Nos Disparan desde el Campanario La función del amigo. Una tensión deseante III… por Helga Fernández
Fuente: En el Margen
Link de origen:
https://enelmargen.com/2025/06/09/la-funcion-del-amigo-una-tension-deseante-iii-por-helga-fernandez/
Imagen de portada: Pacto de Sangre
(895 y 897), de Bertalan Székely.
Presentamos Un amigo no es un
hermano, el tercer ensayo de una serie de publicaciones en torno a la
reconceptualización de los lazos transferenciales en el psicoanálisis a través
del prisma de la función del amigx como una tensión deseante.
Aquí las entregas precedentes
Lo que aquí se presenta, en el ámbito
digital, continuará expandiéndose a través de otros momentos de diálogo y
elaboración colectiva. Aunque auguramos que este material, hoy
expuesto al viento y a la intemperie de la red, más tarde alcance la dignidad y
el cobijo del papel.
Invitamos a nuestros lectores y lectoras
a acompañarnos en este trayecto que, lejos de pretender establecer certezas,
busca habitar las preguntas que surgen cuando nos disponemos a interrogar lo
dado por hecho.
Siguiendo estos enlaces se puede
acceder al primer ensayo y al segundo: El
concierto de las cosas y Una
conversación germinal.
Nota editorial
Una conversación germinal
«Me alegro una vez más de haber
comprendido, hace ya once años, que era necesario amarte para aumentar el
contenido de mi propia existencia. » Sigmund Freud a Wilhen Fliess, verano
de 1898.
Comencemos por el origen y sus
variaciones. El origen fue el episodio de la cocaína. El origen fue el
autoanálisis. El origen fue el análisis donde Fliess encarnó al “sujeto
supuesto saber” para Freud. El origen fue el saber del delirio de Freud y el
delirio del saber de Fliess. El origen fue el encuentro de Freud con las
histéricas. El origen fue la inyección del lenguaje en la carne y la solución
de la palabra. Pero, ¿por qué no darnos la oportunidad de pensar que la piedra
angular del psicoanálisis fue la práctica de la amistad? ¿Por qué no proponer
que su originalidad surgió en una zona liminal donde nombre e identidad se
tornan inasibles?
El problema del origen
Hablar del origen es entrar en el
reino de la ficción. No existe un origen puro, un hecho accesible en su
inmediatez. El origen es una construcción narrativa, una fábula que revela más
sobre las urgencias, los deseos y las mediaciones del presente que sobre el
supuesto acontecimiento fundacional.
Cada época, cada ética, cada nueva
lectura, rearticula el origen, lo inviste de otros significados, lo reconfigura
en un acto que es, a un mismo tiempo, de creación y de interpretación.
La ficcionalización, lejos de ser una
falsedad, es la condición misma de la historia y la memoria. Es una performatividad
que despliega una teoría y una práctica del tiempo.
Las narrativas mutan, se transforman,
más aún cuando median saltos temporales y desconexiones espaciales. No hay un
retorno literal al origen. Lo que hay es una presentificación del pasado, una
constante reimaginación de las diferencias que trazan nuevas conexiones.
Pero las ficciones en ningún caso
tendrían que ser abrazada con un entusiasmo acrítico o fervor ingenuo. Los
poderes de la narratividad no son neutrales; entrañan la amenaza de desgajar la
historia y la memoria de sus fundamentos de veridicción. Y, además de incidir
en lo que ya se daba por hecho, también ocasionan efectos en el futuro, con
independencia de si quien se entrega al acto de la ficción no lo hace de manera
profusa y tendenciosa.
Propongo aquí una ficcionalización
crítica que no busca «aliviar el dolor» de la pérdida del origen prístino.
Busca, más bien, modos de encuentro que permitan a la narrativa reinventarse,
reconocer las mediaciones que operan desde el «primer evento» hasta el presente
en un tejido de secuencias que se repliega y expande a través de múltiples
temporalidades. Este proceso implica, por necesidad, un corte. Un corte en el
antes y un corte en el después. Un corte que posibilita la metamorfosis, la
conversión de «lo que fue» en «lo que podría ser». No se trata de fijar lo
«verdadero» o lo «falso» como verdades absolutas, sino de catapultar una
lectura del pasado hacia el presente y el futuro.
Lo oculto, lo reprimido, lo no dicho,
se potencializa en la invención de nuevas narrativas. Así, se otorga primero
visibilidad y luego potencialidad. Se las confiere a mundos que, bajo los
intereses y parámetros de poder vigentes, estaban condenados a no existir o
permanecían nonatos.
El origen, entonces, se revela como
un campo de relaciones de ficción en el intersticio del «ahora» y el «aún no».
Estas relaciones son activaciones de una memoria que estaba latente, en espera
de ser movilizada. Los movimientos discursivos, en este sentido, actualizan el
acontecimiento a partir de nuevas preguntas, de nuevas necesidades.
La historia de las cartas entre Freud
y Fliess, por lo tanto, adquiere una relevancia ineludible. Nos permiten
descifrar las tensiones y controversias que circundaron el alumbramiento del
psicoanálisis, pero también las lecturas sesgadas por el sigilo y la censura.
Y, más aún, la pluralidad de voces que resuenan en ellas, a veces en franca
contradicción. Las distintas interpretaciones de estas cartas revelan que toda
lectura está condicionada por la sintaxis crítica que le otorga significado,
por el prisma desde el cual se aborda el texto. Ningún archivo es una ventana
transparente; cualquier pretensión de transparencia encubre una lectura que
aspira a la hegemonía, a imponerse como única y a congelar el sentido en una
concepción lineal del tiempo. En otras palabras, una lectura que erige un
discurso dogmático donde, por consiguiente, la función del amigx no tiene
cabida ni en su andamiaje teórico ni en su praxis.
La correspondencia
Ocho años después del deceso de
Fliess, y tres años después de la llegada de Hitler al poder, a finales de
1936, Marie Bonaparte recibe la propuesta de un comerciante de arte a quien uno
de los hijos de Fliess vendió las cartas de Freud. Antes, la familia Fliess
había considerado donarlas a la Biblioteca de Berlín, pero ante la inminente
quema de los libros de Freud, optaron por la venta. Freud, al enterarse,
manifiesta su deseo de adquirirlas. Sin embargo, la princesa declina la oferta.
