Fuente: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2025/03/el-caso-del-socialismo-liberal/
Los liberales y los socialistas
suelen verse como enemigos. Pero hacer realidad los ideales liberales de
libertad e igualdad significa construir un orden socialista, una lección que
tanto liberales como socialistas harían bien en recordar.
Reseña de The Political Theory
of Liberal Socialism [La Teoría política del socialismo liberal], de Matt
McManus (Routledge, 2024
Vivimos un momento de vértigo
ideológico. Donald Trump domina la derecha desde hace una década, alienando a
gran parte de su base neoconservadora/libertaria tradicional con un populismo
que atrajo a votantes de clase trabajadora, a díscolos teóricos de la
conspiración de izquierda y a magnates ladrones de la industria tecnológica.
Kamala Harris perdió la presidencia, haciendo campaña con una plataforma liberal conocida y promocionando el apoyo
entusiasta de Dick y Elizabeth Cheney. Bernie Sanders, que se ganó la etiqueta
de «socialista democrático», adoptó una postura generalmente antagónica hacia
el ala centrista-liberal tradicional del Partido Demócrata, al tiempo que
trabaja junto a ella para intentar aprobar una agenda al estilo del New Deal.
Con la izquierda estadounidense
preparándose para vagar por el desierto político, podríamos ver esta amplia
mezcolanza de alianzas y rivalidades como una oportunidad para la formación de
coaliciones. Sí, la enemistad mutua entre liberales y socialistas se manifestó
en campañas presidenciales, guerras en las redes sociales y luchas internas de
activistas. Pero si Donald Trump, Robert F. Kennedy Jr. y Elon Musk pueden
encontrar una causa común en este momento, ¿no es razonable esperar que los
liberales y los socialistas puedan llegar a ponerse de acuerdo?
Se podría excusar a alguien por
responder «no». Los liberales suelen ser vistos como defensores tradicionales
de una libertad individual y unos derechos a la propiedad privada concebidos de
forma limitada, situados dentro de un sistema de mercado apoyado por una exigua
red de seguridad social. Los socialistas son vistos como partidarios de la
igualdad económica, el control de los trabajadores sobre sus lugares de trabajo
y la autorrealización colectiva. Los primeros se asocian con la competencia de
mercado y la elección individual; los segundos con la solidaridad y la
determinación colectiva. A fin de cuentas, es difícil imaginar a estos
compañeros en la misma cama.
Pero tal vez la falta de imaginación
sea parte del problema de la izquierda. En un momento en el que la izquierda
estadounidense parece cada vez más agotada, obsoleta y sin inspiración, y
cuando la derecha parece ascendente y llena de energía, tratar de reparar la
brecha entre liberales y socialistas aparece como un camino natural a seguir.
Pero si se quiere tener éxito de forma sostenida, el esfuerzo debe apuntar a
algo más ambicioso que a un mero matrimonio de conveniencia. Debe apuntar a una
reorganización ideológica más amplia y a un esfuerzo por fusionar más a fondo
los compromisos a ambos lados de la grieta, una posibilidad que los mayores
ganadores del capitalismo están ansiosos por impedir. Pero, ¿cómo sería eso?
Una tradición liberal socialista
Aunque no ofrece un plan para hacerlo
realidad, el nuevo libro de Matthew McManus, The Political Theory of Liberal Socialism, hace más
fácil imaginar a una izquierda más unificada. Utilizando sus amplios
conocimientos de la filosofía política, junto con sus considerables dotes como
narrador de la historia del pensamiento político, McManus se propone
«recuperar» una tradición cuyos «principales compromisos éticos se vieron
ocultados, calcificados o pervertidos en ideología con el paso del tiempo». La
esperanza es que, al mirar a un pasado en el que el «socialismo liberal» no
parecía un oxímoron, podamos empezar a ver el camino hacia un futuro en el que
la tradición florezca de nuevo.
El liberalismo es una doctrina
comprometida con la igualdad de todos y el derecho a la libertad de cada uno.
El socialismo es una doctrina que extiende la preocupación por la igualdad y la
libertad al ámbito económico, defendiendo una distribución más equitativa de la
riqueza y un mayor control de los trabajadores sobre el lugar de trabajo. Sin
embargo, a pesar de ser formalmente compatibles, el liberalismo fue
frecuentemente reclutado para la batalla contra las ideas socialistas.
