Nos Disparan desde el Campanario En defensa del progreso… por Samuel Farber

 

 

Fuente: Jacobin

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https://jacobinlat.com/2025/04/en-defensa-del-progreso/

 



Traducción: Florencia Oroz

El progreso material y la democratización siguen siendo los principios básicos de cualquier política socialista viable.

Habiendo crecido en Marianao, una ciudad cercana a La Habana, a principios de la década de 1950, recuerdo la emoción y la alegría de la gente del barrio cuando se pavimentaron las calles laterales y traseras de nuestra ciudad y se amplió la carretera que conecta Marianao con La Habana. Incluso mis padres, inmigrantes polacos-judíos que solo unos años antes habían descubierto que todas sus familias habían sido aniquiladas en el Holocausto, participaron de esta esperanzadora sensación de progreso material. Ni ellos, ni nuestros vecinos, ni los cubanos en general, daban por sentado que este progreso era inevitable o automático.

Esta experiencia y otras similares explican cómo el progreso material pasó a formar parte de mis «supuestos de dominio», como los denominó el sociólogo Alvin Gouldner: las inclinaciones e ideas fundamentales sobre la política y el mundo que conforman a un individuo. Mi creencia en la importancia del progreso material se reforzó aún más cuando asistí a la Universidad de Chicago a principios de los años sesenta. Desde el tren elevado podía ver el destartalado y empobrecido gueto del lado sur, similar a la pobreza que yo recordaba de casa.

Sin embargo, aunque era consciente de que mi visión a favor del progreso material no era compartida universalmente por la amplia izquierda política estadounidense de entonces, me sorprendió el creciente número de académicos e intelectuales de izquierda que empezaron a cuestionar la noción y la conveniencia del progreso. Entre estas corrientes destacaba la Escuela de Frankfurt, parte del fenómeno intelectual-político de lo que Perry Anderson llamó «marxismo occidental», un grupo diverso de académicos que incluía a personas como Walter Benjamin, Lucio Colletti, Lucien Goldmann y Karl Korsch.

A pesar de sus variadas perspectivas, todos estos pensadores tenían una cosa en común: su reacción a la derrota del marxismo clásico por el fascismo, el estalinismo y la socialdemocracia, y su tendencia a rehuir la política y la economía y a preocuparse por cuestiones filosóficas, generalmente con una inclinación idealista escindida de la práctica. La rebelión contra el marxismo clásico ayuda a explicar la brecha abierta entre los militantes —que comparten una creencia práctica en el progreso que condiciona su participación en las luchas sociales— y muchos intelectuales y académicos de izquierda, que ponen en primer plano una crítica de estos términos.

El más influyente de esos marxistas occidentales es quizás Walter Benjamin (1892-1940), no solo por su profundo pesimismo que ha tocado a muchos pensadores contemporáneos de izquierda desilusionados y conmocionados por las interminables guerras imperialistas, la hegemonía neoliberal y el resurgimiento de la derecha, sino también porque presenta la crítica más convincente y drástica del progreso.

La crítica de Benjamin fue, en gran medida, una reacción a la concepción socialdemócrata del progreso, concepción muy influyente en la Alemania de sus tiempos. En sus Tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamin argumentó que el progreso se considera tradicionalmente como un proceso gradual, irresistible, ilimitado y automático que asciende continuamente de forma lineal (o en espiral). Pero estas suposiciones, argumentó, no se sostenían ante la realidad —basándose en sus propias experiencias en la Alemania de los años treinta— y equiparaban errónea y dogmáticamente el progreso general de la «humanidad» con el crecimiento de la capacidad y el conocimiento humanos.

Este dogma, argumentó Benjamin, reconocía «solo el progreso en el dominio de la naturaleza, no el retroceso de la sociedad», y había conducido a la «corrupción» de la clase trabajadora a través de la perpetuación de la mentira de que «el trabajo en fábrica, que se suponía que tendía hacia el progreso tecnológico, constituía un logro político».

