Nos Disparan desde el Campanario Netflix degrada nuestra política: “Adolescence” no es un documental… por Darran Anderson

 

 Fuente: Sin Permiso

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https://www.sinpermiso.info/textos/netflix-degrada-nuestra-politica-adolescence-no-es-un-documental

 


En la década de 1850, Gustave Flaubert inició un experimento que repercutiría en la cultura hasta nuestros días. Se preguntaba qué pasaría si alguien viviera su vida a la manera de los libros que lee. La novela resultante, Madame Bovary, fue una sensación y un escándalo. La novela narra la vida de Emma Bovary, esposa de un médico rural, en la ficticia población de Yonville-l'Abbaye. Es ávida lectora de novelas populares, que le inspiran para intentar trascender su tibia existencia burguesa. Las aventuras resultantes resultan ruinosas. A diferencia del Romanticismo, Emma no es virtuosa, pero tampoco es antipática. Su trayectoria y sus imperativos no encajan fácilmente en un cuento moral aleccionador. Al fin y al cabo, ella se creía sencillamente lo que leía, y eso termina por quemar su vida, y la de su marido, hasta los cimientos.

La indignación fue inmediata. Flaubert acabó en los tribunales por obscenidad. Su delito fue rechazar el idealismo, mostrar la vida en su desnudez vergonzosa y seductora. Pero terminó absuelto, porque la sociedad que captó tan perspicazmente era más culpable que él.

Después de Flaubert, se escribieron muchas novelas con un recto propósito social. Algunas, como Germinal, de Zola y buena parte de las de Dickens, provocaron cambios políticos. Sin embargo, este movimiento, el realismo, siguió siendo un «ismo» con las distorsiones y sesgos a los que son susceptibles esos prismas. Sigue siendo ficción. En el mejor de los casos, la ficción consiste en contar mentiras para revelar verdades más profundas. Pero ¿qué ocurre si la intención de revelar una verdad más profunda no está presente en absoluto? ¿Qué ocurre cuando nos inundan las ficciones? En exceso, cualquier medicina se convierte en veneno.

El reino de la política está plagado de ficciones: servilismo, propaganda, manipulación, solipsismo, y una colosal distancia entre los mundos enrarecidos y la vida de la calle. Siempre ha sido así. Sin embargo, el reciente giro de los políticos hacia una Lalalandia infantilizada ha resultado especialmente chocante. Ahora parece como si se creyeran realmente las ficciones que evocan y, desde luego, como si esperasen que nosotros hiciéramos lo propio. A principios de este año, la diputada laborista Stella Creasy se opuso a los cambios en las directrices del Ministerio del Interior sobre refugiados, afirmando: «Francamente, este proceso rechazaría al mismísimo oso Paddington: hizo lo mismo, llegó por una ruta irregular, pero le dimos asilo».

En los Estados Unidos, esta caída en el fabulismo sentimental lleva ya tiempo produciéndose. Durante años, los demócratas se han aferrado con arrogancia a The West Wing [El ala Oeste], y sobre todo a Jed Bartlet, presidente de ficción interpretado por Martin Sheen, como si se tratara de un universo alternativo en el que Trump no hubiera existido. En Bartlet había algo más que un indicio de los Kennedy, reforzando así el mito de Camelot centrado en «lo que podría haber sido» que persigue a los liberales norteamericanos. Puede que en otros tiempos tales leyendas tuvieran algo de nobleza, pero la obsesión de El ala Oeste no hizo otra cosa que revelar la petulancia, la complacencia, la negación y la insensible indiferencia de los demócratas que ayudaron a engendrar al presidente Trump. Porque cuando la ficción se convierte en delirio, la manta reconfortante se convierte en una camisa de fuerza.

