Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2025/03/tiene-una-politica-sexual-el-fascismo/
Partidarios de Donald Trump durante
un acto celebrado en Charlotte, Carolina del Norte, a finales de octubre de
2018. Foto: Doug Mills. Cortesía de The New
York Times.
Traducción: Rolando Prats
En los años setenta del pasado siglo,
en que escribió sobre fascismo y feminidad, Maria Antonietta Macciocchi señaló
que no era posible entender el fascismo sin a la vez comprender cómo este les
habla a las mujeres y habla sobre ellas. Para Macciocchi, toda teoría crítica
del fascismo debía empezar por la peculiar forma de «antifeminismo femenino»
engendrado por la supremacía masculina.
El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos
en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre
ambos medios.
Dos mujeres perdieron la vida en los
disturbios ocurridos en el Capitolio, en Washington, D. C., pero sólo una de
ellas, Ashli Babbitt, se ha convertido en mártir del movimiento. La otra,
Roseanne Boyland, murió aplastada por una multitud de partidarios de Trump poco
después de llegar al Capitolio y de que se la viera en vídeo enarbolando
una bandera de
Gadsden con la leyenda «Don’t Tread on Me» («No me pases por encima»).
La trágica ironía de la muerte de Boyland se transformó en un meme de tira
cómica entre la Izquierda. Pero, entre la derecha, fue Ashli Babbitt a quien se
honró y cuya memoria se perpetuó. Desde entonces, con cada asesinato policial
de gran resonancia de alguna persona negra, las menciones de Ashli Babbitt se
multiplican en las redes sociales. #Sayhername, el hashtag utilizado para dar
visibilidad a los patrones de violencia policial contra las mujeres negras, fue
rápidamente objeto de apropiación para ocultar esa violencia. Ashli
Babbitt se convirtió en la imagen que la derecha oponía a Sandra Bland y
Breonna Taylor, como prueba de que a la izquierda le importaban sólo algunas
vidas y de que algunas mujeres estaban dispuestas a sacrificarlo todo por su
país.
Imágenes de vídeo filmadas en los
instantes que precedieron a su muerte muestran a la veterana de 36 años de edad
de las Fuerzas Aéreas irrumpiendo en el edificio del Capitolio con una bandera
estadounidense colgada de los hombros como si fuese una capa, antes de que la
ayuden a penetrar en el edificio alzándola a través de una puerta con el
cristal roto y, finalmente, de que la alcance en el cuello un disparo
hecho por un policía vestido de civil y se la vea caer al suelo. Babbitt estaba
desarmada cuando le dispararon, aunque muchos en la multitud que la rodeaba
llevaban armas, al mismo tiempo que, apenas del otro lado del cristal roto,
varios miembros de la Cámara de Representantes de Estados Unidos se encontraban
en medio de una apresurada huida. Dos semanas después, la derecha organizó una
«Marcha del millón de mártires» para honrar la memoria de Babbitt. La
ilustración del cartel diseñado para la ocasión, todo en negro,
presentaba en su centro la figura de una mujer vestida de blanco, frente a la
cúpula del Capitolio, con una lágrima de sangre roja en el cuello, aureolada
por cuatro estrellas blancas. Los disturbios del 6 de enero generaron toda una
galería de imágenes que en los años siguientes la derecha utilizará como
dispositivos de reclutamiento. Ashli Babbitt, reimaginada como la Dama de la
Libertad, se distingue por su estética «femenina».
El martirio de Ashli Babbitt plantea
dos cuestiones distintas pero conexas —qué dice la derecha sobre las
mujeres y qué dice la derecha a las mujeres— cuyas respuestas nos
dirán algo sobre la manera en que la derecha se ha adaptado a cambios en la
estructura social y fomenta formas contradictorias de reacción política. En los
años setenta del pasado siglo, en que escribió sobre fascismo y feminidad, la
marxista-feminista Maria Antonietta Macciocchi señaló el extraño silencio que
reinaba en torno a esas cuestiones, ni que fuese posible entender el fascismo
sin a la vez comprender el modo en que este les habla a las mujeres y habla
sobre ellas.
Para Macciocchi, toda teoría crítica del fascismo debía empezar por la peculiar
forma de «antifeminismo femenino» engendrado por la supremacía masculina.
Macciocchi cuestionaba a la vieja izquierda por no tomarse en serio al sexo
como lugar de dominación y lucha. E insistía en la necesidad de que la teoría y
la práctica antifascistas se convirtieran en teoría y práctica feministas,
es decir, que una y otra comprendieran y combatieran la política sexual de la
derecha, así como las tendencias fascistas de la izquierda.
