Nos Disparan desde el Campanario La Tecno-Religión, dios en el bolsillo… por Miguel Posani

 

 

Fuente: Bloghemia

Link de Origen:

https://www.bloghemia.com/2025/03/tecno-religion-alienacion-digital-explotacion.html

 

En el siglo XXI, la tecnología ha trascendido indudablemente su función instrumental para convertirse en un sistema de creencias global. Una tecno-religión cuyos templos son nuestras mentes conectadas a las pantallas, cuyos rituales consisten en horas de devoción digital y cuyo dogma es la fe en el progreso infinito y la inminente singularidad tecnológica. Se nos promete una inteligencia superior que englobará todo el conocimiento humano y resolverá nuestros problemas, un nuevo dios forjado en código y datos, uno basado en las ciencias.

La tecnología no ha venido a reemplazar a la religión—no lo necesita—, pero sí ha colonizado los espacios emocionales y simbólicos que antes ocupaba lo sagrado. Desde la búsqueda de unidad hasta la promesa de trascendencia, la tecno-religión responde a necesidades humanas esenciales: el deseo de conexión, el miedo a la muerte y la sed de significado.

Uno de los motores de la religiosidad ha sido siempre la alienación, y la tecno-religión es hija de una época que multiplica este fenómeno. No sólo coexiste con las religiones tradicionales o con cualquier menjurje sincrético, sino que se vuelve complementaria y hasta simbiótica con ellas. En muchos aspectos, es una religión arcaica vestida con ropajes futuristas.

Para Marx, la alienación se da cuando el trabajador pierde el control sobre su labor, su producto y su esencia social. Hoy, en la economía digital, esta alienación se replica de manera radical.

La alienación del dato es una realidad: los usuarios generan valor (plusvalía) con su actividad en plataformas (likes, búsquedas, contenido), pero ese valor es apropiado por corporaciones como Google o Meta, que lo convierten en capital. Las relaciones humanas cada vez más quedan mediadas por algoritmos. Instagram y Tinder mercantilizan la intimidad, reduciendo las relaciones humanas a interacciones programadas.

La autonomía se diluye en sistemas opacos. Los algoritmos determinan nuestras elecciones, desde lo que consumimos hasta con quién nos relacionamos, convirtiéndonos en apéndices de la máquina digital. Somos los proletarios digitales, desconectados del fruto de nuestro trabajo virtual y en busca de algo en qué creer para seguir existiendo.

Y la tecno-religión sacraliza esta explotación con narrativas de "innovación", "renovación", "revolución" y "reinventarse", enmascarando la extracción de plusvalía cognitiva y afectiva. Nos mantiene en un estado de expectativa constante, prometiendo un futuro redentor. Esta religión se adapta perfectamente a nuestras necesidades porque la fe y la esperanza están puestas en lo que está por venir.

Y como si fuera poco es la única religión que ofrece satisfacción inmediata a diferencia de las demás. Y la satisfacción inmediata es el estar conectados “al todo” que es internet. Es como si la Iglesia Católica repartiese heroína como sacramento diario.

Mientras los evangélicos llevan su Biblia bajo el brazo, los fieles de la tecno-religión llevan en la mano su celular: un altar portátil, un espejo narcisista de gratificación instantánea. Así como los evangélicos buscan constantemente en la biblia orientación, los fieles de la tecno-religión tienen GPS.

Además, tienen hasta sus profetas del advenimiento del nuevo mesías tecnológico, lo que parece inevitable. La llegada de una inteligencia artificial autoconsciente se perfila como el momento de revelación divina, el instante en que la singularidad nos trascenderá y entraremos en otro reino más allá del virtual y digital.

Por otra parte, la interconexión digital genera experiencias colectivas que evocan sentimientos de unidad y trascendencia, similares a los que antes se asociaban con la religión.

