Fuente: Sin Permiso
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https://www.sinpermiso.info/textos/la-ciencia-y-sus-enemigos
“El siglo XX ha incorporado tanto
conocimiento nuevo al almacén humano como todos los siglos anteriores juntos,
aunque, por otro lado, el siglo XX ha incorporado aproximadamente el mismo
nivel de credulidad sobrenatural que el XIX y bastante más hostilidad hacia la
ciencia”
(Richard Dawkins).
El texto que a continuación presentamos tiene dos partes muy
diferenciadas. La primera es un artículo firmado por Ignacio Apócrifo (IA). El
autor es ficticio, el texto es parcialmente un producto de la Inteligencia
Artificial. Recoge una serie de ideas que, aunque presentadas como escepticismo
razonable hacia la ciencia, reproducen una corriente de opinión real, cada vez
más extendida y potencialmente peligrosa. Bajo una apariencia de reflexión
crítica, el texto incurre en tergiversaciones, errores conceptuales y analogías
históricas forzadas. Lejos de promover un debate abierto y racional, el texto
propone una visión distorsionada de la ciencia, la evidencia empírica y la
propia historia de la ciencia. Una visión que sigue teniendo mucho
predicamento. La segunda parte es la respuesta de los autores a los principales
argumentos de IA. Veámoslo con algún detalle. Empecemos por el artículo de IA.
Artículo de Ignacio Apócrifo publicado en la Sección de Opinión de El
científico alternativo, titulado “El debate necesario sobre la verdad
científica ¿Estamos cayendo en el dogmatismo?”.
En los últimos años, la sociedad ha
sido testigo de una creciente polarización en torno a temas como el cambio
climático, las vacunas, o incluso el propio método científico y la ciencia en
general. Mientras que algunos defienden una visión rígida y casi dogmática de
lo que consideran “ciencia”, otros reclaman su derecho a cuestionar lo que
perciben como verdades oficiales impuestas sin margen para el debate. Se nos
insta a “seguir la ciencia”, pero pocas veces se nos invita a cuestionarla
críticamente. El problema de fondo radica en que gran parte de lo que hoy
consideramos consenso científico se basa en teorías en permanente revisión:
hipótesis que han sobrevivido más por su aceptación mayoritaria que por la
contundencia irrefutable de las pruebas. La ciencia no es neutral.
El negacionismo científico ha sido
reiteradamente demonizado por los medios y foros científicos oficiales. Sin
embargo, cabe preguntarse: ¿acaso no es el cuestionamiento, riguroso y bien
argumentado, la base misma del propio método científico? Poner en duda ciertos
consensos no debería entenderse automáticamente como un acto de
irresponsabilidad, sino como una expresión legítima de sano escepticismo
crítico. A lo largo de la historia, muchos avances fundamentales surgieron
precisamente de quienes se atrevieron a desafiar las ideas dominantes de su
época. Galileo, Servet, Semmelweis o Wegener, fueron duramente cuestionados e
incluso perseguidos por oponerse a las ideas aceptadas de su tiempo, aunque hoy
sus aportaciones se consideran pilares esenciales del conocimiento científico.
Además, no podemos ignorar que el sistema científico actual tampoco está libre
de sesgos, muchos de ellos asociados a los tres pilares fundamentales de la
generación y difusión del conocimiento: los investigadores, las entidades
financiadoras y los medios de publicación. Existen casos documentados de
fraude, conflictos de interés, presión por publicar resultados positivos o
llamativos, y una tendencia preocupante a publicar solo los resultados con
aplicabilidad o impacto aparente, dejando de lado los resultados negativos. A
ello se suma la proliferación de publicación de estudios irrelevantes o poco
replicables y a manifiestos negocios académicos de amiguetes, así como el auge
de denominadas revistas depredadoras (predatory journals), que eluden controles
básicos de calidad y revisión por pares (peer review), comprometiendo la
fiabilidad del proceso científico. Todo ello nos obliga a plantear una pregunta
incómoda, pero necesaria: ¿hasta qué punto el llamado “consenso científico”
refleja un conocimiento objetivamente validado, y hasta qué punto puede estar
condicionado por intereses económicos, como los de las industrias que financian
buena parte de la investigación, o por viciadas dinámicas propias del sistema
académico, como la presión por publicar (publish or perish), el prestigio
profesional, o las exigencias de promoción dentro de la carrera investigadora.