Macciocchi encontró en el marxismo
recursos para una teoría feminista del fascismo, especialmente en Antonio
Gramsci, y en la tradición psicoanalítica, sobre todo en Wilhelm Reich. La
donna “nera”. “Consenso” femminile e fascismo, obra publicada en 1976, se
destaca por ser uno de los pocos textos de la larga historia del
freudismo-marxismo que estuviese impulsado por una agenda y unos objetivos
feministas. Para Macciocchi, el psicoanálisis proporcionaba la explicación del
consentimiento de las mujeres al fascismo, en el cual veía una forma de
masoquismo femenino y de irracionalismo de masas. Cualesquiera que sean los
límites de ese razonamiento, Macciocchi planteó una cuestión primordial de la
política como una pregunta para las mujeres en particular y sobre ellas: ¿Por
qué luchan las mujeres por su servidumbre como si fuera su salvación? ¿Cómo
llegan las mujeres a desear su propia dominación e incluso a defenderla hasta
la muerte? ¿Cómo se construye la propia feminidad en torno a esa extraña
pulsión de muerte?
Sólo unos años más tarde, en 1979, la
feminista radical Andrea Dworkin publicó «The Promise of the Ultra-Right», que
se convertiría en el primer capítulo de Right-Wing
Women. The Politics of Domesticated Females, obra en la que se proponía
mostrar cómo el «conservadurismo de movimiento» en Estados Unidos había
conseguido movilizar a las mujeres en cuanto mujeres en beneficio de
la supremacía masculina.
Aunque no era marxista ni freudiana, y su libro resalta por la ausencia de
referencias a esas arraigadas tradiciones, Dworkin se hace eco de Macciocchi
cuando el papel de las mujeres en la movilización de la derecha, centrándose
específicamente en el caso estadounidense, sin duda diferente de los
movimientos de Italia y América Latina estudiados por Macciocchi.
Por otro lado, Dworkin veía en el apoyo de las mujeres blancas a la extrema
derecha un cálculo mayorimente racional, muy al contrario de las ideas de
Macciocchi sobre el instinto y el irracionalismo. Pero también Dworkin insiste
en que la política sexual de la derecha es la clave de su éxito y hace hincapié
en el poder de mujeres como Anita Bryant, Ruth Carter Stapleton y,
especialmente, Phyllis Schlafly a la hora de movilizar el apoyo de las mujeres
a su propio servilismo y condición de segunda clase, preferible, después de todo,
a no tener ningún estatus. Al igual que Macciocchi, Dworkin apunta al culto a
la feminidad que afianza al supremacismo masculino en el corazón de las mujeres
conservadoras, así como en el de los hombres. También considera que el
«antifeminismo femenino» es una potente fuerza política, a menudo descuidada y
fácilmente incomprendida. Ambas pensadoras tratan la institución y la ideología
de la familia patriarcal como caldo de cultivo del fascismo.
La coyuntura contemporánea arroja
nueva luz sobre esos viejos textos y sobre la imagen del «antifeminismo
femenino» que se desprende de ambos. Empiezo por Ashli Babbitt precisamente
porque no era la típica ama de casa de la lista de correo de Eagle Forum. Tampoco era
la Madonna doliente que veía Macciocchi en las raíces de los movimientos
fascistas. No encarnaba ni la feminidad tradicional ni la mítica. De hecho,
Ashli era como uno más del grupo. Veterana de las guerras en Iraq y
Afganistán, había servido durante catorce años en las Fuerzas Aéreas de Estados
Unidos, cuatro en el servicio activo, dos como reservista y otros seis en la
Guardia Nacional. Se licenció del ejército en el escalafón inferior de mando,
con algunas medallas por su servicio, pero antes de tener derecho a una pensión
completa. En las fotografías que circularon tras su muerte, encarna la
sexualidad marimacho y bronceada de una sociedad (y un ejército) sexualmente
integrados: coleta, gorra roja de MAGA, camisetas sin mangas, uniforme, gafas de
sol, shorts de jeans, banderas estadounidenses, en pose flexionada. Ashli se
divorció y se volvió a casar, no tenía hijos, y vivía con su segundo marido y
la novia de éste en lo que, según los tabloides, era un «trío» pero que, en
cualquier caso, no era del todo convencional. Su cuenta de Twitter indica que
en una ocasión votó por Barack Obama pero que se «radicalizó» a causa del
intenso odio que sentía por Hillary Clinton. Encontró otros blancos en Nancy
Pelosi, Maxine Waters y Kamala Harris. Fue una novedosa cepa de «antifeminismo
femenino» la que se apoderó de Babbitt, concentrada en reacción contra las
líderes del Partido Demócrata. En el momento en que se fue al Capitolio a
protestar, era la propietaria de una tienda de suministros para piscinas en los
suburbios de San Diego, en quiebra el negocio, y ella muy endeudada. En la
puerta de la tienda había un letrero que decía «Zona autónoma libre de
máscaras» en protesta contra las restricciones estatales por la Covid-19. Más
abajo, el letrero decía: «Aquí nos damos la mano como los hombres.»
