Nos Disparan desde el Campanario Algoritmos y ultraderecha: la tecnopolítica del malestar… por Hernán Borisonik
Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2025/02/algoritmos-y-ultraderecha-la-tecnopolitica-del-malestar/
Cada ideología tiene su tecnología y
con las redes sociales las nuevas derechas encontraron la suya. Hoy tienen la
ventaja en estos nuevos espacios donde la verdad importa menos que la capacidad
de captar la atención y debemos aprender a contrarrestarlas.
asta hace pocos años, los partidos de
extrema derecha no eran más que una nota de color en la política occidental.
Hacia fines del siglo XX, el Frente Nacional francés apenas arañaba el 0,4% de
los votos, el Partido Nacional británico no pasaba del 0,06% y en Alemania el
NPD llegaba, con suerte, al 0,2%. En la Argentina del neoliberalismo y las
privatizaciones, la ultraderecha era marginal, confinada a grupúsculos que
orbitaban alrededor de discursos nostálgicos, sin incidencia real. Cuando
aparecían en la esfera pública despertaban indignación o risa, pero no
verdadera preocupación. A lo sumo eran el testimonio de un pasado que no debía
volver, pero su presencia no alteraba el juego político.
Hoy, la situación es radicalmente
distinta. En Brasil, el bolsonarismo está lejos de haber sido superado. En
Francia, la extrema derecha logró cerca del 35% en elecciones recientes y, al
decir del presidente de Rassemblement national Jordan Bardella, «ha logrado el
avance más importante de toda su historia». Mientras tanto, en Rusia Vladimir
Putin evapora cualquier residuo de socialismo, en los EE.UU. volvió Donald
Trump, en Italia gobierna Giorgia Meloni, en Turquía Recep Tayip Erdoğan y en
Hungría Viktor Orbán. En Argentina, Javier Milei quebró los supuestos del esquema
democrático de los últimos 40 años y en poco tiempo pasó de marginal televisivo
a presidente. Hay particularidades y matices locales, pero el fenómeno dista de
ser aislado. Es un reflujo global que arrasa con tabúes y reformatea el mapa
político. Estos ascensos marcan un desplazamiento en los límites de lo decible
que afecta no sólo la sensibilidad democrática sino los derechos conquistados
por ella. Hoy, en Argentina, hay reivindicaciones a la dictadura desde el Poder
Ejecutivo sin que eso implique un costo político real; se puede gobernar con
retóricas abiertamente antidemocráticas y conseguir bases electorales
relativamente estables.
Parece haberse quebrado el precario
equilibrio que sostuvo durante décadas el sistema político occidental, con
derechas neoliberales que se aplicaban un barniz centrista e izquierdas
socialdemócratas que aceptaban el imperio del mercado. Pero si es ya un lugar
común declamar que las izquierdas, desde el fin de la Guerra Fría, abrazaron un
tibio liberalismo, olvidaron la lucha de clases o se aferraron a los
movimientos identitarios, no hay que olvidar que las derechas democráticas
también están siendo depuestas. La diferencia es que, mientras que siguen
apareciendo iniciativas de resistencia desde los movimientos populares, las
disidencias sexuales y ciertos sectores universitarios, el liberalismo
humanista no tiene tapujos en ceder sus espacios a políticas inadmisibles en
sus enunciados centenarios. Entonces, se monta un relato en el que la extrema
derecha es «la única fuerza» que puede canalizar el malestar de quienes han
sido olvidados por la política tradicional.
En Argentina, Milei logró interpelar
a los varones jóvenes desencantados y a sectores muy precarizados con un
discurso simple y directo, apuntando contra «los políticos de siempre», «los
progres», «la casta». La frustración por la pandemia y sus consecuencias, los
límites del kirchnerismo, el desgaste del PT brasileño, la crisis de la
izquierda chilena tras la revuelta de 2019 y el desmoronamiento del correísmo
en Ecuador abrieron vacíos que la derecha populista supo capitalizar. Porque,
más allá de los modelos económicos, hay una dimensión cultural, una narrativa
que encauza el malestar social en clave reaccionaria. En lugar de un programa
coherente, se ofrece un enemigo con varias caras: la élite globalista, los
feminismos, los migrantes, el marxismo cultural, la ideología de género.
