Nos Disparan desde el Campanario El fallo de la Corte y el fin de la democracia… por Jorge Orovitz Sanmartino

 



 

 

Fuente: Jacobin

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https://jacobinlat.com/2025/06/el-fallo-de-la-corte-y-el-fin-de-la-democracia/

 

El kirchnerismo no representó una ruptura sistémica sino un proyecto de igualación dentro del capitalismo periférico. Sin embargo, incluso esa moderada redistribución bastó para abrir la puerta del odio clasista y el revanchismo.

 

e ha insistido últimamente en que hemos llegado al fin de una etapa de la democracia. Dicho de otro modo: el consenso democrático finalmente se ha roto. Esta afirmación ya era válida ante el gobierno por decreto de Javier Milei, el aval —explícito o implícito— al negacionismo y la fractura del acuerdo básico sobre memoria, verdad y justicia. Pero también puede leerse en el desprecio absoluto por el periodismo, en la deslegitimación del Estado como garante de derechos, en la glorificación del evasor como héroe y en la instalación del darwinismo social, la crueldad y el desprecio por los más vulnerables como discurso oficial. O en la normalización de los discursos de odio y la criminalización del disenso como parte del lenguaje político cotidiano, y la lista podría seguir.

Detengámonos un momento en este llamado «consenso democrático». Desde el punto de vista teórico, no implica la ausencia de conflicto. Por el contrario, se supone que la democracia política es el régimen que permite institucionalizar el conflicto. Sin embargo, debería funcionar sobre la base de acuerdos mínimos compartidos sobre cómo se disputa el poder y qué cosas no se discuten más porque forman parte de un «piso común» alcanzado. Este consenso es lo que Chantal Mouffe llama el acuerdo «agonístico» en las democracias liberales: aceptamos que hay adversarios, no enemigos a destruir.

Pero estaríamos equivocados si pensáramos que esto solo es consecuencia del ascenso de la extrema derecha al poder. Como en toda la historia nacional, la clase dominante, los estratos más favorecidos, las élites políticas han roto ese consenso, como en muchos otros países de América Latina, cuando un gobierno de características nacional populares afectó los intereses de esa cúpula de poder.

Durante la llamada «ola progresista» latinoamericana —y de manera destacada en los tres mandatos kirchneristas (2003-2015)— no se intentó dinamitar el orden capitalista sino ensanchar sus márgenes de justicia social. Las medidas centrales fueron reparadoras: reconstituir el salario real, reinstalar la negociación colectiva, reinstaurar la memoria, la verdad y la justicia frente a la impunidad, ampliar la obra pública, la vivienda y el consumo popular, todo ello apoyado en un neodesarrollismo que apostó al mercado interno y un sistema impositivo más progresista. Esa «renovada centralidad de lo plebeyo» recolocó a los sindicatos, a los movimientos sociales y a los organismos de derechos humanos como actores legítimos del espacio público.

Pero esa reconstrucción de poder popular, con todas sus limitaciones, desató los peores demonios de la vieja Argentina oligárquica en una región donde las élites no toleran compartir la renta. El resultado fue una contrarrevolución furiosa que ya no requirió tanques: se valió de golpes parlamentarios, lawfare y linchamientos mediáticos. A Dilma Rousseff la destituyeron con un juicio político exprés; a Lula lo encarcelaron con pruebas falsas para impedirle competir; a Fernando Lugo en Paraguay y a Manuel Zelaya en Honduras los desalojaron mediante congresos dóciles y complicidades judiciales; a Pedro Castillo en Perú lo removieron de su cargo en cuestión de horas. La fórmula se repite: campañas de fake news, pánico moral, demonización de la protesta y un Poder Judicial convertido en partido de oposición permanente.

En suma, el kirchnerismo —como el resto de los progresismos latinoamericanos— no representó una ruptura sistémica sino un proyecto de igualación dentro del capitalismo periférico. Sin embargo, incluso esa moderada redistribución de poder y de ingresos bastó para abrir la puerta del odio clasista, el revanchismo y la ruptura de todos los consensos democráticos. El fallo de la Corte Suprema no es más que la coronación de esta deriva proscriptiva contra la propia democracia, porque allí donde aún quedan resquicios para que la voluntad popular se exprese libremente, la amenaza a ese orden neoliberal‑autoritario —que la clase dominante celebra— sigue latente. La proscripción al peronismo como condensación e imaginario de las aspiraciones populares vuelve a surgir cíclicamente en la historia nacional.

Aquí la Justicia ha jugado un papel clave: convertida en la institución más antidemocrática y oligárquica del sistema, hoy está controlada de facto por tres varones inamovibles que se atornillaron al poder mediante maniobras que vaciaron de pluralidad el Consejo de la Magistratura y les permitieron administrar la agenda judicial a discreción. La Corte habilitó el retorno a un viejo esquema que le garantiza mayoría automática en el órgano que selecciona y disciplina jueces, que practica el forum shopping para que las causas sensibles caigan en los tribunales «amigos» y que funciona como brazo jurídico de Clarín, Techint y las grandes corporaciones, blindando sus intereses con sentencias a medida. No resulta casual que ese mismo tribunal haya eludido expedirse sobre el DNU 70/2023, la llamada «Ley Bases», pese a su palmaria inconstitucionalidad: dejarlo en pie consolida la estrategia presidencial de gobernar por decreto y achica aún más el poder real de la democracia.