Su argumento era firme: las cartas y manuscritos le habían sido confiados bajo
la expresa condición de no venderlos a miembro alguno de la familia Freud –ni
directa ni indirectamente–. Pesaba el temor a la destrucción de aquel material,
crucial para la historia del psicoanálisis. En un acto de audacia, Bonaparte
logra sustraerlas de una caja de seguridad en Viena, con desafío a la mirada de
la Gestapo, para depositarlas en la delegación de Dinamarca en París, y
reencontrarse con ellas recién en Londres, en 1945. ¡Una historia digna de una
película de espías!
La primera edición de las cartas
(1950 en alemán, 1954 en inglés, 1956 en francés) vio la luz con apenas 168
misivas. Estas cartas fueron mutiladas; se les extirparon los pasajes que
atentaban contra la discreción médica o personal, así como aquellos donde se
evidenciaba el esfuerzo de Freud por asimilar las teorías científicas de
Fliess, los intrincados cálculos de períodos elaborados por Fliess, ciertas
circunstancias familiares y, por fin, incidentes ocurridos en el círculo de sus
allegados. No fue sino hasta 35 años después, en 1985, que se publicó la
versión íntegra de las cartas, tanto en número como en contenido. Y solo las de
Freud a Fliess. De las de Fliess a Freud, apenas podemos acceder a dos o tres,
ya que Freud las hizo desaparecer, y estas pocas son las que Fliess aportó como
prueba en la causa por plagio.
En respuesta a Marie Bonaparte, quien
le comunica su adquisición de la correspondencia a Fliess en una misiva fechada
el 3 de enero de 1937, Freud se declara «conmocionado» y expresa algo similar
a: «No me gustaría que la llamada posteridad pudiera tener conocimiento de nada
de esas cartas». Las razones de esta conmoción, quizás, nunca las desentrañemos
por completo. Lo que sí sabemos es que el proceso de ocultamiento de esa
relación y sus revelaciones comenzó, de hecho, con el propio Freud al destruir
las cartas que Fliess le envió. No obstante, la persecución nazi, el exilio, la
retención de los archivos de Freud y la censura ejercida por Anna Freud, Marie
Bonaparte y Ernest Kris también contribuyeron a este velamiento. Un destino que
sospecho que obedeció al deseo de proteger la intimidad y de relegar a un
segundo plano o a un trasfondo el andamiaje, el backstage, pero también a
la posibilidad de que algunos consideraran esta relación escabrosa, vergonzosa
o digna de ser silenciada. Y no solo por la singularidad de la personalidad de
Fliess o por la disputa por el robo de ideas, sino también por tratarse del
despliegue de una zona liminal e indefinida.
En consecuencia, propongo, desplegar
las diferentes versiones del origen del psicoanálisis, para evidenciar cómo la
construcción histórica que llevamos a cabo repercute en el presente y prefigura
el porvenir. Toda concepción de lo fundacional conlleva una dimensión política,
con efectos directos en nuestra práctica cotidiana y en la configuración del
lazo social. Espero, además, demostrar cómo los conceptos, términos y
articulaciones teóricas adquieren su auténtica valencia a través de su
incidencia y sus efectos, más allá de su aparente inocuidad abstracta. Esta
empresa, sin embargo, no implica una búsqueda de la ‘verdadera’ interpretación,
como si la cuestión pudiera resolverse en una competencia entre historiadores o
investigadores por establecer la versión definitiva y acabada. Se trata, más
bien, de leer cómo las sucesivas lecturas de Freud construyen y reconfiguran su
legado, y cómo nosotros mismos, desde nuestra posición actual, participamos en
esa apropiación al reinventarla.
Primera edición y la versión de sus
editores en la voz de Kris
El momento de la publicación es
significativo. A principios de 1950, el psicoanálisis, en especial en Estados
Unidos, donde Kris era una figura influyente, estaba en un proceso de
consolidación institucional y teórica, bajo el influjo hegemónico de la
psicología del yo. La publicación de estos documentos fundacionales, enmarcados
por el trabajo de los tres editores, Bonaparte, Anna Freud y propio Kris,
sirvió para solidificar una narrativa histórica específica sobre los orígenes,
al presentarlos desde una perspectiva particular y reforzar la legitimidad
científica del campo en un momento clave de su desarrollo institucional. La
introducción de Kris buscaba no solo explicar las cartas, sino integrarlas en
la narrativa prevaleciente sobre el desarrollo de Freud y la maduración
científica del psicoanálisis. En su prefacio se lee el gesto de desdramatizar
la relación Freud/Fliess, de encuadrarla en un marco de amistad científica e
intelectual.
Hacia el final de su prefacio, Kris
aborda el conflicto del robo de ideas. Si bien omite el litigio, no elude por completo
la cuestión; la trata, eso sí, soslayando la instancia jurídica y reduciéndola
a los conflictos de delimitación intelectual que generó. Es también Kris quien
refiere por primera vez que dicha ruptura se produjo gradualmente, culminando
con el nacimiento del psicoanálisis.
Creo que la posición de Kris no
supone ni hacer de estas cartas una evidencia del origen del psicoanálisis en
su relación a la amistad, pero de todos modos la reconoce, ni carga las tintas
en el autoanálisis, ni tampoco en el lugar transferencial que en este habría
tenido Fliess para Freud (aunque lo menciona al pasar), sino que subraya el
proceso de una construcción intelectual y científica y sus vicisitudes. Todo
parece indicar que aspiraba a una postura lo más neutral y objetiva, o menos
apasionada, posible.