Funciona porque da certezas en tiempos de incertidumbre, porque ahorra el
esfuerzo de imaginar algo fuera de los escenarios estandarizados y porque, en
gran parte del mundo, la izquierda ha dejado de disputar esas certezas con la
misma intensidad. Las reglas del juego cambiaron, se recrudecieron.
¿Cómo se explica este cambio? ¿Cómo
es que la ultraderecha dejó de ser un residuo del pasado para convertirse en
una fuerza real? Si bien para comprender y explicar tamañas preguntas aún nos
faltan elementos y, sobre todo, tiempo, quisiera concentrarme en pensar por qué
ocurrió de manera casi simultánea en países con historias, economías y estructuras
políticas tan dispares. No es justo clausurar las respuestas con explicaciones
sobre las crisis coyunturales o los errores de los progresismos. También
existen factores, como la concentración económica, que responden a procesos
sistémicos que han transformado la distribución del poder, el trabajo y la
riqueza en todo el mundo a través de nervaduras digitales que hienden las rutas
de la Modernidad y las maneras de vivir la ciudadanía. Pero más allá de las
respuestas que podamos avizorar hoy, si hay algo que demuestra este proceso es
que la política sigue siendo el terreno de la disputa pública y que ningún giro
es definitivo.
¿Quién se quedó afuera?
Hay, al menos, tres dinámicas
estructurales que hacen de la crisis de representación parte de la lógica inmanente
del capital: la transformación del trabajo y la erosión de los sujetos
políticos clásicos (la consolidación de un proletariado precarizado que ya no
se reconoce como clase ni se ve reflejado en los partidos tradicionales), el
reemplazo de la soberanía nacional-territorial por una
financiera-plataformizada (con la consecuente reducción de la política a la
administración de las crisis) y la producción permanente de caos como forma de
legitimación (la incertidumbre estructural, la inestabilidad permanente y la
polarización extrema son condiciones necesarias para la reproducción del
capital en esta fase). El Orden Mundial actual, promovido con fuerza
por Estados Unidos y otros grandes jugadores imperialistas, es simplemente
ingobernable democráticamente. Hubo y hay que imponer una combinación de
tecnocracia y mercadocracia, en desmedro de la estabilidad política y la
diplomacia.
Para decirlo sin rodeos, la crisis de
representación no es solo un efecto de ciertas decisiones políticas sino una
consecuencia directa del modo en que el capitalismo reorganiza constantemente
las relaciones sociales y ataca cualquier forma de mediación política que
limite su expansión. Hoy, los Estados pedalean en el aire y, en general,
carecen de margen real para transformar las reglas del juego frente a la
imposición de agendas de ajuste.
Las élites financieras, integradas al
régimen de gobernanza tecnocrática, entendieron que para mantenerse en el poder
no necesitan resolver el malestar general. Al contrario, se alimentan de las
crisis económicas e institucionales y precisan desesperadamente generar una
agenda de conflictos y enemigos. Por eso, entre otras cosas, se presentan como
legítimas algunas proclamas que hasta hace poco eran inviables (y que son en
muchos casos, aún, ilegales). Se hacen pasar delitos regulados por libertad de
expresión y se desnuda la desalmada realidad del poder del capital para
amaestrar a las masas hambreadas. De ese modo, se deja afuera (y se ridiculiza)
un lenguaje político que, aunque legítimo en sus reivindicaciones, resulta
distante de las preocupaciones cotidianas de muchas personas abandonadas por el
neoliberalismo. Términos como «interseccionalidad», «deconstrucción» y
«poscolonialismo» no se asocian orgánicamente con «depresión» o «alquiler impagable»,
aunque estén lejos de ser discrepantes (como lo han demostrado, por ejemplo,
Verónica Gago y Luci Cavallero). El desafío es sostener las luchas por la
igualdad de género, los derechos de las minorías o la justicia climática sin
que se lean como opuestas a los problemas materiales que afectan a grandes
poblaciones ni se dejen impregnar de ciertos elementos ideológicos
individualistas. La extrema derecha encontró una base de apoyo en las ansias de
quienes sienten que los avances en igualdad implican una pérdida.
