Nos Disparan desde el Campanario Sanciones: La Geopolítica del Genocidio Económico… por Alejandro Marcó del Pont
Fuente: El Tábano Economista
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Las sanciones son la guerra de los cobardes:
destruyen países sin mancharse las manos de sangre
(Jeffrey Sachs)
Las sanciones económicas, ese látigo
moderno esgrimido por Washington y Bruselas con la solemnidad de una cruzada
moral, se han convertido en el arma preferida del siglo XXI: limpia en los
discursos diplomáticos, sucia en sus consecuencias humanas. Bajo la retórica de
proteger derechos humanos o garantizar seguridad internacional, lo que
realmente despliegan es una violencia estructural metódica, casi tan letal como
las bombas, pero con la ventaja de no manchar de rojo las portadas de los
periódicos.
Los datos, fríos y contundentes,
revelan un patrón: lejos de ser instrumentos quirúrgicos, las sanciones son
martillos que aplastan economías enteras, desangran sistemas de salud y
condenan a generaciones a la miseria, mientras los regímenes que pretenden derrocar
—paradójicamente— se afianzan.
Quizás tengamos que comenzar
examinando críticamente los objetivos políticos declarados por las sanciones.
Las sanciones económicas se han convertido en un pilar de la política
exterior moderna, empleadas por Estados y organismos internacionales para
ejercer presión, disuadir acciones indeseables y promover el cumplimiento de
las normas internacionales. Como su nombre lo indica, el primer objetivo de las
sanciones se centra en el colapso económico.
Las consecuencias que las sanciones
impuestas deben ser «casi tan letales como la guerra», el segundo objetivo
perseguido una vez conquistado el colapso económico, es la desestabilización
del régimen imperante en el país sancionado y su cambio eminente. Como la
práctica histórica demuestra, las sanciones adoptan la forma de embargos
comerciales integrales. Las consecuencias quedan ocultan en sanciones más
«selectivas» o «inteligentes», como congelamientos de activos y prohibiciones
de visas contra individuos y entidades específicas maximizar el impacto sobre
las partes responsables (normalmente líderes políticos y militares) y minimizar
los efectos humanitarios adversos sobre la población general. Lo cual
contradice el objetivo de cambio de régimen si el colapso económico no tiene repercusiones
sociales.
Para sostener esta lógica, las
sanciones suelen ser indefinidas, permaneciendo vigentes hasta que se decida
levantarlas porque el efecto de colapso económico tuvo éxito o, por el
contrario, ampliarlas. Este alcance a menudo conduce a un tercer objetivo, la “extraterritorialidad”, como
restricción a la soberanía política de terceros países. Es decir, los efectos
extraterritoriales de las sanciones implican que también se espera que los
ciudadanos y empresas de otros países acompañen y cumplan las sanciones, a
menudo bajo amenaza de que ellos mismos sean sancionados.
La extraterritorialidad completa el
cuadro. En 2015, el BNP Paribas fue multado con U$S 9.000 millones por
comerciar con Cuba e Irán. La lección fue clara: la soberanía europea se
doblega ante el dólar. Cuando Trump abandonó el acuerdo nuclear iraní en 2018,
la UE —que pretendía mantenerlo— vio cómo sus empresas huían presas del pánico
a las represalias de Washington. Esta asimetría de poder significa que la
política estadounidense puede dictar efectivamente el espacio operativo de las
entidades de la UE, incluso cuando la política de la UE apunta a un enfoque
diferente.
El sistema SWIFT, esa red neuronal
del capitalismo global, se convirtió en cómplice de una asfixia calculada.
Cuándo se niega a un hospital iraní a comprar insulina o a Cuba importar
jeringas —bajo amenaza de multas billonarias a bancos europeos— ¿es un castigo
colectivo disfrazado de diplomacia?
Se nos vende la ficción de sanciones
«inteligentes» o «selectivas», diseñadas para estrangular solo a las élites
políticas y militares. Pero la realidad desnuda esta farsa. Tomemos el caso de
Irán: tras el restablecimiento de las sanciones estadounidenses en 2018, su PIB
se contrajo un 50%, las exportaciones de petróleo —el 80% de sus ingresos
fiscales— se evaporaron en un 80%, y 55% de la población cayó en la pobreza.
Las cifras de mortalidad cuentan otra historia: más muertes por falta de
medicamentos y equipos médicos —gracias al bloqueo financiero— que en la guerra
Irán-Irak.
El embargo estadounidense a Cuba,
vigente desde 1960, es el experimento más largo de guerra económica. Un
memorando del Departamento de Estado de 1960 lo dejó claro: Seis décadas
después, el «generar hambre y desesperación para provocar el derrocamiento
del gobierno». El régimen sigue en pie, pero la isla acumula pérdidas por
un billón de dólares. El resultado: 4,2 millones de cubanos (37,8% de la
población) no alcanzan el mínimo calórico diario. ¿Es esto «presión pacífica» o
un crimen de lesa humanidad por goteo?
Siria, otro laboratorio de sanciones,
exhibe el cinismo de imponerlas en medio de una guerra. El 90% de su población
vive en pobreza; el 66%, en pobreza extrema. Los hospitales destruidos por las
bombas, que no pudieron reconstruirse porque las sanciones bloqueaban
materiales de construcción; el resultado: casi 618.000 muertes y 113.000
desapariciones. Aquí la ecuación es perversa: primero se bombardea, luego se
prohíbe reconstruir. Mientras, las farmacéuticas europeas —libres de vender vacunas
a países en guerra— se negaban a enviar medicamentos a Damasco por miedo a las
multas. La hipocresía tiene nombre: «derechos humanos» aunque lleguen
degolladores al poder.
La obsesión por el «cambio de
régimen» ignora un hecho incómodo: las sanciones rara vez lo logran, pero
siempre consolidan el autoritarismo. En Irán, el gobierno atribuye cada fracaso
económico al «enemigo externo», canalizando el malestar hacia un nacionalismo
de trinchera. En Venezuela, Maduro usó las sanciones para militarizar la
economía. Es un juego perverso: cuanto más sufren los civiles, más se legitima
el discurso de «resistencia antiimperialista». Mientras, las élites —las
supuestas «víctimas» de las sanciones selectivas— prosperan en mercados negros
o lavando dinero en Dubai.
Y luego está el efecto geopolítico:
al aislar a un país, se lo empuja a los brazos de rivales. Rusia y China han
convertido a Irán, Venezuela y Siria en clientes de sus sistemas alternativos
(SPFS para pagos, petroyuan, etc.). Las sanciones, pues, aceleran la erosión
del orden occidental que dicen defender.
Las sanciones no son un mal
necesario; son un fracaso ético y estratégico. Matan lentamente, pero matan:
según la ONU, 40.000 venezolanos fallecieron entre 2017-2018 por falta de
medicinas debido al bloqueo financiero. Son, en esencia, «genocidios de
escritorio», ejecutados con informes técnicos y reuniones en Bruselas.
Si el objetivo real fuera proteger
civiles, se exigirían mecanismos de evaluación humanitaria independientes antes
de imponer sanciones. Pero no es así: el verdadero fin es la sumisión política,
aunque eso signifique condenar a millones al infierno.
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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado
en Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas
económicos El Tábano Economista, columnista radial, analista
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