Nos Disparan desde el Campanario El negocio del miedo: Deuda, misiles y recortes sociales… por Alejandro Marcó del Pont

 


 

Fuente: El Tábano Economista

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https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/06/29/el-negocio-del-miedo-deuda-misiles-y-recortes-sociales/

 

 

El miedo a Putin es una gran fuente

de beneficio financiero

(El Tábano Economista)

 

En el primer semestre de 2025, el presidente de Estados Unidos logró avances significativos en su pulseada contra las élites globalistas, aunque sus métodos han generado controversia. Entre sus éxitos destacan la devaluación controlada del dólar —un 10% frente a monedas como el euro, el yuan, el yen, la libra esterlina y el franco suizo—, el mantenimiento de una inflación elevada para licuar la deuda pública mediante aranceles, y la presión constante a la Reserva Federal para lograr una bajada de tipos de interés que le permita refinanciar la deuda. Pero su victoria más simbólica fue impedir que Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, asistiera con traje formal a las reuniones de la OTAN en Países Bajos, relegándolo a un papel secundario en el escenario geopolítico.

Mientras los líderes europeos se alojaban en hoteles convencionales durante la Cumbre de la OTAN en La Haya, el presidente estadounidense disfrutó de una pijamada, literalmente, digna de un rey, en el palacio Huis Ten Bosch, una residencia del siglo XVII invitado por el rey Guillermo Alejandro. El gesto, calificado como «histórico» por la prensa, no estuvo exento de ironía: el mismo mandatario que critica el elitismo global compartió techo con la reina consorte Máxima Zorreguieta, hija de un exfuncionario genocida vinculado a la dictadura argentina. El mensaje era claro: en la geopolítica contemporánea, la realpolitik prevalece sobre los principios.

El principal resultado de la cumbre fue el acuerdo para que los miembros de la OTAN destinen el 5% de su Producto Interno Bruto (PIB) a gastos de defensa para 2035. Esta meta, presentada como una «iniciativa europea», es en realidad el resultado de años de presión estadounidense, particularmente bajo la administración actual. El plan se divide en dos componentes: el 3.5% del PIB se asignará a capacidades militares tradicionales, mientras que el 1.5% restante financiará infraestructura crítica, ciberseguridad, innovación y la base industrial de defensa.

El salto desde el anterior objetivo del 2% —que muchos países incumplían— hasta el 5% supone un desafío monumental. Países Bajos, por ejemplo, necesitará entre 16,000 y 19,000 millones de euros adicionales solo para cumplir con la parte básica del compromiso. La pregunta obvia es: ¿de dónde saldrán estos recursos? La respuesta, como admitió el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, implica recortes al gasto social o aumentos impositivos. En privado, Rutte llegó a enviar un mensaje adulador al presidente estadounidense, refiriéndose a él como «papi» y elogiando su «acción decisiva en Irán», un tono que refleja la sumisión europea ante la hegemonía militar y financiera de Washington.

La justificación teórica detrás de este gasto masivo se asemeja a lo que algunos economistas llaman «keynesianismo militarista»: la idea de que la inversión en defensa puede actuar como un estímulo económico, generando empleo y demanda agregada. Sin embargo, este argumento tiene un defecto estructural en Europa: gran parte del gasto beneficiará a contratistas estadounidenses. La fragmentación de la industria de defensa europea —con sistemas de armamento incompatibles entre países— y la falta de estandarización obligan a muchas naciones a adquirir equipamiento en Estados Unidos. Así, el supuesto «multiplicador keynesiano» se diluye cuando los empleos y la tecnología se generan al otro lado del Atlántico.

Los datos históricos de la OTAN revelan la magnitud del cambio: entre 2014 y 2024, el gasto militar promedio pasó del 1.43% al 2.02% del PIB. Llegar al 5% en una década exigirá una reasignación sin precedentes de recursos públicos. Para economías como las de la eurozona, donde la deuda pública ya roza el 87.4% del PIB, o el Reino Unido, con niveles de endeudamiento no vistos desde los años 60, esto significa elegir entre dos opciones impopulares: endeudarse más o recortar pensiones, educación y salud.

