Fuente: Jacobin
Link de origen:
https://jacobinlat.com/2025/07/peones-del-apocalipsis/
Traducción: Rolando Prats
El respaldo incondicional de
Occidente a Israel, su represión del activismo propalestino y la normalización
del genocidio en Gaza exponen la bancarrota moral del orden liberal
internacional. Urge construir una fuerza capaz de desafiar esta complicidad criminal.
El artículo a continuación fue publicado
originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como
parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
El 2 de julio, el Parlamento
británico votó
a favor de que se proscribiera al grupo Palestine Action luego de
calificárselo de organización terrorista. La decisión se produjo a raíz de la
última acción directa realizada por el grupo el 20 de junio, en la que sus
activistas causaron daños a dos aviones Voyager de reabastecimiento en pleno
vuelo estacionados en Brize Norton, desde donde salen periódicamente vuelos
hacia RAF Akrotiri, la base en Chipre desde la que han despegado cientos
de vuelos de reconocimiento en dirección a Gaza. Si bien el gobierno
británico insiste en que sus vuelos de reconocimiento tienen como único
objetivo localizar y rescatar a rehenes, los activistas sostienen que el
intercambio de inteligencia con Israel involucra al Reino Unido en la comisión
de crímenes de guerra.
En un apasionado discurso ante el
Parlamento, la diputada Zarah Sultana —quien ha dimitido del Partido Laborista
del primer ministro Keir Starmer y se propone formar un nuevo partido de
izquierda antibelicista conjuntamente con el exlíder laborista Jeremy Corbyn—
denunció la penalización de una «red no violenta de estudiantes, enfermeros y
enfermeras, profesores, bomberos y defensores de la paz» cuyo «verdadero delito
ha consistido en mostrarse lo suficientemente audaces para sacar a la luz los
sanguinarios vínculos entre este gobierno y el genocida Estado de apartheid
israelí y su maquinaria bélica». Sultana citó el hecho de que a Palestine
Action se la proscribiera junto a dos organizaciones de extrema derecha y
supremacistas blancas explícitamente comprometidas con la violencia contra
civiles, las denominadas Maniac
Murder Cult (o Culto de Asesinos Maníacos) y el Movimiento
Imperial Ruso. En la Cámara de los Lores, el parlamentario laborista y
exactivista contra el apartheid Peter Hain condenó la equiparación de Palestine
Action con ISIS o Al Qaeda y la calificó de «intelectualmente
insolvente, políticamente carente de principios y moralmente errónea». Ya han comenzado las
detenciones por el mero hecho de manifestar apoyo al grupo.
La
proscripción de Palestine Action por el gobierno del Reino Unido es el
más reciente ejemplo de una continua oleada de represión contra el movimiento
de solidaridad con Palestina, desde detenciones y trámites de deportación en
Estados Unidos hasta la despiadada
vigilancia policial de protestas en Alemania. Esas políticas de tolerancia
cero en relación con el activismo (o el simple acto de expresarse) contra el
genocidio son el subproducto necesario y el complemento de la ilimitada
impunidad que siguen concediendo a Israel sus aliados occidentales.
También transmiten una cruda verdad
de la política contemporánea: que los palestinos (y libaneses, iraníes, sirios
o yemenitas) no son titulares de derechos que los israelíes estén obligados a
respetar y que, a la inversa, todo acto de violencia por parte de Israel, por
extremo u horroroso que sea, es por definición una acción emprendida en
legítima defensa. Como ha sostenido la jurista Brenna
Bhandar, semejante presunción de impunidad constituye uno de los
fundamentos en que se basan los Estados coloniales cuyos ciudadanos colonos son
«sujetos
paradigmáticos de un derecho primordial y absoluto a toda actuación en legítima
defensa». Ante el genocidio de Gaza, los gobiernos de todo Occidente han
optado por tratar cualquier disenso en ese sentido como una amenaza absoluta a
la seguridad nacional y por conceder carte blanche a Israel, así como
un incesante apoyo material, para sus innumerables violaciones del derecho
internacional.
De paso, han convertido el ya raído
marco del «orden internacional basado en normas» en una sombría farsa y han
abierto un enorme abismo entre la política exterior y la opinión pública. A
pesar de que los principales medios de comunicación hacen todo lo posible por
camuflar con eufemismos la carnicería y conceder al gobierno de Netanyahu el
beneficio de la duda, las simpatías por Israel se están desmoronando en el seno
de la opinión pública europea. Entretanto, una
mayoría de estadounidenses tiene ahora una opinión desfavorable de Israel,
al tiempo que los jóvenes votantes demócratas simpatizan abrumadoramente con la
causa palestina. Sin embargo, cuando se trata de sionismo, los gobiernos
occidentales siguen firmemente comprometidos con la defensa de lo indefendible.
