Fuente: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2025/04/nueva-derecha-viejos-experimentos2/
Muy lejos de la mirada triunfalista
de los funcionarios del gobierno y analistas cercanos, la situación económica
argentina, a más de un año de la asunción de Javier Milei, es tremendamente
frágil. Aunque políticamente el gobierno intentará defenderse con la baja de la
inflación respecto al descalabro macroeconómico que supuso la administración de
Alberto Fernández, lo cierto es que los costos económicos, productivos y
sociales se acumulan sin parar.
Al mismo tiempo, las inconsistencias
de la política cambiaria pueden costarle a Milei inclusive sus más
irrenunciables banderas. Las bases del apoyo político al gobierno argentino, a
su vez, han entrado en debate como nunca antes a partir de sucesivos episodios
ocurridos en los primeros meses de 2025: la estafa con criptomoneda $Libra,
decisiones inconstitucionales como la designación por decreto de jueces de la
Corte Suprema —ahora rechazados— y la voluntad de eludir al Congreso en el
acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
Aunque no se puede anticipar qué pasará,
la historia nacional es rica en escenarios como el actual, al punto que el
ministro de Economía Luis «Toto» Caputo repite como un mantra que «esta vez es
diferente». Pero antes de analizar los riesgos del modelo ensayado conviene
detenernos a observar cómo se llega hasta aquí en materia económica y qué asoma
en el horizonte próximo, para a partir de allí debatir las posibilidades del
proyecto económico de Milei (que, a pesar de formar parte de la internacional
de la ultraderecha, es un caso bastante particular).
Los quince meses ya transcurridos
Aunque poco del proyecto económico
que Milei anunció en campaña terminó siendo plasmado por el gobierno —y uno no
puede más que respirar aliviado por esa estafa electoral—, sí es un buen punto
de partida para ver el rol que viene a cumplir y cuál es la alianza política
que permitiría darle carácter estructural a esta avanzada de la derecha.
De la dolarización inmediata y el
cierre del Banco Central, de no hacer tratos con «comunistas» (por China) a
tantas barbaridades más, lo que surge claramente es el eje de reestructuración
social que busca: eliminar cualquier regulación o institución que limite la
operación del capital, liberando a los poderosos para perseguir sus intereses
individuales a costa de la población. Así, la sociedad argentina quedaría
partida en tantos fragmentos como demandas insolventes existieran, en un
escenario en el que el empleo precario y los bajos sueldos involucran a la
mayoría de la población.
En pocas palabras, y como se intentó
en otros experimentos similares, se trata de desestructurar las relaciones
económicas para romper el piso de comunidad, bienestar y resistencia que aún
conserva la sociedad argentina. La novedad quizá reside en la gravedad del
deterioro político y social previo, tanto en lo específicamente económico como
en su expresión política, que habilitó el apoyo popular a este experimento y
desarticuló cualquier respuesta inmediata.
El programa inicial de Milei y Caputo
tuvo poco de original: un plan de ajuste ortodoxo tradicional. Una devaluación
y un ajuste fiscal brutales, reducción de subsidios y liberación de precios.
Algunos plantean que existe un matiz heterodoxo por la continuidad de los
controles cambiarios —y la pauta de devaluación mensual del 2%— pero simplemente
decidió extender la situación heredada porque la alternativa era una
devaluación aún más descontrolada y posiblemente una hiperinflación. Por su
parte, en la faceta fiscal, el ajuste se concentró en el pago de jubilaciones
(aprovechando la actualización rezagada del esquema vigente en ese momento), la
paralización de la obra pública y la reducción de salarios y empleo estatal.
En conjunto, la devaluación inicial,
la liberación de precios y la suba de tarifas generaron una aceleración
inflacionaria muy importante (llegando al 25% mensual) con efectos devastadores
sobre el poder adquisitivo de salarios y jubilaciones, una aguda recesión y el
acelerado crecimiento de la población por debajo de la línea de pobreza.
