Nos Disparan desde el Campanario ….Carta a las viejas y a las nuevas militancias… por Emiliano Calarco y Matías Blaustein
Fuente: Lobo Suelto!
Link de origen:
Frente a un Capitalismo neoliberal y
un Estado neofascista la alternativa es extraparlamentaria: la disputa es por
construir poder directo del pueblo
La rabia impotente
Vivimos atravesados por una catarata
interminable de análisis sobre la coyuntura. Todo es urgente, todo es
inmediato. Apenas ocurre un hecho, ya hay un aluvión de lecturas,
interpretaciones, opiniones que intentan decirnos qué pensar sobre lo que pasó.
La velocidad de los acontecimientos viene acompañada de una velocidad igual —o
mayor— en la producción de sentido. Cada evento político o social parece
detonar una maquinaria automática de artículos, paneles, hilos y crónicas que
se reproducen y se consumen casi al instante. Un público ya entrenado para
estar “informado” los recibe, los digiere, los comenta, y también genera sus
propias versiones —aunque más pequeñas y con menos alcance—. Pero todo eso dura
poco. Unos días, a lo sumo. Luego aparece otro tema, otro escándalo, otro dato
que nos exige atención y vuelve a activar la rueda. Esta lógica se parece mucho
al chisme: un ciclo constante de novedad, reacción, olvido. Lo político se
volvió espectáculo, y cada semana hay que ofrecer algo nuevo que capte la
atención, aunque no cambie nada de fondo. Nos mantienen en vilo, pero sin
movernos de lugar.
Pero más allá de su dinámica
chimentera, más allá de los oportunistas que buscan sacar provecho de este modo
intensivo de producción ¿a qué se debe su éxito? Arriesgamos: esta catarata de
análisis se consume para ocultar nuestra impotencia frente a la realidad. Se
relata una realidad como una forma ficticia de poder intervenir sobre ella, una
forma segura de decir algo sin poner en juego ninguno de los límites
establecidos, se dice (mucho) para no correr el riesgo de tener que hacer,
porque en el riesgo del hacer, del unir el decir con el hacer, está el límite
secreto de esta democracia. La vieja tesis 11 nos dice que la filosofía se
encargó de interpretar la realidad cuando de lo que se trata es de
transformarla. Podríamos cambiar la frase y decir la actual militancia se ha
encargado de analizar, de comentar la realidad cuando de lo que se trata es de
transformarla. Los excesivos análisis, inmediatos a los acontecimientos, la
ensordecedora catarata de opiniones, no hacen otra cosa que ocultar nuestro
estado de impotencia; al no poder actuar en la realidad de forma efectiva
creemos que analizándola la podemos transitar.
Fuimos reducidos a ser espectadores
individualizados, cuando mucho comentadores de nuestra propia realidad, estamos
encerrados en un laberinto de imágenes que nos hablan todo el tiempo sobre
nuestra impotencia y nos impiden salir de ella. Como paradoja del avance del
liberalismo, autoproclamado libertad, la completa pérdida de agencia, la
terrible sensación de no poder hacer nada frente a los genocidios y represiones
hoy en día transmitidas en vivo y en directo. Es necesario entender cómo
llegamos a este punto donde nuestras acciones oscilan entre ser espectadores y
encontrarnos -en el mejor de los casos- a la defensiva. La gran pregunta que
nos motiva es ¿cómo pasar de la pasividad a la acción agenciada, de una
posición defensiva a una ofensiva, es decir como retomar la iniciativa en la
lucha de clases? Para abordar esta pregunta resulta necesario repasar,
repensar, en primer lugar, el camino que nos hizo llegar hasta aquí.
Milei, caos y confusión:
caracterizaciones promedio en la Argentina, año 2025
¿Cómo fue que compramos tan fácil
-podríamos decir alegremente- esta idea de que son libertarios y
anti-estatistas quienes en realidad no han venido sino a fortalecer un Estado
represor, ajustador, entreguista y negacionista que aniquila conquistas,
derechos y libertades populares para garantizar la ganancia empresarial, el
libre mercado y el capitalismo más brutal? Pongamos algunos ejemplos tan
concretos como falaces a modo de ilustración:
Premisa A: Incendios forestales, alta
incidencia de cáncer en pueblos fumigados.
