Nos Disparan desde el Campanario El negocio del miedo: Deuda, misiles y recortes sociales… por Alejandro Marcó del Pont
Fuente: El Tábano Economista
Link de Origen:
El miedo a
Putin es una gran fuente
de beneficio
financiero
(El Tábano
Economista)
En el primer semestre de 2025, el presidente
de Estados Unidos logró avances significativos en su pulseada contra las élites
globalistas, aunque sus métodos han generado controversia. Entre sus éxitos
destacan la devaluación controlada del dólar —un 10% frente a monedas como el
euro, el yuan, el yen, la libra esterlina y el franco suizo—, el mantenimiento
de una inflación elevada para licuar la deuda pública mediante aranceles, y la
presión constante a la Reserva Federal para lograr una bajada de tipos de
interés que le permita refinanciar la deuda. Pero su victoria más simbólica fue
impedir que Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, asistiera con traje
formal a las reuniones de la OTAN en Países Bajos, relegándolo a un papel
secundario en el escenario geopolítico.
Mientras los líderes europeos se alojaban en
hoteles convencionales durante la Cumbre de la OTAN en La Haya, el presidente
estadounidense disfrutó de una pijamada, literalmente, digna de un rey, en el
palacio Huis Ten Bosch, una residencia del siglo XVII invitado por el rey
Guillermo Alejandro. El gesto, calificado como «histórico» por la prensa, no
estuvo exento de ironía: el mismo mandatario que critica el elitismo global
compartió techo con la reina consorte Máxima Zorreguieta, hija de un
exfuncionario genocida vinculado a la dictadura argentina. El mensaje era
claro: en la geopolítica contemporánea, la realpolitik prevalece sobre los principios.
El principal resultado de la cumbre fue el
acuerdo para que los miembros de la OTAN destinen el 5% de su Producto Interno
Bruto (PIB) a gastos de defensa para 2035. Esta meta, presentada como una
«iniciativa europea», es en realidad el resultado de años de presión
estadounidense, particularmente bajo la administración actual. El plan se
divide en dos componentes: el 3.5% del PIB se asignará a capacidades militares
tradicionales, mientras que el 1.5% restante financiará infraestructura
crítica, ciberseguridad, innovación y la base industrial de defensa.
El salto desde el anterior objetivo del 2%
—que muchos países incumplían— hasta el 5% supone un desafío monumental. Países
Bajos, por ejemplo, necesitará entre 16,000 y 19,000 millones de euros adicionales
solo para cumplir con la parte básica del compromiso. La pregunta obvia es: ¿de
dónde saldrán estos recursos? La respuesta, como admitió el secretario general
de la OTAN, Mark Rutte, implica recortes al gasto social o aumentos
impositivos. En privado, Rutte llegó a enviar un mensaje adulador al presidente
estadounidense, refiriéndose a él como «papi» y elogiando su «acción decisiva
en Irán», un tono que refleja la sumisión europea ante la hegemonía militar y
financiera de Washington.
La justificación teórica detrás de este gasto
masivo se asemeja a lo que algunos economistas llaman «keynesianismo
militarista»: la idea de que la inversión en defensa puede actuar como un
estímulo económico, generando empleo y demanda agregada. Sin embargo, este
argumento tiene un defecto estructural en Europa: gran parte del gasto
beneficiará a contratistas estadounidenses. La fragmentación de la industria de
defensa europea —con sistemas de armamento incompatibles entre países— y la
falta de estandarización obligan a muchas naciones a adquirir equipamiento en
Estados Unidos. Así, el supuesto «multiplicador keynesiano» se diluye cuando
los empleos y la tecnología se generan al otro lado del Atlántico.
Los datos históricos de la OTAN revelan la
magnitud del cambio: entre 2014 y 2024, el gasto militar promedio pasó del
1.43% al 2.02% del PIB. Llegar al 5% en una década exigirá una reasignación sin
precedentes de recursos públicos. Para economías como las de la eurozona, donde
la deuda pública ya roza el 87.4% del PIB, o el Reino Unido, con niveles de
endeudamiento no vistos desde los años 60, esto significa elegir entre dos
opciones impopulares: endeudarse más o recortar pensiones, educación y salud.