Históricamente, John Locke argumentó
que el derecho a la propiedad le permitía a un individuo reclamar para sí y
excluir a otros de unas tierras que, de otro modo, habían sido un regalo de
Dios para toda la humanidad. Los derechos liberales, por lo tanto, toman lo que
era común y lo privatizan. Más recientemente, políticos y teóricos de
orientación libertariana concibieron cualquier forma de tributación
redistributiva como un ataque al derecho individual a la libertad, reduciendo
así la libertad liberal al laissez-faire. No debería sorprender, entonces,
que muchos marxistas contemporáneos —así como el propio Karl Marx—
desarrollaran su concepción del socialismo en términos de su supuesta oposición
al liberalismo.
Sin embargo, según la historia que
cuenta McManus, el socialismo no es el enemigo natural del liberalismo sino un
firme candidato a ser su expresión más plena y fiel. Un liberalismo adquisitivo
que defiende el derecho a acumular riqueza ilimitada mientras muchos sufren por
la falta de vivienda, la atención sanitaria y el empleo no podría ser más que
una perversión de una doctrina definida por su compromiso con el valor
igualitario y la libertad. Por otro lado, un liberalismo que garantiza la
distribución equitativa de los recursos sociales, junto con la capacidad de
configurar colectivamente la economía de la sociedad y sus instituciones, es un
liberalismo que está a la altura de su reputación.
McManus sostiene de manera
convincente que la prehistoria de tal liberalismo se encuentra en los escritos
de Thomas Paine y Mary Wollstonecraft. Pero en John Stuart Mill, la teoría
alcanza la madurez.
La filosofía política de Mill es
representativa del socialismo liberal en tres aspectos clave. En primer lugar,
sitúa al individuo como el eje central de la preocupación ética, pero al mismo
tiempo resalta cómo su capacidad para vivir bien está determinada por la
sociedad en la que se encuentra. Si bien Mill considera que la política siempre
debe estar al servicio de las personas individuales (y no de colectividades o
ideologías abstractas), también reconoce que los seres humanos son dependientes
y están insertos en un entramado social. Gran parte de las actividades
individuales que consideramos valiosas solo son posibles gracias a la creación
y el sostenimiento colectivo de prácticas sociales. El conocimiento se genera
colectivamente y se transmite a través de la cultura y las instituciones
educativas. Las relaciones, ya sean entre familiares, amigos, empleadores o
actores del mercado, se forman en el contexto de un mundo social que creamos
juntos. Las comunidades están moldeadas por las normas sociales. Al reconocer
el carácter del mundo social como una preocupación política legítima, el
liberalismo de Mill da un giro socialista alejándose del tipo de visión —más
tarde denominada «neoliberal»— en la que (citando a Margaret Thatcher) «no
existe tal cosa [como la sociedad]», sino solo «hombres y mujeres individuales
y sus familias».
La segunda forma en que la filosofía
política de Mill representa al socialismo liberal es en su compromiso de
utilizar los recursos compartidos para permitir que cada individuo desarrolle
sus facultades humanas. A diferencia de los neoliberales, para quienes el
propósito de la riqueza es simplemente satisfacer las preferencias que tenga un
actor individual del mercado, Mill cree que el propósito de la riqueza es
facilitar el florecimiento humano. Al financiar la educación, las artes, el
atletismo y las actividades comunitarias, el individuo es tratado como algo más
que como mero consumidor. Se le trata como a un ser creativo y curioso, capaz
de experimentar con formas de vida nuevas e innovadoras, pero que también
necesita del apoyo social para alcanzar su potencial.
Por último, la filosofía política de
Mill exige que las personas interactúen entre sí en igualdad de condiciones, no
solo en el ámbito de la política, los tribunales y el mercado, sino también en
los lugares de trabajo y el hogar. Rechaza, por ejemplo, la idea de que el
valor igualitario y la libertad sean compatibles con la dominación del
trabajador por parte del empleador entre las 9 y las 5, o con la subyugación de
la mujer en los hogares encabezados por hombres. Tales condiciones no son simplemente
un asunto privado entre el jefe y el trabajador, o entre una mujer y su marido,
sino una preocupación política de todos. El propio Mill sugirió las
cooperativas de trabajadores como alternativa a las empresas privadas dirigidas
por capitalistas, lo mismo que una reforma de las relaciones domésticas en
sentido más igualitario.