Conclusión A: Estado ausente.
Premisa B: Desmantelamiento de la
universidad, la ciencia, la salud y el sector público en su conjunto.
Conclusión B: Achicamiento y destrucción
del Estado.
Premisa C: Negacionismo y destrucción
de las políticas de DDHH, ambientales y de géneros.
Conclusión C: Ser libertario es
sinónimo de negar derechos y libertades.
Premisa D: Ajuste a la clase trabajadora,
represión a las y los jubilados.
Conclusión D: Votaron por esto,
era lo que querían, hizo todo lo que prometió.
Estos conceptos, estas
caracterizaciones, todas problemáticas, confusas, contradictorias, forman parte
del actual sentido común, del imaginario colectivo de buena parte de quienes
hoy se oponen a las políticas de Milei. Esto implica -por un lado- una victoria
pedagógico-política de Milei (y podríamos decir de sus antecesores en el
gobierno, una victoria de los partidos patronales) a la hora de generar
subjetividad en las masas. Esto implica -por el otro- la necesidad urgente de
recuperar conceptos y caracterizaciones generados por la propia clase
trabajadora con el objeto de poder ubicarnos en mejores coordenadas para, si se
pretende enfrentar a un enemigo poderoso, por lo menos entender de qué enemigo
hablamos. Es hora de comenzar a separar la paja del trigo si no queremos seguir
por un camino pantanoso en que a los neofascistas se los toma por libertarios,
a los conservadores se los llama comunistas y a los troskistas se los denomina
kirchneristas, solo por dar algunos ejemplos burdos de lo que se escucha en el
día a día. Tuvo que resurgir de sus cenizas el viejo y querido Osvaldo Bayer,
derrumbado su monumento, para que se recuperase la memoria sobre el verdadero
significado del concepto de libertario.
Así las cosas…
¿Recuerdan cuando caracterizábamos la
última dictadura militar como “Terrorismo de Estado”? Pareciera ser que según
el actual sentido común reinante deberíamos haber hablado en realidad de un
Estado ausente que no estuvo, o se olvidó de estar para evitar las
detenciones, las torturas y las desapariciones.
¿Recuerdan cuando ante la
desaparición y asesinato de Santiago Maldonado gritábamos “el Estado es
Responsable”? Hoy parece que en realidad lo que quisimos decir es que -durante
el macrismo- el Estado se achicó tanto que no pudo ayudar a Santiago
Maldonado a no “ahogarse”.
¿Y cuándo hablábamos de extractivismo
como política de Estado? Ahora en cambio los incendios, las inundaciones, las
sequías, las contaminaciones, los enfermos y los muertos son testigos mudos de
un Estado ausente, que no estuvo, jamás pasó por ahí a cuidarlos, a maternarlos.
Parece que no hubo un Estado responsable de tales desdichas.
¿Recuerdan cuando libertario era
sinónimo de anarquista, de apoyo mutuo, de solidaridad? ¿O se acuerdan de la
firmeza del brazo libertario, aquella de “Hasta Siempre”, la canción de Carlos
Puebla? Hoy unos y otros podrían -pareciera ser- haber militado en las filas de
Milei, si tan solo fuera por lo rápido que el progresismo y buena parte de la
izquierda ha decidido regalarle tan caro concepto a La Libertad
Avanza.
¿O no se habla de Estado genocida
para caracterizar hoy al de Israel, o ayer al de España y Argentina en relación
con las mal llamadas “Conquista de América” “Conquista del desierto” o en
relación con la Masacre Pilagá? Quizás, siguiendo el derrotero del revisionismo
actual deberíamos llamarlos “Estados libertarios”. O quizás les convenga mejor
el rótulo de “Estados ausentes”, aquellos que no pudieron evitar que se lleven
a cabo tales catástrofes (seguimos en modo ironía ON, aclaramos).