Lo que se necesita entonces es una buena dosis de realismo descarnado y sin concesiones. Un reinicio cultural para decir las cosas como son. Adolescence, el drama de Netflix, parece constituir ese momento. Está bien rodado, bien interpretado, el tema -en el que un niño se radicaliza en Internet- es demoledor y, en general, está por encima de los baremos del medio dominante, ciertamente bajos.

Sin embargo, hay algo que no encaja desde el principio, ya que el protagonista de 13 años se parece más al querubín del jabón Pears [chiquillo de aspecto angelical de una célebre publicidad en torno a 1900] que a un incel asesino. Por supuesto, la fisonomía es engañosa, pero la intención estaba clara desde el principio: estaban comprando nuestra simpatía en términos cuestionables. La implicación es clara: ¿cómo podría hacer algo así un niño de ojos saltones tan inocente? Con ello se atrae a los espectadores blancos liberales de clase media, que abren una botella de vino blanco y se someten penitencialmente a una serie «importante». Lo hace escarmentándoles, uno de los vicios dominantes de los burgueses, pero también aterrorizándoles hasta el pánico moral y proporcionándoles una respuesta fácil a un problema que es todo un atolladero.

La respuesta al programa ha revelado hasta qué punto nosotros -y nuestros líderes- nos hemos caído por el hoyo de la conejera de la ficción. Se ha tratado como si fuera un documental. En una época más inocente, esto podría perdonarse, pero hoy, no.

Por debajo de la media, Keir Starmer ha ido abriendo camino, situando esta obra de ficción en el centro de la atención del Gobierno y de propuestas políticas futuras. Ha animado a que la serie se proyecte en las escuelas y en el Parlamento, y ha expresado su preocupación por «un problema con los chicos y los jóvenes». No ha faltado violencia real en la sociedad, cuyas desagradables realidades exigen una atención urgente. Las cifras de delitos con arma blanca en el Reino Unido son desalentadoras. De acuerdo con las estadísticas (Knife Crime Statistics | The Ben Kinsella Trust), más de 15.000 sólo en Londres en 2023/24. Sin embargo, Starmer y su administración sólo se han visto conmocionados por una miniserie de ficción. Como resultado, ahora van haciendo campaña, no contra la cultura de las bandas, la radicalización islamista, el derrumbe de la familia extensa y nuclear, la plaga de la ausencia de padres, la privación económica que alimenta la delincuencia, las drogas y la violencia, la creación de guetos en las comunidades, sino contra el espectro de la machosfera digital. Han encontrado una figura convenientemente odiosa con la apariencia de Andrew Tate [gurú del machismo tóxico], y una marioneta conveniente en el enajenado chico blanco de clase trabajadora, uno de los pocos grupos demográficos que hoy resulta aceptable ridiculizar y excluir.

Hay una simplicidad ciclópea en Adolescence y toda su parentela: una explicación, una solución, un villano. Esto coincide con la oleada de artículos que alimentan este pánico moral. Se trata, en consecuencia, de un apocalipsis de chicos jóvenes y teléfonos inteligentes, como si las chicas no fueran susceptibles de contagio social. Independientemente del indudable impacto que tiene en los jóvenes (o en cualquiera de nosotros) el hecho de estar totalmente conectados a Internet, se trata de un ejemplo monumental de troleo preocupante. Sabemos por pánicos morales anteriores (cómics, Mortal Kombat, gangsta rap, video nasties, pánico satánico), que no lleva a ninguna parte. De hecho, hay algunos (el peligro de los extraños, el armagedón pedófilo) que nos han llevado a nuestra terrible situación actual: niños encerrados en casa, atrapados en tablillas y dispositivos simuladores de padres, con el añadido de la brecha del desarrollo de un encierro que deforma sus flexibles mentes. Los autoproclamados progresistas se han convertido en herederos de la censura del «por favor, que alguien piense en los niños» mientras aferran el collar de perlas. Todo ello basado en que oigan lo que quieren oír, en lugar de lo que necesitan.

