Nos Disparan desde el Campanario El experimento arancelario de Trump y el Imperio del Miedo … por Alejandro Marcó del Pont


 

 

Fuente: El Tábano Economista

Link de origen:

https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/07/23/el-experimento-arancelario-de-trump/

 

La gran apuesta arancelaria,

fracturar la economía global

(El Tábano Economista)

 

El 2 de abril de 2025, el presidente Donald Trump anunció una medida que sacudió los cimientos del comercio global: la imposición de aranceles «recíprocos» sobre las importaciones estadounidenses procedentes de todos sus socios comerciales. La base del 10% aplicable a casi todas las importaciones se complementó con tasas adicionales, calculadas en función de los déficits bilaterales y ajustadas a realidades políticas tanto como económicas.

Brasil, por ejemplo, recibió un arancel del 50%, justificado no solo por barreras comerciales sino también por lo que la Casa Blanca denominó «preocupaciones políticas» que veremos en el próximo artículo. Canadá, por su parte, enfrentó un 35% con argumentos que mezclaban disputas agrícolas históricas con acusaciones de negligencia en el control del tráfico de fentanilo.

La narrativa oficial insistía en que estos aranceles protegerían la industria nacional y corregirían los desequilibrios comerciales. Sin embargo, tras el lenguaje de reciprocidad se escondía una estrategia más audaz: un intento de reconfigurar el orden económico global mediante la coerción. La pausa de 90 días anunciada el 9 de abril —y extendida hasta el 1 de agosto— no fue un gesto de moderación, sino una tregua táctica para negociar acuerdos bilaterales bajo presión. Las cartas enviadas a más de 20 países el 7 de julio, detallando las tasas que entrarían en vigor sin acuerdo, confirmaron que el objetivo real era la capitulación negociada.

Los datos, sin embargo, desmienten la retórica de las intenciones americana para las tarifas. Según la Oficina de Análisis Económico de Estados Unidos, el déficit comercial en bienes y servicios alcanzó los 71.500 millones de dólares en mayo de 2025, un aumento de 11.300 millones respecto a abril. Las exportaciones cayeron en 11.600 millones en el mismo período, y el acumulado anual mostró un incremento del 50.4% en el déficit frente a 2024. Lejos de equilibrar la balanza, la política arancelaria exacerbó el problema que pretendía resolver.

El informe del Laboratorio de Presupuesto de la Universidad de Yale, publicado el 14 de julio, cuantificó el costo interno de esta estrategia: los consumidores estadounidenses enfrentan una tasa arancelaria efectiva promedio del 20.6%, la más alta desde 1910. El impacto inmediato se tradujo en un aumento del 2.1% en el nivel de precios, equivalente a una pérdida de 2.800 dólares por hogar en 2025. El PIB real crecería 0.9 puntos porcentuales menos, el desempleo aumentaría un 0.5% y se destruirían 641.000 empleos.

Lo más revelador fue la naturaleza regresiva de estos impuestos: el 10% más pobre de la población soportaría una carga 3.5 veces mayor que el 10% más rico (-3.9% vs. -1.1% de sus ingresos). Las pequeñas empresas, incapaces de renegociar precios con proveedores extranjeros, absorbieron gran parte del impacto. Un ejemplo paradigmático fue China, donde los exportadores redujeron sus precios solo un 0.7% pese a los aranceles del 30%, trasladando el costo a los importadores estadounidenses y, finalmente, a los consumidores.

No todo fueron pérdidas. El gobierno federal proyectó un aumento de 171.100 millones de dólares en ingresos fiscales (0.56% del PIB), el mayor desde 1993. A largo plazo, se esperaba que la manufactura local creciera un 2.6%, aunque este beneficio sectorial palidece ante el daño macroeconómico. Aquí reside la paradoja: el proteccionismo de Trump operó como un impuesto encubierto, redistribuyendo recursos desde los hogares y las pymes hacia el fisco y algunas industrias selectas.

