Nos Disparan desde el Campanario …. ¿Qué hacemos con la democracia liberal?... por Martín Mosquera

 

 

Fuente: Jacobin

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https://jacobinlat.com/2025/08/que-hacemos-con-la-democracia-liberal-2/

 



Mientras la extrema derecha avanza con su ofensiva autoritaria, gran parte de la izquierda queda atrapada en la defensa inercial de una democracia liberal en crisis. Pero ¿qué lugar ocupa esa democracia en un proyecto socialista?

 

Jean-Jacques Rousseau, a quien se considera uno de los padres de la democracia moderna y un exponente clásico de la democracia directa, afirmó: «Jamás existió verdadera democracia, ni existirá nunca», ya que «no es concebible que el pueblo permanezca incesantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos». Y añadió: «Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres».

Para Rousseau, toda democracia es, en algún grado, representativa, pero eso implica, según él, que no es plenamente democrática porque «la soberanía no puede estar representada». Esa crítica, que opone democracia y representación, sigue resonando de manera significativa en debates contemporáneos (Hardt y Negri, Kurz, Agamben, Endnotes). Más allá de la fantasía de una democracia directa reservada a los dioses, el problema real que enfrentamos es otro: si es posible que un eventual relanzamiento de procesos de transición al socialismo genere formas institucionales capaces de articular la socialización de los sectores estratégicos de la economía con una expansión sustantiva de la democracia en todos los ámbitos de la vida social.

Esa pregunta adquiere especial relevancia a la luz de las experiencias del siglo XX y el colapso del «socialismo de Estado», que dejó tras de sí un legado de desencanto y confusión sobre la relación entre el socialismo y la democracia. Más específicamente, es necesario replantear cómo los marxistas deberían comprender y vincularse con ese instrumento histórico que se ha desarrollado paulatinamente a lo largo de los últimos dos siglos: el Estado democrático representativo, con sus pilares fundamentales como el sufragio universal, el parlamento, el multipartidismo, la separación de poderes y el Estado de derecho.

¿Democracia directa vs. democracia representativa?

La izquierda marxista —con algunas notables pero escasas excepciones— ha oscilado históricamente entre el rechazo principista de las instituciones liberales y una defensa puramente instrumental de las mismas, basada en la idea de una democracia superior, concebida como estructuralmente incompatible con la «democracia burguesa». La concepción de la «democracia obrera» como alternativa por principio a la liberal se ha articulado en torno a diversos ejes que, aunque a menudo se presentan como un conjunto coherente, no son idénticos y en algunos casos resultan incluso incompatibles:

1. la democracia directa, que pretende superar la división entre las masas y la política inherente a los mecanismos representativos;

2. la representación sectorial y piramidal en organismos como los soviets o consejos, cuyos escalones se articulan por medio del mandato imperativo;

3. y, más en general, la idea programática, y enigmática, de la extinción del Estado en una sociedad sin clases, donde las relaciones sociales se armonizan sin necesidad de superestructura política.

En ocasiones, esta última perspectiva ha convergido con formas de funcionalismo tecnocrático, como en la célebre formulación de Engels —tomada de Saint-Simon—, que concebía el comunismo como una sociedad en la que el poder público dejaría de ocuparse de «la dominación de los hombres» para limitarse a «la administración de las cosas y la dirección de los procesos productivos».

El concepto de «democracia directa» ha estado en el centro de los debates de la izquierda radical, sobre todo desde fines de los años sesenta. Sin embargo, es significativo que Marx, Lenin y Trotsky no utilicen esa expresión, y no por azar. Marx describió a la Comuna como una «nueva forma de representación». Lenin sostuvo que «sin instituciones representativas no podemos concebir la democracia, ni siquiera la democracia proletaria; sin parlamentarismo, podemos y debemos concebirla». Trotsky definió al sistema soviético como un sistema representativo estructurado en torno a «los grupos de clase y de producción».

En La revolución traicionada, Trotsky profundiza esa distinción: lo que considera burgués no es la representación en sí, sino su forma parlamentaria basada en el sufragio universal, cuyo fundamento reside en la atomización individual propia de la sociedad civil burguesa, al margen de las condiciones materiales que atraviesan a los individuos. La representación soviética, al basarse en colectividades sociales —clases y grupos productivos—, rompe con la abstracción de la ciudadanía burguesa y con la lógica atomizante que le es propia.