A pesar del latiguillo del gobierno
de «no la ven», el desempeño de la economía argentina durante los primeros
meses fue el predicho en base a experimentos similares anteriores. Una
reducción de la inflación impulsada por la recesión y la creciente baratura del
dólar que contiene los precios de los bienes. De manera contemporánea, el
manejo de los pagos externos (se forzó el pago en cuotas de las importaciones y
se emitió deuda para reducir la deuda comercial) y la recesión permitieron al
Banco Central adquirir reservas, todo lo cual permitió al gobierno recuperar
cierto control sobre las variables clave y detener la caída de la actividad
económica.
A partir de allí, ya entre mayo y
agosto de 2024, el reacomodamiento de la economía, la paulatina baja de la
inflación y el nivel al que había llegado el tipo de cambio real empezaron a
generar presión en los mercados financieros. Nuevamente, todo lo esperado dado
el programa implementado.
Lo que cambió la dinámica en la
segunda mitad de 2024 en materia financiera y estabilidad cambiaria fue el
generoso «blanqueo de capitales», cuyo objetivo no era la recaudación
tributaria sino dotar de liquidez en dólares al sistema bancario argentino. A
partir de esos «argendólares» se dispararon operaciones de préstamo y emisión
de bonos del sector privado que, por regulación, se liquidan en el mercado
cambiario y se consolidan como una fuente adicional de divisas.
Con esa oferta adicional se
postergaron las preocupaciones sobre la insostenibilidad del esquema cambiario,
particularmente el valor del dólar, lo que habilitó —intervención mediante— una
baja de los dólares financieros, de la inflación y una magra recuperación
económica, aunque con escaso impacto laboral y salarial y muy concentrada en el
mejor segmento del mercado laboral (vaya paradoja para los opositores de la
regulación laboral, los asalariados registrados del sector privado).
En los primeros meses de 2025 la
calma financiera comienza a desdibujarse nuevamente. El creciente atraso del
dólar comienza a generar efectos importantes en el sector externo donde el superávit
comercial se reduce y la cuenta corriente se vuelve negativa, dificultando
acumular reservas. El financiamiento privado basado en el blanqueo parece haber
agotado su impulso.
Todo esto retroalimenta las dudas
sobre el nivel del dólar, rompiendo el ciclo virtuoso de la última parte de
2024. De esta situación, el gobierno intenta salir reeditando un esquema de
fomento de las exportaciones agropecuarias por vía de la reducción de los
impuestos a la exportación (similar al esquema introducido por Massa) e
intentando acelerar las negociaciones con el FMI.
En otras palabras, vuelven a aparecer
las dudas sobre el esquema cambiario del año pasado (pero con peores datos
objetivos) y sobre las dificultades del gobierno para sostenerlo al menos hasta
las elecciones legislativas pautadas para fines de octubre. Las últimas
declaraciones de economistas cercanos al gobierno o del propio ministro han
disparado la volatilidad y la pérdida de reservas, mostrando los límites claros
que tiene el esquema macroeconómico actual. Límites que el contexto
internacional complejo y las decisiones de Trump no han hecho más que empeorar.
Perspectivas del programa económico y
sus efectos sociolaborales
Más allá de los claros daños que el
gobierno de Milei está infringiendo sobre la población en todo ámbito, el mayor
peligro sería que logre consolidar su proyecto político. Solo allí el escenario
actual pasaría de ser una coyuntura nefasta a una nueva etapa. Y mucho de ello
se juega en la capacidad de sostener económicamente su plan a corto plazo y
superar exitosamente las elecciones de 2025 y su intento de reelección en 2027.
Tomando las políticas implementadas
hasta aquí y las declaraciones del equipo de gobierno, es de suponer que los
rasgos básicos de la política económica actual serían el patrón de lo que
consideran correcto. Salvo por las restricciones cambiarias, no hay argumentos
que separen la coyuntura del proyecto estructural. Así que en caso de ser
exitoso, lo actual se proyectará a futuro.
Una primera certeza de la actualidad
es que el gobierno está más fuerte políticamente (gracias a diversos «donantes
de gobernabilidad» que plagan las instituciones y la orfandad política de la
mitad de la población que se expresa contraria a este gobierno) de lo que su
modelo económico le permitiría, porque este claramente no exhibe un éxito
rutilante ni ha logrado derramar riquezas —nunca lo hace— y mucho menos
garantizarse el éxito futuro.