Si antaño la «ultraderecha» (el
término es de Dworkin) prometía a las mujeres blancas la seguridad y la
protección de la domesticidad patriarcal, hoy ofrece algo más, algo más
inmediatamente transgresor, más sensible a los impulsos destructivos y a las
fuerzas antisociales y más próximo a la igualdad que rechaza y a la libertad a
la que renuncia. Ofrece a las mujeres blancas un relato de su infelicidad y un
terreno afectivo en el que expresar su rabia.
Schlafly y otros «conservadores de movimiento» pregonaron en su día «el poder
de la mujer positiva», pero la derecha actual comprende el poder y la potencia
de lo negativo. Se deleita con la ira de las mujeres blancas y alimenta su
resentimiento. Alienta su agresividad. Y esto, me atrevería a sugerir, es
al menos parte de su atractivo. No se trata simplemente de proteger sus propios
intereses (como mujeres blancas, mujeres pequeñoburguesas, mujeres de
ciudadanía estadounidense), ni siquiera de desear propiamente la dominación,
sino de acceder a los placeres del afecto y la agencia «masculinos». Privilegio
reservado sólo a algunas mujeres, todo lo cual es parte del asunto y es también
una forma de «antifeminismo femenino» y a la vez un reflejo del feminismo
neoliberal al que se opone, otra versión degradada del tenerlo todo, donde
en lugar de la carrera empresarial y la familia reproductiva heterosexual, las
mujeres pueden acceder al entrenamiento de combate, la tenemcia de fusiles
AR-15, la sexualidad poliamorosa, el conspiracionismo y, sobre todo, una
apariencia de poder a falta de ningún poder real. Algunas mujeres quieren
sentarse a la mesa de los consejos de administración. Otras quieren estar en el
ojo del huracán.
Ocean Beach, el barrio «bohemio» que
Babbitt consideraba su hogar, está a unas cuarenta millas de Camp Pendleton,
una de las mayores bases del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. El ejército,
la playa y la frontera son las instituciones más poderosas de San Diego y dan a
la región su peculiar cultura política. Desde hace varias décadas, la extrema
derecha ha adoptado una estrategia deliberada para infiltrarse en el ejército
estadounidense. Y el sur de California ha sido durante mucho tiempo un
hervidero de supremacistas blancos y de actividad de bandas de cabezas rapadas.
Pero no parece que Babbitt formara parte de ese ambiente, ni siquiera que se
radicalizara durante su servicio en las Fuerzas Aéreas. Lo más probable es que
se formara, como millones de otras personas, en los rangos inferiores del
aparato de seguridad estadounidense, moldeada por la política local de una
frontera nacional a sólo veinticinco millas de su casa, y que girara hacia la
extrema derecha por su propio «sentido común» y su comunidad. Las mujeres
constituyen alrededor del 15 % del ejército estadounidense, donde se ven
sometidas a escandalosos niveles de acoso y agresión sexuales. El ejército es
también donde las mujeres aprenden a «dar la mano como los hombres» y a
participar en los rituales de violencia de género a que se ven sometidas de
forma rutinaria.
El retrato del masoquismo femenino
que nos presenta Macciocchi no puede plasmar las complejidades de una Ashli Babbitt.
Y la representación que hace Dworkin de las mujeres de derecha no capta nada
del irracionalismo, para el que el psicoanálisis sigue siendo nuestro mejor
vocabulario teórico disponible. No obstante, ambas pensadoras están muy en
sintonía con lo que Horkheimer y Adorno describen como el «fascismo potencial»
latente en nuestras instituciones, así como la dinámica de fascistización,
por utilizar la muy útil terminología de Ugo Palheta, que aprovecha ese
potencial.
Ambas ven en el sexo un instrumento clave de la fascistización.
Palheta define la fascistización como
«todo un periodo histórico» y un proceso que prepara a una determinada
población para el fascismo.
A ese respecto, percibe «dos vectores principales»: «el endurecimiento
autoritario del Estado y el auge del racismo».
