Fuente: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2025/08/que-hacemos-con-la-democracia-liberal-2/
Mientras la extrema derecha avanza
con su ofensiva autoritaria, gran parte de la izquierda queda atrapada en la
defensa inercial de una democracia liberal en crisis. Pero ¿qué lugar ocupa esa
democracia en un proyecto socialista?
Jean-Jacques Rousseau, a quien se
considera uno de los padres de la democracia moderna y un exponente clásico de
la democracia directa, afirmó: «Jamás existió verdadera democracia, ni existirá
nunca», ya que «no es concebible que el pueblo permanezca incesantemente
reunido para ocuparse de los negocios públicos». Y añadió: «Si hubiera un
pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no
conviene a los hombres».
Para Rousseau, toda democracia es, en
algún grado, representativa, pero eso implica, según él, que no es plenamente
democrática porque «la soberanía no puede estar representada». Esa crítica, que
opone democracia y representación, sigue resonando de manera significativa en
debates contemporáneos (Hardt y Negri, Kurz, Agamben, Endnotes). Más allá de la
fantasía de una democracia directa reservada a los dioses, el problema real que
enfrentamos es otro: si es posible que un eventual relanzamiento de procesos de
transición al socialismo genere formas institucionales capaces de articular la
socialización de los sectores estratégicos de la economía con una expansión
sustantiva de la democracia en todos los ámbitos de la vida social.
Esa pregunta adquiere especial
relevancia a la luz de las experiencias del siglo XX y el colapso del
«socialismo de Estado», que dejó tras de sí un legado de desencanto y confusión
sobre la relación entre el socialismo y la democracia. Más específicamente, es
necesario replantear cómo los marxistas deberían comprender y vincularse con
ese instrumento histórico que se ha desarrollado paulatinamente a lo largo de
los últimos dos siglos: el Estado democrático representativo, con sus pilares
fundamentales como el sufragio universal, el parlamento, el multipartidismo, la
separación de poderes y el Estado de derecho.
¿Democracia directa vs. democracia
representativa?
La izquierda marxista —con algunas
notables pero escasas excepciones— ha oscilado históricamente entre el rechazo
principista de las instituciones liberales y una defensa puramente instrumental
de las mismas, basada en la idea de una democracia superior, concebida como
estructuralmente incompatible con la «democracia burguesa». La concepción de la
«democracia obrera» como alternativa por principio a la liberal se ha
articulado en torno a diversos ejes que, aunque a menudo se presentan como un
conjunto coherente, no son idénticos y en algunos casos resultan incluso
incompatibles:
1. la democracia directa, que
pretende superar la división entre las masas y la política inherente a los
mecanismos representativos;
2. la representación sectorial y
piramidal en organismos como los soviets o consejos, cuyos escalones se
articulan por medio del mandato imperativo;
3. y, más en general, la idea programática,
y enigmática, de la extinción del Estado en una sociedad sin clases, donde las
relaciones sociales se armonizan sin necesidad de superestructura política.
En ocasiones, esta última perspectiva
ha convergido con formas de funcionalismo tecnocrático, como en la célebre
formulación de Engels —tomada de Saint-Simon—, que concebía el comunismo como
una sociedad en la que el poder público dejaría de ocuparse de «la dominación
de los hombres» para limitarse a «la administración de las cosas y la dirección
de los procesos productivos».
El concepto de «democracia directa»
ha estado en el centro de los debates de la izquierda radical, sobre todo desde
fines de los años sesenta. Sin embargo, es significativo que Marx, Lenin y
Trotsky no utilicen esa expresión, y no por azar. Marx describió a la Comuna
como una «nueva forma de representación». Lenin sostuvo que «sin instituciones
representativas no podemos concebir la democracia, ni siquiera la democracia
proletaria; sin parlamentarismo, podemos y debemos concebirla». Trotsky definió
al sistema soviético como un sistema representativo estructurado en torno a
«los grupos de clase y de producción».
En La revolución traicionada,
Trotsky profundiza esa distinción: lo que considera burgués no es la
representación en sí, sino su forma parlamentaria basada en el sufragio
universal, cuyo fundamento reside en la atomización individual propia de la
sociedad civil burguesa, al margen de las condiciones materiales que atraviesan
a los individuos. La representación soviética, al basarse en colectividades
sociales —clases y grupos productivos—, rompe con la abstracción de la
ciudadanía burguesa y con la lógica atomizante que le es propia.
