Nos Disparan desde el Campanario Fascismo ex nihilo… Ensayo... por Marcia Sá Cavalcante Schuback

 

 

Fuente: Jacobin

Link de Origen:

https://jacobinlat.com/2025/02/fascismo-ex-nihilo/



 

Traducción: Rolando Prats

Aprovechando los vacíos de la resistencia y la revolución, crece una nueva forma de fascismo «de la ambigüedad», que busca el embotamiento de los sentidos y los significados.

 

El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.

 

A Adauto Novaes

Cuanto más nos embiste la Nada —que es como un abismo
que nos acecha—,
o un Algo de mil rostros perteneciente a la sociedad y a la actividad de los hombres,
que sin forma ni alma ni afecto nos acosa y nos dispersa,
tanto más apasionadamente y con más intensidad y violencia
debemos por nuestra parte oponer resistencia. ¿O no debemos?

 

El auge de los movimientos de extrema derecha en los últimos años en Europa y más allá no debe sorprender. Michael Löwy califica de «espectacular» ese ascenso y lo describe como un «fenómeno sin precedentes desde los años treinta».  Según esas palabras ese ascenso «espectacular» sería una repetición inesperada de lo que se creía superado o al menos domesticado; a saber, el totalitarismo, en sus tres formas históricas: fascismo, nazismo y estalinismo.  Del mismo modo, aunque desde posiciones políticas e ideológicas diferentes, también se ha afirmado que «el nacional-conservadurismo […] es el retorno de lo reprimido». Sin que entremos en detalles sobre el uso que hizo Freud de ese concepto psicoanalítico, una vez más es la figura de un retorno lo que de inmediatose propone como respuesta a lo que se supone un acontecimiento sorprendente. La suposición de una repetición y de un retorno, la insistencia en el movimiento de regresión como respuesta al sorprendente auge de la «derecha» en un momento contemporáneo dilacerado por injusticias, quizás nos digan más sobre la dificultad de comprender el momento presente que sobre el fenómeno por investigar. En el intento de aprehender la manera específica en que el momento contemporáneo logra asirnos como contemporáneos, y de elaborar un «análisis lógico de la situación concreta», el filósofo francés Gérard Granel planteó en los noventa que los años treinta estaban aún devant nous, expresión que traducida al español como «Los años treinta están aún ante nosotros», muestra la ambigüedad del presente, de ser un antes que está aún por delante, ante nosotros. O en palabras de Granel: «No hay duda de que el fascismo, el nazismo y el estalinismo, tal como existieron en el plano histórico, parecen haber desaparecido sin más, pero en realidad esperan, detrás de la puerta del futuro, para escabullirse detrás de nosotros». E incluso si se insistiera en que el fascismo ha sido incuestionablemente derrotado, lo que Arendt llamó «el archi-mal de nuestro tiempo» está lejos de haberse erradicado ya que «sus raíces son fuertes y se llaman antisemitismo, racismo, imperialismo».

La sorprendente (re)aparición de la extrema «derecha» ha recibido múltiples denominaciones: nueva, extrema, ultra, derecha radical o alternativa. Algunos prefieren llamarla neoconservadurismo, populismo de derecha o autoritarismo. Y otros consideran que deberíamos usar el término «fascismo», aun cuando presente una nueva forma. Enzo Traverso emplea el concepto de «posfascismo» y sostiene que «el concepto de fascismo parece a la vez inapropiado e indispensable para comprender esta nueva realidad». Alberto Toscano utiliza el término «fascismo tardío». A mi juicio, la variedad de etiquetas no se corresponde con la diversidad observada en este derechismo, sino más bien con la dificultad de aprehender conceptualmente el momento contemporáneo, ya que es a partir de nuestro presente que este sorprendente ascenso desvela su novedad. Se trata de un problema teórico sobre cómo pensar el momento contemporáneo sin referirse continuamente al pasado, pues lo que se pasa por alto es precisamente lo que del presente no se puede comparar.  Más allá de las preguntas recurrentes, tales como: ¿Es lo que vemos en el presente una repetición o una continuación de formas y deseos totalitarios del pasado? ¿Es un despliegue de pulsiones fascistas reprimidas o un desplome de la forma democrática? Otra pregunta: ¿por qué es tan opaca nuestra contemporaneidad? De hecho, el problema subyacente a los intentos de comprender lo nuevo en relación con el pasado es la perplejidad ante lo que se ha dado en llamar la «crisis» de la democracia y la intelección de que la democracia puede destruirse desde dentro. El hecho de que el fascismo y el nazismo sobrevivan dentro de la democracia y no sólo como una tendencia contra la democracia, es una interrogante que ya se había planteado Theodor Adorno. Lo más sorprendente de este auge parece ser la aprehensión del desplome de la democracia en la era de la automatización global, la era de la cibercracia, en la que el significado de «total» y «totalidad» apenas puede separarse del automatismo totalitario y que está «totalmente» impregnada por la ansiedad sobre el futuro de la democracia y sobre el futuro del futuro, cuando la crisis climática, la pobreza y la miseria globales, las guerras genocidas y la amenaza de la destrucción total de la vida deshacen cualquier esperanza posible de futuro. Para hacer frente a esas cuestiones, y sobre todo para arribar a la formulación de una pregunta sobre nuestro presente, parece necesario intentar primero asir como presente el momento presente.