Convertir cualquier forma de crítica en “negacionismo” no solo empobrece el
debate, sino que, en última instancia, puede funcionar como una forma sutil de
blindar certezas frágiles y dogmas bajo el manto de la autoridad científica.
Pongamos dos ejemplos: uno de
carácter general y otro mucho más concreto. El general: los “vacíos” de la
evolución por selección natural darwinista. El segundo: las afirmaciones que se
hacen sobre las vacunas.
Empecemos por el general: es
manifiesto que la selección natural tiene muchos vacíos, muchas respuestas aún
por ofrecer, es una teoría, simplemente solamente una teoría, apenas una
hipótesis según una de las acepciones del término recogidas en el diccionario
Oxford.
Tomemos el ejemplo concreto: el caso
de las vacunas. Se insiste una y otra vez en su seguridad y eficacia, pero rara
vez se habla con la misma claridad de las muertes o efectos secundarios graves
asociados a su uso. Esta falta de matices resulta aún más evidente en el caso
de las denominadas vacunas de nueva generación, como las basadas en el ARN mensajero
utilizadas contra el COVID-19, o aquellas actualmente en desarrollo frente al
SIDA o ciertos tipos de cáncer. Además, pocos ciudadanos conocen que buena
parte de los estudios que las avalan están financiados, directa o
indirectamente, por la propia industria farmacéutica, lo que plantea dudas
legítimas sobre la objetividad del proceso de validación científica. De hecho,
la rapidez con que se desarrollaron algunas de las últimas vacunas, acortando a
pocos meses procesos que antes requerían años, ha generado interrogantes
legítimos sobre la rigurosidad con que se llevaron a cabo las fases clínicas,
especialmente en lo relativo a su duración y seguimiento a largo plazo. Rara
vez se menciona que muchas de estas vacunas no han sido sometidas a ensayos
prolongados bajo condiciones de doble ciego. Tampoco se comenta que la eficacia
vacunal no es universal, puede depender del genoma de cada individuo, así como
de factores epigenéticos que aún no comprendemos del todo, según reconoce la
inmunología moderna. No solo eso: estudios recientes, aunque minoritarios y
marginales, han sugerido posibles vínculos entre ciertas vacunas, y trastornos
neurológicos, incluido el autismo, en personas con predisposición genética. ¿No
debería esto ser motivo suficiente para abrir la puerta a un debate más
transparente? Se afirma insistentemente que “la evidencia es concluyente”, pero
el verdadero espíritu científico exige someter las certezas a constante
verificación, repetir experimentos y mantener abierta la posibilidad de revisión.
No sería la primera vez que prácticas avaladas por la ciencia terminan
cuestionadas con el tiempo, como ocurrió con el uso masivo de antibióticos o la
administración de talidomida. Además, resulta llamativo que se destinen muchos
más recursos a soluciones farmacológicas patentables que a investigar
alternativas naturales, como la mejora del sistema inmunológico a través de la
dieta y el estilo de vida. Parece que solo interesa investigar aquello que
puede ser patentado y comercializado. ¿Y qué decir de las ciencias alternativas
que surgen como contestación a la ciencia oficial?
En definitiva, el método científico
debería ser un camino hacia el conocimiento, no una herramienta de control o de
imposición ideológica. La ciudadanía tiene derecho a exigir más transparencia,
un debate abierto y menos etiquetas descalificadoras como “negacionista” cada
vez que se plantea una duda razonable. Porque preguntar no es negar, y la
ciencia verdadera, la que ha impulsado los mayores avances de la humanidad,
siempre ha tenido espacio para el disenso. Paradójicamente, el propio método
científico, tan ensalzado por la comunidad académica, es también una
construcción social moldeada por los valores, prejuicios y contextos históricos
de cada época. Si en siglos pasados fue la Iglesia la que marcaba los límites
del pensamiento aceptable, hoy es la “ciencia oficial” la que dicta qué puede o
no puede investigarse, discutirse o publicarse. Más que estigmatizar posiciones
alternativas como negacionistas o pseudocientíficas, quizá deberíamos
cuestionarnos si la ciencia actual está verdaderamente abierta al debate o si
hemos construido un nuevo sistema de creencias incuestionables. La historia nos
enseña que muchas veces la verdad ha estado en manos de quienes se atrevieron a
desafiar el consenso.