La decisión de priorizar el gasto militar sobre el social representa una ruptura del modelo que sostuvo a Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Rutte lo admitió sin rodeos: «Aumentar la defensa requerirá ajustes en otros sectores». El mensaje es claro: la seguridad geopolítica se pagará con el bienestar ciudadano.

Este giro ocurre en un contexto de creciente desigualdad y crisis climática. Organizaciones civiles advierten que desviar fondos de la transición ecológica hacia tanques y misiles exacerbará la fragilidad social. Sin embargo, las encuestas muestran que el 80% de los europeos apoya una política de defensa común, lo que sugiere que el miedo a Putin —o a la inestabilidad global— pesa más que las preocupaciones económicas inmediatas.

El verdadero beneficiario de esta carrera armamentista no es el ciudadano medio y su protección, sino el sector financiero. La necesidad de emitir deuda para financiar el gasto militar garantiza jugosos rendimientos para la banca de inversión. Destaca el caso de Rothschild & Co, cuyo conglomerado históricamente vinculado a la financiación de guerras está posicionado para administrar las emisiones de bonos de defensa de la UE. Mientras, empresas como Lockheed Martin, Raytheon y Northrop Grumman ven en Europa un mercado cautivo.

La ecuación es perversa pero simple: a mayor miedo a Rusia, mayor gasto militar; a mayor gasto militar, más deuda pública; y a más deuda, más ganancias para el sistema financiero. Europa se enfrenta a una encrucijada: sacrificar su estado de bienestar en nombre de la seguridad o desafiar la presión transatlántica. Por ahora, parece haber elegido la primera opción.

 

 

La Europa impotente, el coste de ser un actor secundario

 

 

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https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/07/03/la-europa-impotente-el-coste-de-ser-un-actor-secundario/

 

Europa podría haber definido prioridades claras,

en cambio optó por la peor combinación posible,

el vasallaje transatlántico

(El Tábano Economista)

 

 

Europa, antiguamente centro del poder global, se ha convertido en un espectador impotente en un mundo cada vez más dominado por la “antidiplomacia” de las grandes potencias. Los recientes acontecimientos políticos y económicos no hacen más que confirmar un diagnóstico crudo pero ineludible: el Viejo Continente ha perdido su capacidad de influencia estratégica, atrapado entre la guerra comercial de Estados Unidos y China, y reducido a un mero pagador de facturas ajenas.

El concepto de antidiplomacia, tal como lo describe un reciente análisis en Asia Times, es clave para entender el nuevo orden internacional. La política exterior europea ha degenerado en una farsa de gestos retóricos. La Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores -Kaja Kallas- emerge como símbolo de una diplomacia de apariencia. Europa, en este escenario, no es un jugador, sino un tablero.

En la segunda presidencia de Trump se ha instaurado un patrón: Washington marca la agenda, Pekín se adapta y Bruselas cede. Lo que emerge es un orden bipolar donde Europa se ha relegado al papel de financista y animadora. Mientras Washington y Pekín libran su batalla por la hegemonía tecnológica, militar y comercial, Bruselas se limita a reaccionar con declaraciones tibias y medidas tardías que confirman un patrón: Europa anuncia doctrinas, denuncia a China, exige a Estados Unidos y, al mismo tiempo, carece de fuerza para implementar cualquier amenaza.

En ese breve periodo, Washington ha incrementado hasta 50 % los aranceles sobre productos europeos, no solamente por motivos arancelarios, sino como una herramienta de presión estratégica. Además, exige que la OTAN eleve sus gastos al 5 % del PIB nacional, un monto superior al mínimo recomendado originalmente alrededor del 2 %. Lo grave no es simplemente la factura económica, sino el mensaje político: el orden transatlántico está cediendo al unilateralismo abierto.

El argumento del incremento de aranceles no responde a criterios puramente económicos, sino estratégicos, siguiendo una lógica en la que el comercio vuelve a convertirse en herramienta de dominio hemisférico. Esta lógica coloca a Europa como zona de gestión para el proyecto geopolítico americano. En la práctica, el arancel es una palanca que obliga a los europeos no solo a aumentar gasto militar, sino a alterar sus cadenas de valor, sus alianzas, sus incentivos comerciales.