El momento presente comúnmente se entiende como lo que sobreviene después de un antes y antes de un después. Es inasible puesto que es lo que parece que podemos asir sólo después, por lo que nachträglich es en sí la expectativa de lo venidero y, por tanto, también al mismo tiempo vorträglich, es decirnachvorträglich. La conciencia del momento histórico presente es la de una conexión con el pasado y el futuro, la introyección de una representación del tiempo como una línea de sucesión, una representación cronológica del tiempo. Sin embargo, lo que podría considerarse como la especificidad del presente es que se encuentra entre el pasado y el futuro. ¿En qué sentido debemos entender la intermediadad de lo contemporáneo?

En los años cincuenta, tras su primera visita a la Alemania de posguerra, Hannah Arendt reunió lo que denominó «seis ejercicios de pensamiento político» bajo el título Entre el pasado y el futuro. En ese libro, Arendt no parte del tema del totalitarismo —que es una de las principales cuestiones teóricas de las que se ocupa— sino, un tanto sorprendentemente, de la experiencia de un vacío. No el vacío de la nada, ni el del nihilismo, ni la pérdida de Dios y de todas las creencias, sino el vacío de un logro: el vacío que surge cuando la resistencia alcanza su objetivo y se consuma la liberación de la opresión. El prefacio de Entre el pasado y el futuro, en que se aborda lo contemporáneo como entre pasado y futuro, comienza con una cita del poeta francés René Char, conocido miembro de la résistance francesa durante la Segunda Guerra Mundial. El verso citado dice: notre heritage n’est précédé d’aucun testament [nuestra herencia no proviene de ningún testamento]. Más literalmente, a nuestra herencia no la precede ningún testamento. La herencia a la que se refiere Arendt no es la de un pasado totalitario, sino la de la Résistance, de la resistencia, de la propia acción liberadora que se convierte en pasado cuando se alcanza la liberación. Además, o más bien junto con la herencia de un pasado totalitario, existe una herencia de un pasado resistente. En efecto, esa herencia también muestra que el pasado significa superar, o dejar atrás, tanto el totalitarismo como la resistencia. En ese texto de Arendt, es el pasado resistente el que nos deja sin testamento alguno. Cabe preguntarse si todo pasado nos deja del mismo modo. Una vez conseguida la liberación, la acción para liberarse hace que nos liberemos de la acción. La autora describe ese desplazamiento de la acción para liberarse a la liberación de la acción como la «pérdida de un tesoro», el tesoro de estar inmerso en la acción, el tesoro de la experiencia de luchar, que para ella era la experiencia de estar siempre sentada junto a la silla vacía de la libertad. La imagen de una silla vacía en la que se asienta la libertad define a esta como indeterminada y abierta. La pregunta a que da lugar ese desplazamiento es qué hacer con el vacío instaurado por la victoria; pregunta que puede plantearse igualmente en relación con toda revolución y que, en efecto, surge en relación con toda condición «pos», pos-revolución, posguerra, posresistencia, posmodernidad. El vacío exige ser colmado. René Char es un poderoso ejemplo de la tesis de Arendt de que el vacío, que surge del hecho de liberarse de la acción, es una exigencia; a saber, una llamada al pensamiento. Arendt dice que René Char, que escribía durante los últimos meses de la Resistencia, «cuando la liberación —que en nuestro contexto significa[ba] liberación de la acción— adquirió gran importancia, concluyó sus reflexiones dirigiendo a los posibles supervivientes una llamada al pensamiento, no menos urgente ni menos apasionada que la llamada a la acción de quienes lo precedieron». El vacío de la acción, de la resistencia, exige un movimiento contrario, ya no, como antes, del pensamiento a la acción, sino de la acción de vuelta al pensamiento. «De vuelta» no en el sentido de volver a lo que se había dejado atrás, sino de apartar la mirada de la direccionalidad hacia un futuro —por lo que la acción para liberarse tiene a su lado a la libertad, sentada en una silla vacía, por una parte, y, por otra, la perspectiva de futuro y esperanza—; «de vuelta» en el sentido de volver a ese vacío, descubrir ese vacío; una vuelta que urge a pensar.

