Comentaba un autor cuyo nombre ahora
no recuerdo, que uno de los rasgos propios de la postmodernidad, era la
posibilidad de que alguien a miles de kilómetros de distancia se informase
antes que los propios habitantes locales, de por ejemplo, un incendio. Una
vuelta de tuerca a esta lógica la encontramos, cuando te enteras de que
estás infectada por el virus del ébola a través de los medios de comunicación.
La fotografía de lo que pasa en este país da para un buen capítulo de Black
Mirror. Vivimos en los tiempos de la política que se mueve al ritmo frenético
del trending topic: un tema toma mucha relevancia por un periodo muy corto de
tiempo concentrando la atención, para luego, perderla por completo. La
importancia transitoria no se corresponde con el posterior seguimiento que
luego tiene. Hoy es ébola, mañana las tarjetas de Bankia, como antes fue la
guerra en Siria o Lampedusa. ¿Alguien se acuerda del avión atacado y fulminado
mientras cruzaba Ucrania?
La ideología, es esa percepción del
mundo que abarca todo el campo de lo vivido, tal y como nos recuerda
Althusser. En Matrix, al personaje que traiciona a Neo, le gustaría
desconocer que ese filete que se está comiendo no existe realmente. Pero la
ideología es todavía más fuerte, cuando sabes que esa hamburguesa es de rata y
aún así, te la comes con gusto. O al revés, presentar la rata como si fuera
comida orgánica y la propia ideología que asocia un tipo de comportamiento
y reacción ante la comida orgánica, nos convence plenamente de que realmente lo
es, porque socialmente lo asociamos con ella: la percepción crea realidad. La
ideología se presenta “escondiéndose” a carne viva, ahí radica su obscenidad:
la empresa-mundo no se impone desde un emisor de ideología que nos habla desde
el exterior, forma directamente parte de nuestra relación espontánea y
cotidiana con el entorno social. Debes ser un fanático del positivismo y hacer
lo posible por gozar y nunca sufrir tu existencia mundana. Al no existir
un límite que delimite la ideología de la empresa-mundo con otra distinta,
desaparecen las comparaciones posibles y el conflicto tal y como se entendía
antes. Ya no hay un sistema contra otro sistema, sino varios modos de vida
dentro de un mismo sistema cooptados para el beneficio, haciendo pasar a todas
las formas de vida por el tamiz de la relación que establece la propiedad
privada.
En la política a ritmo del trending topic,
cualquier cosa que salta, cualquier titular que aparece (las noticias no se
suelen leer en la era digital), automáticamente provoca un aluvión de
reproches, reacciones depresivas o de fuertes alegrías, tan aparentemente
intensas como efímeras. Toda ilusión parece que se va por el desagüe, o al
contrario, crees que has conquistado tus más ansiados deseos en lo que dura un
click . La aceleración, es una patología psicosocial postmoderna funcional al
síndrome narcisista del teclado; hacemos de César y rápidamente justificamos el
linchamiento o la idolatría. Como la multitud de los Simpsons, se pasa
rápidamente de incendiar con antorchas una casa a reconstruirla. En la era de
la aceleración perpetua, sufrimos aquella limitación propia de poderoso que describe
Carl Schmitt, para extraer unas pocas gotas de este mar infinito y
fluctuante de verdad y mentira, realidades y posibilidades.
La saturación de la información
puede conseguir ocultar más cosas que la censura, pues todo está al alcance,
pero todo destaca menos comparado con lo que se quiere censurar. Al igual que
en aquel capítulo de los Simpsons, donde el señor Burns no se enferma debido
a la saturación de enfermedades que alberga, la información nos inmuniza de una
percepción y digestión sosegada de la información. Las noticias quedan
almacenadas en el infinito almacén de la nube digital; aparecen con la misma
fuerza con la que luego desaparecen del mapa. Las hemerotecas recogen todo y
solo nos queda la sensación difusa y confusa, de un poso no articulado de
malestar general latente que alberga en su seno, un sentimiento onírico que
puede conducir hacia dos vertientes antagónicas: el despliegue de la
potencia democrática de un pueblo libre, o la materia prima de la reacción
totalitaria.
La política se ha convertido
finalmente en una mercancía, ha tomado la forma y el formato de todo producto
dentro de la economía dominada por la necesidad de captar la atención. Por una
parte, tendemos a interesarnos más por todo, por otra, cada vez las cosas
importan menos, tienen menos recorrido y da más igual lo que ocurre hoy: hay
infinidad de noticias a la espera de ser vendidas y consumidas mañana. La
política y el debate económico, han tomado una especial relevancia con el
estallido de la crisis. Desde la perspectiva de las productoras se han
convertido en un yacimiento de consumo al que ofrecer un producto. La política,
de esta forma, es importante en tanto y cuanto se consuma, y no al revés, lo
que se consume no tiene porqué ser siempre importante. La política
mercantilizada en tiempos de crisis —la crisis es su nicho de mercado—, juega
en una coyuntura ambivalente: su propia necesidad de aumentar audiencia permite
la incorporación de nuevos actores y demandas en ese dispositivo central de la
socialización, que son los medios de comunicación. En esa tesitura, la política
de la mercancía necesita arriesgarse a ponerse un cepo sobre sí misma
dando cobertura a lo que la pone en duda. Existe una tensión constante entre la
politización y activación ciudadana sobre la cosa pública y el consumo del
producto llamado política. En ese equilibrio, se disputa la hegemonía, esto es,
una disputa mantenida por definir los contornos y los rasgos de un amplio marco
de relaciones sociales, así como los marcos de la discusión política. La
ideología es una condición estructural que ordena el mundo de la vida, porque
no hay sujetos que se escondan tras un velo ideológico a la espera de ser
descubiertos, hay ideología que construye sujetos velados.
*Jorge Moruno, Sociólogo
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