Un dispositivo de disciplinamiento político

La causa judicial contra Cristina Fernández de Kirchner estuvo plagada de irregularidades desde su inicio. Como lo demostró Raúl Kollmann, periodista de Página 12, en su seguimiento durante años del expediente en sus diversas instancias, la causa Vialidad contra CFK se sostiene en pruebas indirectas, cronologías incoherentes y hechos no debatidos en juicio. No se presentó ninguna prueba directa que la vincule con las obras de Santa Cruz: ningún testigo la nombró, no hubo correos, chats ni documentos que probaran su intervención.

Se incorporaron elementos de otras causas no periciadas ni discutidas en el debate oral, se ignoraron peritajes técnicos fundamentales y se la acusó por un decreto administrativo vigente hasta hoy sin explicar cómo constituiría un delito. Incluso se usaron hechos sobreseídos de otras causas (como Hotesur y Los Sauces) para sostener el fallo, pese a que no formaban parte del proceso. Ni siquiera se logró establecer algún indicio de un beneficio económico personal. Es un caso paradigmático de lawfare: la imputación reemplazó las pruebas por inferencias políticas con el objetivo de proscribir a la principal referente opositora.

A la causa Vialidad se suman muchas otras que confirman el patrón sistemático de persecución política bajo ropaje judicial. CFK enfrenta todavía múltiples expedientes abiertos, y en los que fue sobreseída —como Hotesur y Los Sauces— persiste la presión para reabrirlos sin nuevos elementos probatorios. El caso del Memorándum con Irán, por ejemplo, la acusa absurdamente de encubrir el atentado a la AMIA junto a su excanciller Héctor Timerman, pese a que fue un acuerdo aprobado por el Congreso y jamás entró en vigor. En el caso de la causa del llamado «dólar futuro» se llegó al extremo de imputarla por decisiones de política económica sin perjuicio alguno para el Estado, como reconoció incluso el gobierno de Mauricio Macri.

A esto se suman causas que apuntan al conjunto del peronismo, revelando un entramado judicial orientado a condicionar el proceso democrático. La estrategia es clara: utilizar el aparato judicial como dispositivo de disciplinamiento político, judicializando la acción de gobierno e instalando sospechas permanentes sobre dirigentes opositores con el fin de neutralizar su participación pública.

Paralelamente, la Corte Suprema avanzó de forma ilegítima sobre el Consejo de la Magistratura, resucitando una ley anteriormente derogada y autoadjudicándose facultades legislativas para asegurarse el control del órgano encargado de designar y sancionar jueces. En 2013, la Corte anuló los artículos centrales de la ley 26.855 que pretendía incorporar elecciones populares para designar consejeros y reformar quórum, comisiones y composición del Consejo.

El escándalo de Lago Escondido, conocido gracias a una filtración de mensajes de WhatsApp, reveló el vínculo obsceno entre jueces federales, empresarios mediáticos, operadores judiciales y funcionarios de inteligencia, consolidando una trama de connivencia que socava el Estado de derecho por aquellos que se llenan la boca diciendo defenderla. El caso de Horacio Rosatti y, en particular, el del juez Carlos Rosenkrantz —exabogado del Grupo Clarín— es paradigmático: desde su llegada a la Corte ha favorecido sistemáticamente los intereses del conglomerado mediático para el que trabajó.

Al mismo tiempo, el Poder Judicial ha garantizado la impunidad de Mauricio Macri en causas como la del Correo Argentino, el espionaje ilegal y el endeudamiento con el FMI, a pesar de la abrumadora evidencia de su responsabilidad. Esta degradación institucional incluye la llamada «doctrina Irurzun», que permitió la detención preventiva de exfuncionarios sin condena firme, con fines claramente persecutorios. Así, el Poder Judicial argentino ha completado su transformación en un poderoso partido político al servicio de las élites económicas que secuestra la democracia bajo la apariencia de legalidad.

El último dique de contención ante el avance popular

Este estado de cosas —en el que tres personas con cargos vitalicios pueden anular leyes, revivir normas derogadas, intervenir en el funcionamiento de otros poderes y bloquear decisiones electas por la voluntad popular— no es un desvío del diseño constitucional, sino una de sus expresiones más fieles. La arquitectura institucional que heredamos, de tradición norteamericana, fue concebida desde su origen para limitar el poder de las mayorías y contener el despliegue de la soberanía popular. Como advirtiera James Madison, «el pueblo puede equivocarse»; en consecuencia, las élites fundadoras del constitucionalismo liberal diseñaron un sistema de frenos y contrapesos orientado a protegerse del «despotismo» popular tanto o más que del autocrático.