Si bien la disyuntiva entre la política oficial y la opinión pública aún no ha
cristalizado en una real ruptura política, es probable que tenga efectos
trascendentes, aunque impredecibles, en los próximos años.
Dos semanas antes del ataque no
provocado de Israel contra Irán y de la «guerra
de los 12 días» que le siguió, el Financial
Times había señalado un cambio de tendencia en el apoyo de Occidente a
Israel, a cuyo propósito citaba la revisión por la Unión Europea de su acuerdo
de asociación con Israel, la pausa hecha por el Reino Unido en sus
negociaciones comerciales con Israel, la inclusión de una empresa israelí en la
lista negra del fondo soberano de Noruega y las declaraciones de Francia, el
Reino Unido y Canadá por las que se amenazaba con imponer sanciones. El Financial
Times había llegado incluso a expresar su respaldo a la imposición de
sanciones a Israe lpor la Unión Europea, inspiradas en las impuestas a Rusia
por su guerra contra Ucrania. Las sanciones impuestas
el 10 de junio por el Reino Unido, Australia, Canadá, Nueva Zelandia y Noruega
a los ministros israelíes de extrema derecha Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich
se presentaron extrañamente enmarcadas en términos de «incitaciones a la violencia
contra las comunidades palestinas» y «actos de violencia por parte de colonos
israelíes extremistas» en la Ribera Occidental, como si tales actos pudieran
disociarse del genocidio en Gaza y como si la violencia contra los palestinos
no fuera política y práctica de Estado, en lugar de obra de unas pocas manzanas
podridas. Aunque en el mejor de los casos esos gestos de censura constituyeron
una respuesta débil —en el contexto de los continuos bombardeos, la hambruna
forzada, las «masacres
cometidas en el marco de la prestación de ayuda» y los incesantes ataques
contra hospitales, periodistas e infraestructuras vitales—, al final se vieron
marginados por el ataque de Israel contra Irán el 13 de junio.
En una muestra escandalosa pero nada
sorprendente de hasta qué punto nuestro discurso político se ha visto degradado
por la férrea adhesión a la impunidad de Israel, su guerra de agresión contra
Irán fue recibida con el mismo estribillo robótico que hemos venido escuchando
desde el 7 de octubre (y, de hecho, desde mucho antes): «Israel tiene derecho a
defenderse.» Ignorando de buena gana que todo «ataque preventivo» es contrario
al derecho internacional, el presidente Emmanuel Macron declaró —incluso
antes de que Irán contraatacase— que «Francia reafirmaba el derecho de
Israel a defenderse y a garantizar su seguridad». Como observó mordazmente
la Relatora Especial de las Naciones Unidas Francesca Albanese: «El mismo día
en que Israel, sin provocación alguna, ha atacado a Irán, a resultas de lo cual
han muerto 80 personas, el presidente de una gran potencia europea admite por
fin que —en Oriente Medio— Israel, y sólo Israel, tiene derecho a defenderse.»
La noción de que Irán (o el Líbano o Yemen o, de hecho, el pueblo palestino
ocupado) pueda actuar en legítima defensa ni siquiera se toma en consideración.
En su cumbre anual en Canadá, los países del G7 emitieron una declaración en
la que también se pasaba por alto el delito de agresión perpetrado por Israel,
el cual se vio transmutado en acto de «legítima defensa», al tiempo que se
añadía que «Irán era la principal fuente de inestabilidad y terror en la
región», afirmación que el recuento de cadáveres, , por sí solo, por no hablar
de fallos judiciales internacionales, fácilmente refutaría.
Para explicar ese flagrante doble
rasero, no basta con volver sobre el relato del compromiso de Occidente, tras
el Holocausto, con la seguridad del Estado judío, que Alemania considera
inclusive una norma fundacional o Staatsräson.
Y aunque no dejen de ser significativas, no bastan ni la solidaridad entre
Estados colonizadores de asentamientos ni el relato civilizacional de Israel
como punta de lanza de Occidente en el mundo árabe, tan caro a Netanyahu. El
primer ministro alemán Friedrich Merz delató algunas de las motivaciones más
profundas de semejante comportamiento por parte de las potencias occidentales
cuando declaró que, al atacar a Irán, Israel estaba haciendo «nuestro
trabajo sucio». El mismo sentimiento al que alguna vez Joe Biden dio
expresión en una vena más imaginativa cuando declaró: «Si no existiera Israel,
Estados Unidos tendría que inventárselo.»
