Fuente: Lobo Suelto!
Link de Origen:
https://lobosuelto.com/no-queremos-volvernos-tan-locos-julian-doberti/
“Envueltos en el torbellino de este
tiempo (…), condenados a una información unilateral, sin la suficiente
distancia respecto de las grandes transformaciones que ya se han consumado o
empiezan a consumarse y sin vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en
desorientación sobre el significado de las impresiones que nos asedian y sobre
el valor de los juicios que formamos”
Con estas palabras, escritas por
Freud entre marzo y abril de 1915, comienza “De guerra y muerte. Temas de
actualidad”. La elipsis que indican los paréntesis refiere al estallido de la
primera guerra mundial. Me interesa enfatizar la referencia a un presente que,
si bien conoce las guerras, no deja de presentarse con la polisemia y la
intensidad arrasadora de un torbellino que nos envuelve excediendo el
marco puntual del conflicto bélico. Esa desorientación en la que caemos frente
a las impresiones que nos asedian es un rasgo que cobra una
actualidad notoria. Escribo en Buenos Aires, en 2025, en este invierno que
estamos atravesando en medio de ataques constantes a la educación y la salud
pública (hoy se anunció el proyecto de flexibilización laboral del sistema de
residencias), con el encarecimiento vertiginoso del costo de vida, la
circulación de discursos de odio validados desde el Estado, y un
embrutecimiento general de los términos de la discusión pública.
En un acto de identificación
desconcertante, el presidente dijo hace unos días: “sí, soy cruel”. El líder de
un gobierno que atenta con saña contra las identidades minoritarias, hostigadas
históricamente, desmantelando (¡y festejando esa vulneración!) programas de
protección a las mujeres y la comunidad lgbt, encuentra el orgullo de la
autopercepción en la crueldad. Una salida del armario á la Sade. Este
oficialismo estaría en condiciones de organizar la primera marcha del orgullo
cruel.
Volviendo a la cita de Freud, quizás
llame la atención que no se mencione la palabra angustia. Esa ausencia resulta
significativa: si la angustia implica una cierta expectativa (“expectativa
angustiada”), una lógica temporal de anticipación del peligro y la correlativa
posibilidad de resguardo, la desorientación y el asedio dan
cuenta de otro tipo de coordenadas subjetivas, más próximas al aturdimiento que
a la división subjetiva.
Marcelo Percia distingue, leyendo a
Beckett y a Deleuze, entre las figuras del cansado, del agotado y del exhausto.
Escribe: “el cansado siente su pequeño cuerpo amenazado. El agotado concluye su
camino sin que pase nada. El exhausto está en el desastre”. La amenaza, la nada
y el desastre podrían pensarse como figuras recurrentes de una contemporaneidad
que duele. Si la amenaza señala la presencia de un peligro frente al que es
preciso elaborar estrategias de prevención, la nada tiene otro estatuto. Con la
nada, ese objeto que Lacan supo jerarquizar en la llamada anorexia mental, se
trata de una objeción desesperada a una devoración que no cesa. Mientras la
nada puede devenir causa de un vacío que es demanda de amor que no satisface
ninguna necesidad y construye alguna versión del Otro, en el desastre no hay
nadie: hay el desastre. Winnicott, en un escrito célebre, proponía que, a
veces, se trataba de marcarle al “exhausto” que el desastre que lo
aterrorizaba ya había ocurrido. Así, enfatizaba la importancia de
restituir los bordes de una temporalidad que había estallado.
Louis Gluck, en su poemario Ararat,
escribe: “Pensé que la muerte de mi padre/ liberaría a mi madre./ En cierto
sentido, lo ha hecho:/ se va de viaje, contempla/ grandes obras de arte. Pero
está flotando./ Como el globo de un niño/ que se pierde en cuanto/ dejan de
sujetarlo./ O como un astronauta/ que pierde de algún modo la nave/ y tiene que
vagar por el espacio/ sabiendo que, dure lo que dure,/ el resto de su vida será
así; ella es libre/ en ese sentido,/ Sin relación alguna con la tierra.” Así,
la poeta nos recuerda que hay libertades y libertades.
Retomando el escrito freudiano,
hallamos esta idea: “parece que en esta época los pueblos obedecen más a sus
pasiones que a sus intereses. Se sirven a lo sumo de sus intereses para racionalizar las
pasiones; ponen en primer plano sus intereses para poder fundar la satisfacción
de sus pasiones. ¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se
odian, se aborrecen, y aun en épocas de paz, y cada nación a todas las otras?
Es bastante enigmático. Yo no sé decirlo”. No se trata para Freud de despejar
el enigma, como si fuera cuestión de develar la verdad última de lo humano,
sino de constatar que nuestro saber no alcanza, que no sabemos –“yo no sé
decirlo”- y es ese límite, precisamente, el que nos convoca a tomar decisiones
sin garantías. De eso se trata la dimensión política y ética de nuestra
experiencia. Porque no da todo lo mismo.
Deleuze, en unas clases hermosas
sobre la filosofía de Spinoza, construye un retrato muy particular de la figura
del tirano. Para el filósofo francés “es alguien que ante todo tiene necesidad
de la tristeza de sus súbditos porque no hay terror que no tenga como base
una especie de tristeza colectiva (…) el tirano puede reír, y los
consejeros, los favoritos del tirano ríen también. Pero es una mala risa. ¿Por
qué? No es una mala risa por su cualidad, Spinoza no diría eso. Es una risa que
precisamente no tiene por objeto más que la tristeza y la comunicación de la
tristeza.” Esa relación entre tristeza y terror nos acerca a una política de
los afectos que no tendría que reducirse a una moral de los estados de ánimo.
El título de este escrito es una
desfiguración explícita de la canción de Charly García “Yo no quiero volverme
tan loco”, un himno doloroso y vital escrito hacia el final de la última
dictadura cívico-militar. Charly afirma en estribillo un yo no
quiero que recorre las escenas de una sociedad enloquecida y lastimada
(“están las puertas cerradas y las ventanas también/ ¿no será que nuestra gente
está muerta?”), suspende momentáneamente la enunciación negativa para ensayar
una hospitalidad festiva (“yo quiero ver muchos más delirantes por ahí/
bailando en una calle cualquiera”) mientras podemos imaginarlo recorriendo las
calles (“la televisión está en las vidrieras”), dirigiéndose a una segunda
persona que puede confundirse con la Argentina misma (“yo no quiero ya verte
tan triste/ yo no quiero saber lo que hiciste/ yo no quiero esta pena en mi
corazón”). El yo-no-quiero puede ser una brújula que, si toma también
la primera persona del plural, (nos) reafirme colectivamente lo que nos duele,
nos enoja, y nos importa defender. Lo que no estamos dispuestos a perdonar, ni
a olvidar.
Recuerdo ahora, mientras suena la
canción, una escena que relata Andrés Di Tella de un diálogo con Germán García
sobre Macedonio Fernández. El analista le dice al cineasta: “a mí me parece que
sólo hay locura si estás solo. Si hablas solo y nadie te entiende, entonces se
puede decir que estás loco. Si hay alguien que te entiende, que cree en lo que
estás diciendo, ya no hay locura”. Di Tella le pregunta: “¿O sea que Macedonio
deja de estar loco en la medida que alguien lo lee?”, y García concluye, y con
él este escrito: “Si son dos, no hay locura”.
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