Romper con el carácter burgués de la
representación exige, en esa perspectiva, reconfigurar el sistema
representativo a partir de las realidades materiales que estructuran la vida
social. En lugar de una estructura que se erige por encima de la sociedad, las
mediaciones políticas en el formato soviético adquieren un carácter
«transparente» al reflejar directamente los intereses y dinámicas de la clase
trabajadora. De este modo, ya no es posible hablar de un «Estado separado»,
como en el modelo burgués, ya que la representación soviética logra articular
una democracia profundamente enraizada en las condiciones materiales de los
grupos sociales que representa.
Democracia soviética
El modelo consejista o soviético no
remite a una democracia directa de masas sino que postula formas de
representación «orgánicas», destinadas a superar las limitaciones del
«parlamentarismo burgués» al integrar en el poder político las realidades
concretas de los sectores sociales y productivos. Este régimen asumiría una
forma sectorial y piramidal, en la que estarían representados sectores sociales
y productivos en lugar de individuos, y en la que los distintos niveles de la
pirámide se articularían mediante el mandato imperativo.
Sin embargo, este enfoque enfrenta
dos problemas fundamentales. En primer lugar, el concepto de mandato imperativo
simplemente no puede comprenderse de manera literal. Como señaló Norberto
Bobbio, «quien actúa con base en instrucciones rígidas es el portavoz, el
nuncio, el embajador en las relaciones internacionales; pero la rigidez
de las instrucciones de ninguna manera es una característica de la acción de
los cuerpos colectivos». En otras palabras, en un sistema político que se base
en la representación sectorial y piramidal, los órganos representativos también
necesitan autonomía para deliberar y tomar decisiones. En sociedades de masas,
la delegación política no solo es inevitable, sino que constituye una condición
necesaria para que la democracia sea viable.
En segundo lugar, un régimen basado
en la representación sectorial difícilmente podría dar lugar a una auténtica
voluntad general. En el mejor de los casos, desembocaría en una estructura
corporativa que implicaría un retroceso respecto de la democracia política
fundada en el sufragio universal. Como advierte Michael Löwy, en un sistema
piramidal de consejos, la distancia entre la base y la cúspide es por
definición muy amplia y está mediada por múltiples capas intermedias, con
escasas posibilidades de control desde abajo, incluso menos que en la
representación parlamentaria. En el peor de los casos, este tipo de diseño
institucional se transformaría en el terreno propicio para una centralización
burocrática, necesaria para suplir la incapacidad de los órganos
descentralizados de articular una voluntad colectiva. Como advirtió Daniel
Bensaïd, esa concepción podría degenerar en
[u]na concepción corporativa de la
democracia socialista que yuxtapondría, sin síntesis, los intereses
particulares de la localidad, empresa, trabajo, sin llegar a alcanzar un
interés general. Se volvería entonces inevitable que un bonapartismo
burocrático fuera confinando a su red los poderes descentralizados y la
democracia económica local, incapaces de proponer un proyecto hegemónico para
el conjunto de la sociedad.
Detrás de estas concepciones sobre la
democracia se hace visible una debilidad estructural presente en amplios
sectores del marxismo: la tendencia a imaginar la «democracia obrera» como un
régimen de transparencia social, donde la relación entre clase y representación
política se asume como equivalente o prácticamente intercambiable. Este enfoque
tuvo consecuencias políticas muy concretas. Los bolcheviques, por ejemplo, no
supieron cómo actuar cuando, pocos meses después de la toma del poder, quedaron
en minoría en los soviets. Según Isaac Deutscher, un escenario semejante ni
siquiera se había previsto. Reaccionaron autoproclamándose representantes
genuinos de los intereses históricos del proletariado, por encima de los
procedimientos democráticos contingentes. Las medidas de excepción,
inicialmente justificadas por la emergencia, terminaron cristalizando —al menos
de forma transitoria— en una racionalización teórica del autoritarismo, en la
que Trotsky jugó un papel clave entre 1922 y 1923. Hacia el final de su vida,
en lo que Moshe Lewin llamó su «último combate», Lenin pareció adquirir una
conciencia más aguda del problema burocrático que comenzaba a afianzarse en el
nuevo Estado.
En este aspecto —y conviene poder decirlo
sin que se lo tome por una herejía—, la crítica de Kautsky a Lenin en 1918
resulta, en lo esencial, acertada. Como señaló en su polémica con los
bolcheviques en el poder, una clase social no gobierna directamente: el poder
está siempre mediado por partidos, organizaciones y representaciones políticas.
