¿Otra vez este extraño personaje con
sus delirios? Pobres niños los que tienen que aguantarlo en clase, diría
indignada una oyente de la radio AM, mientras martillando carne para milanesas
piensa que al país le hace falta mano dura, servicio militar y corned beef con
trisoja para los pobres, porque el que tiene hambre come cualquier cosa… Trabajar
como docente puede romperte la cabeza si te lo tomás muy en serio, no porque a
uno lo hagan renegar, que a veces pasa, sino porque no podés apagar la cabeza
cuando salís de la escuela. Los problemas de tus alumnos te persiguen aunque no
tengas el poder para resolverlos, y a la gente que podría resolverlos aunque
sea en parte, no les importa.
En esta oportunidad más que una joda
el título es una advertencia.
Yo no creo en esa idiotez de que los
docentes no deben hablar de política con sus alumnos. Yo lo hago, abiertamente,
porque creo en que parte de la honestidad intelectual del docente es revelar su
posición ideológica. No me pongo una careta para entrar a clase. Llego en bici,
me cruzan haciendo compras, me ven en actos en lugares públicos, impostar un
personaje como hacen algunos, sería ridículo. Además, porque es inevitable, el
curso es Mundo y Argentina contemporánea. Hablamos de Alfonsín y de Perón, de
Alsogaray y López Rega, de Kennedy y de Ho Chi Mihn.
Con la posición ideológica del
docente expuesta, los alumnos más interesados en el tema pueden comprobar que
en el plan de estudios de la cursada hay autores de todas las posturas y no
solo los que le gustan más al docente. No te digo que voy a incluir un
Balmaceda porque…tengo límites. Pero lamentablemente eso no pasa. No hay
interés por la Historia. Menos por la política.
La mayoría no sabe por qué vota y que
funciones debe cumplir cada funcionario. Que límites y que obligaciones tienen.
La mayoría no iría a votar si no fuera obligatorio porque lo sienten totalmente
innecesario. Nunca asistieron a una sesión del concejo deliberante ni se
acercaron a un bloque de concejales para presentar un proyecto. Y no es que
leyeron las plataformas de los candidatos y que se hayan decepcionado porque
esa persona en la que creyeron después traiciona o negocia el pase por un par
de líneas y patacones imaginarios. A la vista está que a muchos de ellos ni
siquiera se les garantizan los derechos que establece la Constitución. No se
“autoperciben” ciudadanos con derechos y obligaciones. Son “lagente” como dicen
los periodistas porteños de los canales de noticias. Los partidos políticos los
visitan una vez cada dos años. Muchas veces ni siquiera les hablan. Pasan la
boleta por debajo de la puerta y se borran, como un gato que tiró el frasco de
café de la mesada y lo estalló contra el piso de la cocina. A algunos puede
parecerles algo exagerado, pero si juntamos todo esto ni siquiera creen en el
sistema democrático. Se prenden muy rápido a un discurso muy violento que
parece salido de “El Caudillo de la tercera posición”, pero con más llegada, ya
que hoy las redes tienen alcance mundial en instantes.
Y acá viene lo que más asusta.
¿Reaccionarían ante un experimento autoritario?
¿Defenderían un sistema para el que son solo números en una
planilla?
Como quien no quiere la cosa están
sondeando eso en ciudadanos que van desde los 15 a los 20 años.
Los partidos tradicionales, no los
payasos mediáticos que duran lo que un cubito al sol en la Historia, deben
primero dejar de traicionarse más veces que un matrimonio de telenovela
mejicana. Luego invitarlos a participar. Pero a participar de verdad. No a
llevarlos a aplaudir a un acto. Formarlos en una idea, fomentarles el interés
en las artes y el deporte, escucharlos y permitir que lleven adelante proyectos
que puedan ver en el lugar donde viven, cosas que les mejoren la vida diaria y
que les permitan ver que la política es una herramienta de transformación
social y no un sello de goma que se gana el que pagó el mejor publicista y que
con ese sello puede ahora someter y manejar a los demás como en un videojuego
sin responder ante nadie.
Hay que reconstruir la creencia en la
democracia como forma de vida. Pero no en la democracia liberal del voto y
después por cuatro años jodete. Una democracia con justicia social real que
garantice a su ciudadanía las condiciones para vivir como debe vivir una
persona en el siglo XXI. Pero para lograr eso hay que disponer de recursos.
Para ello es necesario reconstruir un Estado poderoso, con el manejo de sus recursos naturales y estratégicos. Dejar
de lado la vocación de virreinato que se ha impuesto desde los 90. Para ello se
precisan dirigentes que no sean cobardes que se asustan con una encuesta de
imagen o la tapa de un diario, de lo contrario el futuro es un “onganiato” con
perros imaginarios.
*Favio
Camargo. Docente, estudiante del Profesorado de Historia en la Universidad
Nacional del Sur
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