Para describir esa llamada al pensamiento después de la experiencia —es decir, en el vacío de la experiencia, que es idéntico al vacío de la resistencia, al vacío de la liberación de la acción—, Arendt se da a la lectura de Kafka, en particular del último de una serie de apuntes del año 1920, publicada bajo el título Er, pues, según ella, Kafka ocupa «la posición más avanzada» en cuanto a una «inversión pasmosa de la relación establecida entre experiencia y pensamiento». Arendt interpreta la nota de Kafka como el «escenario» de un campo de batalla en el que dos fuerzas, el pasado y el futuro, chocan una con otra. Entre ellas, un hombre al que Kafka llama «Él» debe luchar contra las otras dos fuerzas; a saber, el pasado y el futuro. Arendt considera que en realidad se libran tres batallas simultáneamente: la lucha entre el pasado y el futuro, y la lucha del hombre que está en medio con cada uno de ellos. Según la lectura que hace Arendt, «la existencia de una lucha parece que se debe de modo exclusivo a la presencia del hombre, en cuya ausencia, sospechamos, las fuerzas del pasado y las del futuro se habrían neutralizado o destruido mutuamente mucho tiempo atrás». Arendt ve en esa parábola un cierto error o tal vez ilusión —si se recuerda la distinción que hace Freud entre ambos— en que habría caído Kafka al situar al hombre llamado «Él» fuera del tiempo humano, en un cierto punto arquimédico desde el que se está librando la batalla entre pasado y futuro, y desde el que podría alcanzarse una superación.  Al mismo tiempo, Arendt ve en  la parábola el espacio del pensamiento en el vacío de la experiencia, en el vacío de la resistencia, un espacio intermedio, que Arendt describe además como una fuerza diagonal, un paralelogramo de fuerzas «de origen conocido y dirección determinada por el pasado y el futuro, pero cuyo fin posible se pierde en el infinito», una metáfora que considera «perfecta para la actividad del pensamiento». Arendt recurre a esas metáforas para abordar la brecha temporal entre pasado y futuro que determinaría las «condiciones del pensamiento contemporáneo», y que hace suya como signo de un no-tiempo que existiría necesariamente en el tiempo. Según Arendt, ello nos permite descubrir que tanto el pasado como el futuro son infinitos, que son un «choque de olas», y que la existencia humana pensante se sitúa entre ellos, en lo que en realidad es un suelo sin suelo. Kafka encarna la posición más avanzada de la «inversión pasmosa de la relación establecida entre experiencia y pensamiento» en la medida en que su obra literaria es una confrontación con un vacío que surge de la experiencia de no tener salida, ni vuelta atrás, pero aun así tener que llegar a ese punto. Para decirlo en  las propias palabras de Kafka: «Von einem gewissen Punkt angibt es keine Rückkehr mehr. Dieser Punkt ist zu erreichen». En cuanto a est vacío o punto de no retorno, llama a algo más que al pensamiento. Se trata de una llamada a pensar de otro modo, a dar un paso atrás para tomar aliento —Paul Celan hablaba de Atemwende, un cambio de aliento— e invertir la relación entre experiencia y pensamiento, algo que Arendt reconoce en la obra de Kafka. De modo que, para Arendt, Kafka es la experiencia de una «idea-acontecimiento», de un «paisaje del pensamiento», que describe cómo se piensa un pensamiento. Arendt hace suya esa tarea al afirmar la necesidad de escribir ejercicios de pensamiento [político], y de escribir en forma de ensayo, ya que «el ensayo como forma literaria posee una afinidad natural con los ejercicios que tengo en mente». Es así que responde a la exigencia teórica de la condición posexperiencial.