Romper con el carácter burgués de la representación exige, en esa perspectiva, reconfigurar el sistema representativo a partir de las realidades materiales que estructuran la vida social. En lugar de una estructura que se erige por encima de la sociedad, las mediaciones políticas en el formato soviético adquieren un carácter «transparente» al reflejar directamente los intereses y dinámicas de la clase trabajadora. De este modo, ya no es posible hablar de un «Estado separado», como en el modelo burgués, ya que la representación soviética logra articular una democracia profundamente enraizada en las condiciones materiales de los grupos sociales que representa.

Democracia soviética

El modelo consejista o soviético no remite a una democracia directa de masas sino que postula formas de representación «orgánicas», destinadas a superar las limitaciones del «parlamentarismo burgués» al integrar en el poder político las realidades concretas de los sectores sociales y productivos. Este régimen asumiría una forma sectorial y piramidal, en la que estarían representados sectores sociales y productivos en lugar de individuos, y en la que los distintos niveles de la pirámide se articularían mediante el mandato imperativo.

Sin embargo, este enfoque enfrenta dos problemas fundamentales. En primer lugar, el concepto de mandato imperativo simplemente no puede comprenderse de manera literal. Como señaló Norberto Bobbio, «quien actúa con base en instrucciones rígidas es el portavoz, el nuncio, el embajador en las relaciones  internacionales; pero la rigidez de las instrucciones de ninguna manera es una característica de la acción de los cuerpos colectivos». En otras palabras, en un sistema político que se base en la representación sectorial y piramidal, los órganos representativos también necesitan autonomía para deliberar y tomar decisiones. En sociedades de masas, la delegación política no solo es inevitable, sino que constituye una condición necesaria para que la democracia sea viable.

En segundo lugar, un régimen basado en la representación sectorial difícilmente podría dar lugar a una auténtica voluntad general. En el mejor de los casos, desembocaría en una estructura corporativa que implicaría un retroceso respecto de la democracia política fundada en el sufragio universal. Como advierte Michael Löwy, en un sistema piramidal de consejos, la distancia entre la base y la cúspide es por definición muy amplia y está mediada por múltiples capas intermedias, con escasas posibilidades de control desde abajo, incluso menos que en la representación parlamentaria. En el peor de los casos, este tipo de diseño institucional se transformaría en el terreno propicio para una centralización burocrática, necesaria para suplir la incapacidad de los órganos descentralizados de articular una voluntad colectiva. Como advirtió Daniel Bensaïd, esa concepción podría degenerar en

[u]na concepción corporativa de la democracia socialista que yuxtapondría, sin síntesis, los intereses particulares de la localidad, empresa, trabajo, sin llegar a alcanzar un interés general. Se volvería entonces inevitable que un bonapartismo burocrático fuera confinando a su red los poderes descentralizados y la democracia económica local, incapaces de proponer un proyecto hegemónico para el conjunto de la sociedad.

Detrás de estas concepciones sobre la democracia se hace visible una debilidad estructural presente en amplios sectores del marxismo: la tendencia a imaginar la «democracia obrera» como un régimen de transparencia social, donde la relación entre clase y representación política se asume como equivalente o prácticamente intercambiable. Este enfoque tuvo consecuencias políticas muy concretas. Los bolcheviques, por ejemplo, no supieron cómo actuar cuando, pocos meses después de la toma del poder, quedaron en minoría en los soviets. Según Isaac Deutscher, un escenario semejante ni siquiera se había previsto. Reaccionaron autoproclamándose representantes genuinos de los intereses históricos del proletariado, por encima de los procedimientos democráticos contingentes. Las medidas de excepción, inicialmente justificadas por la emergencia, terminaron cristalizando —al menos de forma transitoria— en una racionalización teórica del autoritarismo, en la que Trotsky jugó un papel clave entre 1922 y 1923. Hacia el final de su vida, en lo que Moshe Lewin llamó su «último combate», Lenin pareció adquirir una conciencia más aguda del problema burocrático que comenzaba a afianzarse en el nuevo Estado.

En este aspecto —y conviene poder decirlo sin que se lo tome por una herejía—, la crítica de Kautsky a Lenin en 1918 resulta, en lo esencial, acertada. Como señaló en su polémica con los bolcheviques en el poder, una clase social no gobierna directamente: el poder está siempre mediado por partidos, organizaciones y representaciones políticas. Confundir la clase con su expresión partidista —o dar por supuesta una sinonimia entre ambas— abre una vía bastante directa hacia formas autoritarias de gobierno.