Benjamin no solo criticó el concepto socialdemócrata de progreso; negó por completo la posibilidad de progreso tal como él lo entendía. «El concepto de progreso histórico de la humanidad», escribió, «no puede separarse del concepto de progresión a través de un tiempo homogéneo y vacío». La progresión, para Benjamin, hizo añicos toda la noción de progreso porque, según él, el tiempo histórico es discontinuo, está hecho de momentos repentinos y catastróficos, en los que las clases revolucionarias oprimidas «estallan» y «arrancan» una época concreta «de su curso homogéneo» en la historia. Es en esos momentos, afirmaba Benjamin, cuando los revolucionarios, como «tigres que saltan al pasado», resucitan prácticas e ideas que se remontan a cientos de años de sociedades totalmente ajenas a las suyas, trayendo así el pasado al presente.

Sin duda, Benjamin era un revolucionario. Pero estaba influenciado tanto por el judaísmo como por el marxismo; concebía la revolución como un repentino y cataclísmico acontecimiento mesiánico que «frenaría la locomotora de la historia», evitando nuevos desastres en lugar de abrir un futuro nuevo y más brillante. A diferencia de su contemporáneo Antonio Gramsci, líder del Partido Comunista Italiano, activo en la huelga general de 1920 en Italia y que pasó años en una prisión fascista, Benjamin nunca perteneció a un partido político y no tenía experiencia en movimientos políticos. No concebía la acción política como una forma de obtener poder o un método y proceso de organización, lucha y educación.

En uno de los periodos más oscuros de la historia, las opiniones de Benjamin eran comprensibles; expresaban, parafraseando la cita de Gramsci, no solo un profundo pesimismo del intelecto, sino también de la voluntad política. Pero llevar la visión de Benjamin sobre el progreso a su conclusión lógica socavaría, si no paralizaría, la voluntad necesaria para la movilización y la lucha política. ¿Cuál es el sentido de la lucha política, de la revolución, si no es construir una sociedad liberada, mejor y más igualitaria?

Al negar el progreso, el revolucionario Benjamin deja sin respuesta (en el mejor de los casos) el propósito de una revolución. Para los propios revolucionarios, argumenta, no es el futuro de su revolución sino la imagen de la memoria de sus «antepasados esclavizados» lo que les hace rebelarse y luchar. Mirando hacia atrás en lugar de hacia adelante, escribió:

La socialdemocracia consideró oportuno asignar a la clase trabajadora el papel de redentora de las generaciones futuras (…) Esta formación hizo que la clase trabajadora olvidara tanto su odio como su espíritu de sacrificio, ya que ambos se nutren de la imagen de antepasados esclavizados en lugar de la de nietos liberados.

El sentimiento de Benjamin pone de manifiesto el modo en que la conciencia histórica de la opresión prevalece en todo tipo de movimientos —étnicos, nacionalistas o socialistas— y registra la necesidad de reivindicar la injusticia, la agresión e incluso las violaciones del honor y la dignidad que subyacen a la ira que motiva la lucha y el sacrificio.

No hay movimientos sociales revolucionarios sin pasión y odio hacia la opresión y la explotación. Aunque, como advirtió C. L. R. James en Los jacobinos negros, cuando esto se convierte en un deseo de venganza que «no tiene cabida en la política» se convierte en tragedia. Pero, ¿qué sentido tiene la revolución sin la perspectiva de un futuro mejor? ¿Es solo para vengar el pasado?

Un romance con el pasado

Benjamin no fue el único que miró hacia atrás. Hay otra corriente de izquierda que también se ha orientado hacia el pasado, no como un recuerdo de opresión que alimenta la rebelión, sino como un recuerdo del pasado con el que criticar el presente. El romanticismo de izquierda mira hacia atrás e intenta recrear elementos de una comunidad idealizada perdida hace siglos.