Confundir la clase con su expresión partidista —o dar por supuesta una
sinonimia entre ambas— abre una vía bastante directa hacia formas autoritarias
de gobierno.
La existencia de un poder político
«separado» es resultado inevitable de la ruptura que introduce la modernidad en
las formas precapitalistas de soberanía. Esa transformación da lugar a un poder
público impersonal, que no es otra cosa que la base material de la democracia
política moderna. Ninguna clase social gobierna directamente, sin mediaciones
institucionales. Por ello, los procedimientos democráticos y el consentimiento
social no son meros accesorios, sino elementos fundamentales de la emancipación
social, como lo ilustra fehacientemente la experiencia del siglo XX.
El hecho de que este nivel inédito de
la vida social —un poder público impersonal y «separado»— haya surgido bajo el
capitalismo no implica que deba necesariamente desaparecer con él. Del mismo
modo que las fuerzas productivas capitalistas pueden reapropiarse en un marco
poscapitalista, el poder público democrático se puede transformar y ampliar
para responder a las necesidades de una sociedad socialista. Reconocerlo
implica entender que la democracia socialista no debe oponerse a las conquistas
políticas de la modernidad, sino partir de ellas, discerniendo entre lo que
conviene preservar, lo que es necesario transformar y lo que se debe descartar.
Ciudadanía y democracia socialista
El vínculo entre democracia, ciudadanía
y representación requiere un replanteamiento crítico que implique también una
ruptura con ciertos supuestos de la tradición soviética. Definir la ciudadanía
política como una mera forma de atomización burguesa ha sido un eje recurrente
en diversas lecturas marxistas del Estado moderno. Sin embargo, esa perspectiva
tiende a subestimar el complejo proceso de individuación característico de la
modernidad, desatendiendo así el potencial emancipador contenido en las figuras
del individuo y del ciudadano. El surgimiento del individuo moderno no se opone
a la constitución de sujetos sociales y políticos; por el contrario, la
posibilita.
Solo una mirada nostálgica hacia las
formas comunitarias precapitalistas podría identificar la individuación y la
ciudadanía con la desafección colectiva. En los orígenes del socialismo moderno
confluyeron dos fenómenos marcados por una sensibilidad reactiva ante los
cambios introducidos por el avance arrollador de la gran industria: por un
lado, el clima intelectual romántico de la alta cultura, especialmente en
Alemania; por otro, la experiencia concreta de los trabajadores de artes y
oficios, que veían en la industrialización la destrucción de su control sobre
el proceso productivo. Esos trabajadores eran espontáneamente «románticos», y
esa sensibilidad impregnó a los primeros pensadores socialistas, incluido el
joven Marx.
Sin embargo, las comunidades
precapitalistas no eran verdaderos sujetos colectivos en el sentido político
moderno, sino estructuras jerárquicas organizadas en torno a estamentos y
corporaciones. Esas instituciones respondían a una lógica conservadora y
estaban orientadas a perpetuar un orden social que subordinaba al individuo a
estructuras que se percibían como inmutables. La emancipación del individuo frente
a estas formas comunitarias permitió la apertura hacia una adhesión libre y
consciente a colectivos políticos. Por tanto, la modernidad es simultáneamente
la era del individuo y la de los grandes movimientos de masas.
Es revelador que la aparición de un
poder público no patrimonializado —es decir, un poder que «no se constituye
como aparato privado de la clase dominante», para decirlo con Pashukanis—
coincida con el surgimiento del individuo moderno dentro de un mismo proceso
histórico. Diversos autores han caracterizado este fenómeno como la «revolución
democrática» moderna (Lefort, Laclau). Marx capta esa transformación histórica
cuando escribe en Sobre la cuestión judía: «Un solo acto constituye el
Estado político y realiza a la vez la disolución de la sociedad burguesa en
individuos independientes, cuya relación es el derecho, como lo era el
privilegio entre los hombres de los estamentos y los gremios».
La identificación entre la emergencia
del individuo y el intercambio mercantil expresa un rasgo central de la
sociedad burguesa: su fundamento en la figura del «trabajador libre» y
jurídicamente igual. Sin embargo, la individuación moderna no se agota en el
«individuo mercantil» ni en el «individuo posesivo» descrito por C.B.
Macpherson. El capitalismo genera una forma de explotación históricamente
inédita: exige ser mediada por una relación de igualdad, lo que conlleva
múltiples implicaciones. No es de sorprender que Marx haya dicho que el valor
en el capitalismo había convertido a la igualdad en un «prejuicio popular».