La fábula del explorador solitario
La idea del «autoanálisis» de Freud,
como se entiende de modo común, fue sostenida con más fuerza por Anzieu,
principal exponente de esta visión con sus dos tomos de El autoanálisis de
Freud y el descubrimiento del inconsciente. Las bases fueron publicadas en 1959
y después ampliadas. Esta narrativa presenta a un Freud que descubrió el
inconsciente al escrutar sus profundidades, sin mediación de otro. Creo que
algo del nombre revela la cuestión; el autoanálisis —tal como se traduce
comúnmente— supone una concepción autoerótica explícita del asunto o, si
quieren, de la relación al otro, del que entonces se puede prescindir, o cuya
presencia queda anulada. El procedimiento de Anzieu, fiel a su trabajo acerca
del grupo y del inconsciente, no llevó a cabo un análisis de las cartas y la
obra de Freud él solo. Sino que empleó un método de «asociaciones libres
colectivas»: convocó a un cónclave de psicoanalistas con diferentes niveles de
experiencia para analizar en conjunto los textos de Freud (sueños, cartas,
publicaciones). Este método buscaba, por un lado, estimular la invención
interpretativa y, por otro, garantizar un control grupal sobre las fantasías
individuales, conciliando así la creatividad subjetiva con una búsqueda de
objetividad.
La elección de este procedimiento
sugiere la convicción de Anzieu de que la comprensión de la génesis
psicoanalítica requiere de la aplicación de sus propios instrumentos de
descubrimiento a los textos fundacionales de su creador. Se establece así un
bucle, se riza el rizo, se mira en el espejo, pero no solo se mira, se interna
en el llamado autoerótico del sentido de sí. Un agotamiento por ahogamiento del
narcisismo en la reflexividad autoerótica.
Anzieu erige sobre la noción de
‘hecho documentado’ su argumento de que la correspondencia de Freud con Fliess
constituyó el vehículo a través del cual Freud comunicó y elaboró su
autoanálisis. ¿Notan cómo Anzieu enfatiza el «hecho» y lo «documentado»?
¿Perciben cómo subyace una concepción del archivo como documento que ratifica
la verdad como un acontecimento consumado, una suerte de despotismo del dato?
Anzieu basa gran parte de su reconstrucción en el minucioso análisis de estas
cartas, fechadas entre 1887 y 1904. Y al examinar —porque eso es lo que hace,
examinar— los escritos de Freud de este período, se torna evidente para él una
distinción crucial entre el proceso de descubrimiento y el producto teórico
final. Las cartas a Fliess, en su perspectiva, documentan el proceso en tiempo
real: la exploración, las dudas, los entusiasmos, las hipótesis abandonadas, la
lucha con el material inconsciente. Son un testimonio de la naturaleza a menudo
confusa y no lineal del trabajo autoanalítico. Se insinúa, de este modo, que Freud
se descubrió a sí mismo al mismo tiempo que descubría el psicoanálisis. En
contraste, las obras publicadas, como La Interpretación de los Sueños (1899-1900)
o el artículo Sobre los recuerdos encubridores (1899), presentan el
resultado de ese proceso: la estructura de sus teorías, la definición de sus
conceptos, y la cuidada selección y elaboración de ejemplos clínicos o
autoanalíticos destinados a ilustrar y fundamentar su argumentación. El trabajo
de Anzieu, por lo tanto, busca tender un puente entre estos dos tipos de texto.
Su análisis intenta reconstruir cómo, desde las cartas, estas intuiciones,
fragmentos y recuerdos fueron transmutándose hasta quedar elaborados,
conceptualizados e integrados en el corpus teórico publicado del psicoanálisis.
La comprensión de esta dinámica entre el laboratorio epistolar privado y la
exposición pública se revela esencial para seguir la reconstrucción que propone
Anzieu.
Implicaciones y crítica del mito del
autoanálisis
La narrativa del origen del
autoanálisis, en su autosuficiencia y necesidad de legitimar el origen del
psicoanálisis como teoría rigurosa, no puede sino comulgar con una concepción
lineal del tiempo, un origen monolítico y un archivo como prueba irrefutable.
También se trata de una ficcionalización que forja la imagen de un Freud como
héroe intelectual aislado del mundo, autónomo e independiente de cualquier
alteridad.
El autoanálisis es una interpretación
que se consolidó con el tiempo; no obstante, al revisitar esos mismos archivos,
se encuentran otras huellas salteadas o elididas, más complejas y
contradictorias, donde las propias palabras de Freud ponen en entredicho la
posibilidad misma de lo que él mismo denominó, durante un breve período,
«autoanálisis» o, más precisamente, “análisis de sí”.
La persistencia del mito del
autoanálisis como origen, a pesar de estos dichos que aquí no operan como
evidencia, sino que son soslayados, no es casual. Esta versión sustenta una
cierta imagen del analista como figura autosuficiente, capaz de escrutar su
propio inconsciente sin la mediación de otro. Esta fantasía que prescinde de
los otros, sin embargo, produce efectos concretos en la formación y la práctica
analítica, porque además fomenta una concepción del análisis como hermenéutica
sobreinterpretativa.
Primero, transforma la relación
analítica con el analizante, sujeto a un hablar plagado de ambigüedades,
titubeos y diferencias entre el moi y el je, en una relación con
un «analizado» cuyo discurso se reduce a enunciados interpretables desde fuera.
Esta transformación eclipsa la dimensión de la experiencia del análisis.
Segundo, aparta del análisis la
división entre lo que se dice y lo que se produce con el decir. Esta spaltung solo
puede sostenerse en la medida en que el analista a veces, y solo de manera
esporádica, coincide con el sujeto supuesto al saber y no con quien sabe.
Tercero, facilita la difusión de
viñetas clínicas que ofrecen el espejismo de un acceso directo y objetivado al
“analizado”, y además la selección mediante la cual el analista elige ciertos
fragmentos de la experiencia analítica sobre otros. Esto enmascara, destruye o
impide una transmisión de la experiencia que muestra cómo un hecho analítico se
conecta con los fundamentos del psicoanálisis y los transmite en el mismo acto,
sin necesidad de viñetas clínicas.
Cuarto, conduce a una práctica que se
basa en una concepción realista del análisis como adecuación de la verdad a la
realidad. Un tipo de interpretación que, según Lacan, es desencadenante
de actings-out, como lo demostró en el caso del «hombre de los sesos
frescos», precisamente de Ernst Kris. La ficción del autoanálisis es
consecuente con la imposición de una verdad, podríamos decir, y una concepción
lineal del tiempo que sostiene la tiranía de los hechos —siempre elegidos,
subrayados y reescritos en función de una lectura que ni siquiera se explicita
como tal—, y una concepción del origen como condena al presente y al futuro.
