Fuente: El Viejo Topo
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Obra: Antonio Berni
A
la luz de la hegemonía de los grupos dominantes se explica la, cada
vez más evidente, redefinición de la Escuela y de la Universidad como avanzadillas
del pensamiento único políticamente correcto
(liberal-libertario, tecno-científico y radical-progresista),
dirigido a modelar a las generaciones más jóvenes según los dictados
del nuevo orden mental. Se basa en lo que Joel Kotkin ha
denominado gentry liberalism, el hodierno «liberalismo para las clases
privilegiadas», funcional al dominio del reducidísimo círculo
de globócratas de nivel superior.
La
ironía despiadada de la que es capaz la Historia, encuentra su locus
revelationis privilegiado en la metabolización del
concepto gramsciano de «hegemonía» por parte de los hierofantes del
orden neoliberal. Hegemonía, en el entramado de los Cuadernos de la
cárcel, remite a un poder gestionado mediante el consenso y, por
tanto, a través de la metabolización del orden dominante también por
parte de aquellos que, desde el polo opuesto, deberían tener todo el interés en
impugnarlo operativamente.
La hegemonía (del
griego ἡγεμονικός,
«aquello que tiene capacidad de mandar») alude, para Gramsci, a la capacidad de
una clase para saber traducir sus propias reivindicaciones económicas
en sentido político y cultural por vía de la «catarsis». Esta última coincide
con el momento del delicado tránsito de lo económico a lo político, de lo
objetivo a lo subjetivo o, con las palabras de los Cuadernos, «del momento
meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, esto es, la
elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de
los hombres”. Así entendida, la hegemonía se corresponde con una
expresión de poder fundada esencialmente sobre el consenso, o sea en la
capacidad de lograr –a través de la persuasión y la mediación cultural– la
adhesión de un grupo a un determinado proyecto político-cultural.
El
paradójico elemento gramsciano del neoliberalismo reside en las
energías desplegadas en todas direcciones y en todos los ámbitos para ejercer
la hegemonía, para colonizar el imaginario, para producir la conformidad
universal al proyecto turbocapitalista y –con la fórmula thatcheriana–
para «cambiar el alma» (change the soul) de las personas.
En
suma, la estructura del orden mundial del turbocapitalismo genera a
su propia imagen y semejanza la superestructura del nuevo orden
mental de consumación, que los maîtres à penser del neoliberalismo se
afanan con celo en implantar universalmente como mappa mundi de
referencia también para las clases subalternas. Nunca antes los grupos
dominados –defraudados de su visión y de su proyecto redentor– habían sido
domeñados material y simbólicamente como hoy, resultando a un tiempo sumisos y
subalternos. Es un teorema tan antiguo como la caverna umbría y brumosa de la
que escribe Platón: el esclavo ideal es aquel que no sabe que lo es y que,
además, habiendo introyectado su propio cautiverio, confundiéndolo con la única
realidad posible, lucha con decisión en defensa de sus propias cadenas.
El mantra fundamental
del orden hegemónico, del que descienden todos los demás, niega a
priori la viabilidad o incluso la mera existencia de vías alternativas respecto
a la neoliberal (there is no alternative). En este sentido, los apóstoles del
evangelio competitivista liberal-financiero son adoradores y portaestandartes
del «realismo capitalista» codificado por Mark Fisher. Se parecen –con la
imagen de Brecht– a los pintores que cubren de naturalezas muertas las
paredes de una nave que se está hundiendo; contribuyen a fortalecer y
universalizar la sensación generalizada de que el capitalismo, como régimen de
producción y existencia, es el único paradigma social, político y económico
viable y que, en consecuencia, es imposible siquiera imaginar una alternativa
coherente.
