Fuente: Bloghemia
Link de Origen:
https://www.bloghemia.com/2025/03/tecno-religion-alienacion-digital-explotacion.html
En el siglo XXI, la tecnología ha
trascendido indudablemente su función instrumental para convertirse en un
sistema de creencias global. Una tecno-religión cuyos templos son nuestras
mentes conectadas a las pantallas, cuyos rituales consisten en horas de devoción
digital y cuyo dogma es la fe en el progreso infinito y la inminente
singularidad tecnológica. Se nos promete una inteligencia superior que
englobará todo el conocimiento humano y resolverá nuestros problemas, un nuevo
dios forjado en código y datos, uno basado en las ciencias.
La tecnología no ha venido a
reemplazar a la religión—no lo necesita—, pero sí ha colonizado los espacios
emocionales y simbólicos que antes ocupaba lo sagrado. Desde la búsqueda de
unidad hasta la promesa de trascendencia, la tecno-religión responde a
necesidades humanas esenciales: el deseo de conexión, el miedo a la muerte y la
sed de significado.
Uno de los motores de la religiosidad
ha sido siempre la alienación, y la tecno-religión es hija de una época que
multiplica este fenómeno. No sólo coexiste con las religiones tradicionales o
con cualquier menjurje sincrético, sino que se vuelve complementaria y hasta
simbiótica con ellas. En muchos aspectos, es una religión arcaica vestida con
ropajes futuristas.
Para Marx, la alienación se da cuando
el trabajador pierde el control sobre su labor, su producto y su esencia
social. Hoy, en la economía digital, esta alienación se replica de manera
radical.
La alienación del dato es una
realidad: los usuarios generan valor (plusvalía) con su actividad en
plataformas (likes, búsquedas, contenido), pero ese valor es apropiado por
corporaciones como Google o Meta, que lo convierten en capital. Las relaciones
humanas cada vez más quedan mediadas por algoritmos. Instagram y Tinder
mercantilizan la intimidad, reduciendo las relaciones humanas a interacciones
programadas.
La autonomía se diluye en sistemas
opacos. Los algoritmos determinan nuestras elecciones, desde lo que consumimos
hasta con quién nos relacionamos, convirtiéndonos en apéndices de la máquina
digital. Somos los proletarios digitales, desconectados del fruto de nuestro
trabajo virtual y en busca de algo en qué creer para seguir existiendo.
Y la tecno-religión sacraliza esta
explotación con narrativas de "innovación", "renovación",
"revolución" y "reinventarse", enmascarando la extracción
de plusvalía cognitiva y afectiva. Nos mantiene en un estado de expectativa
constante, prometiendo un futuro redentor. Esta religión se adapta
perfectamente a nuestras necesidades porque la fe y la esperanza están puestas
en lo que está por venir.
Y como si fuera poco es la única
religión que ofrece satisfacción inmediata a diferencia de las demás. Y la
satisfacción inmediata es el estar conectados “al todo” que es internet. Es
como si la Iglesia Católica repartiese heroína como sacramento diario.
Mientras los evangélicos llevan su
Biblia bajo el brazo, los fieles de la tecno-religión llevan en la mano su
celular: un altar portátil, un espejo narcisista de gratificación instantánea.
Así como los evangélicos buscan constantemente en la biblia orientación, los
fieles de la tecno-religión tienen GPS.
Además, tienen hasta sus profetas del
advenimiento del nuevo mesías tecnológico, lo que parece inevitable. La llegada
de una inteligencia artificial autoconsciente se perfila como el momento de
revelación divina, el instante en que la singularidad nos trascenderá y
entraremos en otro reino más allá del virtual y digital.
Por otra parte, la interconexión
digital genera experiencias colectivas que evocan sentimientos de unidad y
trascendencia, similares a los que antes se asociaban con la religión.