Los ejercicios de pensamiento de Arendt en ese prefacio apuntan a que el momento contemporáneo de postotalitarismo es el de un vacío, el vacío dejado por una larga historia de liberación y resistencia, con lo cual aborda esa cuestión desde el punto de vista de las luchas antitotalitarias. La hipótesis que pretendo esbozar en el presente artículo es que el «sorprendente» auge de los «movimientos de extrema derecha» debería aprehenderse hoy más bien a partir de la energía explosiva del vacío del momento contemporáneo, el vacío de la posexperiencia. Esos movimientos son estrategias de conquista más que movimientos que tengan por objetivo colmar el vacío, el vacío que queda cuando la acción por la liberación libera de la acción. Se trata de una conquista por fisión. Se trata, de hecho, del vacío de una condición posrevolucionaria. En concordancia con Arendt, podría decirse que después de la revolución no existe realmente una tendencia contrarrevolucionaria que sirva como mecanismo de control para asegurar los resultados de la revolución o como reacción contra la revolución. Después de una revolución, lo que emerge es el vacío de la liberación de la acción revolucionaria. A ese respecto, podríamos recordar las reflexiones sobre la «revolución democrática» elaboradas por el filósofo político francés Claude Lefort, uno de los primeros en aproximarse al pensamiento de Arendt en Francia. Una de las principales tesis de Lefort, sostenida y elaborada a lo largo de toda su obra, es que la democracia moderna es resultado de un regicidio, del derrocamiento de la figura soberana del «Uno», de la «indivisión», acontecimiento abrumador que abrió un «lugar vacío» simbólico. Inspirándose en las reflexiones de Tocqueville sobre la revolución democrática, Lefort considera, sin embargo, que el nacimiento moderno de la democracia fue no sólo una revolución, que «socavó los cimientos de la distinción entre los hombres en la sociedad […] distinción sacralizada por el mito o la religión», sino sobre todo «una mutación de carácter simbólico», una nueva posición de poder. La muerte del monarca como incorporación del orden simbólico del Uno expone la mutación de su orden simbólico. Lo que emerge simbólicamente en esa mutación llamada democracia moderna no son realmente los «Muchos» como contrapartida del Uno, sino un «lugar vacío».  «[…] [L]o que emerge es la nueva noción del lugar del poder como lugar vacío». A ese lugar se lo llama «vacío» porque ni ningún individuo o grupo le pueden ser consustanciales; se trata de un lugar «infigurable», ni fuera ni dentro; de una «instancia totalmente simbólica» que no puede localizarse en la realidad. La sociedad, añade Lefort, se ve ahora desafiada por la pérdida de fundamento, por la anarquía, en el sentido de no tener fundamento. La democracia moderna es el acontecimiento de la disolución de los puntos de referencia de la certeza. De ahí que la democracia no sea otra cosa que riesgo; en palabras de Lefort, la democracia es «feroz» y «salvaje», ya que ese lugar vacío no sólo no es domesticable, sino que además es un lugar de lo no- domesticable. Partiendo de sus reflexiones sobre el lugar vacío instaurado simbólicamente por la revolución democrática, nos gustaría argüir  que las nuevas formaciones totalitarias, en nuestra nueva era democrática liberal, no sólo dan lugar a instituciones y «modos de organización y representación totalitarias», sino que son agresivos intentos de conquistar, ocupar e invadir el orden simbólico del vacío del Uno, de la anarquía, o espacio de indeterminación, que es el orden simbólico de la libertad. Una importante lección que podemos extraer de Tocqueville, que en en más de un sentido orienta el concepto de «democracia salvaje» de Lefort, son las «ambigüedades de la revolución democrática»en todos los ámbitos de la realidad social cuando la «igualdad» de condiciones, en lugar de la libertad, se convierte en la fuerza axial de la revolución. Vínculos sociales, instituciones políticas, personas, mecanismos de opinión, formas de sensibilidad y formas de conocimiento, religión, derecho, lengua, literatura, historia, etc., en todas partes la revolución democrática opera, en palabras de Lefort, «una especie de exploración en la carne de lo social»[38]. Se trata de  la exploración de la tremenda ambigüedad que significa, por un lado, e no estar ya sometido a las antiguas redes de la dependencia, liberado de la minoría de edad y, por tanto, libre para la autodeterminación y la autonomía –según la célebre proclamación de Kant–,  obligado a la libertad de juicio y a actuar según las propias reglas, y, , por otro, no tener ya puntos de referencia de la certeza, buscando aglutinarse con las mayorías en el intento de escapar a la disolución de su identidad; por un lado, conquistando su derecho a la expresión y a la comunicación y, por otro, sometiéndose a un poder anónimo. «La nueva afirmación de lo singular se esfuma bajo el reino del anonimato; la afirmación de la diferencia (de las creencias, de las opiniones, de las costumbres) bajo el reino de la uniformidad; el espíritu de innovación se esteriliza en el “goce” de los bienes materiales; por doquier se asiste a la pulverización del tiempo histórico; el reconocimiento del semejante por el semejante se malogra ante el surgimiento de la sociedad como entidad abstracta». Igualdad de condiciones que equivale a la uniformidad, la homogeneidad; en lugar de la encarnación monárquica del Uno, la emergencia de la uni-dimensionalidad de cada uno separado y diferenciado. Para Lefort, esa ambigüedad, inherente al lugar vacío abierto por el asesinato simbólico del Uno, es el don de la democracia moderna, don en el doble sentido de presente y de veneno. Así, pues, es de ese vacío de donde surgen tanto las formaciones totalitarias como las formas plurales de resistencia y de lucha por la liberación de las condiciones de opresión. Para el fenomenólogo socialista Lefort, la libertad es, en esencia, deseo de ser. Sin embargo, esas condiciones se deben «descifrar» mediante una labor de desasimiento de las ideologías dominantes y rivales.

Tanto en los ejercicios de pensamiento político de Arendt sobre el vacío de la resistencia como en las reflexiones de Lefort sobre la mutación del orden simbólico operada por la democracia moderna en la que el Uno es reemplazado por la nada, encontramos algunas respuestas a la pregunta de cómo y por qué las nuevas democracias liberales no sólo «eligen» políticas fascistas y de extrema derecha, sino también de cómo esa nueva forma de fascismo quizás sea la forma más violenta de conquista, de ocupación e invasión del orden simbólico de un lugar vacío. En este sentido, podemos hablar de fascismo ex nihilo.

