Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2025/04/teorizar-la-crisis-capitalista/
Traducción: Florencia Oroz
El sociólogo británico Simon Clarke
propuso uno de los análisis más sofisticados acerca de cómo y por qué los
sistemas capitalistas caen en crisis. Su trabajo sobre las contradicciones del
capitalismo es una guía valiosa al enfrentarnos a una nueva era de agitación
económica global.
Simon Clarke fue un sociólogo
británico que hizo una inmensa contribución al pensamiento marxista y a los
estudios laborales antes de su muerte en 2022. Con su investigación teórica y
empírica, dio ejemplo de cómo analizar los desarrollos del capitalismo en
diferentes niveles simultáneamente y cómo situarlos en la historia.
Los libros más influyentes de
Clarke, Keynesianism, Monetarism and the Crisis of the State (1988)
y Marx’s Theory of Crisis (1994), contienen una serie de ideas clave
sobre la dinámica del capitalismo. Su perspectiva distintiva sobre la crítica
de la economía política tiene mucho que ofrecer en nuestro intento de
comprender la era actual de agitación económica y convulsión ideológica.
Las contradicciones del capitalismo
Para entender el capitalismo hay que
entender sus contradicciones innatas, porque son estas contradicciones las que
lo configuran como un sistema holístico y dinámico y, al mismo tiempo, lo hacen
vulnerable. A nivel macrosocial, la contradicción más crucial para Clarke era
la que existía «entre la tendencia del capitalismo a desarrollar sin límites
las fuerzas productivas y la necesidad de confinar ese desarrollo dentro de los
límites de la rentabilidad».
Este «límite del mercado» es lo que
pone a los capitalistas individuales en competencia entre sí. Sacar más valor
del trabajo, expandir la producción capitalista a través del tiempo y el
espacio y desarrollar aún más las fuerzas productivas no supera la barrera, simplemente
la reproduce a un nivel superior. Esta tendencia a la sobreproducción en el
capitalismo es fundamental para sus reiteradas crisis. La sobreproducción es
tanto la causa como la consecuencia; es la forma esencial de la competencia
capitalista.
El desarrollo capitalista se produce
en lo que los economistas convencionales llaman «ciclos de auge y caída». Sin
embargo, es a través del pensamiento marxista que podemos comprender plenamente
no solo la mecánica de este proceso, sino también sus causas y sus impulsores.
Siguiendo los pasos de Karl Marx,
varios pensadores marxistas han ofrecido distintas explicaciones sobre cómo el
capitalismo siguió desarrollándose de crisis en crisis hasta el siglo XX. Estos
pensadores identificaron la caída de la tasa de ganancia, el subconsumo y la
desproporcionalidad como procesos clave que estructuraron y al mismo tiempo
socavaron el capitalismo, haciéndolo más propenso al colapso.
La caída de la tasa de ganancia
refiere al hecho de que, mientras que la masa absoluta de ganancias aumenta y
facilita la acumulación de capital, la tasa a la que se produce este proceso
disminuye al mismo tiempo. En otras palabras, la extracción de plusvalía no
puede alcanzar el crecimiento de la masa de capital.
El subconsumo refiere a la incapacidad
del poder adquisitivo de la población para absorber por completo lo que se
produce, creando así discrepancias y perturbaciones económicas. Por último, la
desproporcionalidad refiere al desarrollo desequilibrado entre áreas y
sectores, producido por la monopolización y el auge del capital financiero que
aumenta la concentración de capital fijo, dificultando su movilidad entre ramas
de producción.
Clarke revisó críticamente estos
debates, argumentando que estas explicaciones no eran incompatibles entre sí y
que todas ellas explicaban en parte la inestabilidad inherente y la ausencia de
equilibrio en el capitalismo. Sin embargo, ninguna de ellas era el principal
motor de la crisis. La razón básica que hace de la crisis una especie de
condición normal en el capitalismo, argumentó Clarke, está arraigada en las
leyes básicas del intercambio de mercancías identificadas por Marx en el primer
volumen de El capital.
La separación de la compra y la venta
en la producción de mercancías y la separación del dinero como forma
independiente a través de la cual puede existir el valor, hace que la
posibilidad de crisis sea «inherente a la forma de mercancía». Para Clarke, la
contradicción «entre la producción de cosas y la producción de valor, y la
subordinación de la primera a la segunda» no puede reconciliarse en última
instancia. Esta es la causa subyacente de todas las crisis en el capitalismo.
Más importante aún, argumentó Clarke,
la teoría de la crisis de Marx nos muestra que la expansión capitalista a raíz
de la destrucción que provocan las crisis periódicas de sobreproducción solo
resuelve temporalmente los obstáculos en el camino del capitalismo. Esto se
produce a costa de abrir paso a crisis más grandes, más largas y más
destructivas en el futuro.
Una implicancia importante de esta
comprensión de la crisis como norma capitalista es que, si bien la crisis, en
sí misma, puede ser una condición necesaria para el derrocamiento del
capitalismo, no es suficiente. Los «límites del capitalismo» producen
repetidas crisis de acumulación que son cada vez más intensas. Sin embargo, el
cambio histórico requiere una acción histórica.