Internet se convierte en lo sagrado:
estar conectado es el cielo, la desconexión es el infierno. Desaparecer de la
red es volverse inexistente frente al todo digital. Sin embargo, esta impresión
de unidad es parcialmente ilusoria. Las burbujas algorítmicas fragmentan la
realidad, pero la narrativa del "todos estamos conectados" satisface
el anhelo humano de pertenecer a un todo significativo, al igual que en
religiones como el budismo ("interconexión universal") o el
cristianismo ("cuerpo de Cristo").
Así mismo la exposición constante a
flujos infinitos de información (scroll en redes, streaming, notificaciones)
provoca una sensación de inmersión en algo más grande que nosotros mismos. Es
un éxtasis digital diluido y adictivo, comparable a las experiencias religiosas
de asombro ante lo sublime.
Esta hiperconexión también enferma la
mente. Existe una "ecología de la atención" actual en donde lo
urgente desplaza a lo importante. Y debes olvidar rápidamente la información
anterior para ver una nueva.
Nos volvemos infomaníacos, atrapados
en un caos de estímulos y perdiendo capacidad crítica y de autocontrol.
Por otra parte, cada religión tiene
su mitología. En la tecno-religión, la fe en el progreso y la tecnología como
solución universal a los problemas sociales (cambio climático, desigualdad,
crisis existenciales) ignora la complejidad sistémica. Nos venden salvación en
forma de innovación, sin cuestionar sus implicaciones.
Jean Baudrillard, describió en los
años 80 una sociedad donde los simulacros (copias sin original) sustituían lo
real. Hoy la tecno-religión es una fase superior de ese proceso. Las redes
sociales crean una hiperrealidad en la que la vida se edita y el yo se
convierte en un espectáculo diseñado para la validación externa. Los
"likes" son signos vacíos, rituales de un culto narcisista.
Algoritmos invisibles, como dioses caprichosos, determinan qué escuchamos, qué
pensamos, qué creemos, desdibujando la frontera entre libre albedrío y
programación. Para Baudrillard, la tecno-religión no es solo alienación: es el
asesinato de lo real.
Así esta nueva fe nos sumerge en una
alienación multidimensional. En lo material, se nos explota económicamente
mediante la apropiación de datos y transformando mágicamente nuestro tiempo de
vida en tiempo de exposición a la pantalla contabilizable y productora de
plusvalía.
En lo cognitivo, nuestra complejidad
humana se reduce a patrones algorítmicos. Y en lo simbólico, la experiencia
real es sustituida por simulacros digitales. El resultado es un fetichismo
tecnológico, donde veneramos las herramientas que nosotros mismos creamos,
otorgándoles un poder casi divino. La inteligencia artificial, como los ídolos
de antaño, cobra cada vez más vida propia ante nuestros ojos.
Vivimos inmersos en un sistema ritual
totalizante: desbloqueamos compulsivamente nuestros teléfonos como en un rito
diario, estamos constantemente pendientes de ellos, confesamos nuestros pecados
en tweets y buscamos la absolución en la recarga diaria de energía.
Pero este culto no nos redime; nos
atrapa en un ciclo de dependencia y ansiedad, un limbo digital del que es
difícil escapar. Así como un esquizofrénico lleva su manicomio en el bolsillo
en forma de pastillas, los humanos modernos llevan a su dios en el bolsillo: el
celular.
Como escribió Edgar Morin, "el
problema no es la tecnología, sino su inserción en un sistema ciego". Un
sistema que prioriza el beneficio inmediato, sin visión ética ni pensamiento
sistémico, desconectado de la complejidad humana. Romper con la tecno-religión
no significa rechazar la tecnología, sino redefinirla como herramienta al
servicio de la humanidad, y no como su sustituto de ella. Solo así podremos
escapar del templo digital y reconstruir un mundo verdaderamente común.
Aunque, si soy honesto, el otro día
me quedé sin internet durante 24 horas. En un momento de desesperación, asumí
mi oculto politeísmo y le recé al dios de internet... y volvió al rato. Tal vez
rezarle sí funciona. Pero, al fin y al cabo, ¿no es esta la misma lógica con la
que operan todas las religiones?
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