Nuestra herencia liberal, la estructura bicameral, el veto presidencial, el poder judicial no electo (incluso el voto calificado o censitario, en sus inicios) fueron mecanismos ideados para blindar los intereses de los propietarios y garantizar una sobrerrepresentación de los sectores dominantes. La Justicia, en este esquema, no fue pensada como una vía de acceso a derechos sino como el último dique de contención frente al avance popular.

Si bien muchas de esas barreras fueron erosionadas por la lucha social —como el sufragio secreto y universal—, el núcleo del poder judicial permanece incólume. Y es esa matriz aristocrática lo que hoy permite que una Corte de tres miembros, sin legitimidad democrática, funcione como un suprapoder que actúa en defensa de los intereses de los grandes grupos económicos y decide quiénes pueden ser candidatos electorales y quiénes no.

Pero el problema no se agota en el rol de la Corte Suprema: la propia arquitectura institucional del sistema político argentino está diseñada para neutralizar el peso electoral y político de los grandes centros urbanos, particularmente del conurbano bonaerense. El sistema bicameral y la distribución de bancas en ambas cámaras generan una fuerte distorsión en la representación. Esta sobrerrepresentación de las provincias menos pobladas, muchas veces dependientes de transferencias del Estado nacional, impacta directamente en la distribución del poder político y la inversión pública.

A esto se suma la subrepresentación de la Provincia de Buenos Aires debido a la no actualización de su representación de acuerdo con el censo nacional. Si el Gran Buenos Aires gozara de la misma proporción de diputados que de la población total, le corresponderían 63 bancas. Los 18 diputados que le faltan equivalen a la representación total de la provincia de Córdoba o a las de Tucumán y Entre Ríos sumadas. El Decreto 70, por ejemplo, hubiera caído irremediablemente. En conjunto, estos mecanismos estructurales de subrepresentación operan como dispositivos de contención de la mayoría popular, sosteniendo un régimen que combina fachada democrática con fuertes restricciones oligárquicas.

La democracia como vehículo para las injusticias

La historia de los gobiernos nacional-populares está plagada de intentos de reformas políticas, institucionales, económicas y sociales. Pero tarde o temprano, ellas chocan contra las placas tectónicas de un régimen diseñado para socavarlas irremediablemente, revertirlas e incluso eliminarlas por completo.

Si la democracia está muerta, lo está en este segundo sentido: en tanto terreno de lucha y disputas políticas, de antagonismos, porque ese terreno está previamente delimitado. Y si lo que se pretende es realizar transformaciones profundas, resulta imprescindible una transformación radical y sustantiva de lo que entendemos por democracia, algo que no será posible partiendo de los consensos existentes. Aunque no existen garantías definitivas, la transformación del régimen político y del régimen de propiedad son las herramientas fundamentales en función de debilitar el poder de los poderosos y fortalecer el de las grandes mayorías.

De esta manera, la democracia no está muerta solo porque se ha roto el consenso democrático sobre el que se erigió la vida institucional del país. Lo está también porque se ha roto el consenso sobre la misma democracia, sobre lo que es y lo que debe ser. Sobre su función y sobre sus tareas. Lo que termina es el ciclo de la ilusión. De creer que si se amplía la Corte, si se «blinda» la ley de medios, si se propone un Consejo de Magistratura representativo, si se garantizan por ley las convenciones colectivas, los intereses populares están asegurados.

La Argentina posterior a la crisis de 2001 nunca se embarcó por el camino de la Asamblea Constituyente, de la revisión radical de sus instituciones. Los gobiernos nacional-populares aceptaron jugar en un terreno de juego que les era ajeno, confiando en mayorías electorales que se probaron efímeras. El peronismo fue el más republicano de los partidos mientras los paladines de la república la destruían impiadosamente. Las cloacas subterráneas de los servicios de inteligencia macrista fueron quizá su máxima expresión.

La democracia, esta democracia desfigurada hasta la crueldad, es hoy el vehículo de todas las injusticias. No queda más que barajar de nuevo y volver a preguntarnos por dónde pasa la reconstrucción de una fuerza opositora mayoritaria. La experiencia histórica nos entrega un repertorio rico en enseñanzas, aunque a un costo muy alto: sin una reforma constitucional integral, sin desmantelar las zonas oscuras del poder judicial y represivo, sin una arquitectura parlamentaria proporcional y formas reales de participación directa, sin discutir la tenencia de la propiedad y la herencia, el sistema impositivo, el control del comercio exterior y las vías navegables, sin discutir la relación que queremos tener con el mundo, sin volcar todo el peso de las masas populares sobre los fundamentos del poder político, seguiremos en este ciclo de decadencia y desesperanza.

 

Jorge Orovitz Sanmartino es Sociólogo e investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) de la Universidad de Buenos Aires.

 

 


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