Creo que merece la pena reflexionar sobre ese endurecimiento autoritario del
Estado en relación con el endurecimiento de la personalidad que implica la idea
reichiana de «armadura de carácter». A un nivel incluso más básico, sin
embargo, ¿podemos hablar de fascistización sin hablar de sexo? ¿Estaremos en
condiciones de comprender el fascismo de nuestro tiempo y cómo se relaciona con
los fascismos del pasado? ¿Entenderemos cómo la misoginia en línea se convierte
en droga de iniciación para la extrema derecha, cómo el mundo de los activistas
por los derechos de los hombres, los ligones, los MGTOW que se dedican a
provocar y los «célibes involuntarios» se solapa con el de los supremacistas
blancos, las milicias y los proud boys, o incluso el
hecho de que un episodio relativamente menor como el #gamergate pueda
describirse de forma plausible como uno de los acontecimientos inaugurales de
la era de Trump? ¿Reconoceremos en el mito del «Gran Reemplazo» una apuesta por
el control de la sexualidad de las mujeres, así como el pánico racista y
culturalista? O, para subrayar aún más lo que quiero decir, si no vemos en el
sexo un instrumento de fascistización, ¿podemos comprender a las antivacunas, a
las madres que hacen yoga y a las gurús del bienestar que forman parte del
resurgimiento de la nueva derecha, o cómo la conspiración Q-anon moviliza los
temores de las mujeres por sus hijos? ¿Podemos percibir cómo la política del
#MeToo —que coloca a algunas en la posición de víctimas de las insinuaciones
sexuales no deseadas del jefe, a otras en la de esposa del jefe y a otras en la
de madres que esperan que sus hijos pequeños crezcan para llegar a ser jefes—
da forma al momento actual? ¿Podemos explicar la manera en que un movimiento
relativamente marginal como #tradlife se relaciona con el proyecto político más
amplio de antifeminismo en la derecha? ¿Podemos escuchar sus ecos más tenues
entre la izquierda intrigada por el fascismo («fash-curious») o socialista
tradicional («trad-socialist»)? ¿Podremos comprender una situación política en
la que las feministas radicales trans excluyentes (TERF) hacen el trabajo de
los fundamentalistas religiosos y los nacionalistas culturales? ¿Comprenderemos
por qué la liberación trans no es sólo un proyecto feminista sino también
antifascista?
Lo que tanto para Macciocchi como
para Dworkin resultaba novedoso en los movimientos reaccionarios que
observaban, a saber, la movilización del «antifeminismo femenino» en defensa de
la dominación masculina, podría parecer en cambio una estrategia en permanente
estado de evolución de la derecha. Resulta sorprendente que ni a Macciocchi ni
a Dworkin se les preste hoy mucha atención en los debates sobre el fascismo,
especialmente cuando a estas alturas parece que se hubiese releído a todos los
pensadores importantes del siglo como si hubieran predicho ese acontecer.
Es como si la izquierda no supiera aún cómo hablar de las mujeres y de la
derecha, lo que trae como consecuencia que no sepa cómo luchar por la
liberación que exige el feminismo.
2.
Para nada es obvio que Macciocchi y
Dworkin puedan ser objeto del mismo análisis. Escribieron en contextos
nacionales e históricos diferentes, sostuvieron ideas muy diferentes sobre la
historia y la sociedad y promovieron políticas feministas diferentes y se las
vieron con movimientos reaccionarios igualmente diferentes. También adoptaron
posturas opuestas sobre la compatibilidad, en última instancia, de marxismo y
feminismo y sobre los usos del psicoanálisis para la política feminista.
Macciocchi, hija de padres antifascistas que vivían en la región del Lacio,
nació en el mismo año en que Mussolini tomó el poder. Se convertiría en una
periodista consagrada y en una política electa, aunque su temprana teoría
crítica del fascismo, en la que se fusionaban razonamientos marxistas,
feministas y psicoanalíticos, permanece en la oscuridad y, en su mayor parte,
olvidada. Fue miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) y seguidora de
Gramsci y expuso sus ideas ante el público francés en París y Argel; ideas que
tuvo que defender de sus críticos, entre ellos Louis Althusser. Su
correspondencia con Althusser, de finales de los sesenta, resultó en un
distanciamiento considerable respecto del PCI.
Un década después, la expulsaron del partido por su apoyo al maoísmo y a la
Revolución Cultural. Más tarde, tras conocer al Papa Juan Pablo II, adoptó
posiciones alineadas con la Iglesia y sus enseñanzas.
Si bien de algún modo esa tardía
«conversión» no deja de causar asombro, también es cierto que en ningún momento
Macciocchi dejó de postular que la Iglesia y la religión ocupaban el centro de
la vida política italiana. Ya en La donna “nera” había sostenido que el
mito católico de la sexualidad femenina —la madre virgen como contraimagen de
la puta lastimera— proporcionaba la base ideológico-psicológica del fascismo.