Por último, la concepción del
autoanálisis niega, oculta, solapa, invisibiliza los destellos de verdad que
surgieron no solo de Freud con Fliess sino de Freud con Brücke, Breuer, Charcot
y con muchxs otrxs. Esta concepción, eminentemente hegemónica y de sesgo
dogmático, no solo exalta una autoridad incuestionada, sino que, al hacerlo,
erige un sustento epistemológico que oblitera –y proscribe– toda posibilidad de
introducir o reconocer la función cardinal del amigx y, con ello, la ineludible
ambigüedad autoral que le es inherente.
La retroproyección imposible
Octave Mannoni, en su ensayo «El
análisis original», propone una refutación de la narrativa del autoanálisis que
sostienen Ernest Kris y Didier Anzieu. El autoanálisis, afirma Mannoni, no es
más que un espejismo, una ilusión óptica, ya que el propio Freud sentenció en
1897 que «el autoanálisis es en realidad imposible, pues de lo contrario no
existiría la neurosis». Freud, de hecho, empleó el término Selbstanalyse (análisis
de si) durante un breve lapso de 41 días, y añadió: «Solo puedo analizarme por
medio de un saber objetivo —que yo interpretaría como un saber objetivado, un
saber como aplicación— como si fuese otro».
Para Mannoni, por lo tanto, la
relación entre Freud y Fliess no se asemejó a un diálogo científico entre
pares, como insinuaba Kris, ni tampoco a un autoanálisis, sino que constituyó
una genuina relación transferencial (a diferencia de Anzieu, quien omite este
aspecto crucial). En esta dinámica, Fliess ocupaba para Freud el lugar del «sujeto
supuesto saber». Freud, en consecuencia, adoptó de modo inconsciente una
posición de «enfermo» frente a Fliess, a pesar de que este carecía de
competencia tanto médica como analítica respecto a las cuestiones que
importaban. A diferencia de su vínculo con Breuer, donde Freud sabía qué
esperar de su mentor y vivía bajo el régimen de la separación, con Fliess se
estableció un lazo narcisista, una elección de objeto narcisista, donde cada
uno era la imagen narcisista del otro. En otras palabras, cada uno era el doble
del otro, su reflejo especular. La insistencia de Freud en atribuir siempre a
Breuer el descubrimiento del método contrasta, para Mannoni, con su dificultad
para deslindar sus propias ideas de las de Fliess, hasta el punto de que su
amistad culminó en disputas por la propiedad intelectual.
Así, la lectura de Mannoni nos
traslada de un ahogamiento en la autorreflexión a un escenario reflexivo donde
el otro irrumpe como i(a), como imagen especular, como doble. Los
descubrimientos cruciales de Freud, para Mannoni, brotaron en el momento en que
la relación con Fliess atravesaba un período de tensión transferencial,
marcado por seudotrastornos cardíacos y quejas dirigidas a Fliess en su rol de
médico. Es en este contexto que Freud escribe: «Todavía no sé qué me pasa: algo
surgido del más profundo abismo de mi propia neurosis se opone a todo progreso
mío en el conocimiento de las neurosis; y aunque no sé cómo, tú estás envuelto
en ello». Mannoni interpreta esta frase como un claro indicio de la transferencia
analítica, tanto por su isomorfismo con la dinámica transferencial como por el
contenido mismo de su afirmación, la neurosis.
El criterio de Mannoni explicita, en
definitiva, que la experiencia original no se ajusta a las condiciones de
lectura de un autoanálisis, sino a una relación analítica avant la lettre,
donde Fliess, sin saberlo ni pretenderlo, desempeñó un papel que era
estructural y, a la vez, necesario. Freud, por tanto —y esta es la médula
de la tesis de Mannoni—, no habría aprendido el psicoanálisis de
Fliess como un discípulo de un maestro, sino que lo descubrió —o, más
precisamente, lo forjó— en la fragua misma de su relación con él, en la
dinámica viva y productiva de la transferencia. La correspondencia con Fliess,
de este modo, deja de ser un mero laboratorio intelectual y se convierte en una
experiencia. No se trata ya del balbuceo y el bosquejo de la teoría, como para
Anzieu, sino del saber inconsciente correlativo a ese proceso.
Nuevos interrogantes
Aunque la lectura del análisis
original de Mannoni representa un progreso en la espiritualidad respecto a la
noción de autoanálisis, no está exenta de problemas. Estos problemas pueden
atribuirse tanto a la dificultad de interpretar el pasado desde el presente
como a los efectos que suscita tal lectura en este futuro, así como a la
completa omisión de la función de la amistad. Se suma a esto, a mi entender,
una innegable connotación psicopatológica en su lectura. El análisis de
Mannoni, aunque atraviesa la ilusión de la autosuficiencia, plantea nuevos
interrogantes:
I) La retroproyección de la
estructura transferencial analítica sobre una relación que precedió a la
invención misma del psicoanálisis es cuestionable, ya que se encuentra en el
pasado lo que en aquel momento aún no existía. Como solía decir Lacan, el
conejo solo sale de la galera una vez que fue introducido en ella.
II) Mannoni carga las tintas del
conflicto Freud/Fliess en la paranoia y en una relación donde cada uno ocupaba
el lugar de doble del otro, pero no en la práctica de la amistad. No en lo que
ocurre en toda amistad que al compartir un juguete, un juego de cartas, un
amor, un deseo, un gusto, una idea, atraviesa problemas de envidia, disputa,
propiedad y a veces de división, fruto de una asimilación que imprime siempre
un sello singular.
III) El mito del análisis original,
al reducir el origen del psicoanálisis a una relación transferencial, elude, en
su formulación, tanto la ruptura epistemológica como del nuevo lazo que
constituyó este origen. Más bien, proyecta al origen una relación cuyos
términos le son posteriores, y explica lo anterior por lo que sobrevino
después, sin dimensionar el cambio radical en la posición discursiva y el
conflicto que aconteció.
IV) Además de continuar sin tratar la
cuestión misma del origen, de problematizarla, de hablar de qué hablamos cuando
hablamos del origen.
V) Finalmente, y este es quizás su
punto ciego más peculiar, la lectura de Mannoni sobre el otro en la relación
Freud-Fliess parece restringirse a dos lugares: el otro como imagen especular
–el i(a)– o como soporte del Sujeto supuesto Saber. La omisión fundamental en
su análisis es la consideración del otro en su alteridad irreductible,
dimensión que excede estas funciones y que vertebra todo lazo.