Hasta aquí el artículo firmado por
IA. A continuación, los autores de este texto responden punto por punto a sus
planteamientos:
Confusión entre cuestionamiento
científico legítimo y negacionismo
En un contexto saturado de
información y desinformación, es imprescindible distinguir entre el
escepticismo genuino y fundamentado, y un negacionismo disfrazado de
pensamiento crítico. En nombre de la crítica y el cuestionamiento, el texto de
IA, como tantos otros que circulan en medios y redes sociales, algunos aún
mucho más bastos, rechaza consensos científicos establecidos sin ofrecer
alternativas coherentes ni respaldadas en evidencia. En nombre del (supuesto)
pensamiento libre, y con un lenguaje moderado y aparentemente razonable,
promueve una desconfianza sistemática que no distingue entre preguntas
legítimas y ataques infundados. Lo que a primera vista puede parecer un
ejercicio de reflexión, revela tras una lectura cuidadosa, una serie de
falacias lógicas, y tergiversaciones que, en más de una ocasión, vemos
abrazadas por personas que políticamente se sitúan tanto a la derecha como a la
izquierda. En esto no hay distinciones. Estas falacias y tergiversaciones
creemos que deben ser corregidas, no por mera polémica, sino por
responsabilidad intelectual y defensa del conocimiento. Vamos por partes.
Si bien es cierto que la ciencia
progresa mediante la revisión constante de sus teorías, esta revisión se
fundamenta en evidencias sólidas, experimentos replicables y revisión crítica
por pares. No basta con "formular dudas razonables": para cuestionar
un consenso científico se requieren pruebas robustas y metodológicamente
válidas. Comparar el escepticismo hacia la evolución por selección natural o
las vacunas con los avances históricos protagonizados por Galileo o Wegener es
una falacia de falso paralelismo. Estos científicos no se limitaron a
"cuestionar"; aportaron datos, observaciones y pruebas que, con el
tiempo, convencieron a la comunidad científica. ¿Podrían las manzanas ascender
en vez de caer del árbol a partir de la semana que viene? Es posible, pero a
esta posibilidad como decía Steve Gould, “no merece que se le dedique la misma
cantidad de tiempo en las clases de física”. En contraste, el negacionismo
contemporáneo carece de esa base empírica rigurosa. Es cierto que el sistema
científico, pese a sus fortalezas, no está exento de sesgos y vulnerabilidades
estructurales; de hecho, una de sus mayores virtudes reside en cómo responde a
estos desafíos. Existen casos documentados de fraude, conflictos de interés y
presiones para publicar resultados llamativos o positivos, mientras que los
datos negativos a menudo quedan invisibilizados o se publican apresuradamente
en las denominadas revistas depredadoras. Sin embargo, el método científico
permite precisamente detectar y corregir estas fallas a través de la
replicabilidad de los experimentos en distintos laboratorios, la revisión
constante por pares y la realización continua de nuevos estudios que contrastan
y actualizan el conocimiento previo. Quien practica la ciencia parte de la
convicción según la cual existe una verdad objetiva que no es una “verdad
cultural”. En palabras de Richard Dawkins “si dos científicos se hacen la misma
pregunta, deberían llegar a la misma verdad sin que importen sus creencias
previas [o] su entorno cultural”. Es fundamental promover una crítica informada
y rigurosa del sistema científico, pero esta crítica debe distinguirse
claramente del negacionismo, que se sustenta en distorsiones, selecciones
sesgadas de la información y carencia de evidencia sólida.
Confusiones sobre la evolución ¿sólo
una teoría?