Mussolini entró en un terreno político ya asentado y considerablemente moldeado
por instituciones e ideologías conservadoras. Y en ese terreno movilizó a las
mujeres, mujeres que habían perdido a sus hijos y hermanos en la guerra y que
anhelaban una política que valorase y venerase la muerte. Según Macciocchi, en
los cimientos del fascismo yace una «feminidad martirizada, perniciosa y
necrófila».
Aunque de vez en cuando caiga en una visión simplista de las mujeres como
«instintivamente» sumisas y propensas a lo irracional, gran parte de su
análisis se centra en lo que los críticos contemporáneos han denominado el
«culto de la muerte» del fascismo y en las formas en que las mujeres asumen la
«armadura de carácter» del fascismo, idea esta última que había tomado de
Wilhelm Reich, quien trató el ascenso del fascismo como una enfermedad de
represión sexual, inhibición y ansiedad.
Al igual que otros en la tradición freudiano-marxista, Macciocchi vio en el
fascismo una especie de irracionalismo de masas, que afligía a las mujeres de
formas peculiares. Encontró en el psicoanálisis las herramientas para explicar
cómo un proyecto agresivamente masculinista obtenía su apoyo más fiable entre
las mujeres, incluso entre aquellas que acabarían siendo sus víctimas.
La idea básica, según Macciocchi, era
que en todo análisis marxista había que estirar un poco las cosas a
la hora de abordar la política sexual del fascismo. Macciocchi pone de relieve
el hecho de que a las trabajadoras les fue miserablemente bajo el régimen de
Mussolini. Los salarios de las mujeres disminuyeron hasta en un cincuenta por
ciento. A las mujeres se las cesanteaba, especialmente en las profesiones
liberales, y se les prohibía ejercer la medicina, enseñar en determinadas
instituciones y estudiar ciertas materias. La autonomía y la agencia
reproductivas de las mujeres se vieron gravemente limitadas. Hasta se las
despojó de sus pertenencias en oro; por ejemplo, el 18 de diciembre de 1935,
cuando Mussolini proclamó El Día de la Fe y pidió a las esposas
italianas que entregaran sus anillos de boda al Estado. Había transcurrido
apenas un mes desde que la Sociedad de Naciones impusiera sanciones a Italia
por la invasión de Etiopía, por lo que el régimen estaba desesperado por
conseguir dinero y recibir muestras de apoyo. Solamente en Roma, los fascistas
colectaron cientos de miles de anillos. En Milán, casi otros tantos. Incluso en
Nueva York, Filadelfia y Chicago, miles de mujeres enviaron oro al Duce: se
estima que el gobierno italiano recaudó hasta 100 millones de dólares en
concepto de artículos de oro entregados por mujeres de todo el mundo. A cambio,
las mujeres recibían pequeños anillos de hierro que llevar en lugar de sus
alianzas, a veces grabados con la firma de Mussolini. Se utilizaban en las
ceremonias de segundas nupcias, para cimentar el segundo matrimonio de una
mujer con el Estado, en lo que Macciocchi veía un «matrimonio místico bajo el
signo de la Muerte (la guerra) y el Nacimiento (las cunas)».
Bajo el fascismo, empeoraron las condiciones materiales de las mujeres, cuyo
apego al régimen, no obstante, era indefectible. La vida cotidiana estaba
ensombrecida por la muerte. Mussolini hablaba de «ataúdes y cunas» y exaltaba a
las mujeres como guardianas eternas de la vida y la muerte. El psicoanálisis
podría dar cuenta de los elementos del mito fascista que despiertan nuestras
pulsiones psicológicas más profundas.
Pero hasta en el propio psicoanálisis
hubo que estirar un poco las cosas para dar cuenta del mito de la
sexualidad femenina en el centro del inconsciente fascista. El acoplamiento y
la amalgama de la vida y la muerte en el inconsciente fascista estaban, para
Macciocchi, poderosamente moldeados por las instituciones concretas de la
Iglesia y la Familia. El fascismo no fue una ruptura con la tradición, sino su
veneración hueca y su activación instrumental. «La plaga “emocional” del
fascismo se propaga a través de una epidemia de familismo» que exige a las
mujeres que se entreguen «a aquel que blande el látigo».
El fascismo es una forma específica de conquistar las calles, pero nace en el
aparato familiar. A pesar de sus diferencias con Althusser («un profesor ahí,
desde su cátedra parisina»), Macciocchi también readapta sus conceptos más
significativos y, así, escribe: «las ideas que dominan los pilares del aparato
ideológico del Estado, gracias a las fuerzas conjuntas del capitalismo y del
fascismo, giran en torno al familismo, el antifeminismo, el patriarcado».