Ahora bien, ¿cuál es ese proyecto en
lo económico? A rasgos generales, se trata de una economía comercial y
financieramente abierta con un dólar atrasado y un mercado laboral precarizado,
en la que el Estado concentra su interés en los aspectos represivos y abandona
cualquier prestación de servicios a la comunidad. Si hubiera que buscar un
paralelismo, lo más cercano sería pensar en una Argentina de los años noventa
pero más deteriorada, más empobrecida, más desigual y con menor capacidad
estatal.
Pensar una economía abierta y con el
tipo de cambio atrasado implica impulsar una estructura productiva mucho más
cercana a los recursos naturales, primarizada y simplificada. Eso es así ya que
solo esas actividades —y algunas vinculadas— poseen una productividad elevada
relacionada a las condiciones naturales y pueden ser rentables en ese contexto.
A su vez, la apertura comercial
incrementa la presión de la competencia internacional sobre el mercado interno,
lo que terminaría de condenar a la quiebra a partes importantes del aparato
productivo, particularmente sus porciones más complejas. Si recordamos las
promesas de Milei a lo largo del tiempo, tanto la dolarización como un acuerdo
de libre comercio con Estados Unidos serían versiones extremas de este proyecto
económico.
Actualmente, los sectores dinámicos
incluyen a la energía —con el yacimiento petrolífero de Vaca Muerta a la
cabeza— y al sector agropecuario (principalmente en comparación con la sequía de
2023). A estos se sumaría, eventualmente, si las inversiones se concretan, la
minería. Como es sabido, estos sectores generan escaso empleo y lo hacen lejos
de los grandes centros urbanos, por lo cual se muestran incapaces de compensar
lo que ocurre con los demás sectores.
En el resto de la economía
encontramos a la industria manufacturera muy golpeada por la política económica
y por el escaso dinamismo del mercado interno, al que se suma la crisis del
sector de la construcción tanto su segmento privado —por los elevados costos en
dólares y bajos ingresos— como en el público, por la cancelación de la obra
estatal.
La realidad del mercado laboral es
realmente preocupante. Mientras el gobierno festeja que las remuneraciones
reales de los asalariados del sector privado registrado recuperaron el nivel de
noviembre de 2023, se destruyeron unos 100.000 puestos de trabajo en ese
sector. A ello se suma una caída del 15% en el poder adquisitivo de empleados
públicos[1] y una reducción cercana a los 45.000
puestos[2]. En los últimos meses, el modelo muestra
crecientes problemas porque el gobierno presiona por acuerdos paritarios por
debajo de la inflación, lo que ha estancado los salarios a un nivel muy bajo en
perspectiva histórica.
La continuidad de este modelo
implicaría un mercado laboral más precarizado y segmentado, ya que las oportunidades
laborales de calidad en los grandes centros urbanos se reducirían marcadamente,
lo que debilita el poder de negociación y acelera los programas de reforma
laboral regresiva, como observamos en estos meses.
En ese contexto, las conquistas laborales
se pondrían en cuestión de manera estructural, porque las dificultades
competitivas que genera el dólar atrasado ponen al costo laboral en la mira
para intentar compensarlas. Las reformas con las que amenazan buscan crear un
«mercado laboral más flexible» para supuestamente resolver el desempleo,
ignorando (u ocultando) que ese problema no tiene en realidad su origen en el
costo laboral sino en las coordenadas de la política comercial y cambiaria.
Quizá en los datos de pobreza puede
el gobierno encontrar algún apoyo. Comenzó con un pico superior al 50% en la
primera parte del año causado por la devaluación y recesión. Luego se redujo
marcadamente de la mano del atraso cambiario que tuvo impacto fuerte sobre la
evolución de los precios de los alimentos —que evolucionaron muy por debajo de
los precios de los servicios— y de sostener la Asignación Universal por Hijo
como único programa que se ajustó por encima de la inflación. Lo que ocurra a
futuro con en este tema dependerá de la inflación, del esquema cambiario y de
su impacto sobre los bienes y servicios demandados ya que, como decíamos, del
lado de los ingresos las perspectivas no son buenas.