La decisión de priorizar el gasto militar
sobre el social representa una ruptura del modelo que sostuvo a Europa tras la
Segunda Guerra Mundial. Rutte lo admitió sin rodeos: «Aumentar la defensa
requerirá ajustes en otros sectores». El mensaje es claro: la seguridad
geopolítica se pagará con el bienestar ciudadano.
Este giro ocurre en un contexto de creciente
desigualdad y crisis climática. Organizaciones civiles advierten que desviar
fondos de la transición ecológica hacia tanques y misiles exacerbará la fragilidad
social. Sin embargo, las encuestas muestran que el 80% de los europeos apoya
una política de defensa común, lo que sugiere que el miedo a Putin —o a la
inestabilidad global— pesa más que las preocupaciones económicas inmediatas.
El verdadero beneficiario de esta carrera
armamentista no es el ciudadano medio y su protección, sino el sector
financiero. La necesidad de emitir deuda para financiar el gasto militar
garantiza jugosos rendimientos para la banca de inversión. Destaca el caso de
Rothschild & Co, cuyo conglomerado históricamente vinculado a la
financiación de guerras está posicionado para administrar las emisiones de
bonos de defensa de la UE. Mientras, empresas como Lockheed Martin, Raytheon y
Northrop Grumman ven en Europa un mercado cautivo.
La ecuación es perversa pero simple: a mayor
miedo a Rusia, mayor gasto militar; a mayor gasto militar, más deuda pública; y
a más deuda, más ganancias para el sistema financiero. Europa se enfrenta a una
encrucijada: sacrificar su estado de bienestar en nombre de la seguridad o
desafiar la presión transatlántica. Por ahora, parece haber elegido la primera
opción.
La Europa
impotente, el coste de ser un actor secundario
Link de Origen:
Europa
podría haber definido prioridades claras,
en cambio
optó por la peor combinación posible,
el vasallaje
transatlántico
(El Tábano
Economista)
Europa, antiguamente centro del poder global,
se ha convertido en un espectador impotente en un mundo cada vez más dominado
por la “antidiplomacia” de las grandes potencias. Los recientes
acontecimientos políticos y económicos no hacen más que confirmar un
diagnóstico crudo pero ineludible: el Viejo Continente ha perdido su capacidad
de influencia estratégica, atrapado entre la guerra comercial de Estados Unidos
y China, y reducido a un mero pagador de facturas ajenas.
El concepto de antidiplomacia, tal
como lo describe un reciente análisis en Asia Times, es clave para
entender el nuevo orden internacional. La política exterior europea ha
degenerado en una farsa de gestos retóricos. La Alta Representante de la UE
para Asuntos Exteriores -Kaja Kallas- emerge como símbolo de una diplomacia de
apariencia. Europa, en este escenario, no es un jugador, sino un tablero.
En la segunda presidencia de Trump se ha
instaurado un patrón: Washington marca la agenda, Pekín se adapta y Bruselas
cede. Lo que emerge es un orden bipolar donde Europa se ha
relegado al papel de financista y animadora. Mientras Washington y Pekín libran
su batalla por la hegemonía tecnológica, militar y comercial, Bruselas se
limita a reaccionar con declaraciones tibias y medidas tardías que confirman un
patrón: Europa anuncia doctrinas, denuncia a China, exige a Estados Unidos y,
al mismo tiempo, carece de fuerza para implementar cualquier amenaza.
En ese breve periodo, Washington ha
incrementado hasta 50 % los aranceles sobre productos europeos, no solamente
por motivos arancelarios, sino como una herramienta de presión estratégica.
Además, exige que la OTAN eleve sus gastos al 5 % del PIB nacional, un monto
superior al mínimo recomendado originalmente alrededor del 2 %. Lo grave no es
simplemente la factura económica, sino el mensaje político: el orden
transatlántico está cediendo al unilateralismo abierto.
El argumento del incremento de aranceles no
responde a criterios puramente económicos, sino estratégicos, siguiendo una
lógica en la que el comercio vuelve a convertirse en herramienta de dominio
hemisférico. Esta lógica coloca a Europa como zona de gestión para el proyecto
geopolítico americano. En la práctica, el arancel es una palanca que obliga a
los europeos no solo a aumentar gasto militar, sino a alterar sus cadenas de
valor, sus alianzas, sus incentivos comerciales.