La existencia de un poder político «separado» es resultado inevitable de la ruptura que introduce la modernidad en las formas precapitalistas de soberanía. Esa transformación da lugar a un poder público impersonal, que no es otra cosa que la base material de la democracia política moderna. Ninguna clase social gobierna directamente, sin mediaciones institucionales. Por ello, los procedimientos democráticos y el consentimiento social no son meros accesorios, sino elementos fundamentales de la emancipación social, como lo ilustra fehacientemente la experiencia del siglo XX.

El hecho de que este nivel inédito de la vida social —un poder público impersonal y «separado»— haya surgido bajo el capitalismo no implica que deba necesariamente desaparecer con él. Del mismo modo que las fuerzas productivas capitalistas pueden reapropiarse en un marco poscapitalista, el poder público democrático se puede transformar y ampliar para responder a las necesidades de una sociedad socialista. Reconocerlo implica entender que la democracia socialista no debe oponerse a las conquistas políticas de la modernidad, sino partir de ellas, discerniendo entre lo que conviene preservar, lo que es necesario transformar y lo que se debe descartar.

Ciudadanía y democracia socialista

El vínculo entre democracia, ciudadanía y representación requiere un replanteamiento crítico que implique también una ruptura con ciertos supuestos de la tradición soviética. Definir la ciudadanía política como una mera forma de atomización burguesa ha sido un eje recurrente en diversas lecturas marxistas del Estado moderno. Sin embargo, esa perspectiva tiende a subestimar el complejo proceso de individuación característico de la modernidad, desatendiendo así el potencial emancipador contenido en las figuras del individuo y del ciudadano. El surgimiento del individuo moderno no se opone a la constitución de sujetos sociales y políticos; por el contrario, la posibilita.

Solo una mirada nostálgica hacia las formas comunitarias precapitalistas podría identificar la individuación y la ciudadanía con la desafección colectiva. En los orígenes del socialismo moderno confluyeron dos fenómenos marcados por una sensibilidad reactiva ante los cambios introducidos por el avance arrollador de la gran industria: por un lado, el clima intelectual romántico de la alta cultura, especialmente en Alemania; por otro, la experiencia concreta de los trabajadores de artes y oficios, que veían en la industrialización la destrucción de su control sobre el proceso productivo. Esos trabajadores eran espontáneamente «románticos», y esa sensibilidad impregnó a los primeros pensadores socialistas, incluido el joven Marx.

Sin embargo, las comunidades precapitalistas no eran verdaderos sujetos colectivos en el sentido político moderno, sino estructuras jerárquicas organizadas en torno a estamentos y corporaciones. Esas instituciones respondían a una lógica conservadora y estaban orientadas a perpetuar un orden social que subordinaba al individuo a estructuras que se percibían como inmutables. La emancipación del individuo frente a estas formas comunitarias permitió la apertura hacia una adhesión libre y consciente a colectivos políticos. Por tanto, la modernidad es simultáneamente la era del individuo y la de los grandes movimientos de masas.

Es revelador que la aparición de un poder público no patrimonializado —es decir, un poder que «no se constituye como aparato privado de la clase dominante», para decirlo con Pashukanis— coincida con el surgimiento del individuo moderno dentro de un mismo proceso histórico. Diversos autores han caracterizado este fenómeno como la «revolución democrática» moderna (Lefort, Laclau). Marx capta esa transformación histórica cuando escribe en Sobre la cuestión judía: «Un solo acto constituye el Estado político y realiza a la vez la disolución de la sociedad burguesa en individuos independientes, cuya relación es el derecho, como lo era el privilegio entre los hombres de los estamentos y los gremios».

La identificación entre la emergencia del individuo y el intercambio mercantil expresa un rasgo central de la sociedad burguesa: su fundamento en la figura del «trabajador libre» y jurídicamente igual. Sin embargo, la individuación moderna no se agota en el «individuo mercantil» ni en el «individuo posesivo» descrito por C.B. Macpherson. El capitalismo genera una forma de explotación históricamente inédita: exige ser mediada por una relación de igualdad, lo que conlleva múltiples implicaciones. No es de sorprender que Marx haya dicho que el valor en el capitalismo había convertido a la igualdad en un «prejuicio popular».

