Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2025/03/fascismo-definicion/
Traducción: Rolando Prats
La fijación en los particulares tiene
un remedio: el concepto, que es general. En consecuencia, susceptible de
declinarse en configuraciones históricas, incluso en las que aún no
conocemos. Mientras no se conceptualice, el fascismo seguirá siendo una
evocación histórica no extrapolable.
El artículo a continuación fue publicado
originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como
parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
Aestas alturas, cuando hay milicias
que marchan por las calles de París, mientras gritan «París es nazi», y
apuñalan a activistas de izquierda, debería estar bastante claro que eso hacia
lo que nos encaminamos merita que lo llamemos «fascismo».
Está claro, y al mismo tiempo no lo
está tanto. Sucede que en el episodio en cuestión —la referencia histórica
directamente invocada— no hay lugar para un sinfín de interpretaciones. De
hecho, lo verdaderamente trágico es que se necesiten muestras tan claramente
reconocibles para que el comentario conceda «fascismo». Probablemente harán
falta esvásticas en los frontones de los edificios públicos para que La
Nuance otorgue que es real el peligro de una deriva fascista; de momento,
consentimos en decir «iliberal», y aun así, solo en días de gran embriaguez
política. Es cierto que, ochenta años después, todavía hay quienes siguen
negando, contra el colaboracionismo y las redadas, que haya existido algo así
como un fascismo francés.
Por desgracia, lo de rehusar el
obstáculo no se circunscribe a la prensa burguesa. Por razones que tienen que
ver con presuntas exigencias de rigor histórico y con segundas intenciones
políticas menos declaradas, no pocos sectores de la izquierda crítica
simplemente se rehúsan a decir «fascismo», pues el «pánico fascista» es mala
consejera, conduce a estampidas electorales y a frentes republicanos
ensamblados a como sea; en resumen, al vagabundeo de las masas. Hasta aquí las
segundas intenciones políticas. En cuanto a las exigencias de rigor, las
ponemos a buen resguardo detrás de Poulantzas, Marx o Gramsci, y decimos:
«Estado autoritario», «bonapartismo», «cesarismo». Pero, sobre todo, no
«fascismo».
Sin embargo, dejamos atrás el
«bonapartismo» o el «cesarismo» cuando el Estado autoritario se lía con el
elemento racista más allá de cierto umbral, ya que, lo que se dice «liado», lo
está casi constitutivamente, en cuanto Estado del capital, y por tanto,
Estado racial[1], desde las depredaciones de la
acumulación primitiva hasta el tratamiento contemporáneo de las poblaciones
nacidas de la colonización o de la esclavitud. Hay, sin embargo,
transposiciones de umbral que marcan diferencias cualitativas, como cuando el
racismo sistémico de Estado comienza a formularse según la
modalidad sistemática de la deportación. La formulación es ahora explícita
en los Estados Unidos de Trump, y pronto lo será en la Francia de Le
Pen-Retailleau. En ambos casos, la alianza del chárter y la motosierra no deja
de tener futuro; por cierto, habrá que esperar a ver hasta cuándo el Partido
Socialista fingirá no darse cuenta.
Ni siquiera es seguro que esta
evolución, no obstante enceguecedora, baste para desarmar las reticencias, y
ello hasta tanto toda la parafernalia fascista —los uniformes, los brazaletes y
los estandartes— vuelva a salir a las calles (aun cuando ya lo haya hecho…). Es
cierto que la fijación en los signos externos que ha registrado y descrito la
historia sigue siendo el principal obstáculo a la hora de reconocer lo
mismo cuando se presenta bajo otra forma.
Puede que Orwell no previera la
variante «inmobiliaria» del trumpismo, pero sí advirtió contra resurgimientos
irreconocibles: el fascismo de «bombín y paraguas enrollado», o con gorra roja
de «MAGA». Ahí estaba lo esencial, y, como no se le prestó atención, el
fascismo ha preservado su estatuto de hápax, no
apto para pensar la política contemporánea. Hay un solo remedio para la
fijación en las imágenes —es decir, en los particulares—: el concepto, que es
general. En consecuencia, susceptible de declinarse en configuraciones
históricas, e incluso de dar cabida a las que aún no conocemos.
Mientras no se proponga un concepto,
el fascismo seguirá siendo una evocación histórica no extrapolable. Por
supuesto, ninguna definición indica las causas ni las rutas de escape. Pero más
nos vale nombrarlas adecuadamente para poder reconocer las unas y las otras,
además de que el simple acto de nombrar no está exento de consecuencias.