El Marx maduro interpreta la ruptura
de la comunidad clásica y la emergencia del individuo moderno como un proceso
contradictoriamente progresivo, sello característico de los avances
civilizatorios asociados con el capitalismo. Por un lado, este fenómeno genera
un espacio social inédito de libertad y autonomía, tanto personal como
colectiva; por otro, opera como el entorno que integra al «trabajador libre» en
la dinámica de la socialización asalariada y la explotación capitalista.
La crítica de Marx no apunta a
eliminar la individualidad en favor de una comunidad trascendente, sino a
cuestionar cómo el capitalismo traiciona esa emancipación parcial del
individuo. En este sentido, señala que «el desarrollo superior de la
individualidad se obtiene solo a costa de un proceso histórico donde los
individuos son sacrificados». De hecho, Marx consideraba la «emancipación
política», es decir, la emergencia de la ciudadanía moderna, como «un gran
progreso». El rasgo distintivo del pensamiento de Marx, que lo diferenció de
los socialismos utópicos de su época, fue postular la superación del
capitalismo partiendo de las transformaciones históricas generadas por este, en
lugar de oponerse a ellas.
Es cierto que las clases dominantes
buscan atomizar a la clase trabajadora, instrumentalizando para ello tanto la
«ficción de la ciudadanía» como la figura del individuo mercantil. Los efectos
ideológicos de la democracia liberal bajo el capitalismo son profundos. Perry
Anderson ha señalado que la democracia política desempeña una función clave al
invisibilizar a la clase dominante, convirtiéndose en «el principal cerrojo
ideológico del capitalismo occidental». No obstante, no hay razón para
concluir, a partir de esa instrumentalización, que individuación y ciudadanía
política sean procesos e instituciones intrínsecamente burgueses, como postula
una extendida tradición marxista que va de Lenin a Poulantzas.
El capitalismo instrumentaliza todas
las tecnologías sociales e institucionales a su disposición, pero eso no
determina de forma definitiva ni su alcance ni su adaptabilidad histórica. Esas
formas sociales y políticas, aunque se desarrollaran en el marco capitalista,
no están exclusivamente ligadas a la dominación de clase. De hecho, nacidas
bajo condiciones capitalistas, representan en muchos casos conquistas
históricas que se pueden resignificar y reapropiar en distintos contextos
sociales. La naturaleza de esas instituciones políticas depende del sistema
general de relaciones sociales en el que se insertan y de los proyectos
históricos que se desarrollen en su seno.
Socialismo y democracia
El punto de partida de una
comprensión realista de la democracia en el socialismo debe ser el
abandono de cualquier ilusión en una simplificación tecnocrática de la vida social.
Las tareas de gestión no pueden reducirse al «control de los procesos
productivos», ya que estas siempre conllevan decisiones de carácter político.
Las sociedades contemporáneas no se tornan más simples con el tiempo; por el
contrario, la tendencia hasta ahora ha sido hacia una mayor complejidad en sus
estructuras y dinámicas. Además, en una sociedad posrevolucionaria, es
previsible que el Estado asuma un número aún mayor de funciones, profundizando
la curva histórica de los Estados modernos a ampliar continuamente su ámbito de
intervención. Esa constatación nos exige reflexionar con seriedad sobre las
formas en que el poder político puede democratizarse efectivamente, en lugar de
especular con su desaparición en una utopía de sociedad sin Estado ni mediaciones
institucionales.
Las instituciones de la democracia
representativa en las sociedades capitalistas no están intrínsecamente ligadas
a una clase social específica. No pueden entenderse como una consecuencia
lógica del desarrollo del capital —como sugiere la escuela alemana de la
derivación del Estado—, ni como el régimen político ideal que la burguesía
habría instaurado de forma unilateral si hubiese podido construir el Estado «de
arriba abajo», como señaló Poulantzas. Por el contrario, en la mayoría de los
casos, se trata de conquistas arrancadas a las clases dominantes mediante
luchas populares. El despliegue del capitalismo y la separación entre lo
político y lo económico que lo caracteriza constituyen condiciones lógicas y
materiales de posibilidad para la democracia liberal; pero esa misma separación
es compatible con una amplia gama de regímenes políticos: desde monarquías
absolutas o constitucionales hasta regímenes censitarios —hegemónicos en el
siglo XIX—, dictaduras militares y otras formas autoritarias. Que la democracia
liberal se haya impuesto como forma «normal» de gobierno bajo el capitalismo no
responde a una necesidad estructural del sistema, sino que es, ante todo, el
resultado de las relaciones de fuerza entre las clases y de las luchas que las
han moldeado históricamente.