A
esta función hegemonizante responden los múltiples «tanques de
pensamiento» (think tanks) liberal-globalistas que, generosamente financiados por
los grupos dominantes, jalonan Occidente: desde el Cato
Institute hasta la Heritage Foundation en Estados Unidos; desde
el Adam Smith Institute hasta el Institute of Economic
Affairs en Gran Bretaña; desde la Mont Pelerin Society, fundada en
Suiza en 1947, hasta las Bilderberg Conferences, iniciadas en Holanda en
1952, o la Trilateral Commission nacida en 1973; sin olvidar a los
“tanks” académicos, como las
universidades Bocconi y LUISS en Italia, o la London
School of Economics y la London Business School en Inglaterra, o
el Insead en Francia y muchos otros repartidos a lo largo y ancho del
planeta. Todos ellos están especializados en propagar las mainstream
economics de tipo neoliberal, la ontología de la intransformabilidad de
lo real, la antropología transhumanista del liberal-progresismo y los
módulos del pensamiento único políticamente correcto.
Los
puntos de referencia de los citados «tanques de pensamiento» son, en el plano
teórico, economistas de ortodoxa fe liberal de la escuela
austriaca (como von Mises y von Hayek), de la escuela
de Friburgo (como Roepke y Eucken) y, sucesivamente, de
la escuela de Chicago (como Frank Knight y Milton
Friedman); que han sostenido y difundido en cada etapa las tesis fundacionales
de la religión económica actual, según las cuales resultan iniciativas funestas
la intervención estatal en la economía, el desarrollo del Estado social y, por
ende, el excesivo poder atribuido a los sindicatos.
Naturalmente,
en la hegemonización neoliberal del espacio político y discursivo, no
es menos relevante el papel desempeñado por los medios de comunicación (radio,
televisión y periódicos), también administrados en régimen monopolístico por
los grupos dominantes. Como hemos recordado en otras ocasiones, el
“campo mediático” del que hablaba Bordieu, esto es, la unión de la
clase dominante y los administradores de las superestructuras, da origen a lo
que Michéa definió como «el Partido de los Medios y del Dinero».
Los
«think tanks«, responsables de reforzar la hegemonía neoliberal y el dominio
simbólico, vehiculan los esquemas de pensamiento de la globalización neoliberal
como el único modelo posible y, al mismo tiempo –a modo de colofón de una
teología económica de la desigualdad sin precedentes–,
expanden científicamente el sentimiento de culpa entre la población.
Hacen creer a quienes sufren la crisis y la embestida neoliberal, que han
contribuido a producirlas y, de hecho, que son los principales responsables de
ellas. Ya advertía Dante, en el Convivio, que «el azote de la fortuna
suele ser muchas veces injustamente imputado al azotado».
En
este horizonte de sentido, entre los teoremas fundamentales de los maîtres
à penser del neoliberalismo figura aquel que asegura que la crisis,
la inestabilidad y la deuda derivan del hecho de que las
clases nacional-populares han vivido injustificadamente durante demasiado
tiempo «por encima de sus posibilidades». Una vez más, los efectos deleznables
del orden neoliberal se atribuyen a la negligencia de quienes más los sufren,
induciéndoles después a aceptar dócilmente la «terapia» de austeridad, de
reducción del gasto público y de recorte salarial. El proyecto político
neoliberal, de agresión desde arriba en perjuicio de los grupos
dominados, se justifica ideológicamente como una inevitable respuesta económica
a su conducta irresponsable. Y, a la par, la ofensiva contra los derechos se
pasa de contrabando como una lucha contra los privilegios de quienes
estaban acostumbrados a «vivir más allá de sus propios recursos». Por esta razón,
siguiendo a Gramsci, el conflicto contra el neoliberalismo debe
necesariamente configurarse también como una batalla cultural librada
contra su hegemonía.
La
clase turbofinanciera de los globalizadores y los banqueros, que cada
vez más aparece y actúa como poseedora del monopolio planetario de
la moneda, genera dinero ex nihilo y, valiéndose de él, sustrae
poder adquisitivo de la sociedad sin darle nada a cambio: rectius, lo
presta con intereses y luego se reembolsa con el dinero producido mediante el
trabajo de la clase dominada nacional-popular.
De
esta manera, la élite turbobancaria se apropia rápidamente de los
activos reales de la sociedad, contraponiendo a las clases que viven de su
propio trabajo, su dominio financiero basado en las nuevas figuras del capital usurario y bancocrático.