¿Recuerdan cuando Milei prometió
perseguir a los zurdos, acabar con la ideología de género, cerrar el CONICET,
terminar con la casta, no descargar el ajuste sobre el pueblo, ni sobre los
jubilados? ¿No será que prometió muchas y diferentes cosas -incluso
contradictorias- como para luego cumplir aquellas que sirven a ricos y
poderosos incumpliendo con aquellas que sonaban bien en los oídos del pueblo
trabajador? ¿No habíamos escuchado ya antes el canto de las sirenas cuando
aquello del “salariazo y revolución productiva”, o con eso de “terminar con
esta fiesta para unos pocos”? Segmentar el discurso y mentir, nada nuevo bajo
el sol: ajuste y palos para el pueblo, toda la casta de vuelta (Bullrich,
Caputo, Scioli y tantos otros), juntándola en pala.
¿Destruir el Estado? Una polarización
ficticia: lejos de un Estado ausente, lo que brilla es un estado de fuerte (y
premeditada) confusión
Cada vez que una institución o
espacio público está en juego vemos como se activa cierto sentido común que
habla de achicamiento o retirada del Estado. Entendemos que esa idea caló hondo
en el pueblo argentino y casi como un reflejo éste, incluida buena parte de una
izquierda cada vez más desorientada, sale a defender al Estado -como si
estuviera en riesgo- en lugar de defender al sector público, a sus laburantes.
Como si no fuera el propio Estado quien destruye conquistas, derechos, vidas en
connivencia con los intereses corporativos.
Este sentido común se sostiene en una
idea de que existe una oposición natural entre el Estado y el Mercado a los cuales
se le asignan categorías morales, uno es bueno y el otro es malo o a la inversa
según quien cuente el relato. De este razonamiento se desprenden formas de
lucha e imaginarios que terminan empantanando luchas y nos impiden una
identificación real de nuestros enemigos, pero sobre todo de nuestros propios
intereses de clase. Por más que para gran parte de lo que se llama el campo
popular suene contraintuitivo hay que decirlo: el Estado no te cuida, el Estado
no garantiza derechos, ni es una herramienta de igualación social. El Estado,
en tanto que relación social de dominación de una clase minoritaria y
privilegiada sobre una clase mayoritaria cada vez más pauperizada, es un
elemento imprescindible para el funcionamiento del capitalismo, y lo es en todas
sus versiones ya sea entregando recursos o realizando genocidios. Pero
sobre todas las cosas sin Estado no hay dictadura del Mercado. Se sirven
mutuamente.
Sabemos que los discursos de los
políticos del régimen se apoyan en esta confusión, no es inocente. Todos saben
que a ellos, los de arriba, el Estado sí los salva, garantizando la protección
de sus privilegios.
Pensar que el “Estado presente”
soluciona los problemas que tiene la clase trabajadora, que juega un rol
“igualador” en la sociedad interviniendo en los mercados para “reparar sus
fallas” es sólo una ilusión y no es menos fetichista que la idea de que el
mercado se autorregula. Como tal, el fetichismo, lo que hace es transferirle
propiedades a algo que en realidad no tiene, su función es mantenernos
encadenados a una ilusión sin poder identificar el camino correcto. Pero este
fetichismo estatal lo que realmente oculta es nuestra existencia en tanto
trabajadores, en tanto clase social que está en lucha con otra, es decir oculta
la lucha de clases, el verdadero terreno donde se consiguen conquistas y el
único donde se le puede poner un límite al capitalismo.