¿Cómo conquistar un vacío? ¿Cómo ocuparlo, cómo invadirlo? Sin duda, estrellándolo. En un muy sorprendente texto de 1897, el poeta francés Paul Valéry aborda esas cuestiones en términos de conquista del lugar vago y azaroso de la creación. El vacío es un motivo recurrente en la poética de Valéry, entendido como la fuerza de lo que no existe. Aparece como O. en sus nociones de lo vago, del azar, de la hoja en blanco. En el artículo al que me refiero, titulado «Une conquête méthodique» [Una conquista metódica], Valéry capta el fenómeno de «la obediencia total, la devoción constante a alguna concepción simple, celosa y formidable —estratégica en la forma, económica en el objetivo y científica en la profundidad y el alcance de su  preparación» que define el acontecimiento llamado Alemania después de Bismarck; Alemania como el nombre que personifica un nuevo orden mundial, el orden del capitalismo técnico-industrial, el mundo totalmente «hecho por» ese orden, el orden de lo «hecho por».  Valéry describe esa obediencia total y esa devoción como una «acción» que difiere de la «nuestra», liberal democrática, en el sentido de acciones individuales a veces independientes, a veces contradictorias, ciegamente protegidas por el Estado. El nuevo orden de obediencia total es más bien «un poder macizo que actúa como el agua, ora por choque y caída, ora por infiltración irresistible». El movimiento es geológico e incontrolable. Por medio de esa metáfora geológica, Valéry describe la formación de un «ejército económico», regido por una tremenda disciplina que es capaz de conectar la acción individual con la acción del conjunto, de modo que cada punto aislado está totalmente conectado con todos los puntos de esa fuerza para que el máximo de riqueza de todos los puntos del mundo pueda volver a cada una de sus partes. Es la disciplina que desemboca en la «obediencia total». Esa acción —sostiene a Valéry—, no es casual; está «entrenada», implica a todo el cuerpo del conocimiento, que debe sufrir una tremenda revolución, la revolución de la especialización, el desarrollo de una sociedad de expertos, la experiencia de la «razón continua», la incorporación del conocimiento en la producción industrial. Todo conocimiento debe volverse aplicable. Y todo debe seguir al conocimiento redefinido como aplicabilidad. La ciencia debe convertirse en ciencia aplicada. El genio humano se ve completamente reemplazado por una humanidad impulsada por un deseo constante, una razón mediocre que se confía totalmente de la razón. «Ese hombre hará lo que se le pida. Reflexionará sin pasión, realizará enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que todos los objetos y hechos le servirán y, finalmente, entrarán en sus cálculos personales». Esto es posible sólo porque esa nación, que en el texto significa Alemania, ha experimentado en la esfera económica la «razón incesante», es decir, el «método». Es la conquista metódica de la conquista por el método. Como un visionario, Valéry describe las raíces del totalitarismo como una «conquista por el método» de todos los dominios de la existencia, conducida por la formación de un ejército económico, es decir, de cómo la economía obliga por su propia estructura a la militarización y a la movilización total, y de ahí cómo lo económico y lo militar se infiltran uno en el otro irresistiblemente. Y la ley es «planificar y provocar la desigualdad». Traducido de manera más literal, hay que organizar la desigualdad. Por tanto, todo es cuestión de método: el futuro y lo posible deben calcularse; los estudios de probabilidad y de estática dominan todos los ámbitos de conocimiento y, por consiguiente,  el trabajo del azar y la poética de lo vago —es decir todo vacío, la fuerza de lo inexistente en la existencia— ha de eliminarse; desde el punto de vista militar, la desigualdad se organiza a través del número, cuanto mayor sea el número  de armas, tanto mayor será el número de ejércitos y soldados posibles, el objetivo es que cada todo sea cada más grande; comercialmente, a través del mercado, cuya labor consiste en producir el producto menos costoso, la búsqueda lo es de lo cada vez más pequeño, para cada uno. El misterio de cada uno, de la desigualdad debe organizarse tanto por extensión —más y más— como por reducción —más y más pequeño—, una organización que ha de lograrse macroscópica y microscópicamente. Tanto el ejército como el comercio aspiran a «quebrar toda resistencia». Desigualdad, en este caso, significa la ambigüedad de lo singular, en su incomparabilidad que como número se organiza en homogeneidad, construyendo nuevas jerarquías de poder y orden. Siguiendo el método del razonamiento continuo, que se convierte en el método de todo método posible, cada rama del saber se somete al análisis total, cada cultura, cada territorio, y la ciencia procede como saber estratégico: se hace la guerra en cada simple dominio de la vida. El tremendo isomorfismo entre la forma militar y la forma económica transforma el conocimiento en aplicabilidad, y de hecho en «investigación» y «relación». «[…] La segmentación, la clasificación, la imposición de una disciplina a los objetos de conocimiento es el principio reinante». En lugar de inventar la forma de un objeto, la investigación indaga: «esta forma viene dada por el gusto del futuro consumidor». Uno de los resultados de esa militarización y economización del saber, del espíritu, del arte y de la literatura, de la existencia singular —como subraya Valéry— no es sólo la obediencia total sino la desaparición de una brecha, de un vacío para la desobediencia, para lo extraordinario, que para Valéry está íntimamente ligado a la experiencia de cómo funciona lo vago y el azar, a su «poética» —en efecto, a cómo es la acción in actu, la desaparición de una sensibilidad por la manera en que la acción actúa, la creación crea, el pensamiento piensa y, por si fuera poco, la teoría teoriza. En efecto, en el régimen de la conquista del vacío por el método, lo que desaparece es el vacío de la resistencia, de la revolución, que es el vacío para que surjan las condiciones de un advenimiento de la libertad. Por ello, Valery considera que para resistir a la conquista metódica del vacío, cuyo objetivo es anular la energía creadora del vacío, es necesaria también una «teoría de la teoría».

La conquista del vacío por el método puede ampliarse al igual el nacimiento de la burocracia moderna si atribuimos a la burocracia el significado propuesto por Lefort en sus primeros trabajos en el sentido de formación de una nueva clase dominante. Apartándose de los relatos de Marx y Weber sobre la burocracia, Lefort define la burocracia como un proceso, el proceso de burocratización en el que crece una nueva estructura social. Contrariamente a Marx, para quien la burocracia era un «fenómeno parasitario», Lefort ve en ella un fenómeno «necesario», en la medida en que es un tipo de organización no sólo del Estado sino de toda la sociedad civil. Si bien conviene con las reflexiones de Weber en lo que concierne a la forma en que la burocracia efectúa la despersonalización del individuo, hace públicos todos los asuntos, transforma la finalidad del Estado —del aparato— en finalidad privada, y en que es un eje fundamental en el proceso de racionalización capitalista, Lefort insiste críticamente en que Weber no reconoció los rasgos constitutivos de la burocracia enraizados en su estructura social. La burocracia —que según él había alcanzado su máxima «perfección» en el régimen totalitario soviético— es la formación de una nueva clase social dominante y también una nueva forma de dominación. Por medio de la burocracia toda la sociedad se politiza, de hecho, todo se politiza de tal manera que la política pierde su significado. La política encarna por medio de un poder incorpóreo otra opresión de clase, otra realización del poder.