Al igual que la red ferroviaria o la
informática, el Estado democrático representativo es una institución que puede
sobrevivir al contexto capitalista en el que se originó, y cuyo contenido y
naturaleza depende de las relaciones sociales y políticas en las que se
inserte. Un paralelo útil puede encontrarse en el debate epistemológico sobre
la validez y la facticidad: como podría afirmar un defensor del objetivismo
científico, aunque la génesis empírica del conocimiento científico está enraizada
en contextos históricos concretos, ello no afecta su validez cognitiva. Slavoj
Žižek lo describe de la siguiente manera:
Aunque probablemente sea cierto que
la física galileana no podría haber surgido al margen del desarrollo de la
economía de mercado capitalista y de la perspectiva de dominio tecnológico
sobre la naturaleza, este hecho no invalida la verdad objetiva y científica de
los descubrimientos de Galileo, los cuales permanecen vigentes
independientemente de sus orígenes contingentes.
Este enfoque se opone de manera
radical a las concepciones que interpretan la sociedad capitalista como un
sistema funcionalmente integrado, en el que todos sus elementos —Estado y
capital, fuerzas productivas y relaciones de producción, explotación de clase y
otras formas de opresión— operan como partes de una unidad indivisible. Estas
perspectivas, muchas veces enmascaradas bajo una compleja sofisticación
teórica, no logran responder preguntas sencillas; por ejemplo, si el sistema de
alcantarillado urbano o la matemática moderna son realmente productos
irrecuperables del capitalismo.
En su período maduro, Marx adoptó la
lógica opuesta: el capitalismo no constituye una unidad orgánica ni funcional,
sino que despliega una base material que opera como condición histórica para la
posibilidad de un proyecto social alternativo. Desde esa perspectiva, en
algunos casos, las estructuras y los avances materiales e institucionales
desarrollados bajo el capitalismo pueden ser reapropiados con fines
emancipatorios, despojándolos de la dinámica de explotación en la que
originalmente surgieron.
La revalorización de las
instituciones democrático-representativas no implica, desde una perspectiva
socialista, aceptar la democracia liberal como el horizonte último de la
democratización del poder. Aunque la constitución del ámbito político como una
esfera pública impersonal es una condición necesaria para la democracia
moderna, en el marco del capitalismo esa separación se traduce en una
democracia exclusivamente política, confinada a procedimientos electorales y
derechos formales, mientras deja intacta la lógica autorregulada del mercado.
La escisión tajante entre lo político y lo económico neutraliza la posibilidad
de someter a escrutinio democrático las relaciones sociales fundamentales. Sin
embargo, no se trata de rechazar la democracia política, sino de profundizarla:
extenderla más allá de los límites impuestos por el capital, hacia las esferas
productivas y materiales de la vida social.
De ahí que el vínculo de la izquierda
con las instituciones liberal-democráticas no deba limitarse a una defensa
reactiva frente al autoritarismo ni a un uso meramente instrumental. Por el
contrario, esas instituciones pueden —y deben— actuar como puntos de apoyo
estratégicos para ampliar y radicalizar los principios de libertad e igualdad
propios de la modernidad, proyectándolos más allá del ámbito político-formal y
extendiéndolos a las relaciones productivas que el orden capitalista mantiene
al margen de la decisión democrática.
Crisis de la democracia y ascenso de
la extrema derecha
¿Cómo se vincula esta reflexión con
la coyuntura actual? La creciente desafección democrática ha abierto el camino
al avance de tendencias autoritarias, mientras que una defensa meramente
táctica de la democracia «realmente existente» se revela insuficiente cuando
aparece como una cáscara vaciada, estrechamente ligada a las políticas de
ajuste y pérdida de derechos acumuladas en las últimas décadas.
La respuesta de las élites liberales
es predecible y fallida: un llamado abstracto a «defender la democracia», sin
asumir que han sido sus propias políticas las que han vaciado de contenido esas
mismas instituciones. Su estrategia, el «cerco democrático» (frentes
republicanos, coaliciones anti-ultra, etc.), es insuficiente porque, para
muchos, defender la democracia liberal suena demasiado parecido a defender la
austeridad, la precariedad y el estancamiento de la cual esa democracia fue el
envoltorio político.