Internet se convierte en lo sagrado: estar conectado es el cielo, la desconexión es el infierno. Desaparecer de la red es volverse inexistente frente al todo digital. Sin embargo, esta impresión de unidad es parcialmente ilusoria. Las burbujas algorítmicas fragmentan la realidad, pero la narrativa del "todos estamos conectados" satisface el anhelo humano de pertenecer a un todo significativo, al igual que en religiones como el budismo ("interconexión universal") o el cristianismo ("cuerpo de Cristo").

Así mismo la exposición constante a flujos infinitos de información (scroll en redes, streaming, notificaciones) provoca una sensación de inmersión en algo más grande que nosotros mismos. Es un éxtasis digital diluido y adictivo, comparable a las experiencias religiosas de asombro ante lo sublime.

Esta hiperconexión también enferma la mente. Existe una "ecología de la atención" actual en donde lo urgente desplaza a lo importante. Y debes olvidar rápidamente la información anterior para ver una nueva.

Nos volvemos infomaníacos, atrapados en un caos de estímulos y perdiendo capacidad crítica y de autocontrol.

Por otra parte, cada religión tiene su mitología. En la tecno-religión, la fe en el progreso y la tecnología como solución universal a los problemas sociales (cambio climático, desigualdad, crisis existenciales) ignora la complejidad sistémica. Nos venden salvación en forma de innovación, sin cuestionar sus implicaciones.

Jean Baudrillard, describió en los años 80 una sociedad donde los simulacros (copias sin original) sustituían lo real. Hoy la tecno-religión es una fase superior de ese proceso. Las redes sociales crean una hiperrealidad en la que la vida se edita y el yo se convierte en un espectáculo diseñado para la validación externa. Los "likes" son signos vacíos, rituales de un culto narcisista. Algoritmos invisibles, como dioses caprichosos, determinan qué escuchamos, qué pensamos, qué creemos, desdibujando la frontera entre libre albedrío y programación. Para Baudrillard, la tecno-religión no es solo alienación: es el asesinato de lo real.

Así esta nueva fe nos sumerge en una alienación multidimensional. En lo material, se nos explota económicamente mediante la apropiación de datos y transformando mágicamente nuestro tiempo de vida en tiempo de exposición a la pantalla contabilizable y productora de plusvalía.

En lo cognitivo, nuestra complejidad humana se reduce a patrones algorítmicos. Y en lo simbólico, la experiencia real es sustituida por simulacros digitales. El resultado es un fetichismo tecnológico, donde veneramos las herramientas que nosotros mismos creamos, otorgándoles un poder casi divino. La inteligencia artificial, como los ídolos de antaño, cobra cada vez más vida propia ante nuestros ojos.

Vivimos inmersos en un sistema ritual totalizante: desbloqueamos compulsivamente nuestros teléfonos como en un rito diario, estamos constantemente pendientes de ellos, confesamos nuestros pecados en tweets y buscamos la absolución en la recarga diaria de energía.

Pero este culto no nos redime; nos atrapa en un ciclo de dependencia y ansiedad, un limbo digital del que es difícil escapar. Así como un esquizofrénico lleva su manicomio en el bolsillo en forma de pastillas, los humanos modernos llevan a su dios en el bolsillo: el celular.

Como escribió Edgar Morin, "el problema no es la tecnología, sino su inserción en un sistema ciego". Un sistema que prioriza el beneficio inmediato, sin visión ética ni pensamiento sistémico, desconectado de la complejidad humana. Romper con la tecno-religión no significa rechazar la tecnología, sino redefinirla como herramienta al servicio de la humanidad, y no como su sustituto de ella. Solo así podremos escapar del templo digital y reconstruir un mundo verdaderamente común.

Aunque, si soy honesto, el otro día me quedé sin internet durante 24 horas. En un momento de desesperación, asumí mi oculto politeísmo y le recé al dios de internet... y volvió al rato. Tal vez rezarle sí funciona. Pero, al fin y al cabo, ¿no es esta la misma lógica con la que operan todas las religiones?

 

 

 

 


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