Europa se encuentra frente a una coacción de
múltiples frentes: económica, política y militar. Washington no solo impone
aranceles; demanda gastos del 5 % del PIB en defensa —una cifra no alcanzada
por ningún Estado miembro— al mismo tiempo que ofrece subsidios agresivos a su
propia industria, afectados en su equilibrio competitivo. En ausencia de una
respuesta contundente, la UE se expone a la erosión tanto de su tejido
industrial como de su autonomía estratégica.
Este desequilibrio opera también en el
discurso político. En contraste con Trump, China hace una transición suave:
ajusta barreras, negocia silenciosamente, aprovecha el peso regulatorio para
avanzar donde Occidente flaquea. Europa por su parte, está siendo empujada
hacia una mayor carga fiscal, industrial y estratégica sin contrapartida real
en nivel de poder.
A nivel europeo, los impactos ya se sienten.
Cadenas de valor alteradas, industrias abocadas a la precarización por el acoso
arancelario, sectores altamente sensibles (automotriz, agroindustria,
maquinaria) en posición de vulnerabilidad. Si bien Estados Unidos ha recurrido
a subsidios para mitigar los efectos en su interior, Europa carece de recursos
comparables para sostener a sus sectores estratégicos. El resultado es la
erosión del empleo, perdida de energía y la reducción de capacidad de
inversión, justo en un momento decisivo de transición industrial y tecnológica.
No es solo un problema de precios, sino de
autonomía económica. Los cautivos de la guerra comercial no son los grandes
corporativos, sino las pequeñas y medianas empresas cuya supervivencia depende
de acceso a mercados globales. Y cuando Europa se ve obligada a aumentar el
gasto militar para adentrarse en el ámbito compartido con Estados Unidos, debe
decidir entre gastar en seguridad o sostener la inversión verde, digital o
social.
Esa deriva no es solo geopolítica, tiene
graves consecuencias materiales. Fuerza militar insuficiente, dependencia
energética y de minerales críticos, sostenibilidad industrial, enfrenta riesgo
de deslocalización ante amenazas arancelarias estadounidenses o expansión
reforzada china. Las empresas y sectores europeos, ante la hostilidad externa,
padecen desinversión, fuga de capitales y pérdida de competitividad. Y en la esfera
democrática, surgen dilemas serios: ¿hasta qué punto Europa tolera que sus
estructuras sean rehenes de intereses foráneos?
Asimismo, se abre un debate sobre el modelo de
la Unión: ¿pagar más por armas estadounidenses?, ¿ceder soberanía estratégica?,
¿poner en riesgo valores fundamentales por intereses económicos inmediatos? En
vez de encarar esa discusión en serio, Europa evade: lanza declaraciones,
intenta sancionar, pero no integra esa estrategia en un propósito geopolítico
sólido.
Mientras Washington cede ante Pekín en
un acuerdo sobre
tierras raras, Von Der Leyen lanza una nueva ofensiva contra China sobre el
mismo tema como si el acuerdo nunca hubiera existido, mostrando una exhibición
de servilismo bien organizado. En su discurso ante
el G7, Von Der Leyen pregonó la firmeza, ignorando las verdaderas
vulnerabilidades de Europa. Acusó a China de «armarse de tierras raras»
mientras Europa depende de ella en un 99%. La política europea hacia China
revela la fase terminal de la dependencia: hostilidad sin influencia,
coordinación ni estrategia final. Todas las medidas, desde las restricciones al
5G hasta los aranceles a los vehículos eléctricos, se originaron en el manual
de Washington, fotocopiado por Bruselas y rebautizado como autonomía europea.
El caso de Friedrich Merz es más escandaloso.
En su primer discurso sobre política exterior, repitió
una y otra vez la idea de un «eje de autocracias», agrupando a
China, Rusia, Irán y Corea del Norte en una amenaza indiferenciada, mientras la
industria automotriz alemana se pregunta quién habla en su nombre.
Trump, a diferencia de sus homólogos europeos,
aplica un enfoque brutal pero coherente hacia China. Valora la fuerza, no la
adulación. Xi jamás cedió. Cuando Washington intensificó la situación, Pekín
respondió con represalias precisas, no con declaraciones. Una maniobra
burocrática reforzó el control de China sobre las tierras raras y obligó a la
Casa Blanca a recalibrar sus políticas. Así funciona el poder, algo que Europa
se niega a aprender.
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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado en
Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas económicos
El Tábano Economista, columnista radial, analista
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