Michael Löwy y Robert Sayre identificaron varias corrientes del romanticismo de izquierda en su estudio Rebelión y melancolía. El romanticismo a contracorriente de la modernidad. El «nuevo rousseaunismo», por ejemplo, considera los albores de la historia de la humanidad como una Edad de Oro idealizada. Robert Caillé, uno de sus exponentes, sostiene que las sociedades primitivas se caracterizaban por rasgos clave —necesidades limitadas y poco interés en la acumulación, que eran el resultado de un menor énfasis en el trabajo y la producción y más preocupación por el ocio dedicado al sueño, el juego, la conversación o la celebración de ritos— de los que la sociedad moderna debería aprender.

El marxista alemán Ernst Bloch, un pensador romántico de un tipo completamente diferente, también volvió a llamar la atención de la izquierda. Condenando la relación hostil con la naturaleza y la codicia por el beneficio que anula todos los demás motivos humanos en la sociedad capitalista industrial, Bloch imagina la Edad Media como una Edad de Oro. Destaca la producción artesanal, que producía productos de calidad superior y generaba satisfacción intrínseca para los productores, en contraste con el letargo y el odio al trabajo de los trabajadores modernos, como piedra angular de la nueva sociedad.

Quizás el romántico más influyente del que hablan Löwy y Sayre es Ferdinand Tönnies, considerado fundador de la sociología alemana. Tönnies escribió la famosa obra Gemeinschaft y Gesellschaft [Comunidad y sociedad] a mediados de la década de 1880. Gemeinschaft se refería a las relaciones cara a cara de las familias y los vecinos en las pequeñas ciudades regidas por la costumbre, la ayuda mutua y la concordia, mientras que gesellschaft consistía en las relaciones impersonales y transaccionales que caracterizan la vida social de las ciudades, los Estados-nación y el progreso tecnológico e industrial impulsado por el afán de lucro competitivo.

Löwy y Sayre declararon a Tönnies un «pensador romántico resignado» cuya nostalgia por la gemeinschaft rural y de pueblos pequeños, con su economía familiar y su deleite en crear y conservar, se vio acentuada por su comprensión de que no podía recrearse y que la decadencia social inherente a la gesellschaft era inevitable.

La verdadera Edad Media

Sin embargo, al desenterrar rasgos de una época pasada y esgrimirlos como antídotos contra los males del capitalismo, estos románticos de izquierda restaron importancia a la naturaleza de las sociedades que habían generado esos rasgos aparentemente positivos. Al ensalzar las necesidades y los deseos limitados, por ejemplo, ignoraron su origen en sociedades precarias que vivían al borde del hambre y estaban sujetas a los caprichos del clima, la naturaleza y las severas limitaciones en los medios de transporte y comunicación. Sus necesidades básicas eran una expresión de su confinamiento a un mundo local y estrecho, no una opción elegida voluntariamente.

De manera similar, el trabajo artesanal en la Edad Media se basaba en una tecnología primitiva diseñada principalmente para satisfacer las necesidades de las clases altas, y a menudo era inadecuada para alimentar y vestir a la población. Los gremios de artesanos medievales, cuya estricta regulación controlaba la producción artesanal, eran una expresión de una sociedad profundamente jerárquica en la que los honores y las riquezas otorgados a sus señores feudales y sus séquitos contrastaban con la miseria circundante de los pueblos y el campo.

El historiador holandés Johan Huizinga, en su estudio sobre Francia y los Países Bajos en los siglos XIV y XV, describe estas sociedades como gobernadas por un «tenor de vida violento», impregnado de enfermedad, calamidades e indigencia, totalmente expuesto a los caprichos de la naturaleza. Al describir en términos crudos cómo era esa sociedad, Huizinga escribe que los leprosos hacían sonar sus matracas y se paseaban en procesiones, mientras que los mendigos exhibían su deformidad y miseria en las iglesias, y las frecuentes ejecuciones eran fuente de entretenimiento cruel y excitación.

Además, la gemeinschaft rural y de aldea altamente idealizada de Tönnies también ignora cómo los elementos que destaca (las relaciones personales y la asistencia mutua reguladas por la costumbre y no por el mercado) eran parte integrante de una sociedad extremadamente opresiva, intolerante con la individualidad y la disidencia.