El tercer objetivo que el gobierno
indicó profusamente es el desmantelamiento estatal en áreas como la política
productiva y tecnológica, la educación y salud. Todo bajo el lema menemista de
«Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado» (Roberto
Dromi dixit), lo que profundizará aún más los problemas de los sectores
populares.
Frente a un mercado laboral anémico y
precarizado, el Estado se retira de la provisión de servicios básicos como la
educación y la salud, fragmentando aún más la comunidad entre quienes pueden y
quienes no pueden pagar por ellos. Todo lo cual redundará en que las
condiciones de vida concretas de las familias se deterioren aún más, incluso si
sus ingresos en términos reales no lo hacen.
Ahora bien, nada de esto tiene por
qué ocurrir. Aunque existen condiciones de éxito para el programa económico, no
son todo lo robustas que le gusta señalar a los aliados del gobierno ni lo
fuertes que eran hace unos meses, en otro contexto local e internacional. En
todos los casos, es el sector externo el que brinda sustentabilidad y
viabilidad de las políticas económicas de países como Argentina. Experimentos
similares al que vivimos han pasado por etapas de relativo éxito para terminar
estrellados contra la «restricción externa», y la versión de Milei está
exacerbando aceleradamente los rasgos que comúnmente terminan liquidando al
modelo: atraso cambiario, apertura importadora e impulso de procesos de carry
trade o bicicleta financiera.
De manera simplificada, abaratar el
dólar eleva su demanda inclusive si dejamos de lado la especulación por una
posible devaluación. Al abaratarse los bienes y servicios importados, la
demanda de divisas crece. Desde el turismo en el extranjero —que volvió a
máximos históricos durante enero y febrero— hasta la compra de insumos de
producción o de bienes de consumo por internet.
Pero, al mismo tiempo —y he aquí el
problema—, la producción nacional en el mercado mundial se encarece, lo que
reduce la posibilidad de generar genuinamente esos dólares (el intercambio
comercial se encuentra aún positivo pero con niveles muy reducidos). Así las
cosas, solo queda la cuenta financiera para proveer de dólares a la economía
argentina: el endeudamiento en divisas juega un rol importante pero sumamente
volátil y desestabilizador si son capitales de corto plazo (como pudo comprobar
de primera mano Mauricio Macri en 2018).
El resultado de exacerbar los rasgos
del modelo implica que para lograr llegar a las elecciones sin presiones
cambiarias —y dado que las dudas por la sustentabilidad se mantienen y expresan
en un índice de Riesgo País altísimo— el gobierno solo tiene a mano el ingreso
de dólares por la cosecha y un mayor endeudamiento con el Fondo Monetario
Internacional, cuyo programa está en debate hace algunas semanas y no termina
de comunicarse sus características y requerimientos.
El gobierno argumenta que la historia
no se repetirá porque ahora cuenta con superávit fiscal (mayores ingresos que
gastos); pero ese argumento es falso, puesto que los problemas del sector
externo de la economía se enfrentan con dólares y no existe cantidad de pesos
que pueda tener el gobierno que generen dólares al precio que controla. Pero
esto tampoco sería una novedad histórica: en el Chile de Pinochet se desató una
crisis cambiaria en el marco de un superávit fiscal.
Evidentemente, con las elecciones
cada vez más cerca, si el escenario no cambia radicalmente (con mayores
precisiones del esquema a seguir y reservas en el Banco Central), las tensiones
se presentarán ineludiblemente y la campaña electoral será contemporánea a esa
volatilidad. No solo por las dudas sobre la sustentabilidad, sino porque de
manera terriblemente irresponsable han prometido levantar los controles
cambiarios luego de las elecciones, y es de esperar que los agentes que
realizan inversiones financieras se anticipen.