Por este motivo, resultan verba ventis las esperanzas de las «almas
bellas» que pretenden reformar el sistema bancario gravándolo y regulándolo: el
problema nodal conduciría, de hecho, a la completa supresión del poder de la
banca privada para crear dinero de la nada en cantidades (y en modalidades)
ilimitadas. Para expresarlo con una imagen balística, no basta con pedir a
quienes apuntan su fusil contra el precariado que limiten
su uso y lo utilicen con mayor benevolencia: es preciso desarmarlos, para
que ya no puedan disparar estructuralmente a
los condenados de la globalización. También en esto radica la
preferencia de la vía marxiana respecto a la keynesiana.
El
sistema bancario impone la esclavitud utilizando el instrumento de la deuda,
en formas cada vez más cercanas a la usura. Encierra a quienes piden un
préstamo en un vínculo inextinguible que los expropia gradualmente de casi todo
y que, actuando como un verdadero método de gobierno de las existencias,
configura su subjetividad según la nueva figura del homo indebitatus.
Este, como ya predijo Pound, está dominado a través de
la deuda y condenado a adaptarse dócilmente a las exigencias
sistémicas, aprisionado por cadenas invisibles que lo sentencian a la
dependencia integral del sistema financiero.
El
sistema bancario de deuda se cuenta hoy, en efecto, entre los
instrumentos privilegiados con los que la nueva élite neo-feudal
plutocrática impone y organiza su propio dominio.
En
particular, la esclavitud (formalmente libre) que se extiende en el nuevo
mundo tecno-feudal, se rige no sólo por la ficción jurídica del contrato
precario, sino también por el dispositivo de la deuda y de esa usura
que «ofende la divina bondad» (Inferno, XI, vv . 95-96); y que, inapelablemente
condenada por algunos «espíritus magnos» de la conciencia filosófica occidental
(desde Aristóteles a Santo Tomás), se hace en este momento
extraordinariamente presente en el escenario global.
Como
sabemos, Dante dedicó frases durísimas contra los clérigos ávidos de
rentas, sosteniendo que tal avaricia desagrada a Dios aún más, si es posible,
que la usura misma: «pero la usura no se alza tan grave / contra la
complacencia de Dios, como aquel fruto / que hace enloquecer el corazón de los
monjes” (Paradiso, XXII, 79-81). Con las palabras de la Summa
Theologiae de Tomás de Aquino (II, II, q. 77, a. 4), toda
actividad económica que no sea funcional a la communitas, al bonum
commune y al valor de uso quandam turpitudem habet (“tiene
cierta vileza”). Aún más radical que el Aquinate fue San
Ambrosio: captans annonam maledictus in plebe sit (“el que se
aprovecha en el mercado es maldito entre el pueblo”).
Puede
causar estupor que la era del turbocapitalismo, tan sensible a la violencia, a
la discriminación y al terrorismo, encuentre fisiológica y normal la inaudita
violencia del fanatismo financiero, que está provocando la hecatombe de
trabajadores y ahorradores, de Estados y pueblos. Los heraldos del
liberal-progresismo, que no se cansan de promocionar las denominadas «luchas contra
toda discriminación», ni siquiera mencionan la más obscena de las
discriminaciones, la de clase; y de hecho, con su modus operandi, acaban
más o menos legitimándola implícitamente, dando a entender que son otras las
contradicciones contra las que deberían dirigirse la crítica y la acción. No
sorprende, por tanto, como ha evidenciado Carl Rhodes en Woke
Capitalism, que los grandes filantrocapitalistas que se adhieren
celosamente a las batallas arcoíris y verdes sean, en
muchos casos, los mismos que practican las formas más abyectas de explotación y
de extracción del plustrabajo.