McManus demuestra que estas
características clave están presentes y reciben un mayor desarrollo en la obra
de teóricos posteriores —John Maynard Keynes, Chantal Mouffe, John Rawls y
Michael Walzer—, todos los cuales se identifican a sí mismos como socialistas
liberales o expresan simpatía por los compromisos socialistas liberales. Estos
autores ven a su socialismo (o a sus puntos de vista favorables al socialismo)
como algo que surge de un liberalismo comprometido con la igualdad de todos y
con el derecho a la libertad de cada uno, y todos rechazan las variantes más
libertarianas, neoliberales, posesivas y adquisitivas del liberalismo, que
llegaron a definir a esa tradición a los ojos de muchos.
Un socialismo de principios
El socialismo se asocia a menudo con
un conjunto particular de disposiciones económicas y políticas, tales como la
erradicación de la propiedad privada, la propiedad colectiva de los medios de
producción y la democracia en el lugar de trabajo. De hecho, tales
disposiciones se consideran a menudo esenciales para la doctrina. Pero la
reconstrucción de McManus de la tradición socialista liberal se centra ante
todo en los principios éticos y políticos, principios que pueden o no apoyar en
última instancia esas disposiciones que se suelen considerar como socialistas.
Y aunque a lo largo del libro hay referencias a definiciones económicas y
políticas, no son el foco fundamental de la tradición en debate. Por esta
razón, uno podría preguntarse si lo que se describe realmente merece el nombre
de «socialismo».
Sin embargo, en su libro The Idea of Socialism [La idea del socialismo],
Axel Honneth sostiene que el socialismo a menudo se concibió como una doctrina
moral, definida por su compromiso con ciertos valores éticos. Los acuerdos
institucionales y económicos preferidos por el socialista no se eligen por su
valor inherente, sino por los valores éticos que contribuyen a materializar.
Honneth escribe, por ejemplo, que en la obra del primer socialista Charles
Fourier, «la colectivización de los medios de producción [nunca se trata como]
un fin en sí mismo». En la medida en que es necesario, tal paso se considera
una «condición previa para exigencias morales completamente diferentes». El
socialista liberal, al parecer, ve las cosas de manera similar.
Dado que McManus está interesado en
recuperar una tradición, más que en defenderla o establecer su relevancia
contemporánea, dice poco sobre por qué deberíamos favorecer esta comprensión
basada en la moralidad. Sin embargo, sus atractivos son sustanciales. Adoptar
tal comprensión implica mantener a la vista el objetivo final del socialismo,
que es vivir juntos de una manera que demuestre una preocupación igual por la
libertad y por el florecimiento de cada uno.
Esta perspectiva sirve para
protegerse contra la tendencia a obsesionarse con las políticas económicas y
los acuerdos institucionales preferidos. Los socialistas, por tanto, son libres
de debatir y experimentar con diferentes políticas e instituciones que
aparezcan como conducentes para sus valores. Facilitar la creación de una
empresa cooperativa, ofrecer una renta mínima básica, poner a disposición de
todos la educación preescolar y universitaria gratuitas, construir viviendas
sociales, reforzar los derechos de los trabajadores y la capacidad de
sindicalización, sin necesidad de una reforma radical y global de todo el orden
social (y de todos los peligros y daños imprevistos que ello podría conllevar).
La búsqueda de tales políticas puede entenderse como intentos iniciales y
graduales de trabajar hacia el ideal socialista.
La perspectiva también permite que
tales políticas se enmarquen en los términos de una visión coherente. Y aquí es
donde, sospecho, la recuperación de la tradición por parte de McManus es más
valiosa. La tradición neoliberal que estableció los parámetros del discurso
político desde la década de 1970, fomentó la idea de que los compromisos
liberales fundamentales son los derechos a la propiedad privada, a la
acumulación de riqueza y al consumo. En tensión con esto, se cree, están los
compromisos con la igualdad de posición social, con la equidad en la distribución
de la riqueza y con la creación de una sociedad que le permita a todos
prosperar como seres creativos y curiosos. La política se convierte entonces en
un escenario para hacer concesiones entre los valores neoliberales y los más
socialistas.
