Nos Disparan desde el Campanario Prohibir los smartphones por el bien de la humanidad… por David Moscrop
Fuente: Jacobin
Link de origen:
https://jacobinlat.com/2025/06/prohibir-los-smartphones-por-el-bien-de-la-humanidad/
Traducción: Natalia López
Los smartphones nos están volviendo
poco saludables, infelices, antisociales y menos libres. Si todavía no podemos
nacionalizar la economía de la atención, tal vez sea hora de abolir su
herramienta principal… antes de que termine por abolirnos a nosotros.
Perdón por la digresión personal,
pero es relevante para el tema que nos ocupa. Recuerdo cuando compré mi
primer smartphone. Era 2010 y acababa de regresar a Canadá desde Corea del
Sur, donde no había podido comprar un iPhone. A mi regreso, intenté resistirme
al fenómeno creciente de la interconexión infinita. No aguanté mucho. Compré un
iPhone y lo configuré. Ese mismo día estaba haciendo cola en una cafetería y,
por primera vez en mi vida, me di cuenta de que estaba ignorando al cajero
cuando me pidió que pagara. Estaba distraído, mirando mi teléfono.
En los quince años transcurridos
desde que compré ese teléfono (y varios sucesores) los smatphones se
han vuelto omnipresentes. Los teléfonos no son solo un dispositivo, sino una
extensión de nosotros mismos, de nuestras conexiones sociales, nuestros
recuerdos, nuestra cognición e incluso nuestra conciencia. En 2024, el 98% de los estadounidenses tenía
un teléfono móvil, de los cuales el 91% eran smartphones. Se trata de
un salto considerable desde el 35% que poseía un dispositivo inteligente cuando
Pew comenzó a realizar un seguimiento de la propiedad en 2011.
En muchos sentidos, ahora son los
teléfonos los que nos controlan. Un estudio
realizado en 2025 reveló que, en promedio, los estadounidenses
consultan su teléfono más de 200 veces al día, «casi una vez cada cinco minutos
mientras estamos despiertos». Dado que las personas pasan horas al día
desplazándose por la pantalla o escribiendo, más del 40% afirma sentirse adicta
a su teléfono inteligente. Diferentes estudios arrojan resultados dispares,
pero la tónica general es similar: la mayoría de nosotros tenemos teléfonos
inteligentes y pasamos más tiempo del que nos gustaría con ellos, atados a ellos
con un coste personal y social considerable. Hay muchas razones para rechazar
esta herramienta.
Creamos máquinas de soledad y las
llamamos inteligentes
Prohibir totalmente los teléfonos
inteligentes sería, como mínimo, una medida excesiva y probablemente
inconstitucional en Estados Unidos y en muchos países del mundo, dependiendo de
cómo se promulgara. Pero analicemos la propuesta, partiendo de la premisa de
que el uso de los teléfonos inteligentes es un problema colectivo, no personal.
Representa un problema del que debemos salir juntos. Después de todo, la
capacidad de una persona para desconectarse está determinada por las normas y
expectativas sociales. Es casi imposible dejar el smartphone si nadie
más lo hace.
Esa dimensión colectiva ya se reconoce
en las escuelas, donde cada vez se prohíben más los teléfonos móviles. Las autoridades
citan un creciente número de pruebas que demuestran que estos dispositivos
son perjudiciales para los niños. Incluso algunos magnates de
la tecnología envían a sus hijos a escuelas «antitecnológicas». Pero extender eso al resto de nosotros
es una tarea difícil, especialmente cuando se trata de enfrentarse a una
industria que mueve cientos de miles de millones de dólares al
año y sigue creciendo.
Los teléfonos inteligentes no solo
son malos para los niños. También son malos para los adultos. Nos hacen sentir
más solos, deprimidos, estresados, ansiosos y propensos a tener ideas suicidas.
Usarlos en la mesa o en cualquier lugar donde nos reunimos nos hace infelices.
También pueden tener efectos negativos en el ejercicio físico, la capacidad de
atención y la función cognitiva, e incluso en nuestra vida sexual. En resumen,
los teléfonos inteligentes son malos para nuestra salud mental y física, nos
hacen infelices, estúpidos y antisociales.
El derecho a desconectarse
Los teléfonos inteligentes y las
plataformas de redes sociales que soportan no solo son malos para la salud
individual, sino que también son corrosivos para la salud del cuerpo político,
tanto social como políticamente. Hace tiempo que sabemos que, como conductos de
Internet, los teléfonos facilitan la difusión de la desinformación y la
información errónea, amplifican la indignación y encierran a los usuarios en
silos mediáticos diseñados algorítmicamente. El resultado es un estrechamiento
de la perspectiva que nos deja a muchos intelectualmente aislados, reactivos y
desconectados de opiniones contrarias.
Se supone que los teléfonos
inteligentes «nos conectan con el mundo», pero en realidad a menudo nos impiden
comprender —y mucho menos confiar— en quienes están fuera de nuestra burbuja.