IA menciona, como se recordará, dos
ejemplos: uno de carácter general y otro mucho más concreto. El primero plantea
que la evolución darwinista por selección natural presenta numerosos vacíos; el
segundo se centra en las afirmaciones sobre las vacunas. Detengámonos en el
primero. La selección natural, como toda teoría científica, tiene aún preguntas
abiertas y aspectos que requieren mayor comprensión. Pero reducirla a
"sólo una teoría" es una simplificación inexacta. Este es uno de los
argumentos frecuentemente utilizados por el denominado “creacionismo
científico” para desacreditar o poner en duda la teoría de la evolución por
selección natural. Afirmar que la evolución sigue siendo “sólo una teoría"
refleja una confusión habitual entre el uso cotidiano del término y su
significado en el ámbito científico. En ciencia, una teoría no es una
suposición ni una simple conjetura, sino un marco explicativo sólido,
respaldado por múltiples líneas independientes de evidencias. En el caso de la
evolución, esta se sustenta en disciplinas tan diversas como la anatomía
comparada, la paleontología, la biogeografía, la genética o la biología
molecular. Se basa, en definitiva, en pruebas y razonamiento científico, no en
dogmas, tradición o fe, como ocurre con la “teoría” del creacionismo, una de
cuyas variantes, el llamado “diseño inteligente”, es una forma de pensamiento
religioso mal disfrazado, y ya lo tratamos en otra
ocasión.
Veamos. ¿Qué es la evolución
darwiniana por selección natural? Los que estamos vivos en el año 2025, ya sean
humanos, halcones, caracoles o margaritas, somos unos campeones mundiales. ¿Por
qué? Porque todos nuestros antepasados lograron sobrevivir y dejar descendencia
que también vivió y se reprodujo. Y nosotros hemos heredado los genes de
nuestros antepasados, con ocasionales cambios (mutaciones), que han moldeado
nuestra capacidad a adaptarnos al medio. ¿Dónde están los vacíos de la
evolución por selección natural? Uno de los más habituales es el “eslabón
perdido” en la evolución de nuestra especie. Algo que ya no tiene el menor
sentido entre los biólogos evolutivos que son los que más investigan esta cuestión.
Pero lo que nos interesa destacar aquí es distinguir entre dos tipos de crítica
a la selección natural: por un lado, aquella que recurre a explicaciones
sobrenaturales, como ocurre con el creacionismo o el llamado diseño
inteligente; y por otro, la crítica que, dentro del propio marco
científico-natural, busca ampliar o matizar posibles limitaciones
explicativas en contextos específicos. Por ejemplo, el neurocientífico Robert
Sapolsky argumenta que la conducta humana no puede explicarse únicamente por
presiones adaptativas genéticas, sino que exige una comprensión multinivel de
la causalidad que integre factores neurobiológicos, epigenéticos, ambientales,
culturales y simbólicos. Esto es pedir a la ciencia que amplíe nuestro
conocimiento frente a problemas que la misma detecta. No es apelar a la
superchería para cubrir supuestos “vacíos” de la ciencia, sino de ampliarla
desde dentro con más evidencia, mejor comprensión y revisión constante. Hace 50
años había muchos más “vacíos” que hoy. Y, a su vez, cada nueva evidencia no
solo resuelve interrogantes, sino que plantea nuevas preguntas que la ciencia
constantemente va abordando implacablemente. El problema de la selección
natural para ciertos sectores religiosos, como dejó apuntado Jerry Coyne, es
que “la selección natural es revolucionaria y es inquietante por el mismo
motivo: explica el diseño aparente de la naturaleza mediante un proceso
puramente materialista que no requiere de fuerzas sobrenaturales de creación o
que guíen el proceso”. Que no requiera de fuerzas sobrenaturales incomoda a
muchos, de ahí que se busquen constantemente “vacíos”, “eslabones perdidos”
y tutti quanti.