Los políticos de centro-izquierda de
nuestros días luchan por hablar de manera coherente y convincente sobre estas
supuestas compensaciones: pero carecen de una visión que les permita articular
por qué deberíamos estar obligados a comprar un seguro médico pero ser libres
de apostar en los deportes, o por qué una tasa impositiva marginal del 37 por
ciento es justa mientras que confiscar y redistribuir la riqueza de un
multimillonario no lo es, o por qué las artes, pero no los clubes náuticos,
deberían recibir financiación pública. Si escuchamos a un demócrata medio, su
programa político puede sonar como una mezcla de ideas apoyadas al azar por
medio de llamamientos ad hoc a la igualdad o la libertad (si es que se apela a
estos valores).
La tradición socialista liberal, por
otro lado, unifica los valores de libertad e igualdad en una visión única y
coherente, al tiempo que evita la visión restringida de los neoliberales sobre
lo que implica la libertad. The Political Theory of Liberal Socialism introduce
a los lectores a una forma de pensar y hablar que les permite comprender esta
visión y su atractivo, y hablar de ella con mayor comodidad y convicción.
Por supuesto, las élites adineradas
tienen un gran interés en ocultar el importante solapamiento entre los valores
liberales y los socialistas. Si el compromiso liberal con la libertad puede
pervertirse en algo que parezca totalmente incompatible con la visión
socialista, entonces el lado de centro-izquierda del espectro político se
encontrará amargamente dividido. Pero si suficientes fuerzas de
centro-izquierda pueden interiorizar la idea de que uno puede pertenecer a
ambas iglesias simultáneamente, su efecto en la política del mundo real podría
ser transformador. Al eliminar el obstáculo ideológico para la unidad liberal
de izquierda, no solo ganamos aliados sino que accedemos a una visión política
del mundo más convincente y expansiva. Del mismo modo en que los políticos de
derecha de finales del siglo XX recurrieron a Friedrich von Hayek y Milton
Friedman en busca de inspiración y sustento ideológico, también podríamos
esperar que la izquierda contemporánea recurra a los numerosos defensores del
socialismo liberal.
Esto sería especialmente bienvenido
en este momento político en particular. En la actualidad, la derecha se alejó
de muchos de los compromisos liberales que alguna vez tuvo: Donald Trump rara
vez menciona la libertad o la igualdad, y llegó al poder prometiendo
neutralizar las instituciones más estrechamente asociadas con la democracia
liberal. El teórico político conservador Patrick Deneen atribuyó el ascenso de
Trump al fracaso del liberalismo: al nihilismo que inspira el hecho de
equiparar la libertad con la elección del consumidor, a la atomización y el
aislamiento que fomenta a través de su compromiso con el individualismo, y al
declive cultural provocado por el capitalismo sin restricciones.
La solución propuesta por Deneen es
un retorno a los roles de género tradicionales, el fomento de la oración
pública, políticas fiscales que incentiven a las familias a tener más hijos y
la crítica a los medios de comunicación por fomentar el libertinaje. Es un
programa reaccionario e intolerante, destinado a proveer sentido en un momento
en que un liberalismo vacío parece incapaz de hacerlo. También es un programa
que atrae a muchos: J. D. Vance cita a Deneen como influencia, por ejemplo, y
aprendió a hablar su idioma.
Pero para aquellos que comparten la
insatisfacción de Deneen con el liberalismo tal como es, pero que, sin embargo,
se inspiran en el liberalismo tal como podría ser, un socialismo liberal puede
ser el camino a seguir. Si no nos inspira una política liberal que prometa
principalmente atender a las personas como consumidores mientras suaviza los
bordes más duros del capitalismo, entonces tal vez podríamos insuflarle vida a
la izquierda hablando de vivienda, educación, artes y lugares de trabajo en
términos más socialistas, es decir, hablando de ellos como producidos
cooperativamente con el propósito de crear una comunidad de iguales, en la que
todos nos esforzamos por ayudarnos mutuamente a realizar nuestros
potencialidades humanas.
*Paul Schofield enseña filosofía en el Bates College de Maine.
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