Con el tiempo, esto profundiza la polarización y erosiona la fe en las
instituciones compartidas, lo que dificulta ponerse de acuerdo sobre hechos
básicos, y mucho menos actuar colectivamente. La consecuencia no es solo la
confusión, sino una crisis de legitimidad que se va gestando lentamente.
Incluso cuando los teléfonos
inteligentes ofrecen acceso a información precisa, sus efectos socavan nuestra
capacidad para procesarla o actuar en consecuencia. La herramienta que
aparentemente estaba destinada a servir de puerta de acceso a fuentes de
información ilimitadas para liberarnos de las limitaciones del aprendizaje no
ha hecho nada de eso.
Al igual que los teléfonos
inteligentes ofrecen la ilusión de la conexión social, ofrecen una falsa
sensación de agencia política, como si tomar el teléfono y publicar algo fuera equivalente a organizar, movilizar
o construir solidaridad.
Mientras tanto, el impulso ahora
habitual de tomar el teléfono para escribir una publicación rápida o responder
un mensaje de texto en presencia de otras personas —amigos, familiares,
trabajadores del sector servicios— no solo es grosero, sino que corroe la
interacción social básica. Los smartphones son amenazas
antipolíticas, antintelectuales y antisociales.
Con los teléfonos inteligentes,
nosotros —es decir, la industria tecnológica— hemos creado un dispositivo que
nos ha superado. Peor aún, estar siempre conectados y siempre localizables es
especialmente duro para los trabajadores. Los jefes explotan habitualmente ese
acceso para difuminar los límites entre el trabajo y la vida privada. Para los
millones de puestos de trabajo que dependen del correo electrónico o las
aplicaciones de mensajería, la distinción entre vida laboral y vida privada se
ha derrumbado.
Ahora no solo estamos siempre
conectados, sino que también estamos siempre conectados al trabajo. Conscientes
de ello, países como Francia y Australia han aprobado leyes sobre el «derecho a la
desconexión» con el fin de liberar a los trabajadores de estar esclavizados a
sus dispositivos fuera del horario laboral.
Trabajadores del mundo, desconectaos
Los teléfonos inteligentes plantean
un problema para la sociedad en general, pero en particular para los
socialistas que defienden un orden social, económico y político que asume y
requiere un nivel básico funcional de socialidad que estos dispositivos
socavan. Los teléfonos inteligentes no son prosociales. Es difícil imaginar un
orden socialista dirigido por zombis adictos a los dispositivos, cada vez más
desconectados y semianalfabetos, que vuelven a algo parecido a la tradición
oral, solo mediada por ChatGPT, mensajes de texto escritos a toda prisa y
publicaciones nihilistas en Twitter/X, todo ello mientras suben TikToks entre
tarea y tarea.
Hoy en día, los teléfonos móviles
analógicos o «tontos», con funciones limitadas, están viviendo un pequeño
momento de gloria. En 2023 se vendieron casi 100 000 de ellos en Canadá, lo que
supone un aumento del 25% con respecto a las ventas de 2022. En Estados Unidos
se ha producido un movimiento similar. Pero la mayoría de los usuarios de
teléfonos móviles siguen siendo usuarios de teléfonos inteligentes, ya sea por
elección propia o por fuerza de la costumbre, la presión social, las exigencias
del trabajo o la adicción total. ¿Es esto lo que queremos para nosotros mismos?
¿Para nuestros amigos, familiares y parejas? Seguramente no. Estamos atrapados
en una trampa y tenemos que salir de ella.
¿Qué pasaría si prohibiéramos los
teléfonos inteligentes y nos obligáramos a ser libres? Puede parecer absurdo.
Pero no se trata tanto de una propuesta política literal como de un grito
colectivo de ayuda. Muchos de nosotros queremos desconectarnos, pero
no podemos hacerlo solos, no sin perder el contacto con el mundo que nos rodea.
Hoy en día, la desconexión conlleva costes sociales y económicos reales. Hasta
que los teléfonos inteligentes y las redes sociales puedan ser regulados democráticamente
o nacionalizados, liberados de la necesidad imperiosa de lucrarse
indefinidamente con nuestra atención, una prohibición podría ser la vía más
realista para recuperar nuestras vidas. No se trata de un rechazo a la
libertad, sino de un llamamiento a una libertad más profunda: un compromiso
colectivo previo con un orden social que nos devuelva nuestras vidas.
¿Qué pasaría si nos atáramos al
mástil, como Odiseo al navegar cerca de las sirenas, liberándonos de las
melodías seductoras pero costosas de nuestros teléfonos inteligentes? ¿Y si en
lugar de «conectarnos», nos reconectáramos —entre nosotros, con nosotros
mismos, con los libros y las películas, con las noticias, con el aire libre,
incluso con nuestro trabajo— libres de las presiones constantes de nuestros
dispositivos? Podríamos ser más inteligentes, más felices, más sanos, más
amables y estar más presentes. Mejor aún, seríamos libres.
David Moscrop es Escritor y
comentarista político. Presenta el podcast Open to Debate y es autor
de Too Dumb For Democracy? Why We Make Bad Political Decisions and How We
Can Make Better Ones.
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