Cabe a Lefort el mérito de haber mostrado cómo funciona la máquina burocrática para construir una nueva organización social, con una nueva clase dominante, y sus análisis son útiles para percatarnos de que los nuevos «líderes» fascistas son burócratas que hacen las veces de simulacros de líderes. La burocracia es una máquina de simulación, una «máscara de ley y de impersonalidad» tras la cual se puede atestiguar una «proliferación de funciones improductivas, un juego de relaciones personales y el delirio de autoridad».  Es una máquina que funciona dispersando infinitamente actividades en incontables servicios, departamentos, trámites administrativos, en nuevas y continuas estructuraciones, nuevas políticas, nuevas fórmulas, destrozándolo todo, en aras de gobernar como si no gobernara, como un gobernante invisible a quien le es imposible matar. Esto puede entenderse en el sentido de que, en lugar de incorporar el orden simbólico del Uno en el monarca, en un solo cuerpo o nación, la burocracia se convierte en un poder que conquista, ocupa e invade el lugar vacío de la democracia con una máquina abstracta de documentos, fórmulas, instancias, de un sistema en que la que es gobernada por instancias superiores se convierte ella misma en gobernante, de modo que el poder se estructura en torno al gobierno del ser gobernado. El burócrata es siempre un ser-gobernado que gesta un pequeño poder capaz de someter, sujetar y destruir la vida individual.

La máquina burocrática es necesariamente tecnocrática, o al menos debe aparecer como tecnocrática, en el sentido de poseer —y con ello legitimarse—la pericia técnica y la exigencia de desarrollo de la competencia. La máquina burocrático-tecnocrática es la versión analógica de la automatización y, a su vez, la automatización es la formación más totalitaria que tiene por objetivo conquistar el lugar vacío de la democracia. Lo que presenta el reciente ascenso de los movimientos de extrema derecha, impensable sin la cibertecnología de la información, es el dominio de la cibercracia, el alto despliegue tecnológico del dominio burocrático-tecnocrático. En la amplitud de una nueva forma de poder en la que el ser-gobernado es lo que (llamado quien) gobierna, autonomía y automatización coinciden: la autonomía se convierte en automatización y la automatización se convierte en autonomía. El desarrollo de las tecnologías de la automatización, que se corresponde con el despliegue de las tecnologías de la información en la cibercracia, es crucial para comprender el auge del extremismo en el siglo XXI. Este enorme asunto merita, por supuesto, un examen especial. Lo que nos interesa saber es por qué esas nuevas formas de extremismo de derecha que surgen de la cibercracia de la nueva democracia liberal extrema y la hacen funcionar deben denominarse fascistas. De modo que, cuando se habla de extremismo, entonces debería reconocerse que es la nueva democracia liberal la que es extrema y esos nuevos «movimientos» han de considerarse como el propio extremismo de la nueva democracia liberal.

En un trabajo anterior en que me propuse argumentar por qué deberíamos hablar de una nueva forma de fascismo en lugar de cualquier otra etiqueta, expliqué que me había inspirado en los escritos de Pier Paolo Pasolini y cómo este nos instaba a pensar. Pasolini insistía en describir  la nueva democracia liberal como una nueva forma de fascismo. Era el suyo un acto discursivo predicativo: la nueva democracia liberal es un nuevo fascismo, lo que muchos consideran una gran provocación y otros un gran error. Pero Pasolini se aparta de todo procedimiento comparativo en relación con el pasado —con el fascismo histórico que él llamaba «paleofascismo»— y de las creencias ideológicas estereotipadas. Se aparta de una visión cine-poética del momento contemporáneo. Al mismo tiempo parte de una visión del vacío. Pero esta vez, se trata del vacío de la resistencia, entendido como la desaparición de la resistencia, algo que puede pensarse junto con la noción de Valéry de «obediencia total», que a su vez se realiza mediante la cibercracia. Pasolini difiere de Lefort, quien vio en Mayo del 68 una experiencia concreta de la emergencia de una brèche, la apertura de un espacio de resistencia en que el «juego de posibilidades» democrático, de su ritmo, hacía posible prever, en la cercanía de la cibersociedad, la apertura del ser, la irrealización primordial de todo. Pasolini veía por doquier señales del vacío de la resistencia cuando esta insistía en restaurar formas históricas de resistencia.  No se trata de una visión pesimista contra otra optimista. Se trata más bien de la urgencia que percibió de inventar nuevas formas de resistencia. La nueva forma de fascismo que reconoció como nueva democracia liberal, estructurada sobre una mutación del propio capitalismo, sobre la «revolución» cibertecnológica, sobre el consumo de los medios de comunicación de masas, es imprevisiblemente nueva porque apresaba la resistencia y con ello imponía la restauración y la repetición de formas de resistencia. De ese modo, vacía a la resistencia y la reemplaza por una forma, conforme a la lógica de la forma de la mercancía. Pasolini reconoce esa novedad por medio de sus sentidos, en particular a través de la experiencia de la desaparición de las luciérnagas en el paisaje italiano, que son para él luces parpadeantes de resistencia al exterminio de la vida dentro de la vida que define a grandes rasgos el fascismo. Tal como nos lo relata, «algo había sucedido», lo que a  mis ojos podría entenderse como el acontecimiento de la mutación de todo en «cualquier cosa»; en realidad en un continuo «lo que sea» de todo, un proceso de vaciamiento de cualquier sentido, significado y valor de todo sentido, significado y valor. Me he referido a ello como un proceso de ambigüización de todo sentido, significado y valor, en el que la resistencia y aquello a lo que hay que resistir se confunden, se mezclan, pierden todo contenido. El vaciamiento del sentido y del significado de las personas, de la vida, de lo humano, de la existencia, de la sensibilidad, del cuerpo, del alma, de la política, a través de su circulación, exacerbación, ambigüización, equivale de hecho a vaciar de sentido al sentido mismo, de valor al valor, de verdad a la verdad.