E. P. Thompson fue muy escéptico con respecto a esta vena romántica y criticó el comunitarismo que rechazaba el progreso material e influyó fuertemente en la Nueva Izquierda británica de la década de 1950. En su ensayo de 1959 «Commitment in Politics», Thompson consideraba el comunitarismo de la Nueva Izquierda británica como un retorno a la «vieja, estrecha y claustrofóbica comunidad basada en la sombría igualdad de las dificultades», y su desprecio por la privacidad.

Thompson también rechazó la idea de que la privacidad y el sentido de comunidad son necesariamente opuestos. La comunidad, escribió, «si surge en la generación actual, será mucho más rica y compleja, con mucha más insistencia en la variedad, la libertad de movimiento y la libertad de elección». Esto no significa que no haya nada que aprender de las sociedades pasadas. Simplemente sugiere que el cambio de los problemas y condiciones de la vida urbana moderna debe hacerse dentro del contexto de la propia vida urbana moderna.

Todo lo sólido

Jane Jacobs, que revolucionó el campo de los estudios urbanos con su clásico The Death and Life of Great American Cities, se opuso explícitamente a las opiniones de pensadores hostiles a las ciudades, como el influyente Lewis Mumford, y, lejos de sugerir cualquier tipo de gemeinschaft, criticó duramente la planificación orientada a la creación de la «unidad», ya que para Jacobs la vida urbana requería límites claros entre los espacios públicos y privados. En su lugar, Jacobs abogaba por una ciudad que fomentara la actividad mixta y diversa y una vida callejera activa a través, por ejemplo, de la construcción de manzanas cortas y aceras anchas que llevaran a personas que habían sido extrañas a comportarse de manera cooperativa. Cuando la gente se ve regularmente en la calle y empieza a reconocerse, se convierten en conocidos públicos.

Algunos de estos conocidos empiezan a desarrollar relaciones entre extraños y amigos, como el tendero que guardaba las llaves de los apartamentos de los vecinos ausentes. Puede que esto no implique las relaciones íntimas que se establecen en una glorificada gemeinschaft, pero sin duda implica los lazos sociales que pueden generarse en contextos urbanos modernos reales.

Al contrario que los comunitaristas románticos, el anonimato inherente a la vida urbana no implica necesariamente indiferencia e insensibilidad hacia los demás seres humanos. El concepto y la práctica de la solidaridad ofrecen una alternativa contemporánea a la idea de la comunidad pasada y al individualismo extremo y la atomización del capitalismo tardío.

Podemos concebir la solidaridad como ayuda y apoyo mutuos entre extraños con una conciencia social y política que los impulse hacia una nueva forma de mentalidad cívica progresista. No es necesario conocer o ser vecino de las personas para participar con ellas en una amplia gama de actividades que van desde respetarlas y unirse a ellas en una manifestación laboral o social, hasta apoyar la escuela pública local y guardar silencio por la noche para que la gente pueda dormir.

Además, una cultura cívica animada por el espíritu de solidaridad influiría y se vería influida a su vez por la fuerza de los movimientos laborales y otros movimientos sociales progresistas en la sociedad en general.

Progreso reaccionario

Sin embargo, una actitud crítica hacia aquellos que provocan o apoyan el «progreso» a través de acciones opresivas y explotadoras es tan necesaria como una actitud crítica hacia aquellos que idealizan el pasado. El canciller alemán Bismarck, Lee Kuan Yew de Singapur y Augusto Pinochet de Chile, por nombrar algunos, se basaron en métodos altamente explotadores y opresivos, e incluso en masacres, para lograr la modernización y el crecimiento económico.

La búsqueda de la modernización a toda costa también tiene partidarios en la izquierda. El historiador socialista ruso Roy Medvedev se opuso con vehemencia a los elogios de Isaac Deutscher a Stalin como uno de los mayores reformadores de la historia por su rápida industrialización y colectivización de la URSS, que, para Deutscher, hizo realidad muchos de los ideales de la Revolución de Octubre. El precio que pagó el pueblo —el gulag, las purgas, la creación deliberada de hambrunas que provocaron la muerte de millones de personas— fue enorme, pero solo demostró, según Deutscher, la dificultad de la tarea. Este análisis «objetivista» se sitúa por encima y fuera de la historia, ignorando cómo la vivieron realmente sus protagonistas.