Al soslayarse la lucha de clases, al
fragmentarse la clase trabajadora, dispersa y desorientada, es presa fácil de
las promesas y la ilusión de un Estado presente, de bienestar, identificándose
con él. En esta operación de supervivencia hay una trampa: se reemplaza la
lucha de clases por una lucha imaginaria entre Estado y Mercado. Se mutila
nuestra imaginación política al punto de que no se pueda pensar en nada que no
sea un “Estado presente». Ante el avance del neofascismo, sectores progresistas
y de izquierda repliegan sobre el Estado en lugar de replegar sobre la clase. Y
curiosamente, por más que lo nieguen quienes son parte de esta política estatista,
quedan a merced de una curiosa pero antigua política individualista: las
elecciones burguesas, que se presentan como única política valida, una suerte
de sucedáneo de democracia que invisibiliza el proceso de delegación en los
aparatos partidarios que sostienen tanto al Estado como a su socio, el propio
capitalismo. Cómo decíamos más arriba no es algo inocente, es una operación
política que tiene como objetivo eliminarnos a lxs trabajadorxs en tanto
sujetos para poner en ese lugar al Estado, reduciéndonos al papel de
espectadores y comentadores que ven la realidad a través de una pantalla, cual
si fuera el fútbol de los domingos.
Es sobre este mito del Estado
presente desde donde se construye la idea del reformismo y el parlamentarismo
(que contiene al peronismo, al radicalismo y a buena parte de la izquierda
nacional), claro límite con el que nos encontramos quienes queremos construir
una política de intención revolucionaria. El no emerger como sujetos, el
delegar la política en el aparato estatal y en sus representantes, el pretender
disputar el Estado (¿cómo podría disputarse una relación social de dominación
burguesa?) en lugar de apostar a la lucha de clases, es el terrible aprendizaje
del genocidio militar. Pero ¿por qué tiene tanto éxito el reformismo y la
delegación en nuestro país? Porque el proletariado, cuando emerge como sujeto,
como autoconciencia, como clase, cuando de forma autoorganizada toma en sus
manos su destino une la palabra con la acción, así fabrica su verdad. Pero esta
verdad resulta inaceptable para la clase dominante, en tanto y en cuanto
conlleva un peligro de muerte y es por eso que centra buena parte de sus
recursos en instalar una ilusión, una ficción, una fábula que nos es ajena, y
que resulta sostén fundamental del actual sistema-mundo.
Las consecuencias de una historia sin
nosotrxs
El Estado presente ha funcionado como
una suerte de caballo de troya para (o contra) la clase trabajadora. En los
últimos años fuimos testigos de situaciones realmente incoherentes en las que
señalábamos al Estado como responsable por la desaparición y muerte de un
compañero y a los días se hablaba de fortalecer al Estado para garantizar
derechos, para recuperar la Nación. Estas incoherencias no fueron gratuitas y
erosionaron la confianza en sindicatos, centros de estudiantes, corrientes
políticas, etc. que priorizaron la vida política del Estado a la intervención
dentro y para la clase trabajadora. Hablamos de paros selectivos según el
gobierno de turno, de tolerancia extrema a la precarización de la vida, al
aumento -gobierno tras gobierno- de la pobreza, con tal de no dañar la
gobernabilidad, de garantizar años electorales, de no “hacerle el juego a la
derecha”. Una parte no menor de la clase trabajadora escuchaba esos discursos y
miraba las prácticas que de él se desprendían e intuitivamente desconfiaba. El
laburante de a pie, por más que se lo subestime una y otra vez, tiene muchas
veces formas más materialistas de pensar que las militancias que se encierran
en relatos, ideologicismos y construcciones idealistas. Esto es un índice de
hasta qué punto las tendencias políticas están colonizadas por el mito del
Estado benefactor. Estas personas “sueltas” que no sostienen compromisos con
corrientes políticas suelen tener menos problemas en percibir y señalar las
incoherencias de los distintos discursos que circulan en el campo popular. El
voto castigo, la bronca, el malestar habla más de la confusión en que se ha
venido sumiendo el intelectual progresista y la socialdemocracia que de las
equivocaciones o la presunta fascistización de un pueblo que encuentra en las
elecciones la libertad de elegir entre el hambre y las ganas de comer. En
definitiva, confundir al Estado con el cuerpo propio resulta letal. Pero
entonces si el Estado, en definitiva, no es nuestro cuerpo, si no es cierto que
el Estado somos todos ¿cuál es nuestro cuerpo? ¿Cuál es el colectivo del que
formamos parte?