Europa se encuentra frente a una coacción de múltiples frentes: económica, política y militar. Washington no solo impone aranceles; demanda gastos del 5 % del PIB en defensa —una cifra no alcanzada por ningún Estado miembro— al mismo tiempo que ofrece subsidios agresivos a su propia industria, afectados en su equilibrio competitivo. En ausencia de una respuesta contundente, la UE se expone a la erosión tanto de su tejido industrial como de su autonomía estratégica.

Este desequilibrio opera también en el discurso político. En contraste con Trump, China hace una transición suave: ajusta barreras, negocia silenciosamente, aprovecha el peso regulatorio para avanzar donde Occidente flaquea. Europa por su parte, está siendo empujada hacia una mayor carga fiscal, industrial y estratégica sin contrapartida real en nivel de poder.

A nivel europeo, los impactos ya se sienten. Cadenas de valor alteradas, industrias abocadas a la precarización por el acoso arancelario, sectores altamente sensibles (automotriz, agroindustria, maquinaria) en posición de vulnerabilidad. Si bien Estados Unidos ha recurrido a subsidios para mitigar los efectos en su interior, Europa carece de recursos comparables para sostener a sus sectores estratégicos. El resultado es la erosión del empleo, perdida de energía y la reducción de capacidad de inversión, justo en un momento decisivo de transición industrial y tecnológica.

No es solo un problema de precios, sino de autonomía económica. Los cautivos de la guerra comercial no son los grandes corporativos, sino las pequeñas y medianas empresas cuya supervivencia depende de acceso a mercados globales. Y cuando Europa se ve obligada a aumentar el gasto militar para adentrarse en el ámbito compartido con Estados Unidos, debe decidir entre gastar en seguridad o sostener la inversión verde, digital o social.

Esa deriva no es solo geopolítica, tiene graves consecuencias materiales. Fuerza militar insuficiente, dependencia energética y de minerales críticos, sostenibilidad industrial, enfrenta riesgo de deslocalización ante amenazas arancelarias estadounidenses o expansión reforzada china. Las empresas y sectores europeos, ante la hostilidad externa, padecen desinversión, fuga de capitales y pérdida de competitividad. Y en la esfera democrática, surgen dilemas serios: ¿hasta qué punto Europa tolera que sus estructuras sean rehenes de intereses foráneos?

Asimismo, se abre un debate sobre el modelo de la Unión: ¿pagar más por armas estadounidenses?, ¿ceder soberanía estratégica?, ¿poner en riesgo valores fundamentales por intereses económicos inmediatos? En vez de encarar esa discusión en serio, Europa evade: lanza declaraciones, intenta sancionar, pero no integra esa estrategia en un propósito geopolítico sólido.

Mientras Washington cede ante Pekín en un  acuerdo sobre tierras raras, Von Der Leyen lanza una nueva ofensiva contra China sobre el mismo tema como si el acuerdo nunca hubiera existido, mostrando una exhibición de servilismo bien organizado. En su discurso ante el G7, Von Der Leyen pregonó la firmeza, ignorando las verdaderas vulnerabilidades de Europa. Acusó a China de «armarse de tierras raras» mientras Europa depende de ella en un 99%. La política europea hacia China revela la fase terminal de la dependencia: hostilidad sin influencia, coordinación ni estrategia final. Todas las medidas, desde las restricciones al 5G hasta los aranceles a los vehículos eléctricos, se originaron en el manual de Washington, fotocopiado por Bruselas y rebautizado como autonomía europea.

El caso de Friedrich Merz es más escandaloso. En su primer discurso sobre política exterior,  repitió una y otra vez  la idea de un «eje de autocracias», agrupando a China, Rusia, Irán y Corea del Norte en una amenaza indiferenciada, mientras la industria automotriz alemana se pregunta quién habla en su nombre.

Trump, a diferencia de sus homólogos europeos, aplica un enfoque brutal pero coherente hacia China. Valora la fuerza, no la adulación. Xi jamás cedió. Cuando Washington intensificó la situación, Pekín respondió con represalias precisas, no con declaraciones. Una maniobra burocrática reforzó el control de China sobre las tierras raras y obligó a la Casa Blanca a recalibrar sus políticas. Así funciona el poder, algo que Europa se niega a aprender.

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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado en Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas económicos El Tábano Economista, columnista radial, analista

 


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