Suele ser este el momento en que
invocamos a Umberto Eco y sus «catorce claves para reconocer el fascismo». Es por ahí que
debemos enrumbarnos. Pero no con catorce criterios. Catorce criterios no forman
un concepto, ni una definición: conforman una descripción. O hasta una
calcomanía… de la primera ocurrencia histórica. Cuyo cuadro, precisamente,
jamás habrá de reproducirse de forma idéntica, y, por tanto, no es de utilidad
alguna a la hora de pensar re-actualizaciones originales.
Un concepto: tarea nada fácil. Así
que hay que empezar por intentarlo. He aquí una tentativa: el fascismo es una
combinación de tres elementos.
1) Un Estado autoritario. Por un
lado, empeñado en la normalización institucional de todos los sectores de la
producción de ideas: educación, investigación, cultura, medios de comunicación:
la purga «antiwoke» de las instituciones de la administración pública
estadounidense probablemente se convierta en modelo del género.
Un Estado, por otra parte, que ha
cerrado filas con su aparato de represión, cuya policía y cuyo aparato judicial
están comprometidos con su orientación ideológica, sin duda también armada,
empleable con fines policiales, aparato oficial articulado con extensiones no
oficiales, grupúsculos satélites, milicias callejeras enardecidas por milicias
digitales, en un movimiento de explosión de todas las normas de la violencia
política; entre las «señas» (que no los elementos de definición) figurará con
toda seguridad la ocurrencia de asesinatos políticos. Desafortunadamente,
podemos pronosticar que no tardará en ocurrir. En cualquier caso, en materia de
violencia política, la única regla en lo que respecta al fascismo es la de que
se puede esperar cualquier cosa.
2) Una instrumentalización
sistemática de las angustias
identitarias y de las pasiones penúltimas, es decir: llevar a una mayoría
de dominados, objetivamente maltratados por el orden socioeconómico y
simbólicamente degradados, a rehacerse a sí mismos volviéndose, no contra
quienes los dominan sino contra algunos más dominados que ellos; más
precisamente, contra alguna parte de la sociedad que se postula como infame y
simbólicamente construida a esos fines de emuntorio.
3) Una doctrina
civilizacional-jerárquica, dilatada en un horizonte apocalíptico, preñado de
amenazas «existenciales». ¿Buscamos «señales» o «señas» de un resurgimiento
fascista? La proliferación de la palabra «existencial» es, por excelencia, una.
La palabra «existencial» es el concentrado paranoico del fascismo. Y la clave
de su autorización de la violencia: puesto que si existe una «amenaza
existencial», entonces es cuestión de «vida o muerte», y en esas condiciones de
«peligro mortal», todo vale.
Disparar con ametralladoras contra
embarcaciones de migrantes estará permitido, porque el Gran Reemplazo significa
nuestra aniquilación. Perpetrar un genocidio contra el pueblo de Gaza y someter
a depuración étnica a los supervivientes está permitido porque la propia
Palestina es una «amenaza existencial» para Israel. Del mismo modo que Rusia lo
será para nosotros si tenemos que plantearnos una guerra exterior para hacer
que la gente se olvide del berenjenal en que estamos.
Del concepto a la realidad: ¿en qué
punto nos encontramos? Todo comienza a encajar. La burguesía que ejerce el
poder, tanto político como mediático, ha optado por el racismo antiárabe como
nuevo principio rector: desde el caso Benlazar hasta la suerte compartida
por Bétharram y el Liceo Averroès, los acontecimientos recientes no dejan de confirmar
los que los precedieron. Todas las derechas se fusionan en un bloque de extrema
derecha ideológicamente homogéneo, sin que falte, claro está, el macronismo,
que tan bien habrá allanado el terreno durante ocho años.
Los medios de comunicación dominantes
tienen ahora una sola agenda: cerrar el paso. Pero contra la izquierda. En
Francia, La France insoumise es antisemita, Rassemblement National es
republicana. En Estados Unidos, todo lo que esté a la izquierda de Trump es
«comunista». El presidente-bis hace un saludo nazi, los editorialistas no creen
ver en ello sino un arranque algo torpe de entusiasmo. Incluso cuando la imagen
histórica está ahí delante de nuestros ojos, sigue siendo posible no verla. Por
otra parte, una emisora de la radio pública se ha dado a examinar las
posibilidades de una «Riviera en Gaza». El proceso sigue su trayectoria
nominal.
Notas
[1] Según la tesis de David
Goldberg, retomada y ampliada por Houria Bouteldja, véase David Theo
Golberg, The Racial State, Wiley-Blackwell, 2001; Houria Bouteldja, Beaufs
et barbares. Le pari du nous, La Fabrique, 2023.
Frédéric Lordon Economista y filósofo
francés, Director de investigación del CNRS en el Centre Européende Sociologie
et de Science Politique en París, es profesor en la École des Hautes Études en
Sciences Sociales y colaborador habitual de Le Monde diplomatique.
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