El entre-dos primordial
Propongo, por lo tanto, una lectura
alternativa a la de Mannoni, sin desdeñar la función del ‘sujeto supuesto
saber’: sostengo que Fliess, más que un mero confidente intelectual o un simple
amigo en el sentido trivializado del término —como lo describió Kris—, encarnó
la función del amigx en toda su complejidad. Esta función posibilitó en Freud
una lectura inconsciente de ese lazo, así como una metamorfosis fundacional de
la práctica analítica a partir de la práctica misma de la amistad. Por su
parte, el objeto transicional no se reduce a un conocimiento específico, sino
que abarcaba la experiencia misma y su tensión deseante. En otras palabras, ¡la
amistad como matriz del psicoanálisis!
Insisto. La mera afirmación de un
único origen implica ya una concepción mecanicista del tiempo y un monopolio
sobre la verdad. Conjeturar otro origen posible conlleva la articulación de un
campo de relaciones en el intersticio entre el ahora y el aún no. Sería, en
efecto, una contradicción flagrante y negar su propio discurso si el
psicoanálisis no se comprometiera con métodos discursivos que favorezcan la
metamorfosis y las variaciones sobre la evidencia; métodos que, a su vez,
desafíen el dominio del pensamiento mecanicista. En este sentido, la búsqueda
de otras posibilidades de origen constituye una estrategia posible para
resistir la potencial tiranía del hecho consumado.
La polarización vital
Lejos de la idea de un psicoanálisis
gestado en la soledad, la correspondencia entre Freud y Fliess, que se extiende
a lo largo de 17 años (1887-1904) y comprende 284 cartas, testimonia la
influencia de la práctica de la amistad en sus orígenes. Esta correspondencia
trasciende la sola condición de registro histórico. Se despliega como un
espacio transicional en sí mismo. Una experiencia de pensamiento en estado
puro. Un campo compartido de creación intelectual. Una conversación esencial,
primigenia, desde la cual se gestó el psicoanálisis.
Fliess, en este contexto, se erigió
como un otro privilegiado ante quien, y con quien, Freud compuso sus ideas
sobre la sexualidad, los sueños y el inconsciente. Pero lo hizo de una manera
singular: no se trató de una simple exposición de ideas, sino de un proceso
dinámico, de un intercambio fecundo donde cada elemento surgía de la fricción
creativa con el otro. Podemos ser testigos, en consecuencia, del mutuo
contrapeso conceptual. De cómo las ideas se redistribuían y se apuntalaban
entre ambos. De cómo los fragmentos se inclinaban y se oponían entre sí.
El saber que se producía, por lo tanto, no pertenecía en exclusividad a ninguno
de los dos; sino que se gestaba en ese espacio intermedio de la
correspondencia, en ese territorio liminal que elegí designar como la función
del amigx, con esas dos combinaciones a las que da lugar el genitivo objetivo y
subjetivo.
Sin embargo, cuando los cuerpos
textuales comenzaban a divergir, en los contados momentos de desacuerdo o
discrepancia teórica, no lo hacían ambos con la misma entereza. Todo parece
indicar, como en una coreografía que se quiebra, que Fliess no pudo tolerar los
movimientos de Freud que se alejaban de la mímesis, del espejo o del
reconocimiento; aquellos movimientos que, como un miembro que se emancipa,
comenzaban a dibujar una trayectoria independiente de las elaboraciones
fliessianas. Y tal vez, en esta dificultad para la separación, en ese preciso
sitio donde era necesario soltar al otro, Fliess comenzó a desplegar la idea de
robo de ideas. Robo que le imputó a Freud al acusarlo, también en ese espejo
que parece no haber podido abandonar, de haber filtrado su teoría de la doble
sexualidad a otros dos pensadores. Recreando, de manera refractaria, el doble
que él parecía hacerse hacer para Freud y, en cierta dimensión, también Freud
para él.
Etapas de la relación Freud-Fliess
La relación Freud-Fliess atraviesa
distintos momentos que transcurren por la creación intelectual, que también
compete al saber no sabido, y por la transferencia:
Identificación y admiración
(1887-1895): Freud ve en Fliess un álter ego intelectual. Se fascina con
sus teorías, aunque hoy se las considere pseudocientíficas. Se trata, como dice
Manonni, de la elección de objeto narcisista.
Desarrollo teórico y «autoanálisis»
(1895-1900): Este es el período de mayor fertilidad. Freud comparte con
Fliess sus descubrimientos sobre la histeria, la interpretación de los sueños,
el complejo de Edipo. Para Anzieu, la correspondencia es el taller mismo donde
se gesta el psicoanálisis. Freud mismo habla de Selbstanalyse, pero tal
cosa se comprende mejor como un análisis donde Fliess ocupa el lugar del Sujeto
supuesto a saber o, como sostengo en estas páginas, el lugar del amigx.
Tensiones y distanciamiento
(1900-1904): A medida que Freud consolida sus propias teorías, la relación
se tensa. Surgen desacuerdos teóricos y personales. La publicación de La
Interpretación de los Sueños (1900) marca un punto de inflexión.
La acusación de plagio y la ruptura
(1903-1904): El episodio en torno a Otto Weininger –y la supuesta filtración,
a través de Hermann Swoboda (analizante de Freud), de las ideas de Fliess sobre
la bisexualidad– precipita el final. Fliess acusa a Freud de traición. Freud
niega la acusación, con el argumento de que la idea de la bisexualidad era ya
de dominio público. Tras la ruptura entre ambos, nace en Fliess la convicción
de que es víctima de un doble plagio. O. Weininger y H. Swoboda –instruido por
Freud, de quien fue paciente– le robaron sus ideas. Es el comienzo de un pleito
público del que se apodera la prensa, pleito a veces molesto para los biógrafos
de Freud y que ha permanecido sin una exposición completa durante mucho tiempo.
Entre tanto, Weininger se suicidó. Un cazador de plagios, R. Pfennig,
convencido de defender la ciencia contra la metafísica, toma partido por Fliess
y vilipendia a sus imitadores. Swoboda intenta un proceso de difamación con
Fliess.