Esto significa que la abolición del
capitalismo no puede producirse simplemente por su propia ineficiencia y
disfunción como sistema. Solo puede gestarse a través de la lucha de clases y
la intervención de la clase trabajadora.
De la teoría a la historia
El capitalismo no es simplemente un
sistema económico sino una fase histórica del desarrollo humano, como
demostraron Marx y Friedrich Engels. Como tal, da forma no solo a las fuerzas
de producción, sino también a las relaciones de producción y, en consecuencia,
al modo en que se organizan las sociedades. También moldea la forma en que las
personas entienden su lugar dentro y más allá de la producción, y cómo se
espera que actúen según sus roles.
El Estado nacional moderno, y en
consecuencia el sistema internacional, en tanto fuerza que facilita el
desarrollo capitalista, opera no solo a través de la coerción, sino también a
través de la ideología. Las ideologías estatales están cargadas de sus propias
contradicciones, lo que nuevamente es un elemento que las hace dinámicas y al
mismo tiempo vulnerables a la impugnación.
La principal contradicción en la
ideología estatal, argumentó Clarke, es la que existe entre la esencia del
poder estatal, como el poder de una clase concreta, y su forma, como la
expresión del interés general de la sociedad. La teoría política liberal y la
economía política fueron las principales formas ideológicas a través de las cuales
la dominación del capital se equiparó al interés general de la sociedad en
términos teóricos.
Este orden liberal prevaleció en la
fase temprana del desarrollo capitalista durante la primera mitad del siglo
XIX. Aunque fue desafiado por la creciente intensidad del antagonismo de la
clase trabajadora y sacudido por la crisis económica de 1873, se había
restablecido a finales del siglo XIX, abriendo camino para el apogeo del
imperialismo europeo y la expansión colonial.
Sin embargo, entonces surgió otra contradicción
importante, entre la tendencia hacia la internacionalización de la economía
capitalista y la naturaleza nacionalista de los Estados capitalistas europeos
individuales. Esto significó que el período de estabilización no pudo durar
mucho, colapsando en el baño de sangre destructivo de la Primera Guerra
Mundial.
La clase trabajadora en Europa
continuó creciendo en fuerza y, a principios del siglo XX, fue capaz de
desafiar directamente al capital y amenazar el desarrollo del capitalismo. El
éxito de la revolución rusa y la creciente influencia de la política leninista
en los movimientos obreros de muchos países crearon nuevas condiciones que
hicieron más precaria la reconstrucción del liberalismo.
Fue la crisis financiera de 1929 y
sus secuelas, marcadas por el auge del fascismo y el descenso de Europa a la
guerra, lo que puso fin a la fase liberal, creando espacio para que el
keynesianismo emergiera y consolidara su posición en la era de la
reconstrucción de la posguerra. El corolario del keynesianismo como teoría de
la política económica y la gestión económica fue una ideología estatista de
bienestar general, que recogió muchas sugerencias del reformismo
socialdemócrata.
Clarke entendió el keynesianismo como
un proyecto de colaboración de clases que sin embargo fue posible gracias a la
lucha de clases y al aumento del poder de la clase trabajadora. El auge
económico de la posguerra se basó en una intervención estatal generalizada que
reestructuró la producción capitalista. Lo hizo técnicamente a través de la
proliferación de métodos fordistas, socialmente a través de la expansión de la
salud pública y la educación, políticamente a través del sistema de bienestar y
financieramente a través del Plan Marshall y el sistema de Bretton Woods.
Por un lado, la intensificación del
proceso laboral para satisfacer las nuevas demandas del capital supuso una
carga para la clase trabajadora, con consecuencias que incluyeron la necesidad
de una mayor adaptabilidad a las nuevas tecnologías y métodos de producción,
así como una mayor movilidad laboral, incluido el desarraigo de comunidades.
Por otro lado, los trabajadores fueron recompensados con mejores niveles de
vida, la extensión y racionalización del bienestar, la vivienda pública y un
sistema integral de seguridad social que competía con la socialización de la
reproducción de la clase trabajadora.
Socialización del consumo
Esta «socialización del consumo» fue
una especie de sustituto de la no socialización de la producción, pero logró el
objetivo de integrar a la clase trabajadora en el orden capitalista. El aumento
de los salarios en un marco estable de relaciones laborales, más allá del logro
de una amplia estabilización social, también fue fundamental, según Clarke,
para «superar las barreras a la acumulación que presentaba el limitado mercado
de masas que había impedido la recuperación y precipitado la crisis, después de
la Primera Guerra Mundial».
El keynesianismo no solo fue el marco
político que permitió el auge de la posguerra. También fue la ideología que
pretendía, a través de políticas expansionistas en salarios y gasto público,
resolver las contradicciones inherentes a la acumulación de capital. Se suponía
que esto había desterrado el problema de la sobreproducción que traía consigo
crisis, depresiones y guerras, al tiempo que mantenía una fuerza laboral sana,
educada y satisfecha.