Esas ideas son las «prácticas rituales» a través de las cuales las mujeres «aceptan
voluntariamente los “atributos regios” de la feminidad y la maternidad».
Ideas que se ven reforzadas, por ejemplo, por «las cuatro encíclicas papales
que […] se han promulgado contra las mujeres y su trabajo, con el fin de no
exigirles otra cosa que la procreación, y, como consecuencia, desautorizar su
recurso al divorcio, las píldoras anticonceptivas, el aborto, etc.». La
cuestión es que las instituciones y sus ideologías construyen la «armadura de
carácter» de la feminidad de la que depende el fascismo. La idea de «armadura
de carácter» propuesta por Reich era en sí misma una reconstrucción freudiana
de la idea marxista de Charaktermaske y remitía a las capas
endurecidas de la subjetividad que se forman en defensa contra el dolor y el
desagrado, endémicos en el patriarcado capitalista.
El fascismo llegaba a las mujeres a través de la «armadura de carácter» de la
feminidad, que aquellas confundían con el poder.
Andrea Dworkin no era marxista, ni
creía que el feminismo pudiera sujetarse al marxismo. Macciocchi había hecho la
crítica de una «ultraizquierda infantil» que creía que la revolución obrera
resolvería el problema de la opresión sexual. Y cuestionaba a la izquierda no
sólo por su énfasis en la producción a expensas de la reproducción, sino por un
fascismo a la inversa que pretendía depurar de la política las luchas por la
reproducción. Aun así, Macciocchi había creído en el matrimonio feliz entre
marxismo y feminismo. Dworkin es hija de su divorcio. Parte de la polémica que
sostiene en Right-Wing Women es que, por desgracia, era la derecha
—y no la izquierda— la que se había tomado en serio las
preocupaciones de las mujeres, aunque en esa categoría se incluyera sólo a las
mujeres blancas, de clase media, cristianas y heterosexuales y no se les
ofreciera otra cosa que la falsa «seguridad» del hogar y un lugar
subordinado en su seno.
El psicoanálisis tampoco le ofrecía a Dworkin gran cosa. Su sujeto normativo
era masculino y su lugar de formación era la familia patriarcal. Lo que es más
importante, para Dworkin, los conflictos sexuales que producen las
personalidades de hombres y mujeres no son tan profundos, como
sugiere la idea freudiana del inconsciente. Todo ese sexo y esa muerte están,
de hecho, ahí mismo, en la superficie.
Al igual que Macciocchi, Dworkin veía
en las instituciones e ideologías religiosas conservadoras un punto de contacto
clave entre el conservadurismo tradicional y una extrema derecha activada.
Construyó un perfil de las mujeres sureñas conservadoras de origen bautista y
católico en el que se mostraba cómo el uno y la otra intentaba convencer a las
mujeres del precio que debían pagar por los privilegios de la protección
masculina. Algunas de esas mujeres creían profundamente en la supremacía
masculina. Otras eran más estratégicas en su orientación. Ninguna más que la
propia Schlafly, «poseída por Maquiavelo, no por Jesús» y singular entre las
mujeres de derecha por su astucia y fuerza[20].
Vale la pena citar in extenso lo que sobre Schlafly escribe Dworkin:
A diferencia de la mayoría de las
demás mujeres de derecha, Schlafly, en su producción escrita y oral, no
reconoce haber experimentado ninguna de las dificultades que desgarran a las
mujeres. En opinión de muchos, su implacabilidad como organizadora queda mejor
demostrada por su demagógica propaganda contra la Enmienda de Igualdad de
Derechos, aunque también se pronuncia con elocuencia contra la libertad reproductiva,
el movimiento feminista, el gobierno intervencionista y el Tratado del Canal de
Panamá. Sus raíces, y tal vez su propio corazón, están en la vieja derecha,
pero dejó de ser una desconocida para toda audiencia de conideración sólo
cuando emprendió su cruzada contra la Enmienda de Igualdad de Derechos. Es
probable que el objetivo que ambiciona sea valerse del voto de las mujeres para
alcanzar los más altos escalones del liderazgo masculino de derecha. Puede que
aún descubra que es una mujer (tal como entienden el significado de la palabra
las feministas), ya que sus colegas masculinos se niegan a dejarla escapar del
gueto de las cuestiones femeninas y situarse al más alto nivel. En cualquier
caso, parece capaz de manipular los temores de las mujeres sin experimentarlos.