Ecos institucionales de una ruptura
La ruptura entre los dos amigos tuvo
también efectos institucionales significativos para el psicoanálisis. Es probable
que precipitara la creación de las reuniones de los miércoles en Viena, en la
casa de Freud, en 1902; al menos es lo que deja suponer H. Nunberg en su
introducción a las Minutes: “Algunos años después de la ruptura entre
Freud y Fliess, el grupo ‘de los miércoles’ se convirtió en el auditorio que
Freud tanto necesitaba”. El público de esas reuniones fue, para Freud, el
sucesor del “único público” que Fliess encarnó. La designación de un secretario
en octubre de 1906, Otto Rank, que establecía las actas de la “Sociedad de los
miércoles”, es probable que esté relacionada con el asunto del plagio. Esas
minutas permitían prevenir todo riesgo de reclamo indebido de prioridad a
propósito de las ideas o los trabajos que allí se exponían, y Freud no era el
último en sentirse plagiado. El carácter público que tomó el asunto
Weininger-Swoboda a partir de enero de 1906 causó un cambio importante y
duradero en el círculo íntimo de los miércoles, reunido; en este nuevo
escenario, el lazo Freud/Fliess parece haber impuesto ciertas exigencias a la
comunidad en ciernes que solo podían cumplirse a través del meticuloso ‘escrito
secretarial’. Otto Rank fue el encargado de asegurar este procedimiento,
promoviendo la transcripción de intervenciones y debates –donde se consignaría
el nombre de cada expositor– y asumiendo la ulterior corrección de los informes
distribuidos a la Sociedad. Es decir, que se asegura de la autoría de lo que
fue dicho por cada quien y certificado en tanto tal por todos.
Erik Porge, en su libro ¿Robo de
ideas?, reúne por primera vez los datos de la biografía de Fliess. Al publicar
la traducción de la gran defensa de Fliess, Por mi propia causa, junto con
los textos de Swoboda y Pfennig, Porge saca a la luz las piezas de un legajo
que ha mantenido carácter confidencial en la historia del psicoanálisis. Pero,
tanto como Mannoni, su lectura de los textos muestra con rigor que el
sentimiento de Fliess de haber sido plagiado tiene su origen en los elementos
delirantes de su sistema. Llevado por el entusiasmo, Freud se niega a verlos.
Es con apoyo en ese desconocimiento como inventa el psicoanálisis y elabora su
teoría de la paranoia. Sus consecuencias se hacen sentir todavía hoy. La aguda
interrogación de Mannoni en La otra escena, al explorar la sutil y casi inasible
línea divisoria entre el delirio de saber en Fliess y el saber del delirio en
Freud, sin duda ilumina aspectos cruciales de su interrelación. No obstante,
para otra comprensión, es preciso extender el análisis más allá de la dinámica
del delirio en sí hacia otra dimensión liminal fundamental: aquella inherente
al campo de la amistad co-creadora que ambos tejieron. Me refiero a una zona
porosa específica del entre-dos, un espacio de influencia mutua y de gestación
conceptual compartida, que no se reduce a la suma de singularidades ni a la
mera transferencia de ideas entre un «delirante» y un «receptor». Dicha omisión
no parece casual; podría responder a una tendencia a reprimir la complejidad
del origen psicoanalítico, sobre todo cuando la figura de Fliess es introducida
en la ecuación a través del prisma casi exclusivo de la paranoia. Esta
focalización en la patología, si bien puede ofrecer ciertas claves, dificulta
de modo considerable el reconocimiento de la incidencia constitutiva de la
amistad misma. Implicaría, en efecto, no solo aceptar la profunda e íntima
relación de Freud con alguien catalogado como paranoico, sino también reconocer
que el psicoanálisis mismo se nutrió de la modulación del discurso de Fliess, a
través del crisol y la dinámica de ese vínculo. Cuando se elude la
especificidad de este campo liminal, la consecuencia es una reducción
significativa: las tensiones, ambigüedades y dificultades inherentes a toda
práctica de co-creación y a la delimitación de ideas en un espacio compartido
(como la disputa por el «robo de ideas») tienden a ser interpretadas como meros
síntomas de la patología de uno de los miembros. De este modo, la amistad, en
su potencial generativo y en sus desafíos intrínsecos, queda homologada a un
factor de riesgo o a una contingencia problemática que es preciso evitar,
controlar o, en el mejor de los casos, superar y registrar con cautela, en
lugar de ser comprendida como una matriz productiva, aunque no exenta de
conflictividad.
Con esto no pretendo insinuar que la
relación entre Freud y Fliess deba erigirse como modelo o matriz de toda
amistad. Mi intención es subrayar que esa amistad existió, con sus propias
particularidades y singularidades, como ocurre en todos los casos, y que vale
la pena explorar y desentrañar tal singularidad, ya que el psicoanálisis mismo
se nutre de ella. Es fundamental reconocer que lo que al final puso fin a esa
amistad fue la imposibilidad de que cada uno ejerciera su propio pensamiento
con autonomía.
Existen varias formas de separtir los
«bienes» de la amistad: la apropiación ilegítima de ideas, la coautoría no
reconocida, la subjetivación o la ambigua resolución que tomaron Borges y
Macedonio (de la cual hablaremos más adelante). Resulta, por ende, crucial un
examen minucioso de los contornos y la textura de esa idea que Fliess imputa a
Freud como objeto de un hurto intelectual. Lejos de ser un constructo teórico
pulido, la idea en cuestión emerge como una formación apenas incipiente, un
germen conceptual cuya naturaleza oscilante –ese ‘pelotear’ incesante– delata
la dinámica tensional propia de la umbralidad procesal: aquel espacio
transicional, inestable y fecundo, de la amistad co-creadora. Este es un ámbito
singular, una zona impermeable donde las asignaciones de origen y pertenencia
—los nombres propios— se encuentran en suspenso, y donde la función de
terceridad, aquella instancia simbólica que podría arbitrar o inscribir la
propiedad, aún no opera o se halla elidida.
La salida de este campo de
indistinción primordial, que se postula no tanto en términos cronológicos o de
un progreso lineal sino como una resolución lógica de la tensión inherente a lo
no compartimentado, se efectúa mediante una diversidad de modos y artilugios.