Nuestro cuerpo es un cuerpo
colectivo, es el cuerpo de la clase trabajadora. La última vez que en nuestro
país mostró su potencia sublevada fue en diciembre de 2001, el momento bisagra
donde se corrieron los límites impuestos por la última dictadura militar, donde
el pueblo deliberó y actuó, no a través de sus representantes sino a través del
poder directo, recuperando el valor original del término democracia. Más allá
de algunos dignísimos fogonazos acaecidos durante los gobiernos de Macri y
Milei, en términos generales, luego del 2001 -y muy consciente de esto- la
clase dominante decidió que teníamos que olvidar esa experiencia e incluso
renegar de ella, transformando un hecho virtuoso, una pueblada contra el ajuste
y el estado de sitio, en una historia de llanto. Fue cuando el reformismo tomó
las riendas y reescribió el 2001 en formato de tragedia.
Estas formas de ver y hacer política
se expandieron e hicieron mella en las conciencias, tal es así que durante los
últimos momentos del kirchnerismo se tildaba a toda experiencia que no tuviera
como objetivo y centro de gravedad al Estado como marginal. La militancia pasó
de luchar y crear poder popular a aplaudir jefes y caudillos. La acción
callejera, la acción directa encontró su techo en el marchódromo, una nueva
institución cuyas tácitas reglas implicaron en la práctica el señalamiento como
servicio de cualquiera que tirase una piedra, como infiltrado aquél que pintara
un grafiti o prendiera un fósforo. Se extinguieron por completo los imberbes,
devenidos en poco más que aplaudidores. La putrefacción del orden político
arrastró a buena parte de la izquierda, que le encontró el gusto a ser furgón
de cola en las elecciones burguesas, que se encontró cómoda y confortable en
las tribunas del parlamento de una democracia de la derrota.
La eliminación de la historia del
movimiento piquetero, el ocultamiento de su origen fue una técnica de desarme
de la clase trabajadora por parte de la clase dominante. Lo sorprendente fue el
éxito que tuvo, hasta qué punto penetró en las consciencias que se movilizaron
durante la década del 90 y los primeros años 2000 y renegaron de sus propias
experiencias. El desarme, el olvido de lo aprendido y de la propia capacidad de
fuego fueron realmente profundos. Pero entonces, en definitiva ¿qué hacer para
no repetir esa experiencia? E incluso una pregunta aún más delicada: ¿cómo
hacer?
Si existen derechos es poque los
precedieron las conquistas. Pretender que nos regalaron derechos es creer en
una historia en la que lxs trabajadorxs estamos ausentes, es entregarse a una
historiografía de derechas donde sólo los ricos y poderosos son relevantes. Si
después del estallido del 2001 existió un periodo de cierta recomposición
salarial para varios sectores de la clase no fue gracias a un gobierno ni al
Estado, fue porque la revuelta popular corrió los límites de la opresión
establecidos por la dictadura y no era posible gobernar sin hablar ni de
derechos humanos ni sin modificar (mínimamente) la distribución del excedente.
Agradecer nuestras conquistas a distintos gobiernos es no reconocernos en
nuestro propio recorrido, en quienes lucharon antes. Nuestros derechos más
recientes se los debemos a los muertos del 2001, a quienes lucharon en soledad
en medio de la frivolidad de los 90, para todes elles nuestro reconocimiento.
Si nuestro enemigo pudo avanzar tanto en el terreno simbólico es porque
previamente fuimos expropiados de nuestra experiencia como clase, de poder
reconocernos como parte de ella y de poder reconocer a otros también como parte
de ella: rompieron la semejanza que podíamos tener. y de nuestra capacidad de
producir nuevos símbolos. Esta expropiación vuelve a ocurrir en el 2019: se le
adjudica nuevamente al peronismo, y a la visión estratégica de la jefa -al
proponer la fórmula Fernández (A)-Fernández (C)-, la victoria sobre Macri. El
albertismo y sus seguidores confundieron una victoria popular anti-macrista y
anti-ajustadora, gestada a través de batallas que se dieron a lo largo de 4
años, con una victoria propia. El desastre todavía está a la vista. Es urgente
ser protagonistas, romper con la delegación y la espectacularización de la
política -la política transformada en espectáculo y en territorio de hiper
especialistas-. De no poder romper el límite que nos impuso el neoliberalismo
vamos a estar condenados al encierro cíclico que nos propone este esquema
político.