Sea como sea que se llegue al momento
de apertura del cepo —cuestión básica del programa económico de Milei y del
apoyo político que recibe de sectores empresarios—, difícilmente pueda
realizarse sin una devaluación importante lo que, inclusive tomando esa
decisión luego de un resultado positivo en las elecciones, implica un momento
crítico del programa económico y político de este experimento ultraderechista,
en el que todo puede pasar.
Consolidación o no
Gran parte de la agenda política del
gobierno de Milei está atada a las perspectivas electorales hacia las
legislativas de 2025. Y las posibilidades de que pueda obtener un resultado
positivo que lo acerque a situaciones menos límite en el Congreso (hoy por hoy,
únicamente ha logrado sostener un bloque que confirma los vetos ejecutivos)
determina a su vez la posibilidad de sostener este esquema económico tan frágil
basado en la promesa de no devaluar antes de las elecciones.
De romperse definitivamente esa
creencia —algo de esto vimos en las últimas semanas—, las operaciones
financieras se cortarían, presionando el esquema económico y dando volatilidad
al dólar, lo que a su vez repercutiría en la inflación e inmediatamente socavaría
políticamente al gobierno. Recordemos que, más allá de toda especulación
política o diagnóstico de las razones detrás del voto en 2023, el activo
central del gobierno de Milei es la baja de la inflación. La guerra comercial
de Trump perjudica particularmente este endeble estado de la economía
argentina.
Ahora bien, si el gobierno
efectivamente lograra no alterar el programa económico hasta las elecciones,
¿alcanzaría eso para ganarlas? Posiblemente. ¿Garantizaría el éxito del modelo
económico? Para nada, y el ejemplo más cercano nuevamente es el del gobierno de
Mauricio Macri. Para consolidar el proyecto político de Milei, el gobierno debe
ganar las elecciones intermedias, eliminar el cepo y llegar a 2027 en
condiciones de ganar. Todo dentro de lo posible, pero en absoluto garantizado.
¿Qué ocurrirá entonces con el
proyecto político de Milei si no lograra ese objetivo? Allí la respuesta debe
ser más matizada, ya que efectivamente se ha conformado un «núcleo duro
mileísta», de extrema derecha. Pero su tamaño o capacidad de daño no alcanza
para gobernar sin una base de apoyo popular más amplio, como la que logró de
cara a las elecciones de 2023 frente a un gobierno desastroso y en medio del
caos económico.
Más allá de la contienda electoral y
su validación, es claro que aún en caso de éxito este proyecto tiene poco para
ofrecerle a los sectores populares. En palabras del ministro de Economía Luis
Caputo, el proyecto de Milei para Argentina es Perú. Algo sumamente poco
atractivo para las mayorías argentinas que, aún en esta crisis, poseen
estándares más altos de ingresos, mayor equidad distributiva y mejor acceso a
servicios estatales.
Es esa amenaza lo que demuestra la
necesidad de una propuesta alternativa que pueda generar esperanza de un futuro
mejor para las mayorías con orden macroeconómico (algo que estuvo en la base
del rechazo al peronismo en la elección de 2023 y es el principal activo de
Milei), más equitativo, más inclusivo, profundamente democrático y liberador en
sentido sustantivo. Dedicarse solamente a esperar el fracaso económico del
experimento derechista significa abdicar de cualquier proyecto transformador, y
no puede ser una opción.
[1] Siempre tomando en cuenta el
Índice de Precios al Consumidor del INDEC, que utiliza una metodología que es
criticada por la desactualización de sus ponderaciones hace meses (y cuya
actualización está completa pero no en uso por cuestiones políticas). Si tomáramos
los datos del IPC de la Ciudad de Buenos Aires, la «recuperación» del sector
privado registrado sería en realidad una caída de 5%, y en el caso público la
caída llegaría al 20%.
[2] Del sector no registrado los
datos no están actualizados pero muestran una evolución más parecida a los
estatales que a los privados registrados.
Juan M. Graña es Investigador Independiente del CONICET en
CEED-IDAES/UNSAM y asociado al CEPED/IIE/UBA. Profesor de posgrado en UNSAM y
UNQ.
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