Sospechas infundadas sobre las
vacunas
Sobre el ejemplo concreto de las
vacunas. Es legítimo exigir transparencia en la financiación de estudios
clínicos, y es imprescindible mantener una actitud crítica frente a posibles
conflictos de interés. Sin embargo, afirmar que la mayoría de los estudios
sobre vacunas carecen de rigor por estar financiados por la industria
farmacéutica es una simplificación sesgada y carente de fundamento. La
investigación independiente existe, las fases clínicas son públicas y están
reguladas por organismos nacionales e internacionales, y los datos de seguridad
y eficacia son públicos, accesibles y revisados por pares. Las vacunas
actuales, incluidas las de ARN mensajero, han pasado ensayos clínicos
rigurosos, con controles de doble ciego y seguimiento a largo plazo, como puede
comprobarse en las múltiples publicaciones científicas. Además, la crítica sobre
la supuesta falta de rigurosidad en las fases clínicas es engañosa. Se
realizaron todas las fases del ensayo clínico, pero de forma solapada (en
paralelo), gracias a una movilización sin precedentes de recursos públicos y
privados, y a la agilización de los trámites administrativos, sin que ello
supusiera la omisión de los controles esenciales de seguridad o eficacia. Este
enfoque permitió acortar los tiempos de desarrollo sin comprometer los
estándares científicos ni los requisitos regulatorios establecidos. Que ello
puede ser, y acostumbra a serlo, un gran negocio para las grandes farmacéuticas
está fuera de toda duda. Que los beneficios sean escandalosamente grandes,
tampoco ofrece duda. Pero no debe confundirse la utilización social de la
ciencia con la ciencia propiamente. La ciencia dice lo que es o no posible, lo
que es verdad fundamentada; otra cosa distinta es cómo se aplican estos
conocimientos en el mundo real. En el modelo actual de propiedad y mercado, es
cierto que las grandes compañías farmacéuticas, en muchos casos, condicionan
las prioridades de la investigación según sus intereses comerciales. No siempre
tratan tanto de mejorar la salud global, como de maximizar los beneficios. Pero
esto pertenece al ámbito de la política, no a la epistemología científica, que
debe definir las prioridades, de cómo deben llegar los avances al conjunto de
la población y a qué precio.
Sobre los efectos adversos.
Claramente existen efectos adversos poco frecuentes, como ocurre en cualquier
intervención médica, pero estos están documentados, monitorizados y no alteran
la evidencia sólida sobre la seguridad y eficacia de las vacunas. En cuanto al
supuesto vínculo con el autismo, idea originada en una estudio fraudulento y ya
retractado, ha sido refutado de forma concluyente por numerosos estudios
científicos. Por otro lado, argumentar que “cada organismo es diferente” o
recurrir a la epigenética para cuestionar la vacunación constituye una
apelación poco fundamentada. Si bien existe variabilidad individual en la respuesta
inmunológica, algo que la medicina reconoce y estudia, esa variabilidad no
invalida la eficacia poblacional de las vacunas, demostrada en decenas de
millones de personas. En cuanto a la epigenética, una rama de la genética que
estudia cambios hereditarios en la actividad o expresión de los genes sin
alterar la secuencia del ADN, sin embargo, no existe evidencia robusta ni
concluyente que relacione sus mecanismos con efectos adversos generalizados
atribuibles a las vacunas, ni que contradiga los principios fundamentales de la
inmunología. Por otro lado, recurrir a casos como el de la talidomida o el uso
excesivo de antibióticos para argumentar que “la ciencia puede equivocarse” es
un ejemplo de mala analogía. La clave no está en que la ciencia no falle, sino
en que dispone de mecanismos para detectar errores, corregirlos y mejorar. La
ciencia avanza precisamente porque es autocorrectiva, no porque sea infalible.
Por último, no es cierto que exista un desinterés sistemático por las terapias
naturales. La investigación médica estudia miles de compuestos de origen
natural, desde plantas medicinales hasta principios activos extraídos de hongos
o microorganismos. La diferencia no está en su origen, sino en su validación:
cualquier terapia, sea natural o sintética, debe demostrar su eficacia y
seguridad a través de ensayos clínicos rigurosos. No se trata de fe, se trata
de evidencia.
La desinformación científica no es un
problema menor. Según el estudio “Percepción
Social de la Ciencia y la Tecnología correspondientes a 2024” de la
Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), un 50,1% de la
población cree que las compañías farmacéuticas ocultan los peligros de las
vacunas, y un 24,5% piensa que el gobierno está tratando de ocultar una
supuesta relación entre las vacunas y el autismo. Además, estos porcentajes han
aumentado de manera significativa en los últimos años. Y eso ocurre en el Reino
de España, un estado donde las teorías conspirativas y el negacionismo cuentan
con respaldo social significativamente menor que en otros lugares, como en
Estados Unidos, buena parte de Europa del este, e incluso países occidentales
como Francia o Alemania. ¿Estamos siguiendo una senda similar? ¿Qué grado de
influencia tienen en nuestra sociedad figuras como Robert F. Kennedy Jr.,
actual secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE. UU.,
activista antivacunas y defensor de teorías conspirativas sobre la seguridad de
las vacunas? Kennedy ha sido uno de los principales impulsores del lema Make
America Healthy Again (MAHA), una consigna que, bajo la apariencia de
una defensa alternativa de la salud pública, promueve mensajes que contradice
no sólo el consenso científico internacional, sino también el criterio
ampliamente respaldado por la comunidad médica y los profesionales sanitarios.