Sin embargo, en la década de 1970, el
keynesianismo había alcanzado sus límites: el crecimiento de la economía
mundial, estimulado por la expansión del crédito, dio lugar a una
sobreacumulación descontrolada de capital que provocó inflación. Incapaz de
cumplir sus promesas, el keynesianismo comenzó a perder su legitimidad entre
una clase trabajadora envalentonada, fortalecida y frustrada, lo que dio lugar
a una ola de militancia.
Los equipos de liderazgo político
establecidos de la clase trabajadora se sintieron amenazados por esta movilización
autónoma de las bases. En lugar de utilizarla para desafiar la dominación
capitalista, esos liderazgos buscaron simplemente mejorar su papel en el
aparato consultivo keynesiano. El resultado fue la derrota de la clase
trabajadora, el auge de la nueva derecha y el cambio general en el equilibrio
de las fuerzas de clase que permitió, facilitó y afianzó la nueva ideología del
monetarismo.
En el Reino Unido, el fin del
expansionismo fiscal keynesiano y el giro hacia el «mercado», junto con la
restricción de la oferta monetaria para detener el deterioro de la balanza de
pagos internacional, comenzó cuando el Partido Laborista todavía estaba en el
poder, con James Callaghan como primer ministro. Pero se intensificó
dramáticamente cuando retornaron los conservadores de la mano de Margaret
Thatcher en 1979.
Bajo el mandato de Thatcher, los
recortes en el gasto público se convirtieron en la nueva norma, con un estricto
control financiero y burocrático de los servicios públicos, incluidos límites
de efectivo para controlar el gasto público y la prestación cada vez más
discriminatoria de prestaciones sociales. El monetarismo no tenía nuevas
fortalezas intelectuales o analíticas: su premisa clave sobre la percibida
«eficiencia de asignación del mercado» era antigua e ingenua.
Sin embargo, argumentó Clarke, sí
dominó el poder ideológico, porque articuló, de una forma mistificada pero aún
influyente, la creciente oposición popular a las formas burocráticas y
autoritarias del estado capitalista. También proporcionó una teoría sobre el
fracaso del keynesianismo y del sindicalismo militante.
La ideología asociada a políticos
como Thatcher básicamente hizo de la necesidad virtud, dando un giro positivo a
las medidas de crisis adoptadas y convirtiéndolas en una nueva ideología de
regulación estatal. Como decía el estribillo triunfal de Thatcher, «no hay
alternativa».
Las crisis de nuestro tiempo
Amedida que el neoliberalismo se
consolidaba en los años 80 y 90, la forma política del keynesianismo
sobrevivió, pero su sustancia no. El capital y el Estado explotaron y
exacerbaron las divisiones dentro de la clase trabajadora y lograron reimponer
gradualmente «el imperio del dinero». Sin embargo, la crisis capitalista de
2008, comparable en magnitud a la de 1929, fue seguida por la crisis pandémica
de 2020, y ambas se abordaron mediante una intervención estatal masiva en la
economía.
En el primer caso, el objetivo de la
intervención era rescatar al sector financiero; en el segundo, evitar el
colapso de la producción. La experiencia de 2008 y 2020 demostró los límites
del neoliberalismo como ideología de Estado que pretende ofrecer la «eficiencia
asignativa» del mercado. La facilidad con la que, por ejemplo, los Estados de
la Unión Europea doblaron las reglas neoliberales de gobernanza económica a
principios de la década de 2020, después de haberlas considerado
inquebrantables solo una década antes, fue un momento desmitificador.
El mundo a mediados de la década de
2020 difiere significativamente del panorama de los años 80 y 90. Los avances
tecnológicos y de comunicación y los procesos de industrialización y
desindustrialización en todas las áreas y regiones han producido importantes
cambios económicos y geopolíticos. Sin embargo, la esencia del capitalismo como
sistema socioeconómico inherentemente contradictorio y cargado de crisis sigue
siendo la misma. Las restricciones al comercio mundial, recientemente
aumentadas, que ahora amenazan con convertirse en una guerra arancelaria a gran
escala, son en última instancia expresiones del conflicto subyacente por la
supremacía en el mercado mundial.
Simon Clarke probablemente habría
insistido hoy en que no podemos predecir el futuro y, por lo tanto, no podemos
saber si surgirá un nuevo equilibrio temporal de poder o una ideología estatal
alternativa que inyecte una nueva legitimidad coyuntural al capitalismo. Al
mismo tiempo, sin embargo, habría señalado la naturaleza fundamentalmente
irresoluble de la crisis del capitalismo y nos habría recordado la famosa frase
de Rosa Luxemburgo: el futuro de la humanidad es el socialismo o la barbarie.
Gregoris Ioannou es Profesor de la
Universidad Metropolitana de Manchester y autor de Employment, Trade
Unionism and Class: The Labour Market in Southern Europe since the Crisis.
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