En declaraciones a la prensa tras
verse liberada de su cautiverio israelí, después de haber sido secuestrada en
aguas internacionales junto con otros miembros de una flotilla de ayuda, Greta
Thunberg resumió con
agudeza por qué la difícil situación de Gaza era recibida con cruel
indiferencia por los gobiernos del mundo cuando afirmó que ello era resultado
«del racismo y del intento desesperado de defender un sistema mortífero
destructivo que antepone sistemáticamente las ganancias económicas a corto
plazo y la maximización del poder geopolítico al bienestar de los seres humanos
y del planeta».
A pesar de las ocasionales notas de
censura o preocupación, Occidente —es decir, la Unión Europea, el Reino Unido y
los Estados colonizadores anglosajones de Estados Unidos, Canadá, Australia y
Nueva Zelandia— no da muestra alguna de querer poner freno a los designios
genocidas y expansionistas de Israel. Los fallos de la Corte Internacional de
Justicia se consideran papel mojado, mientras que los dirigentes occidentales y
los principales medios de comunicación ignoran categóricamente que su aliado,
Benjamin Netanyahu, es un criminal de guerra sobre quien pende una orden de
detención, si bien resultara alentador presenciar la manera en que Zohran
Mamdani, quien prometiera detener al primer ministro israelí si ponía un pie en
Manhattan, se imponía al exgobernador del estado de Nueva York Andrew Cuomo —el
cual se había unido al equipo de abogados defensores de Netanyahu— en las
primarias del Partido Demócrata para las elecciones a la alcaldía de Nueva
York. Mientras la grotescamente llamada Fundación
Humanitaria de Gaza ha convertido en zonas de exterminio los lugares
de distribución de alimentos y mientras algunos ministros del Likud exigen
despreocupadamente la anexión
total de la Ribera Occidental, la Unión Europea, que acaba de llegar a
la conclusión de que Israel ha violado lo dispuesto en su acuerdo de asociación
en la cláusula relativa a los derechos humanos, se hunde previsiblemente en
un marasmo
procedural, al tiempo que examina un menú de posibles
medidas, sin urgencia ni
convicción algunas.
Del mismo modo, el gobierno liberal
de Canadá, tras haberse comprometido nominalmente a prestar su apoyo a un alto
el fuego y a suspender momentáneamente los contratos y entregas de sistemas de
armamento susceptibles de utilizarse en Gaza, recientemente ha aprobado nuevos
contratos militares con Israel por valor de 37,2 millones de dólares
canadienses. Son totalmente opacos los mecanismos mediante los cuales Canadá
podría supervisar la manera en que se emplee ese material, además de que no se
han impuesto límites a su uso agresivo e ilícito en los múltiples teatros de
guerra en que se ha visto envuelto Israel en Irán, Siria y el Líbano.
Entretanto, el primer ministro Mark Carney, después de haber cedido a la
exigencia de Trump de que todos los países de la OTAN aumentaran sus gastos
militares por un monto equivalente al 5 % de su PIB, ha superado igualmente a
su predecesor Justin Trudeau en lo que respecta a la lealtad a Israel. En
marzo, poco antes de dimitir, Trudeau había declarado: «Soy
sionista.» Entrevistado por Christine Amanpour para CNN durante la cumbre
de la OTAN celebrada en La Haya, Carney planteó que una paz duradera requería
la aparición junto a Israel de un «Estado
palestino sionista.»
Cuando algunos líderes occidentales,
como en el caso de España, han ido más allá y han expresado duras críticas a
las acciones de Israel en Gaza, en última instancia es muy poco lo que se ha
hecho para obstaculizar las bases materiales y económicas de la violencia
genocida de Israel. Tal como han insistido activistas del movimiento de
solidaridad con Palestina y figuras políticas del partido de izquierda Podemos,
el Gobierno del presidente socialista Pedro Sánchez no
ha conseguido promulgar un embargo de armas en ambos sentidos: las
importaciones desde Israel han aumentado, mientras que los puertos españoles
siguen utilizándose para el envío de armas a Israel. Como ha sostenido con
argumentos contundentes Albanese en su más reciente informe, «De la economía de
la ocupación a la economía del genocidio», «si el genocidio no
ha cesado es también porque es una empresa lucrativa. Rinde, y rinde mucho».
Desde el primer día, Estados Unidos
ha sido el principal punto de apoyo material e ideológico del genocidio
israelí. A pesar de que los funcionarios del gobierno de Biden pronto se dieron
cuenta de que el gobierno de Netanyahu estaba decidido a «matar
y destruir por matar y destruir», en ningún momento se adoptaron medidas
consecuentes, por lo que hablar de «líneas rojas» que no se deberían cruzar era
una hueca pantomima. Como observó el exembajador israelí Michael Herzog, «Dios
le hizo al Estado de Israel el favor de que Biden fuera presidente durante ese
período. Luchamos [en Gaza] durante más de un año y jamás el gobierno de
Estados Unidos se nos acercó para decirnos: “Alto el fuego ya.” Nunca lo hizo.»