La crítica de Medvedev destaca el modo en que los esfuerzos por modernizar la sociedad o acelerar la producción, si son deseables en un lugar y momento determinados, deben evaluarse en función de cómo el cambio afecta a quienes se verán afectados por él.

Thompson utiliza este enfoque en su análisis de los «destructores de máquinas», los luditas de la Inglaterra de principios del siglo XIX. Al ver a los luditas a través de una lente suprahistórica y abstracta del progreso, se los pinta como un movimiento reaccionario porque se oponían y resistían al inevitable desarrollo del capitalismo industrial. Pero un análisis de ese momento histórico concreto que tenga en cuenta a qué y por qué reaccionaban los luditas llevó a Thompson a una conclusión muy diferente.

Según Thompson, los luditas surgieron en una coyuntura crítica en la que la legislación paternalista —que había protegido a la clase trabajadora— estaba siendo derogada en favor de políticas económicas de laissez-faire, en contra de la voluntad y la conciencia de los trabajadores.

Aunque la legislación paternalista anterior había sido restrictiva e incluso punitiva, tenía elementos de un estado corporativo benévolo con sanciones legislativas y morales contra fabricantes sin escrúpulos y empleadores injustos. Incluso si se tienen en cuenta los precios más bajos de los productos bajo el capitalismo industrial, es imposible designar como «progresistas» los procesos que provocaron la degradación de los trabajadores empleados en la industria textil.

Los luditas reaccionaron ante esta pérdida de protección. Su movimiento incluía demandas de un salario mínimo legal, control del «sweating» de mujeres y menores, la participación de los amos para encontrar trabajo a los hombres cualificados despedidos por la maquinaria, la prohibición del trabajo de mala calidad y el derecho a abrir corporaciones gremiales.

Estas demandas, argumenta Thompson, pueden haberse inspirado en el pasado, pero también contenían los elementos de una comunidad democrática donde el crecimiento industrial se regula de acuerdo con prioridades éticas, y la búsqueda de ganancias se subordina a las necesidades humanas. Así que mientras los luditas intentaban revivir viejas costumbres y una legislación paternalista que nunca podría revivir, también intentaban revivir antiguos derechos para establecer nuevos precedentes para el orden recién desarrollado.

Esto no es un llamamiento a restaurar la comunidad trabajadora que los luditas luchaban por preservar. El triunfo del capitalismo industrial ha establecido un nuevo tipo de sociedad con su propio tipo de contradicciones, opresión y explotación, y ha creado una clase trabajadora con nuevas condiciones de organización y posibilidades para el futuro.

Existe alternativa

La izquierda actual se enfrenta a una situación sustancialmente diferente de la que Benjamin enfrentó en 1940, cuando escribió sus tesis sobre la filosofía de la historia. En aquel momento era un hombre en fuga sin opciones políticas ni personales que acabó suicidándose, frustrado por su fallido intento de escapar de la Francia ocupada por los nazis.

Así que, aunque la época neoliberal que comenzó a finales de los setenta ha infligido graves derrotas a la clase trabajadora y a la izquierda, no ha destruido las organizaciones de izquierda y de la clase trabajadora ni ha eliminado físicamente a sus militantes como hizo el fascismo (aunque la amenaza de la extrema derecha, evidente en la propagación del sentimiento islamófobo y antinmigrante, sobre todo en Europa, es bien real).

Sin embargo, el triunfo del capitalismo tras la Guerra Fría ha situado el futuro que Walter Benjamin se negó a considerar en el centro de la agenda política de la izquierda actual. El eslogan de Margaret Thatcher, TINA (There is no Alternative, «No hay alternativa»), está diseñado precisamente para adoctrinar a la gente con la idea de que el capitalismo de laissez-faire es el único futuro posible y deseable.