El Marx maduro interpreta la ruptura de la comunidad clásica y la emergencia del individuo moderno como un proceso contradictoriamente progresivo, sello característico de los avances civilizatorios asociados con el capitalismo. Por un lado, este fenómeno genera un espacio social inédito de libertad y autonomía, tanto personal como colectiva; por otro, opera como el entorno que integra al «trabajador libre» en la dinámica de la socialización asalariada y la explotación capitalista.

La crítica de Marx no apunta a eliminar la individualidad en favor de una comunidad trascendente, sino a cuestionar cómo el capitalismo traiciona esa emancipación parcial del individuo. En este sentido, señala que «el desarrollo superior de la individualidad se obtiene solo a costa de un proceso histórico donde los individuos son sacrificados». De hecho, Marx consideraba la «emancipación política», es decir, la emergencia de la ciudadanía moderna, como «un gran progreso». El rasgo distintivo del pensamiento de Marx, que lo diferenció de los socialismos utópicos de su época, fue postular la superación del capitalismo partiendo de las transformaciones históricas generadas por este, en lugar de oponerse a ellas.

Es cierto que las clases dominantes buscan atomizar a la clase trabajadora, instrumentalizando para ello tanto la «ficción de la ciudadanía» como la figura del individuo mercantil. Los efectos ideológicos de la democracia liberal bajo el capitalismo son profundos. Perry Anderson ha señalado que la democracia política desempeña una función clave al invisibilizar a la clase dominante, convirtiéndose en «el principal cerrojo ideológico del capitalismo occidental». No obstante, no hay razón para concluir, a partir de esa  instrumentalización, que individuación y ciudadanía política sean procesos e instituciones intrínsecamente burgueses, como postula una extendida tradición marxista que va de Lenin a Poulantzas.

El capitalismo instrumentaliza todas las tecnologías sociales e institucionales a su disposición, pero eso no determina de forma definitiva ni su alcance ni su adaptabilidad histórica. Esas formas sociales y políticas, aunque se desarrollaran en el marco capitalista, no están exclusivamente ligadas a la dominación de clase. De hecho, nacidas bajo condiciones capitalistas, representan en muchos casos conquistas históricas que se pueden resignificar y reapropiar en distintos contextos sociales. La naturaleza de esas instituciones políticas depende del sistema general de relaciones sociales en el que se insertan y de los proyectos históricos que se desarrollen en su seno.

Socialismo y democracia

El punto de partida de una comprensión realista de la  democracia en el socialismo debe ser el abandono de cualquier ilusión en una simplificación tecnocrática de la vida social. Las tareas de gestión no pueden reducirse al «control de los procesos productivos», ya que estas siempre conllevan decisiones de carácter político. Las sociedades contemporáneas no se tornan más simples con el tiempo; por el contrario, la tendencia hasta ahora ha sido hacia una mayor complejidad en sus estructuras y dinámicas. Además, en una sociedad posrevolucionaria, es previsible que el Estado asuma un número aún mayor de funciones, profundizando la curva histórica de los Estados modernos a ampliar continuamente su ámbito de intervención. Esa constatación nos exige reflexionar con seriedad sobre las formas en que el poder político puede democratizarse efectivamente, en lugar de especular con su desaparición en una utopía de sociedad sin Estado ni mediaciones institucionales.

Las instituciones de la democracia representativa en las sociedades capitalistas no están intrínsecamente ligadas a una clase social específica. No pueden entenderse como una consecuencia lógica del desarrollo del capital —como sugiere la escuela alemana de la derivación del Estado—, ni como el régimen político ideal que la burguesía habría instaurado de forma unilateral si hubiese podido construir el Estado «de arriba abajo», como señaló Poulantzas. Por el contrario, en la mayoría de los casos, se trata de conquistas arrancadas a las clases dominantes mediante luchas populares. El despliegue del capitalismo y la separación entre lo político y lo económico que lo caracteriza constituyen condiciones lógicas y materiales de posibilidad para la democracia liberal; pero esa misma separación es compatible con una amplia gama de regímenes políticos: desde monarquías absolutas o constitucionales hasta regímenes censitarios —hegemónicos en el siglo XIX—, dictaduras militares y otras formas autoritarias. Que la democracia liberal se haya impuesto como forma «normal» de gobierno bajo el capitalismo no responde a una necesidad estructural del sistema, sino que es, ante todo, el resultado de las relaciones de fuerza entre las clases y de las luchas que las han moldeado históricamente.