Ese cuerpo ausente hay que rescatarlo
de la historia reducida, recuperando a esos héroes y heroínas cotidianos que
han venido haciendo política desde la base. El cuerpo de la clase trabajadora
no es Estado ni es Capital, por el contrario es una colorida amalgama que
despierta en las barriadas, que labura de sol a sol, incluso por las noches o
con horarios rotativos, resiste en los territorios, sufriendo olvidos y
extractivismo, duerme pocas horas intentando olvidar las opresiones diarias que
se descargan en sus cuerpos. La clase trabajadora es lo otro de Estado y
Capital. No tiene otra forma de ser.
Entonces ¿Qué es el Estado?
La visión aquí expuesta parte del
entendimiento del Estado como una construcción social que implica,
esencialmente, una relación social de dominación. Históricamente, la burguesía
ha promovido la idea de un Estado neutral, árbitro de los conflictos sociales y
garante de la conciliación entre clases, fomentando así la noción de “identidad
nacional” y “unidad estatal”. Sin embargo, esta idea encubre su verdadero
carácter: el de instrumento para organizar y legitimar las disputas internas
entre fracciones de la propia clase dominante, que compiten por el control del
aparato estatal sin cuestionar su existencia ni el orden capitalista que
sostiene.
Se diferencia entre el Estado y el
gobierno: mientras el primero es la estructura permanente garante de la
dominación capitalista, el segundo es la gestión concreta y cambiante de esa
estructura, determinada por la facción de la burguesía que logre hegemonía en
determinado momento. Aun así, ambos están en constante relación dialéctica y
deben ser comprendidos como partes de un mismo entramado. El gobierno no se
limita a los actores visibles ni a los espacios formales de decisión, sino que
incluye una red compleja de intereses, actores e influencias que disputan poder
y sentido dentro del Estado.
El Estado no solo posee el monopolio
legítimo de la violencia, sino también de la toma de decisiones, lo cual reduce
la participación directa de la sociedad en los asuntos públicos y promueve la
delegación política como forma de desmovilización. Este consenso social,
construido ideológicamente, fortalece la legitimidad del Estado y su papel de
mediador, aunque en realidad actúa como garante del orden capitalista. A través
de su aparato disciplinador, el Estado otorga concesiones limitadas para evitar
estallidos sociales, cambiando algo para que nada cambie. Un ejemplo de esto
fue la recomposición estatal tras la crisis de 2001, cuando el kirchnerismo
incorporó demandas del ciclo previo de luchas sociales para restaurar la
institucionalidad, sin romper con la lógica del capital.
En esta concepción, el Estado es el
garante de la reproducción de la relación capital-trabajo y, por ende, cumple
un rol central en asegurar tanto la existencia del capital como la reproducción
de la clase trabajadora. Desde su origen, el Estado moderno ha mercantilizado
los elementos esenciales de la vida –tierra, trabajo, cuerpos, dinero–
organizando la sociedad bajo las reglas del mercado. En este contexto, la
fuerza de trabajo se convierte en mercancía, y el acceso a bienes básicos queda
supeditado a la capacidad de insertarse en el mercado laboral.
El Estado puede intervenir en los
procesos de mercantilización (cuando exige vender fuerza de trabajo
para acceder a bienes y servicios) o desmercantilización (cuando
garantiza derechos independientemente del salario). Esto depende de la lucha de
clases y de las necesidades del capital. Así, existen políticas públicas que
apuntan a sostener la fuerza de trabajo: transferencias monetarias, servicios
colectivos como educación, salud y transporte, o subsidios. En momentos de
mayor conflictividad, el Estado puede mejorar condiciones de vida para contener
el malestar social; en momentos regresivos, como el actual, puede avanzar en la
mercantilización y privatización.