El vacío de resistencia percibido por Pasolini debe sin duda entenderse como la actividad del propio nihilismo. Así, pues, el nihilismo, que con tanta profundidad percibió Nietzsche, no es un estado sino una actividad, una actividad que activa y al mismo tiempo pacifica el vacío de sentidos y valores. «Dios ha muerto», «todo está permitido», esas expresiones nihilistas casi proverbiales no dicen simplemente que la estructura del sentido y de los valores se ha trastornado y disuelto, dejando al mundo en un vacío de sentido y de valor, y nada más, Pues se pueden enunciar sólo desde dentro de una economía general de significados, sentidos y valores que funciona a través de una continua ambigüedad. Es de esa actividad de vaciamiento que surge el fascismo como realización de la nueva democracia tecno-mediática liberal y cibercrática. Así entendido, queda más claro lo que Pasolini denominó «genocidio cultural», «mutación antropológica» y «pérdida de la capacidad lingüística» como rasgos decisivos de esa nueva forma de fascismo. El vacío de resistencia percibido e intuido por Pasolini en la desaparición de las luciérnagas en el paisaje concierne al vaciamiento de sentidos, significados y valores, que estructura una nueva forma de socialización que destruye la realidad social, pero sobre todo la realidad misma.

De ese modo, lo que está en juego en lo que llamo «el fascismo de la ambigüedad» es la destrucción de la realidad. La cibercracia, la automatización de la buro-tecnocracia, reemplaza a la realidad por simulacros, por formas de contenidos que vacían los contenidos y no sólo por formas sin contenidos. A ella corresponde la fijación absoluta con las imágenes y, sobre todo, con las imágenes de sí. Se habla a menudo de «fijación con la imagen». El fascismo histórico necesita imágenes fuertes, figuras y símbolos eficaces, la imagen de Führers, Duces, el líder debe estar en lugares públicos, los lugares públicos deben reconstruirse como arquitectura monumental que reafirme el ideal de fuerza. Los símbolos deben formar un vínculo de identidad que afecte a todos de tal manera que se identifiquen con el líder, con la nación, con una historia mitificada y una memoria estetizada y con ello dotarse de una imagen de sí que se transmita a la suya propia; es decir, que a través del mismo proceso de identificación se hagan iguales. En el neofascismo, el fascismo de hoy, el proceso de identificación fascista se torna diferente porque se basa en ser la propia imagen narcisista de sí y, ante todo, identificarse con ella, con una «imagen» mediática. En este caso la mitificación es reemplazada por la simulación, todo se convierte en un como si fuera sí mismo: el Estado existe hoy «como si» fuera un Estado, por cuanto es un negocio, una corporación; la nación existe «como si» fuera una nación, por cuanto se trata, ante todo, de una «marca»; el líder es «como si» fuera un líder, por cuanto quien gobierna, gobierna en calidad de ser gobernado; es decir, ser gobernado y dominado —por un orden tecnológico-automatizado-económico— es lo que gobierna y domina. Los líderes fascistas de hoy imitan imágenes de líderes anteriores, los neofascistas imitan a los fascistas de antes, los símbolos no sólo imitan símbolos antiguos sino precisamente las formas de los símbolos. En una época como la nuestra, en la que los símbolos se han agotado y están vacíos, es el símbolo mismo el que se imita; en un tiempo como el nuestro, en el que la forma misma ha perdido forma, es la forma la que debe imitarse, y ello para «dar la impresión» de que nuestro mundo informe tiene una forma, «como si» tuviera una forma nueva. Lo nuevo no es más que la simulación de la forma, del sentido, del valor, de la realidad. Así, pues, es mediante el espectáculo, la representación, la viralización de formas de sentido que se vacía de sentido al sentido; que formas de valores vacían de valor a los valores; que formas de significado vacían de significado al significado, sin valores, haciendo que la búsqueda de sentido, de significado, de valores carezca de sentido, de significado, de valor. El fascismo no necesita ya imponer ningún sentido unívoco, ninguna univocidad; ahora se apropia de la ambigüedad, que ha sido una respuesta resistente después de la guerra (véase, por ejemplo, la defensa de la ambigüedad que hacen Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Emmanuel Lévinas). Cuando todo se torna ambiguo, es la propia acción de resistencia la que es incautada y vaciada.