¿Qué hacer entonces? ¿Descartar toda
defensa de las instituciones existentes como una causa perdida o, peor, como
funcional a la extrema derecha? Un sector de la izquierda parece inclinarse por
esa conclusión, apostando por un combate exclusivamente en el terreno
económico-social. Otros incluso coquetean con una versión de la táctica «clase
contra clase» en clave institucional: si nadie cree ya en la democracia
liberal, la alternativa no es defenderla, sino oponerle una democracia radical,
directa, consejista, frente al autoritarismo de la extrema derecha. Por otro
lado, algunos sectores del progresismo han optado por una solución más
práctica: si la derecha tiene su «hombre fuerte», el progresismo también puede
tener el suyo bajo la forma de un populismo de izquierda.
Vista de cerca, la situación es más
ambigua de lo que parece. Por un lado, la desafección democrática crece,
alimentada por la identificación del régimen político con las políticas de
austeridad y recorte de derechos. Pero incluso la extrema derecha evita hoy un
enfrentamiento frontal con la democracia. Prefiere presentarse como la voz
auténtica del «pueblo» frente a las élites, apropiándose del lenguaje
democrático y de la soberanía popular. En eso, el presente se diferencia
claramente de los años treinta: la extrema derecha actual no busca
necesariamente desmantelar las instituciones liberales, sino vaciarlas desde
dentro, articulando un proyecto autoritario compatible con la competencia
electoral; a veces manipulada, pero no siempre ni del todo. De ahí la
pertinencia de nociones como «autoritarismo competitivo» o «regímenes
híbridos».
Aunque debilitadas, las instituciones
democráticas exhiben una sorprendente capacidad de resiliencia, signo de un
arraigo social más profundo de lo que suele suponerse. Abandonar ese terreno
sería, por tanto, un error estratégico: significaría cederlo por completo a las
élites liberales o, peor aún, a la propia extrema derecha. Como dice Enzo
Traverso, a diferencia de otros períodos históricos —la posguerra europea, la
recuperación democrática tras las dictaduras en América Latina—, hoy en día la
democracia ya no se percibe de la misma manera como una conquista histórica y
popular que valga la pena defender. En el ciclo de posguerra, estuvo asociada
tanto con el antifascismo como con un constitucionalismo social resultado del
peso de los partidos comunistas en Europa occidental, especialmente en países
como Italia y Francia. Sin embargo, esas asociaciones se han ido desdibujando
con el tiempo. A su vez, en los años noventa, se consolidó una nueva amalgama
ideológica que unió democracia y neoliberalismo, una combinación que dominó
durante dos décadas y que, hoy en día, en su crisis, alimenta el avance de la
extrema derecha.
Así pues, no basta hoy con apelar a
la memoria antifascista o antidictatorial: ese legado está demasiado lejos o
dice poco a las nuevas generaciones. Tampoco se trata de defender sin más la
institucionalidad vigente en su acepción neoliberal, porque es precisamente esa
articulación —democracia formal y neoliberalismo— la que la extrema derecha
logra impugnar mediante la conjugación del rechazo de las libertades
democráticas y una crítica regresiva del orden económico existente. La única
estrategia viable pasa por vincular la defensa de las conquistas democráticas
con una agenda de transformación económica y social. La valoración popular
todavía existente de las libertades políticas puede ser una fuente de fuerza,
siempre que se articule con la lucha por derechos sociales que décadas de
neoliberalismo han degradado.
La deriva autoritaria del capitalismo
abre hoy una posibilidad histórica que durante décadas estuvo cerrada. Esa
posibilidad estuvo bloqueada, por un lado, por el autoritarismo del llamado
«campo socialista», que asoció el socialismo con formas opresivas de poder; por
otro, por el predominio de un capitalismo legitimado a través de instituciones
democráticas formales. En este nuevo contexto, reaparece la posibilidad de
recomponer una articulación hegemónica que estuvo en los orígenes del
socialismo moderno: la unidad entre transformación social y libertades democráticas,
presente tanto en la tradición socialdemócrata del siglo XIX como en el
constitucionalismo social forjado al calor de las luchas antifascistas en la
posguerra.
Esa articulación —históricamente
frustrada o desviada— sigue apuntando a la posibilidad de un bloque histórico
latente, verdadera alternativa estratégica frente al bloque autoritario en
ascenso. En medio de una coyuntura marcada por la ofensiva reaccionaria y la
descomposición del orden liberal, acaso estén madurando las condiciones para
recomponer el vínculo originario entre socialismo y democracia.
Martín Mosquera es Licenciado en
Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y Editor Principal de
Jacobin América Latina.
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