El subtítulo de Madame Bovary - «Modales provincianos»- rara vez se menciona, pero resulta acertado. A pesar de su condición metropolitana, los liberales de las élites suelen vivir en aldeas en el seno de las ciudades, celebrando la cultura multiétnica como lo haría un diplomático de visita o un distante escritor de viajes: la comida, la música, el color. G.K. Chesterton señaló astutamente que se trataba de una camarilla mucho más pueblerina que la de «provincias», donde uno se ve obligado a estar con gente diferente. En las zonas acomodadas de una ciudad, puedes elegir círculos de amigos que piensan de la misma manera, con la amenaza del exilio para cualquiera que se desvíe de la conformidad del grupo, el cual, como esde esperar, es una colección de ficciones convincentes.

La otra razón de la primacía de la ficción es más insidiosa: el control. El daño causado a la libertad de expresión por la engañosa legislación sobre incitación al odio sólo se ve superado por el causado a la igualdad ante la ley por las nuevas directrices sobre sentencias favorables a las minorías étnicas, culturales o religiosas. Aquellos de nosotros preocupados por la ventana de Overton que se arrastra sin cesar hacia la derecha deberíamos reconocer que no se trata de un renacimiento del fascismo, sino más bien del colapso de la izquierda liberal en el antiliberalismo.

Pocos de entre nosotros lamentaríamos que Andrew Tate se viera expulsado del escenario y en eso radica el peligro. ¿Quién será el siguiente después de que no resuelva nada eso? La verdad es que tales campañas no resuelven nada, sino que simplemente ofuscan y desorientan. Sus soluciones rápidas no solucionan los factores subyacentes, el terreno de la desesperación, la alienación y la rabia. Así que intervendrán otros: mulás islamistas, líderes de bandas, misóginos, acosadores de menores y estafadores de diversa índole. Andrew Tate no ha creado la alienación y el envilecimiento; él, y los de su calaña son quienes explotan los fracasos políticos y sociales. La píldora roja sólo funciona cuando los chicos ya se sienten privados de sus derechos. Dónde empezó el daño, y quién le ha sacado partido es algo que seguirá quedando oculto e incontestado.

Para ellos, nada cambiará porque la clase política no va a cambiar. No le importa que surjan generaciones de niños de la clase trabajadora en un mundo que no tiene lugar para ellos, aunque dependa materialmente de ellos. Se enfrentan a la precariedad económica, al desmantelamiento de industrias y oficios, y están excluidos de hecho de los sectores creativos monopolizados por los ricos. Si no son blancos, su marginación se verá cooptada o tratada como resumen de su existencia. Si son blancos, tienen la ventaja de ser discriminados por su «privilegio». Podría decirse que es todavía peor para las chicas, si nos atenemos a las bandas de abusadores y sus cortinas de humo. El distanciamiento de los poderosos, acurrucados en su propio mundo ficticio, siembra un torbellino para los demás, en el que las víctimas, y sus historias, desaparecen como Katie, la niña asesinada en Adolescence.

No es de extrañar, por tanto, que aquellos en quienes la sociedad no invierte tiendan a corresponder. Y hay pocos indicios de que los laboristas vayan a abordar alguna de las causas económicas subyacentes de la alienación, la delincuencia y la violencia. Quitar los teléfonos no es suficiente. Mientras tanto, somos como Bovary, y vamos creyéndonos falsedades. Hasta que no nos enfrentemos a las verdaderas historias que no queremos oír y dejemos a un lado nuestras reconfortantes ficciones, seguirán otros encerrados en tragedias que nosotros mismos hemos creado.

 

Darran Anderson  es escritor originario de Irlanda del Norte, especializado en arquitectura, cultura y tecnología. ha dirigido revistas como 3:AM Magazine y Dogmtika. Es colaborador de medios como UnHerd o The Guardian y autor de “Imaginary Cities” y de varios volúmenes de poesía.

 

Fuente:

UnHerd, 29 de marzo de 2025

 


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