Estos mecanismos de pasaje no siempre se reducen al drama de la imputación de
un robo de ideas, pero tampoco culminan de modo invariable en la plena
delimitación o subjetivación de la idea. No siempre se alcanza esa inscripción
final donde el concepto adquiere la marca distintiva de un sujeto particular,
en solidaridad con un nombre propio que lo ancla y lo singulariza puesto que
existen otras derivas, otras formas de precipitación de lo informe, que quizás
atestiguan mejor la naturaleza intrínseca de ese saber gestado en el entre-dos.
La zona porosa y sus derivas
El episodio en torno al concepto de
bisexualidad ofrece un caso paradigmático para examinar cómo una idea, surgida
en la umbralidad procesal de la amistad co-creadora entre Freud y Fliess,
transita por ese espacio transicional y busca sus vías de delimitación y
eventual apropiación.
La bisexualidad en disputa
Cuando Fliess, según se narra,
comunica a Freud su concepción sobre la bisexualidad en las Pascuas de 1897
durante su encuentro en Nuremberg, lo que se introduce en esa zona porosa no es
tanto una teoría acabada, sino uno de esos gérmenes conceptuales destinados a
oscilar en el campo de indistinción primordial que ambos compartían. La
reacción de Freud, tal como se plasma en su carta a Fliess del 14 de noviembre
de 1897, ya insinúa la tensión inherente a lo compartido. Allí, Freud toma la
noción, la pone en relación con sus propias ideas sobre la represión y un
factor orgánico («Este factor orgánico depende de la manera en que se realizó
el abandono de las zonas sexuales, según se haya efectuado conforme al tipo de
desarrollo masculino o femenino, o no se haya producido de ninguna manera»),
pero su elaboración revela de inmediato una divergencia fundamental: en marcado
contraste con Fliess, Freud “renuncia a ver en la libido el elemento macho y en
la represión el elemento hembra”. Este primer movimiento de diferenciación,
efectuado en la ausencia de una ‘terceridad’ que medie las atribuciones de
origen, ya prefigura las complejidades y los potenciales conflictos en la
subjetivación de la idea. En efecto, la subsecuente correspondencia muestra
cómo este germen conceptual es elaborado y disputado dentro de esa dinámica.
En enero de 1898, después de su
encuentro en Breslau, Freud, con un entusiasmo que evidencia la fecundidad de
ese espacio compartido, le escribe a Fliess: “Estoy en verdad subyugado por la
insistencia de la bisexualidad y considero esta idea incidente todavía la más
importante para mi tema después de la de defensa”. Sin embargo, este mismo
Freud se eriza frente a la ligazón entre bisexualidad y bilateralidad que
establece Fliess. Aquí se observa no solo una diferencia de concepción, sino un
indicio de la lucha por la forma y el alcance de la idea que pelotea entre
ambos. La delimitación se presenta, entonces, no como un acto puro de
descubrimiento individual, sino como un proceso cargado de afecto, identificación
y diferenciación en el seno del lazo de amistad.
La introducción por Fliess de una
nueva palabra, Doppelgeschlechtlichkeit, para designar su concepción,
puede leerse como un intento de inscribir su «nombre propio» sobre una idea que
siente ya en disputa o en riesgo de una apropiación indiferenciada. Por su
parte, la dificultad de Freud para abordar la cuestión de la bisexualidad sin
pensar en Fliess, que seguramente le molesta, atestigua la persistencia de ese
origen compartido, de esa marca del entre-dos en el concepto. La necesidad de
Freud de reconocerle una prioridad, aunque sea para luego intentar borrarla o
matizarla, parecería inscribirse en esta lógica de los modos y artilugios de
hacer con este campo de indistinción. Así, el hecho de que el nombre de Fliess
figure de manera escasa al tratar Freud la bisexualidad en ciertos contextos, o
que el propio Freud reconozca en Psicopatología… una vacilación en
este sentido, e incluso la posterior supresión del «(por W. Fliess)» en
ediciones de Tres ensayos… tras el litigio de 1906, más que señalar
estrategias deliberadas de borramiento o de una autoafirmación calculada para
inscribir la idea bajo su marca exclusiva, podrían comprenderse como
manifestaciones de su permanencia misma en ese territorio indistinguido que
ambos compartían. En efecto, dicha zona liminal se define, crucialmente, por
una suspensión de la enunciación que impediría la asignación unívoca e
instantánea de ‘nombres propios’ a las ideas en su estado germinal. Esta
característica, lejos de ser una mera carencia, es la condición misma que
imposibilita –y a la vez vuelve epistemológicamente problemática– toda
tentativa de delimitación tajante e inmediata de la autoría, abriendo un
espacio de ambigüedad productiva. La nota agregada en 1910, donde Freud
registra que Fliess reclamó la «propiedad de la idea de bisexualidad (en el
sentido de una doble sexualidad [Zweigeschlechtlichkeit])”², es otro movimiento
complejo en este proceso de delimitación y reescritura del origen. La molestia de
Freud, entonces, no derivaría solo de una cuestión de prioridad cronológica,
sino de la dificultad intrínseca de manejar una noción nacida en esa zona
porosa, una noción que, al mismo tiempo que la utiliza y la considera crucial,
la deconstruye y la diferencia de la matriz fliessiana. Sus esfuerzos por
distinguir tres sentidos de «masculino» y «femenino» (actividad/pasividad,
biológico, sociológico) en los Tres ensayos (1915), o su enumeración
de las series de caracteres sexuales en el caso de la joven homosexual (1920),
pueden verse como intentos de refinar y transformar la idea para integrarla en
un terreno teórico que siente más propio. La afirmación de que «la masculinidad
se volatiliza en actividad y la femineidad en pasividad, lo que es demasiado poco»,
es a la vez una crítica y una declaración de independencia conceptual. Incluso
sus retornos tardíos al tema, como en Análisis finito e infinito (1937),
donde recuerda y reitera su desacuerdo con el punto de vista de Fliess sobre la
bisexualidad como causa de la represión, muestran la persistencia de ese
diálogo, de esa tensión del origen compartido.