Las consecuencias externas fueron aún más profundas. Las represalias no se hicieron esperar: la UE, China, Canadá, México e India impusieron sus propios aranceles a productos estadounidenses, desde automóviles hasta alimentos. El sector agrícola, dependiente de las exportaciones, fue el más golpeado. Pero el verdadero daño se produjo en las cadenas de suministro. Industrias como la electrónica o la automotriz, que dependen de insumos globales, enfrentaron disrupciones, aumentos de costos y retrasos.

La OCDE y el Banco Mundial revisaron a la baja sus proyecciones de crecimiento global, advirtiendo que los aranceles podrían reducir el PIB mundial en un 0.5% a corto plazo y hasta un 2% a mediano plazo. La incertidumbre política ahuyentó inversiones y contrajo el comercio internacional. Este «caos controlado» no fue un efecto colateral, sino parte de un cálculo geopolítico: al fragmentar las redes comerciales, EE.UU. buscaba ralentizar el ascenso de China y los BRICS, mientras renegociaba su posición en un mundo multipolar.

Al 22 de julio de 2025, solo cuatro países (China, Vietnam, Reino Unido e Indonesia) habían alcanzado acuerdos para reducir aranceles. Los 14 restantes —incluidos la UE, Japón y Brasil— seguían en pie de guerra. Esta polarización revela la verdadera apuesta de la administración Trump: usar el proteccionismo no como herramienta económica, sino como arma geopolítica. El mensaje era claro, la cooperación multilateral sería reemplazada por transacciones bilaterales, donde el poder de negociación de EE.UU. resultaría decisivo.

Los datos demuestran que, hasta julio de 2025, los aranceles han fracasado en sus objetivos declarados. El déficit comercial creció, el empleo se contrajo y la inflación erosionó el poder adquisitivo. Sin embargo, sería un error juzgar esta política solo por sus resultados económicos. Su éxito real radica en haber reabierto el tablero de la geopolítica comercial, forzando a los socios de EE.UU. a elegir entre la resistencia costosa o la adaptación pragmática.

El problema es que, en el proceso, Washington subestimó su propia vulnerabilidad. La economía global no es un juego de suma cero, y el daño autoinfligido por el proteccionismo podría terminar siendo mayor que las concesiones obtenidas. Trump, en su afán por revivir el aislacionismo, podría estar llevando a EE.UU. —y al mundo— hacia un desierto económico del que será difícil escapar.

 

II

El Imperio del miedo: guerra perpetua y poder corporativo

 

Link de Origen:

https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/07/20/el-imperio-del-miedo-guerra-perpetua-y-poder-corporativo/

 

No hay ganadores sociales con la Guerra Eterna,

solo corporaciones

(El Tábano Economista)

 

Desde diversos sectores –analistas, académicos, medios y estrategas– se plantea la inquietante posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, evocando el fantasma de los grandes conflictos del siglo XX. La guerra ha mutado, ya no se limita a trincheras ni invasiones masivas, sino que se manifiesta de manera constante, difusa y estructural. En ese sentido, lo que muchos observadores interpretan como la antesala de un nuevo gran conflicto puede ser, en realidad, una fase más de lo que desde la era de George W. Bush se denominó “guerra perpetua”. Esta idea cobró impulso tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando Estados Unidos redefinió su política exterior en función de enemigos difusos y frentes móviles.

Desde entonces, Washington ha estado involucrado en al menos 14 conflictos armados. La llamada “guerra contra el terrorismo” en Afganistán e Irak fue solo el inicio de una nueva doctrina bélica donde los objetivos no siempre son geográficos, y donde la narrativa de seguridad reemplaza a la declaración formal de guerra.

A medida que avanzaba el siglo XXI, emergieron nuevos focos de conflicto: la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014, el inicio de la guerra comercial de EEUU con China en 2017 y, más recientemente, la breve pero simbólica “Guerra de los 12 días” contra Irán en 2025. Todos estos episodios marcan un patrón: una creciente tensión entre potencias tradicionales y emergentes. Así, la hipótesis de una guerra perpetua se sostiene en la activación continua de nuevos frentes, lo cual responde a un fenómeno más profundo: el cambio en el equilibrio del poder global.