Al igual que la red ferroviaria o la informática, el Estado democrático representativo es una institución que puede sobrevivir al contexto capitalista en el que se originó, y cuyo contenido y naturaleza depende de las relaciones sociales y políticas en las que se inserte. Un paralelo útil puede encontrarse en el debate epistemológico sobre la validez y la facticidad: como podría afirmar un defensor del objetivismo científico, aunque la génesis empírica del conocimiento científico está enraizada en contextos históricos concretos, ello no afecta su validez cognitiva. Slavoj Žižek lo describe de la siguiente manera:

Aunque probablemente sea cierto que la física galileana no podría haber surgido al margen del desarrollo de la economía de mercado capitalista y de la perspectiva de dominio tecnológico sobre la naturaleza, este hecho no invalida la verdad objetiva y científica de los descubrimientos de Galileo, los cuales permanecen vigentes independientemente de sus orígenes contingentes.

Este enfoque se opone de manera radical a las concepciones que interpretan la sociedad capitalista como un sistema funcionalmente integrado, en el que todos sus elementos —Estado y capital, fuerzas productivas y relaciones de producción, explotación de clase y otras formas de opresión— operan como partes de una unidad indivisible. Estas perspectivas, muchas veces enmascaradas bajo una compleja sofisticación teórica, no logran responder preguntas sencillas; por ejemplo, si el sistema de alcantarillado urbano o la matemática moderna son realmente productos irrecuperables del capitalismo.

En su período maduro, Marx adoptó la lógica opuesta: el capitalismo no constituye una unidad orgánica ni funcional, sino que despliega una base material que opera como condición histórica para la posibilidad de un proyecto social alternativo. Desde esa perspectiva, en algunos casos, las estructuras y los avances materiales e institucionales desarrollados bajo el capitalismo pueden ser reapropiados con fines emancipatorios, despojándolos de la dinámica de explotación en la que originalmente surgieron.

La revalorización de las instituciones democrático-representativas no implica, desde una perspectiva socialista, aceptar la democracia liberal como el horizonte último de la democratización del poder. Aunque la constitución del ámbito político como una esfera pública impersonal es una condición necesaria para la democracia moderna, en el marco del capitalismo esa separación se traduce en una democracia exclusivamente política, confinada a procedimientos electorales y derechos formales, mientras deja intacta la lógica autorregulada del mercado. La escisión tajante entre lo político y lo económico neutraliza la posibilidad de someter a escrutinio democrático las relaciones sociales fundamentales. Sin embargo, no se trata de rechazar la democracia política, sino de profundizarla: extenderla más allá de los límites impuestos por el capital, hacia las esferas productivas y materiales de la vida social.

De ahí que el vínculo de la izquierda con las instituciones liberal-democráticas no deba limitarse a una defensa reactiva frente al autoritarismo ni a un uso meramente instrumental. Por el contrario, esas instituciones pueden —y deben— actuar como puntos de apoyo estratégicos para ampliar y radicalizar los principios de libertad e igualdad propios de la modernidad, proyectándolos más allá del ámbito político-formal y extendiéndolos a las relaciones productivas que el orden capitalista mantiene al margen de la decisión democrática.

Crisis de la democracia y ascenso de la extrema derecha

¿Cómo se vincula esta reflexión con la coyuntura actual? La creciente desafección democrática ha abierto el camino al avance de tendencias autoritarias, mientras que una defensa meramente táctica de la democracia «realmente existente» se revela insuficiente cuando aparece como una cáscara vaciada, estrechamente ligada a las políticas de ajuste y pérdida de derechos acumuladas en las últimas décadas.

La respuesta de las élites liberales es predecible y fallida: un llamado abstracto a «defender la democracia», sin asumir que han sido sus propias políticas las que han vaciado de contenido esas mismas instituciones. Su estrategia, el «cerco democrático» (frentes republicanos, coaliciones anti-ultra, etc.), es insuficiente porque, para muchos, defender la democracia liberal suena demasiado parecido a defender la austeridad, la precariedad y el estancamiento de la cual esa democracia fue el envoltorio político.