Históricamente,
en la época posterior a 1648, la economía se presentaba como el “reino de los
medios”, y la política –con fórmula libremente tomada del
vocabulario kantiano– como el «reino de los fines» (Reich der Zwecke). En
el contexto del turbocapitalismo tecno-feudal post-1989, la relación
se ha invertido: la economía financiarizada se ha convertido en el
“reino de los fines”, que dispone de la política como “reino de los medios” con
el objetivo de proteger los intereses materiales de la power
elite competitivista. Esto, por otra parte, se produce en paralelo con la
práctica, largamente utilizada, de la legislation shopping, o sea del pago
en beneficio de los parlamentarios a fin de que voten las leyes favorables a
las clases dominantes (así se comprende mejor el sentido de la
expresión capital rules).
Lo
corrobora palpablemente, entre otras cosas, la conocida carta que el BCE
dirigió el 5 de agosto de 2011 –dies nigro signanda lapillo– al Gobierno
italiano. Le imponía, sin perífrasis y sin negociación posible, la línea guía
para las reformas bajo el signo de la reducción del gasto público, de
la privatización de los bienes públicos y del resto de transformaciones de
matriz liberal. Entre las prescripciones del documento -y citamos per
tabulas– encontramos el «aumento de la competencia», la «competitividad», la
«plena liberalización de los servicios públicos locales y de los servicios
profesionales», las «privatizaciones a gran escala», y la exigencia de
«reformar ulteriormente el sistema de negociación salarial colectiva» de cara a
«recortar los salarios y las condiciones de trabajo conforme a las exigencias
específicas de las empresas».
Los
Bancos centrales se han constituido en red global, que tiene por patrón
al Bank for International Settlements de Basilea, y se han vuelto
independientes de las naciones. Por contra, han hecho a las naciones cada vez
más dependientes del sistema bancario globalizado. Además, las han sometido exponencialmente
a una deuda asesina e inmoral, porque es congénitamente inextinguible
y tiende a fungir como dispositivo de captura para los individuos, para los
pueblos y para las naciones. En esta tesitura, resuena de nuevo la provocativa
pregunta de Brecht: «¿para qué mandar asesinos cuando podemos enviar
usureros?».
Es
desde esta perspectiva como se entiende la tendencia coesencial al
turbocapitalismo financiero que –en la apoteosis de la impotencia del hombre y
la ultrapotencia del aparato técnico– tiende
a desmonetizar la economía y financiarizarla integralmente,
transfiriéndola a los circuitos bancarios de la especulación. De esta forma –y
es el enésimo lugar epifánico de la verdadera esencia del
capitalismo absoluto– no se genera desarrollo, sino sólo lucro para las
fuerzas del mercado que extraen la riqueza de manera rapaz y parasitaria de la
vida y el trabajo de la «sociedad real».
Diego
Fusaro, nacido en Turín en 1983, es profesor
de Historia de la Filosofía en el Instituto de Altos Estudios Estratégicos y
Políticos de Milán. Licenciado en Historia de la Filosofía en Turín y
doctorado en Filosofía de la Historia por la Universidad Vita-Salute San
Raffaele de Milán, ha llevado a cabo actividades de investigación en la
Universidad de Bielefeld en Alemania. Es un atento estudioso de
la Filosofía de la Historia y las estructuras de la temporalidad
histórica, con especial atención por el pensamiento de Fichte, Hegel,
Marx, Gentile y Gramsci, así como por la Historia de los Conceptos
alemana. Entre sus estudios más recientes cabe citar: Bentornato
Marx! (Bompiani, 2009), Essere senza tempo (Bompiani,
2010), Minima mercatalia. Filosofia e capitalismo (Bompiani, 2012),
e Il futuro è nostro (Bompiani, 2014). Con El Viejo Topo ha
publicado Europa y capitalismo (2015), Todavía Marx (2017), Filosofía y esperanza. Ernst Bloch y Karl Löwith, intérpretes de Marx (2018), Marx y el atomismo griego. Las raíces del materialismo histórico (2018), Marx
Idealista (2020), y La
farmacia de Epicuro (2021). Es el
director de la página web La filosofía e i suoi eroi y dirige la colección filosófica «I Cento
Talleri» de la editorial Il Prato. Co-dirige la colección «Biblioteca di
Filosofia della Storia» de la editorial Mimesis y la revista
filosófica «Koinè». Es editorialista de La Stampa e Il Fatto Quotidiano.
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