China y Rusia son hoy, sin ambigüedades, rivales estratégicos de Estados Unidos. Esta competencia se da en múltiples dimensiones: económica, tecnológica, militar y geopolítica. Occidente, liderado por Washington y acompañado por sus socios europeos, intenta frenar el ascenso de estos competidores a través de una estrategia que prioriza la contención. En otras palabras, la meta no es conquistar territorios, sino impedir que otros los lideren.

Dimitri Trenin, miembro del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia, ha advertido que el objetivo occidental ya no es una derrota puntual de Moscú, sino su debilitamiento sostenido. Rusia, junto con Irán, China y Corea del Norte, aparece en la narrativa de Washington y Londres como un enemigo sistémico, no circunstancial. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca generó expectativas sobre una posible distensión, pero sus intentos por desactivar estos conflictos fueron bloqueados por sectores belicistas en Estados Unidos y por aliados europeos que, en muchos casos, parecen más comprometidos con el conflicto que con la diplomacia.

La élite global, en especial las facciones posnacionales vinculadas al poder financiero y tecnológico, teme perder el control de un sistema que les ha sido históricamente favorable. Esta es la clave del diseño actual: construir un mundo crónicamente inseguro, inestable, plagado de amenazas e incertidumbre. Un mundo al borde del colapso económico, donde la guerra actúa como mecanismo de disuasión del desarrollo ajeno. Este entorno beneficia al statu quo, frenando a potencias como China, cuyo crecimiento sostenido desafía la hegemonía occidental.

Los efectos de esta estrategia son visibles. El crecimiento del PIB mundial, que promediaba el 4,5% en la década del 2000, hoy ronda apenas el 2,5%.El comercio internacional, que crecía a tasas del 6% anual, ha caído a la mitad. Y el caso más paradigmático es China, cuyo crecimiento económico —de entre 11% y 14% hace dos décadas— ha descendido a un 5%. Este enlentecimiento no es casual es parte de una arquitectura pensada para prolongar el conflicto y sembrar caos e inseguridad.

A esta estrategia se suman las sanciones económicas. Ambas herramientas —guerra prolongada y sanciones— tienen el mismo propósito, desestabilizar. Ya no se trata de ocupar territorios, sino de erosionar internamente a los adversarios. El nuevo campo de batalla es psicológico, social y económico. Se trata de provocar malestar civil, sabotear la producción, alimentar la disidencia y, eventualmente, fomentar el colapso interno. Las sanciones, como señalamos en un artículo anterior, actúan como una forma de “genocidio económico”, donde las poblaciones pagan el precio de las ambiciones geopolíticas.

Este modelo es sostenido, en buena medida, por las grandes corporaciones tecnológicas, militares y financieras. Estas entidades no sólo influyen en las decisiones políticas, sino que a menudo las determinan. El caso de Ucrania es ilustrativo: lejos de tratarse de una defensa desinteresada de la democracia, el conflicto es un desgaste de Rusia, un negocio para fabricantes de armas, contratistas de defensa y empresas energéticas. La élite occidental, particularmente en Estados Unidos y Europa, sigue viendo a Rusia con desconfianza y hostilidad, y ha convertido el enfrentamiento en un fin en sí mismo.

En este escenario, el complejo militar-industrial-digital no solo sobrevive, sino que prospera. Estas guerras no son improvisadas, sino diseñadas para beneficiar a quienes venden armas, tecnologías de vigilancia y servicios de inteligencia. En muchos casos, las decisiones de guerra no pasan por los gobiernos, sino por los consejos de administración de estas corporaciones.

La guerra moderna es una guerra tridimensional: militar, mediática y psicológica. La dimensión militar incorpora alta tecnología y precisión quirúrgica. Un ejemplo claro fue el conflicto entre Irán e Israel, donde por primera vez Irán lanzó un ataque directo desde su propio territorio. El hecho de que sus misiles de largo alcance hayan penetrado el sistema de defensa israelí, la llamada «Cúpula de Hierro», representó un giro estratégico. La respuesta de Israel —una mezcla de contraataques aéreos y ciberoperaciones— mostró tanto su capacidad técnica como sus debilidades inesperadas.