¿Qué hacer entonces? ¿Descartar toda defensa de las instituciones existentes como una causa perdida o, peor, como funcional a la extrema derecha? Un sector de la izquierda parece inclinarse por esa conclusión, apostando por un combate exclusivamente en el terreno económico-social. Otros incluso coquetean con una versión de la táctica «clase contra clase» en clave institucional: si nadie cree ya en la democracia liberal, la alternativa no es defenderla, sino oponerle una democracia radical, directa, consejista, frente al autoritarismo de la extrema derecha. Por otro lado, algunos sectores del progresismo han optado por una solución más práctica: si la derecha tiene su «hombre fuerte», el progresismo también puede tener el suyo bajo la forma de un populismo de izquierda.

Vista de cerca, la situación es más ambigua de lo que parece. Por un lado, la desafección democrática crece, alimentada por la identificación del régimen político con las políticas de austeridad y recorte de derechos. Pero incluso la extrema derecha evita hoy un enfrentamiento frontal con la democracia. Prefiere presentarse como la voz auténtica del «pueblo» frente a las élites, apropiándose del lenguaje democrático y de la soberanía popular. En eso, el presente se diferencia claramente de los años treinta: la extrema derecha actual no busca necesariamente desmantelar las instituciones liberales, sino vaciarlas desde dentro, articulando un proyecto autoritario compatible con la competencia electoral; a veces manipulada, pero no siempre ni del todo. De ahí la pertinencia de nociones como «autoritarismo competitivo» o «regímenes híbridos».

Aunque debilitadas, las instituciones democráticas exhiben una sorprendente capacidad de resiliencia, signo de un arraigo social más profundo de lo que suele suponerse. Abandonar ese terreno sería, por tanto, un error estratégico: significaría cederlo por completo a las élites liberales o, peor aún, a la propia extrema derecha. Como dice Enzo Traverso, a diferencia de otros períodos históricos —la posguerra europea, la recuperación democrática tras las dictaduras en América Latina—, hoy en día la democracia ya no se percibe de la misma manera como una conquista histórica y popular que valga la pena defender. En el ciclo de posguerra, estuvo asociada tanto con el antifascismo como con un constitucionalismo social resultado del peso de los partidos comunistas en Europa occidental, especialmente en países como Italia y Francia. Sin embargo, esas asociaciones se han ido desdibujando con el tiempo. A su vez, en los años noventa, se consolidó una nueva amalgama ideológica que unió democracia y neoliberalismo, una combinación que dominó durante dos décadas y que, hoy en día, en su crisis, alimenta el avance de la extrema derecha.

Así pues, no basta hoy con apelar a la memoria antifascista o antidictatorial: ese legado está demasiado lejos o dice poco a las nuevas generaciones. Tampoco se trata de defender sin más la institucionalidad vigente en su acepción neoliberal, porque es precisamente esa articulación —democracia formal y neoliberalismo— la que la extrema derecha logra impugnar mediante la conjugación del rechazo de las libertades democráticas y una crítica regresiva del orden económico existente. La única estrategia viable pasa por vincular la defensa de las conquistas democráticas con una agenda de transformación económica y social. La valoración popular todavía existente de las libertades políticas puede ser una fuente de fuerza, siempre que se articule con la lucha por derechos sociales que décadas de neoliberalismo han degradado.

La deriva autoritaria del capitalismo abre hoy una posibilidad histórica que durante décadas estuvo cerrada. Esa posibilidad estuvo bloqueada, por un lado, por el autoritarismo del llamado «campo socialista», que asoció el socialismo con formas opresivas de poder; por otro, por el predominio de un capitalismo legitimado a través de instituciones democráticas formales. En este nuevo contexto, reaparece la posibilidad de recomponer una articulación hegemónica que estuvo en los orígenes del socialismo moderno: la unidad entre transformación social y libertades democráticas, presente tanto en la tradición socialdemócrata del siglo XIX como en el constitucionalismo social forjado al calor de las luchas antifascistas en la posguerra.

Esa articulación —históricamente frustrada o desviada— sigue apuntando a la posibilidad de un bloque histórico latente, verdadera alternativa estratégica frente al bloque autoritario en ascenso. En medio de una coyuntura marcada por la ofensiva reaccionaria y la descomposición del orden liberal, acaso estén madurando las condiciones para recomponer el vínculo originario entre socialismo y democracia.

 

Martín Mosquera es Licenciado en Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y Editor Principal de Jacobin América Latina.

 


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