El «plan para Gaza»
de Trump no ha hecho sino añadir otra macabra dimensión a esa política de
impunidad absoluta.
Pese a todo, las demás potencias occidentales
han desempeñado un papel fundamental en la perpetuación de la destrucción de
Gaza. Ello ha adoptado la forma no sólo de la prioridad concedida a la
«legítima defensa» de Israel por encima de cualquier otra consideración
jurídica y humanitaria, algo que comenzó a manifestarse inmediatamente después
del 7 de octubre cuando políticos europeos justificaron el bombardeo
indiscriminado y el asedio total por parte de Israel. También adopta la forma
de invocaciones huecas e hipócritas de la solución basada en dos Estados y de
investigaciones sin ningún poder efectivo sobre las violaciones de los derechos
humanos. Al tiempo que Israel se ha empeñado en violar todos los límites
morales y jurídicos en su guerra contra el pueblo palestino, sin encontrar resistencia
real por parte de la «comunidad internacional», las vacuas conversaciones sobre
un futuro acuerdo negociado por la Unión Europea o Canadá no hacen sino
coadyuvar a los esfuerzos de Israel por hacer que se desvanezca la idea misma
de una Palestina libre.
Como ha observado el
analista político palestino Abdaljawad Omar, «Israel no está simplemente
luchando contra Hamás. Está gestionando el tiempo que tomará que se desplomen
por completo la infraestructura de Gaza [y] la diplomacia regional.» En lugar
de ofrecer un horizonte de paz, las declaraciones de alto el fuego y las
negociaciones —como las que están en curso en el momento de escribirse estas
líneas— aparecen simplemente como otra modalidad de guerra perpetua a través de
la cual Israel espera «que se agote la indignación mundial del mismo modo que
espera que se agote la resistencia palestina: mediante la dilación, la confusión,
la normalización del colapso y, por supuesto, mediante la coacción a través de
la manipulación del antisemitismo con fines de agresión». Entretanto, empresas
privadas contribuyen a la gestión del colapso, para lo cual elaboran
incluso modelos
empresariales de depuración étnica.
Al negarse a consentir acción alguna
que ponga realmente freno o que al menos mitigue la violencia de Israel, los
gobiernos occidentales no sólo están actuando en connivencia con el genocidio,
sino que también han revelado los podridos cimientos de un «orden internacional
liberal» para el cual el imperativo de «nunca más» no es una exhortación
universal a impedir el genocidio, sino propiedad exclusiva del Estado judío y
sus aliados. Del mismo modo, el propio lenguaje se ha visto retorcido hasta
tornarse irreconocible: los mercenarios que masacran a los hambrientos se
autodenominan «Fundación Humanitaria de Gaza», la agresión se presenta como
legítima defensa y la autodeterminación palestina debe imaginarse como
«sionista».
Al unir su destino con el de un
Estado que celebra con entusiasmo su propia impunidad —como se
jactara un miembro de la Knesset en la televisión israelí, «ya todo el
mundo se acostumbró a la idea de que puedes matar a 100 gazatíes en una noche
[…] y que a nadie le importa»—, los gobiernos occidentales han socavado
drásticamente su propia legitimidad moral, sobre todo entre las generaciones
más jóvenes. Parece como si ya ni siquiera se molestaran por manufacturar el
consentimiento, recurriendo en su lugar a la censura, la extralimitación
legislativa y la represión policial. En todas partes se pide a la gente que
no crea en lo que ven con sus propio ojos y que acepte, por ejemplo,
que las Fuerzas de Defensa de Israel hn de ser protegidas por la
legislación contra
la incitación al odio, al tiempo que se nos presenta a sacerdotes
pacifistas octogenarios como a peligrosos simpatizantes del
terrorismo. Como ya sabemos por las actuales secuelas de la guerra de Iraq, la
corrupción y la complicidad de las élites «democráticas» occidentales
reverberarán durante años. Sólo el trabajo lúcido y firme de los movimientos
mundiales contra las guerras imperialistas y coloniales impedirá que este épico
fracaso moral y político engendre más catástrofes y nihilismo.
Alberto Toscano es Profesor de la
Escuela de Comunicación de la Universidad Simon Fraser y codirector del Centro
de Filosofía y Pensamiento Crítico en Goldsmiths. Recientemente coeditó «The
SAGE Handbook of Marxism» (2021). Es autor de «The Theatre of Production»
(2006) y «Fanaticism: The Uses of an Idea» (2010).
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