De ser ese realmente el caso, semejante talento le proporcionaría un
inestimable y despiadado desapego como estratega resuelta a convertir a las
mujeres en activistas antifeministas. Precisamente porque las mujeres han sido
entrenadas en el respeto y la obediencia a quienes las utilizan, Schlafly
inspira pavor y devoción en las mujeres que temen verse privadas de la forma,
la protección, la seguridad, las normas y el amor que promete la derecha y de
los que las mujeres creen que depende su supervivencia.
Schlafly aparece, en este caso, como
una amaestradora de «hembras domesticadas» (el término, una vez más, es de
Dworkin), capaz de manipular los temores de las mujeres precisamente porque las
mujeres domesticadas están entrenadas para seguir a quienes las utilizan. Lo
que Schlafly ofrece a las mujeres es la promesa de un mundo en que permanezcan
seguras y protegidas. Una promesa basada en la visión «maquiavélica» de que se
trata de «un mundo de hombres» y de que es tarea de las mujeres asegurarse un
lugar en él. Para Dworkin, esa promesa suponía la admisión indirecta de un
mundo que, para las mujeres, era una zona hostil de guerra. En lo que
Macciocchi llamaba la «armadura de carácter» de la feminidad, Dworkin veía el
instinto de supervivencia. No había en ello nada irracional.
También Dworkin es una figura
complicada. Su cruzada contra la pornografía parece ahora un desastre total y
tal vez la derrota política de mayores consecuencias para el movimiento
feminista en los últimos cincuenta años. Sus escritos se han convertido en
justificado blanco de críticas por su descuido de los poderes y privilegios que
hacen que las mujeres blancas tengan una importante participación en la
supremacía blanca. Si bien es cierto que no se ocupa de ese tema, también lo es
que el postulado fundamental de Right-Wing Women es que algunas
mujeres tienen en la supremacía masculina importantes intereses que defender.
Dworkin reconoce que el «antifeminismo femenino» toma forma en la oposición a
los intereses de las mujeres negras, lesbianas, trans, pobres: todo tipo de
mujeres que no tienen a su disposición las protecciones de la familia
patriarcal. La cuestión, para Dworkin, no era por qué algunas mujeres luchaban
por su servidumbre como si fuera su salvación. La cuestión era si el feminismo
tenía algo que ofrecer a las mujeres más allá de un acuerdo negociado con la
supremacía masculina.
Consideradas de conjunto, Macciocchi
y Dworkin restituyen el sexo al centro de nuestros debates actuales sobre el
fascismo y la derecha. Por su propia autorrepresentación, el fascismo pretende
ser una alternativa genuina a la izquierda y la derecha, un proyecto
«posideológico» dirigido a restaurar la unidad y la grandeza de la nación. Lo
cierto, y lo que Macciocchi y Dworkin ven con tanta claridad, es que la extrema
derecha activa las instituciones conservadoras (la iglesia, el ejército, la
familia) y afirma los valores burgueses («la supervivencia del más fuerte») a
fin de impulsar un programa autoritario. Más allá de esto, ambas tratan el sexo
como un vector primario de fascistización.
La fascistización se refleja no sólo
en el éxito electoral de los partidos de derecha, sino también en la
normalización de la violencia no ordinaria y la crueldad cotidiana, el aumento
espectacular de la desigualdad económica, la desublimación represiva de la
rabia y del resentimiento colectivos, el asalto a la democracia participativa a
todos los niveles y el fortalecimiento de un régimen racial de terror de
Estado. En Estados Unidos, concretamente, la fascistización se refleja en la
letal conjugación de guerra imperialista y agitación nacionalista, en el papel
decisivo de instituciones antidemocráticas (el colegio electoral, las tácticas
obstruccionistas en el Congreso, los tribunales, el propio Senado) a la hora de
determinar quién ostenta el poder, en la desmesurada influencia política del
nacionalismo cristiano y la ortodoxia católica, en los amplios poderes
discrecionales otorgados a unas fuerzas policiales altamente militarizadas, en
el poder no regulado de las empresas de medios sociales para lucrar con la
venta de nuestros «datos» y difundir desinformación, en la movilización de
milicias extraparlamentarias, en las frecuentes mascares a tiros en escuelas,
lugares de culto, clubes nocturnos, cafeterías, salas de prensa, estudios de
yoga y centros comerciales. Estados Unidos ha sido un hervidero de violencia
armada y terror policial durante toda su historia, pero esa violencia y ese
terror han terminado por convertirse en rasgos definitorios de la cultura
estadounidense. Estados Unidos es el mayor traficante de armas del planeta, en
cuyas manos reposa el control de casi el 40 % de la cuota del mercado mundial,
por lo que su gobierno y su economía se engrasan con la violencia que exporta a
todo el mundo. No se trata de acontecimientos «posideológicos», sino de
acontecimientos que apuntan a la escalada y la intensificación de un dilatado
proyecto ideológico. Ese proyecto está conformado por la pérdida real
o aparente de poder, lo que Wendy Brown ha descrito como un supremacismo
masculino blanco agraviado que está «herido sin estar destruido» y que, por
tanto, depende de las mujeres de una forma nueva.