Por este motivo nos alejamos de
aquellas visiones que consideran que ante modelos con mayor énfasis
(neo)liberal -como ahora con Milei- existirá un Estado ausente, una destrucción
del Estado o un “Estado mínimo”, donde solo se aboca a cumplir la función de
gendarme ante la protesta social. Uno de los momentos donde más intervención y
actividad tuvo el Estado fue, justamente, durante las décadas en que se dieron
las privatizaciones, la modificación nada menos que de la Constitución
Nacional, el desmonte rápido y efectivo de las características que aún
subsistían del “Estado benefactor”, la batería de medidas de flexibilización
laboral, etc. Todas estas nos hablan de una dinámica de ofensiva del Estado; no
pudiéndose hablar jamás de un “Estado ausente”. Bien vale esa caracterización
para el actual gobierno de Milei. Para muestra basta un botón: ni las furiosas
represiones del gobierno de Milei a los jubilados, ni la regulación del dólar,
ni la estafa de las criptomonedas operan por fuera de la órbita del Estado. Por
el contrario, este gobierno se vale de todos los engranajes del Estado para
llevar a cabo sus políticas. El mito del Estado ausente, en definitiva,
encuentra su precuela en aquella parodia del Estado maternal o del Estado que
te cuida.
A correr el horizonte de lo posible:
por una política de la clase trabajadora anticapitalista, antifascista y
antiestatalista
La democracia que heredamos de la
última dictadura resultó signada por una estrategia del poder para desactivar
la movilización y disciplinarnos a delegar el poder en otros. Aprendimos a
obedecer: no importa a quién se vote, el resultado es siempre el mismo: un
proyecto de saqueo, extractivismo y ganancias para unos pocos. Una democracia
de la derrota, donde los de abajo resultan convidados de piedra.
Cualquier proyecto que pretenda
enfrentar este orden de manera decidida tiene que romper con las reglas del
juego. No alcanza con oponerse a Milei: hay que oponerse con igual dureza a las
condiciones que lo hicieron posible. La lucha real es contra el sistema que
parió no solo a los Milei y a los Macri sino también a los Massa, los Scioli y
los Alberto Fernández. Mientras tanto, la tarea es clara: movilizar, organizar,
construir poder desde abajo, con una agenda propia, la de la clase trabajadora,
la de los pueblos que no se resignan.
Sólo desbordando al Estado y al
mercado podemos correr los límites de lo posible. Nuestras historias de lucha,
nuestras resistencias siguen vivas y nos marcan el camino. Volver a mirar lo
que hicimos y lo que nos hicieron es clave para entender cómo pelear hoy.
La oposición que necesitamos no es la
que pide “más Estado” o la que sueña con un Estado benefactor, un Estado que
rima con Patriarcado. No se trata nunca de un Estado ausente, se trata de un
Estado que actúa —y mucho— pero siempre en favor de los poderosos. Es el mismo
Estado que asesinó, que saqueó, que contaminó, que empobreció. El mismo que hoy
sostiene a Milei para profundizar el ajuste y no para autodestruirse. No hay
Estado neutral: hay Estado al servicio del capital.
Defender lo público no es pedir por
más presencia estatal. Es construir lo común desde el pueblo, desde el abajo,
con otras lógicas: de solidaridad, de afecto, de cuidado, de organización
popular. Lo público, lo popular, lo comunal no se le suplica al Estado: se
construye en los barrios, en las asambleas, en las luchas.
Es hora de abrir de nuevo un debate
estratégico, de dejar de tapar los agujeros de un sistema que se cae a pedazos.
No más parches ni “males menores”. La tarea es más profunda: reencontrarnos,
reconstruir el tejido social, abrazarnos en la bronca y en la esperanza, y
empezar de una vez por todas a levantar un proyecto nuestro. Popular,
feminista, rebelde, comunitario. Una democracia verdadera, desde abajo. Para
recuperar la vida y los sueños que nos arrebataron.
Es la hora de la militancia. De una
militancia que no tiene como tarea sostener un orden político moribundo que se
derrumba. De una militancia que sueña con un mundo nuevo y que hoy se vuelve a
ilusionar.
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