Pasolini dio muestra de gran lucidez en relación con la apropiación de las acciones de resistencia por la nueva forma de fascismo, por el neofascismo, como lo llamaba. Pasolini, que estaba al tanto de los diversos movimientos de resistencia contra la opresión —como podemos ver en su obra y, también, en su trabajo documental La Rabbia— capta la lucha entre el lenguaje del odio —que es el lenguaje de la modernidad, el lenguaje del poder opresor exterminador— y el lenguaje de la rabia, el lenguaje de la resistencia. Sin entrar en más detalles en relación con la sutil tensión entre el odio y la ira y sus lenguajes, cabe destacar que Pasolini fue incansable en su búsqueda de un lenguaje de resistencia contra la forma en que definió el neofascismo como exterminio de la resistencia, algo que tuvo lugar en las formas contemporáneas de aniquilar no sólo el recurso al pensamiento, sino también el lenguaje de la experiencia, la sensibilidad, la corporeidad.

Se trata para Pasolini de descubrir las minúsculas distinciones entre el lenguaje del odio y el lenguaje de la resistencia, que los nuevos medios de comunicación de masas y el capitalismo tecnológico reducen a lo mismo, imponiendo el orden de la ambigüedad en cualquier significado[62]. Esa llamada a la distinción de lo que se vuelve ambiguo mediante la homogeneización según la ley capitalista de la «equivalencia general», puede leerse por ejemplo en otro poema, titulado «La juventud anticomunista marcha sobre Roma»:

Si gritas viva la libertad sin humildad
no estás gritando viva la libertad.
Si gritas viva la libertad sin reír,
no estás gritando viva la libertad.
Si gritas viva la libertad sin amor
no estás gritando viva la libertad.
Vosotros, hijos de los hijos, estáis gritando
viva la libertad
con desprecio, con odio, con rabia.
De modo que no estáis gritando ¡viva la libertad!
Hay una libertad verdadera y una libertad mentirosa,
pero es mejor ser héroes de la verdadera libertad.
Sabedlo, hijos de los hijos,
vosotros que gritáis viva la libertad
con desprecio, con rabia, con odio.

Pasolini luchó con lenguaje contra el lenguaje, con cine contra el cine, con poesía contra la poesía, mientras escrutaba cómo el lenguaje, la sensibilidad, la corporeidad eran destruidos por la tecnificación, la reificación, la masificación de los medios y la mercantilización del lenguaje, la sensibilidad, los cuerpos y el pensamiento. Sus estrategias de lucha, como escribir en un dialecto que no era el suyo, de rodar en África y la India, de repetir el deseo de Dante de convertirse en poeta en tiempos que no sólo evitan la poesía, sino que además son testigos del vaciamiento de la poesía realizado por la poesía misma, como podemos leer en su proyecto de escribir La divina mimesis, en forma de reescritura del poema de Dante, son en muchos aspectos acciones como la del joven inocente que corre por el centro de Roma, en medio del intenso tráfico, con una flor de papel en la mano, que al final muere atropellado por un coche, y que Pasolini retrató en su cortometraje La sequenza del fiore di carta. También, de forma similar a Kafka, se trata más de llegar al punto de no retorno que del intento de reactivar, restaurar o repetir formas de resistencia pasadas, de llegar al punto en el que ya se encuentra nuestro tiempo y descubrir las pequeñas y sutiles flores de la diferencia, esparcidas como hierbas silvestres en los campos de la existencia, como millones de inmigrantes, exiliados y expulsados cuerpos sin nombre que yacen en las calles del mundo.

Después de la guerra, en los años sesenta, René Char meditó mucho sobre los versos de Rimbaud, el poeta contemporáneo de la Comuna de París, que decían: «La Poésie ne rhythmera plus l’action, elle sera en avant» La Poesía dejará de poner ritmo a la acción; irá por delante]. También recuerda sus años de resistencia y reflexiona sobre cómo la acción es ciega y sólo la poesía es capaz de ver. Ninguno de los pensadores aquí analizados niega la acción. Pero todos ellos saben que el llamamiento a la acción necesita hoy algo más que acción. Necesita actuar sobre la acción misma, necesita en ese sentido una «poética», la difícil tarea de dejar que la poesía sea antes que la acción, por cuanto la poesía «ve» la urgencia de que la acción actúe sobre sí misma. Ve que, dentro de la vertiginosa violencia exterminadora del fascismo de la ambigüedad, es la acción misma la que debe sancionarse, que el hacer debe hacerse más allá de cualquier idea y práctica de producción. La poesía, en el viejo sentido de un hacer, ve que es el hacer mismo lo que debe hacerse. La poesía es anterior a la acción en el sentido de que nombra el coraje de afrontar el vacío como vacío, con el coraje de llegar a ser uno mismo como la luciérnaga de Víctor Hugo, que sigue planeando, por muy brevemente que sea, sobre el abismo de nuestro tiempo, el valor de permanecer en «un pilar ausente» [sur une colonne absente], como las temblorosas líneas de presencia de Henri Michaux.

 

Marcia Sá Cavalcante Schuback: Filósofa brasileña recibida en la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) where she obtained her PhD exam 1992. Actualmente es docente de filosofía de la Södertörn University, de Estocolomo, Suecia.

 

 


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