas a ser robustas en datos, y a contener
posibilidades de excepción.
Vale la pena empezar a pensar cómo
ajustamos cognitivamente a estos retos, en particular cómo hacer caber en
nuestra imaginación la posibilidad de un mundo muy mediado por datos, en los
que las narrativas adquieran tanto peso como haya datos para soportarlas, y en
las que siempre podamos revisar y reevaluar aquello que lo amerite. Debemos
hacernos conscientes que esta coyuntura está aquí y que en muchas instancias,
locales y globales, ya hace parte de nuestras vidas. Así como también vale la
pena preguntarnos desde esta lógica cómo percibimos lo que la realidad nos
muestra, cómo utilizamos toda esta tecnología de percepción fuera de nuestros
cuerpos para dirigir nuestra atención al mundo y apropiarnos de una forma
adulta de la realidad. Después de todo, trabajar con información es una de las
cosas que mejor sabemos hacer como especie.
Rafik Neme (Bogotá, 1985) es biólogo evolutivo y experto en genómica. Con
estudios de posdoctorado en genómica evolutiva en el Max Planck Institute for
Evolutionary Biology (Alemania) y en la Columbia University (Estados Unidos),
en la actualidad es profesor en el Departamento de Química y Biología en la Universidad
del Norte, en Barranquilla, Colombia. También es miembro de REC-Latinoamérica, una
red articulada alrededor del pensamiento entendido de forma amplia, creativa y
solidaria.
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