Este tipo de discursos, cuando provienen de altos cargos institucionales,
precisamente desde donde debería garantizarse una comunicación basada en
evidencia, resultan especialmente peligrosas. Son mucho más dañinos, que las
opiniones de articulistas ficticios como IA, porque no hablamos solo de
retórica marginal, sino de poder real con capacidad de influir en decisiones
políticas y percepciones sociales. Al contar con legitimidad institucional,
estos mensajes actúan como combustible de alto octanaje para narrativas que
socavan la confianza en la ciencia o en las políticas de salud pública. En
lugar de proteger a la ciudadanía frente a la desinformación, acaban
otorgándole respaldo y visibilidad. Estos datos reflejan la urgente necesidad
de fomentar un pensamiento crítico basado en evidencias sólidas y contrastadas,
y no en narrativas especulativas o desinformadas. Estaremos muy atentos al
estudio de 2025 sobre la “Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología”,
aunque las señales que percibimos hasta ahora no invitan al optimismo.
“¿Y qué decir de las ciencias
alternativas que surgen como contestación a la ciencia oficial?”, nos pregunta
IA. Mucho se ha escrito al respecto, tanto en su defensa como en su crítica.
Digamos que somos claramente partidarios de una idea que puede resumirse en
pocas palabras y respaldada por mucha evidencia: no existen ciencias
alternativas, sino ciencia y otras cosas. Si una ciencia es “alternativa”, pero
realmente es ciencia, deja de ser alternativa y pasa a ser simplemente ciencia.
Si es alternativa, pero no es ciencia, entonces será cualquier otra cosa
(patraña, pseudociencia, creencias sin fundamento…). Tim Minchin lo expresaba
con mucho humor para la medicina: “¿Saben cómo se llama la medicina alternativa
que funciona? Se llama medicina”. Lo mismo sirve cambiando medicina por
ciencia.
Conclusión: ¿La ciencia como
“construcción social”?
Es indudable que el método científico
debe ser un proceso abierto y en constante revisión, donde el cuestionamiento y
el debate riguroso impulsen el avance del conocimiento. Sin embargo, es
fundamental distinguir entre críticas basadas en evidencia, y la difusión de
dudas infundadas que pueden erosionar la confianza pública sin aportar evidencias
sólidas. Aunque la ciencia se desarrolla en contextos sociales y culturales, su
fortaleza radica en la transparencia, la reproducibilidad y el escrutinio
crítico del colectivo global. La “ciencia oficial” no es un bloque monolítico,
sino una comunidad diversa de investigadores que validan y corrigen hipótesis
de forma razonada. Por ello, somos firmes partidarios de fomentar un
pensamiento crítico informado (recordemos que un pensamiento crítico implica
primero conocer profundamente el tema de lo que se habla, y después
criticarlo), basado en datos verificables y en un conocimiento sólido de los
métodos científicos. Así se puede mantener un espacio para el disenso legítimo
sin comprometer la integridad del conocimiento que ha salvado millones de
vidas. No, la ciencia no es una narrativa más, ni una “construcción” que
acomoda los datos según el “contexto”; la ciencia trabaja con hechos, objetivos
observables y reproducibles, que son los mismos independientemente de quien los
examine. Son los mismos para nosotros, los que viven en China, los que creen en
la metempsicosis, los que escalan montañas o bucean por el Mediterráneo. Si
abandonamos este principio, estamos hablando de otras cosas, no de datos
objetivos verificables por cualquiera que sea competente en la materia, sino
que entramos en el terreno de la especulación más arbitraria.
Julio Rozas es
Catedrático de Genética de la Universidad de Barcelona. Director del grupo de
investigación Genómica Evolutiva & Bioinformática. Ha participado en la
secuenciación y análisis de varios proyectos genómicos en animales y plantas, y
ha desarrollado herramientas bioinformáticas para el análisis de la
variabilidad del ADN.
Daniel Raventós
Es Doctor en Economía. Profesor titular del departamento de Sociología en la
Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Es editor de Sin
Permiso.
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