El colapso del bloque soviético a finales de los ochenta y principios de los noventa fue interpretado ampliamente por la derecha y muchos liberales no como el fracaso de una economía burocrática dirigida por un estado unipartidista no democrático, sino como una prueba de que el socialismo no puede funcionar, resucitando los argumentos que Friedrich Hayek y muchos otros pensadores conservadores habían esgrimido contra la izquierda décadas antes. Al mismo tiempo, las derrotas sufridas por la clase trabajadora han avivado un sentimiento de fatalismo, y un gran número de trabajadores está cada vez más convencido de que cambiar significativamente su situación a través de la acción colectiva es imposible.

Mientras tanto, la creciente brecha entre los intelectuales y académicos de izquierda que niegan el progreso y los activistas que luchan por él ha creado un vacío político-teórico. Esto deja a los militantes sobre el terreno sin un marco al que puedan vincular su activismo y responder tanto a las corrientes de izquierda que se oponen al progreso (como algunas corrientes de la ecología de izquierda) como a la ideología dominante que ignora lo que significa el progreso en una sociedad de clases.

Para desarrollar este marco, necesitamos una definición simple de progreso: la eliminación del sufrimiento humano innecesario causado por la escasez material y la desigualdad, y la impotencia de los trabajadores sobre sus vidas. Esta definición debe reconocer que el temor de Rosa Luxemburgo a la barbarie está justificado: que la barbarie es una posibilidad siempre presente, no solo en un futuro lejano, sino también en el presente.

La eliminación del sufrimiento humano causado por la escasez material y la desigualdad requiere el desarrollo de la ciencia y la tecnología y una visión anticapitalista del crecimiento económico. Muchos progresistas de hoy en día se muestran escépticos ante el crecimiento material, por razones ecológicas y por su preocupación por el consumismo. Pero esto a menudo confunde el consumo por sí mismo y como símbolo de estatus con el legítimo deseo popular de vivir una vida material mejor, y el crecimiento económico derrochador y ecológicamente dañino con el crecimiento económico como tal.

Las políticas medioambientales que marcarían una verdadera diferencia requerirían inversiones a gran escala y, por lo tanto, un crecimiento económico selectivo. Este sería el caso, por ejemplo, de la reorganización del sistema individualizado y derrochador de transporte terrestre y aéreo en un plan colectivo y racional; o del desarrollo sistemático de fuentes alternativas de energía, como la eólica y la solar, y la modernización de millones de viviendas y edificios comerciales e industriales para sustituir los combustibles fósiles como fuentes de calor (lo que, en el caso de los barrios más pobres, también implicaría una renovación y reestructuración mucho más amplia de las viviendas).

El crecimiento económico y la inversión productiva son requisitos para mejorar el bienestar de las personas en una visión socialista; la redistribución de la riqueza existente es ciertamente necesaria, pero es insuficiente para crear las condiciones materiales que permitan a toda una sociedad llevar una vida más sana, más educada y más culta.

Sin embargo, el crecimiento económico es necesario, pero no suficiente, para una vida mejor. Como advirtió Benjamin, el progreso material puede coexistir, y de hecho ha coexistido, con el retroceso de la sociedad. Por eso la política es fundamental; es el medio para decidir qué se produce, cómo y en beneficio de quién. Para la izquierda, esto significa que es necesario entrar en la arena política y construir el poder para contrarrestar la economía política del capitalismo con una planificación democrática que establezca las prioridades de producción.

El progreso no es automático, lineal e irreversible; es algo por lo que hay que luchar y que debe estar entrelazado con el deseo legítimo de una vida mejor, más saludable, más democrática y más culta. Esa fue la tarea de las generaciones pasadas, y esa es la tarea de la izquierda hoy en día. La alternativa es el estancamiento y el retroceso que significarán una mayor decadencia social y política.

 

Samuel Farber Nacido y criado en Cuba, participó del movimiento estudiantil de la segunda enseñanza contra Batista. Es profesor retirado de la City University of New York (CUNY) y reside en dicha ciudad.

 

 


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