3.
¿Qué tiene que ver, ain embargo, todo
esto con Ashli Babbitt? ¿Y qué tienen que ver Macciocchi y Dworkin con
Babbitt, uno más del grupo, cuyo acceso a instituciones históricamente
masculinas se basó en los ambiguos logros del movimiento feminista, cuya
caídaen el conspiracismo Q-anon comenzó por el odio que llegó a sentir por
mujeres de poder como Clinton y Pelosi, cuya protesta política pequeñoburguesa
asumió un tono explícitamente de género? Aquí nos damos la mano como los
hombres es una fantasía de agencia y poder, una fantasía de participación
en el contrato social-sexual, una fantasía de acceso a la intimidad homosocial
y a sus secretos, una fantasía de hermandad y pertenencia. Es una fantasía
trans que no puede reconocerse como tal, pero que, extrañamente, también admite
su fracaso. Como los hombres. Como los hombres que rodearon a Babbitt en
el Capitolio, los que la ayudaron a subir y atravesar los cristales rotos y los
que se arremolinaron a su alrededor después de que cayera al suelo. ¿Quiénes
eran esos hombres? ¿No era Babbitt más que un hombre a la hora de su
muerte?
El martirio de Ashli Babbitt subraya
el argumento de Macciocchi sobre la presencia de una «pulsión de muerte» en la
raíz del fascismo y sus peculiares expresiones en las mujeres. Del mismo modo
que confirma la premonición de Dworkin de que las nuevas mujeres de derecha
serían producto del movimiento feminista al que se oponen. El concepto y la
crítica del feminacionalismo son importantes, pero son insuficientes para las
complejidades de esa situación. Desde un ángulo diferente, Moira Weigel acuña
el término «Personalidad autoritaria 2.0» para aquellas partes de la derecha
que han encontrado su hogar en Internet y entre los poderosos actores de
Silicon Valley.
Weigel muestra cómo esos actores, moldeados por la Gran Tecnología y receptivos
a las condiciones materiales del capitalismo de plataformas, han absorbido
elementos de la contracultura de los años sesenta y sus ideas sobre la
libertad. «AP 2.0» no es un programa para la movilización de las masas, como lo
fue en su día el fascismo. Es la identificación algorítmica y la agitación de
nichos de mercado de consumidores. Weigel, brillante historiadora de los medios
de comunicación, se mantiene alerta a la dinámica de género que aflora por
doquier en Internet y a la manera en que las tecnologías mediáticas han
moldeado nuestras vidas sexuadas fuera de Internet, pero en no poca medida deja
intacta la política sexual de «AP 2.0».
Macciocchi advirtió de que el hecho
de no tomarse en serio el «antifeminismo femenino» significaba que la izquierda
carecía de la claridad política y el compromiso feminista necesarios para
derrotarlo. A Dworkin le preocupaba que la derecha se dirigiera a las
preocupaciones de (algunas) mujeres, mientras que la izquierda se distanciaba
del movimiento feminista.
La coyuntura actual, marcada por la muerte y la enfermedad en masa, la
eflorescencia afectiva en torno a los nuevos medios de comunicación, la
redomesticación del trabajo femenino y el nuevo familismo del periodo
neoliberal, producirá sus propias formas de «antifeminismo femenino» en todo el
espectro político. Quienes se hayan educado en la tradición feminista oirán la
«máquina de resonancia» que produce a las Bruenig y a
las Barret,
junto con las Babbit. En momentos en que Europa contiene el aliento ante la
posible elección de Marine Le Pen, la hija del fascismo en Francia —y ello
después de que la propia ministra de Educación Superior del presidente Macron,
Frédérique Vidal, declarara que la «teoría de género» formaba parte de lo que
llamó una amenaza «islamo-izquierdista» contra la República—, tendremos que
volver a examinar una vez más esas cuestiones. Y redescubrir que todo auténtico
antifascismo, en la teoría y en la práctica, requiere una política feminista
militante.
Robyn Marasco es Profesora asociada en el Departamento de
Ciencias Políticas de Hunter College y miembro del profesorado del Departamento
de Estudios de la Mujer y de Género del Centro de Graduados de la Universidad
de la Ciudad de Nueva York.
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