El hecho de que Freud, pese a negar
la sexualización de la represión fliessiana, mantenga lo biológico como roca
originaria, o que en El yo y el Ello (1923) atribuya la ambivalencia
parental a la bisexualidad originaria, revela que esos puentes con las
concepciones gestadas junto a Fliess nunca se destruyeron por completo. La
delimitación resulta ser un proceso continuo, una negociación perpetua con ese
otro privilegiado que fue co-creador.
Freud rechaza la correlación
específica de Fliess entre los períodos y la bisexualidad, pero no las nociones
de periodicidad y bisexualidad tomadas de forma aislada; esta selectividad
constituye, pues, otro artilugio de la delimitación.
Las consecuencias de esta salida del
espacio transicional fueron de gran alcance, afectando a Freud, sus futuras
relaciones y la forma en que articuló la paranoia. Él mismo, en su carta a
Ferenczi del 6 de octubre de 1910, tras un viaje que realizaron juntos a
Sicilia, plasmó una frase que parece reflejar esta sensación de haber superado
una dificultad:
«Yo ya no tengo ninguna necesidad de
esta abertura total de la personalidad… Desde el caso Fliess, en cuya
superación Ud. justo me ha visto ocupado, esta necesidad se ha extinguido en
mí. Una parte de la investidura homosexual ha sido retirada y utilizada en el
acrecentamiento de mi propio yo. He triunfado allí donde el paranoico fracasa.»
Esto no implica ni impide que las
teorías de Fliess conserven para Freud un lugar en su discurso y que nunca deje
de nombrarlo —más aún cuando se separa de él y sus concepciones, como si esa
separación hubiera habilitado y puesto en función el nombre propio y del
autor—. Más aún, no hubo otro igual para Freud, nunca más nadie ocupó ese lugar
para él, tal como Anna Freud reconoce en 1947: «Mi padre nunca tuvo otra
relación semejante con un amigo». También, Lacan, en el seminario Libro II,
nos hace escuchar que incluso después de la ruptura de esta amistad, lo que en
el momento del sueño de la inyección de Irma se presenta para Freud como ese
vasto discurso que polariza su existencia —el de Fliess—, se prolonga como una
conversación fundamental a lo largo de toda su obra.
Pero esta polarización no solo operó
de manera positiva, sino también negativa, ya que esa ruptura, desencadenada
por una acusación de robo de ideas —quizás una de las derivas más conflictivas
de la salida del territorio de confluencias—, contribuyó a que se borraran las
huellas del lazo y la misma amistad en su relación intrínseca con el origen del
psicoanálisis.
La potencia de lo transversal
Si ceder ante las palabras implica
ceder, de modo gradual, ante la cosa misma, ¿qué acción crucial omitimos cuando
evitamos pronunciar las palabras amigo, amiga, y más aún, cuando eludimos la
amistad como espacio fundacional? ¿Cuál es la ética que no ejercemos al no
reconocer esas zonas de co-creación? ¿Qué se silencia en esta carencia
articulatoria, no solo en la historiografía del psicoanálisis, sino en nuestra
comprensión de la génesis del saber? ¿Qué nos impide reconocer que el
psicoanálisis, en su relato de origen, aún adolece de este agujero en la
nominación, de esta deuda con el entre-dos? Así pues, frente a este
panorama de silencios y elisiones, la interrogación se torna ineludible y
punzante: ¿cuál es la magnitud de lo que perdemos –epistémica, ética,
clínicamente– al rehusarnos a nombrar, y por ende a pensar, la amistad en su
irrecusable función estructurante y originaria dentro del psicoanálisis.
Proponer la práctica de la amistad
como un fundamento alternativo, reconociendo las limitaciones de ciertas
narrativas sobre el origen y la complejidad de la delimitación de las ideas
nacidas en su seno, no persigue una mera revisión. Es un gesto que reafirma el
compromiso inherente al psicoanálisis con la transformación y su firme rechazo
al mecanicismo y a las narrativas del genio solitario. Esta perspectiva
responde a la necesidad de explorar formas de lazo colectivo y transversal que
trasciendan el poder jerárquico y la centralidad excluyente de lo UNO. Ya que
esta otra lectura, por el contrario y sin evitarlo, desemboca en una
pluralización enriquecedora, no solo de los orígenes, sino también de las
posibilidades futuras del pensamiento.
Rescatar la función de la amistad del
olvido, el ninguneo, la reducción a la paranoia (como una de las derivas
fallidas de la salida del espacio liminal) se convierte en una intervención
política en el presente del psicoanálisis. Implica reconocer que la
subjetivación de una idea no es solo un acto de intelección individual, sino un
proceso complejo que se juega en la relación con el otro, un proceso con formas
y maneras diversas que no siempre conducen a la propiedad o apropiación. Las
implicaciones de esta posición alcanzan, incluso, la práctica clínica. Si la
amistad, como ese espacio transicional de experimentación, elaboración y saber
hacer con los gérmenes conceptuales, desempeñó un papel crucial en la génesis
del psicoanálisis, ¿por qué no podría tener relevancia también en la
experiencia analítica misma? Ello no implica, ciertamente, una
ingenua exhortación a que el analista devenga ‘amigo’ del analizante. No
obstante, sí compele a reconocer –y a teorizar rigurosamente– la potencia
inherente a esa dimensión del entre-dos transferencial: un espacio
privilegiado donde lo radicalmente nuevo puede advenir, impulsando el motor del
deseo y catalizando la singularidad irrepetible de la elaboración
subjetiva. Reconocer, también, la ausencia de terceridad inherente a
ciertos momentos del lazo analítico, y la forma en que el analizante y el
analista salen de esos momentos, puede ser iluminador.
En última instancia, considerar la
práctica de la amistad como un origen reprimido, y analizar sus vicisitudes
como las tensiones propias de un campo de indistinción primordial del que
surgen tanto ideas como conflictos, constituye una apuesta por un psicoanálisis
más flexible, más atento a la complejidad de nuestra época. Es una forma de
resistir la tiranía del hecho consumado y de las narrativas unívocas, y de
mantener al psicoanálisis en una tensión creativa con su pasado —incluyendo sus
orígenes no del todo dichos— y su futuro. Es, también, un reconocimiento de que
el saber inconsciente puede surgir de aquello que pelotea de aquí para allá
antes de encontrar —o no— un nombre propio definitivo.
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