En el plano mediático, la guerra es una competencia por el control de la narrativa. El caso Irán-Israel también fue pionero en lo que podría llamarse la primera “guerra de hashtags”. La victoria no se mide solo en bajas o conquistas, sino en viralidad y percepción. Los medios iraníes saturaron canales de Telegram con videos espectaculares de sus ataques, mientras que influencers israelíes convertían sus experiencias en refugios antiaéreos en actos de resistencia heroica. Ambos bandos utilizaron ejércitos digitales, pero la novedad fue la participación activa de la ciudadanía: cada teléfono celular se convirtió en una cámara de guerra, transformando las redes sociales en frentes de batalla en tiempo real.

La guerra psicológica, quizás la más silenciosa, es también la más duradera. En ciudades como Tel Aviv, el sonido de las sirenas erosionó la sensación de seguridad de la población. Si Irán podía atacar a voluntad, ¿podía el Estado garantizar la protección de sus ciudadanos? La ruptura del tabú de un ataque directo entre enemigos tradicionales tuvo un fuerte impacto en toda Asia Occidental. Países como Arabia Saudita o Turquía observaban con atención, sabiendo que el equilibrio regional había cambiado.

Estas tres dimensiones —militar, mediática y psicológica— se combinan en la llamada guerra híbrida, donde cada misil puede ser al mismo tiempo una acción bélica, un mensaje mediático y un golpe al ánimo de la sociedad. Quien logre dominar estos tres planos tendrá la ventaja decisiva en los conflictos del futuro.

Pero para ello, es indispensable la colaboración del complejo militar-industrial-tecnológico. Corporaciones como Google (Alphabet), Apple, Amazon, Meta, Microsoft y Palantir no son solo actores económicos, son herramientas de guerra. Controlan la información, moderan el discurso público, gestionan plataformas de comunicación e imponen narrativas. A través del manejo de datos masivos, se convierten en fuentes privilegiadas de inteligencia, útiles tanto para gobiernos como para empresas.

Estas grandes tecnológicas también proporcionan la infraestructura crítica sobre la que se apoyan tanto las economías como los sistemas de defensa. Su liderazgo en inteligencia artificial, computación cuántica y biotecnología les otorga un rol protagónico en la configuración del poder global. Ya no son simplemente compañías privadas: son actores geopolíticos de primer orden.

Por otro lado, el complejo militar-industrial representado por gigantes como Lockheed Martin, Raytheon, Boeing o Northrop Grumman sigue promoviendo la expansión de presupuestos de defensa. Justifican sus exigencias en función de amenazas externas, pero en muchos casos actúan como generadores de esas amenazas. Las guerras prolongadas y las tensiones permanentes son parte del negocio.

Estos contratistas también impulsan agresivamente la venta de armas a países aliados, fortaleciendo los vínculos militares de Occidente y expandiendo su influencia global. Las alianzas no se basan tanto en valores compartidos como en intereses comerciales. La ciberseguridad, la vigilancia digital y la inteligencia artificial se convierten en armas de guerra tanto como los misiles y los tanques.

En suma, el “Estado profundo” ya no es un mito. Está compuesto por una red de intereses corporativos —tecnológicos, militares y financieros— que opera más allá de los ciclos electorales y de la voluntad popular. Su influencia es indirecta pero eficaz. Frente al ascenso de potencias como China, Rusia e Irán, estas corporaciones actúan para mantener el dominio occidental, muchas veces desde las sombras, aunque su accionar sea visible para quien se tome el tiempo de mirar.

Así, la guerra eterna no es un accidente histórico, sino un diseño funcional. Es un negocio. Un sistema que produce ganadores: las élites que venden armas controlan datos, gestionan el miedo y sacan provecho del desorden.

 

 

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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado en Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas económicos El Tábano Economista, columnista radial, analista

 

 

 

 


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