Si durante décadas, ser obrero en una
planta en Detroit, Córdoba o São Paulo había significado tener un salario
digno, seguridad laboral y una trayectoria predecible, la globalización y la
automatización transformaron radicalmente esa estructura y las aspiraciones de
sus integrantes. Mientras que la dependencia de cadenas de producción
transnacionales convirtió a grandes sectores del empleo industrial en precarios
e inestables, las oficinas privadas y las administraciones públicas fueron transformadas
por el uso de softwares desarrollados por un puñado de empresas. El trabajo
actual está sesgado por un patrón de fragmentación, salarios bajos y falta de
derechos laborales sólidos. La extrema derecha se nutrió de un electorado
huérfano, lleno de trabajadores sin estabilidad ni pertenencia. El voto a
Milei, allanado por la moral emprendedurista del PRO, floreció en zonas donde
la economía del rebusque es la norma.
Por otra parte, también prosperó una
retórica antimigratoria que no se basa en datos concretos. Muchos de los países
donde la derecha radical creció con más fuerza no tienen problemas reales de
inmigración. En Hungría, Viktor Orbán construyó su poder sobre la idea de una
«invasión» de refugiados, aunque el país tiene una de las tasas más bajas de
Europa. En Alemania, las provincias que menos personas reciben son las que más
se quejan. Y ni hablar del muro de Trump, en un país que depende de la mano de
obra precarizada que llega a cuentagotas desde el sur. En Chile, el crecimiento
de la población venezolana fue instrumentalizado por sectores conservadores.
Incluso en Argentina, hay sectores de la derecha que reviven discursos contra
extranjeros pobres, a pesar de su legalidad y de la historia de migraciones que
constituye al país. Aunque la integración de los migrantes sea un proceso
histórico normalizado en casi todas las sociedades modernas, el populismo
reaccionario exprime la percepción de pérdida y amenaza. La política del miedo
no necesita basarse en evidencias para ser efectiva.
Redes sociales y sentido de
circulación del malestar
Cada ideología tiene su tecnología.
Sin la imprenta hubiera sido imposible la Reforma Protestante, cuyos
fundamentos no se habrían hecho públicos ni salido de los claustros
eclesiásticos si no se hubiese ensanchado relativamente el acceso a los
panfletos en papel. Igualmente, no fue hasta el siglo XIX, con la difusión de
prensa muy barata, que se logró una propagación masiva de pasquines
revolucionarios. Más tarde, la llegada de los medios audiovisuales definió la
política de masas. Es famosa la historia aquella de que los candidatos que
mejor funcionaban en la radio se vieron en apuros cuando debieron hacer campaña
desde las pantallas de los hogares. En efecto, Video killed the radio star fue
el primer clip emitido por la MTV… En el siglo XXI, las redes sociales han
reconfigurado el espacio público. La cuestión es que esta tecnología ha
amplificado las posibilidades de sectores muy concentrados, dueños de las
infraestructuras de Internet y de las plataformas que masivamente distribuyen
los contenidos de modo muy estratégico y capilar. Las redes transformaron la
manera en que se consume información y, con eso, redefinieron la percepción de
la realidad política. Hoy la verdad importa menos que la capacidad de captar la
atención.
El impacto político de las redes crea
micro agrupamientos y burbujas que permiten la difusión de noticias falsas y la
radicalización de ciertos discursos. Hoy, un peón precarizado de Chivilcoy
puede sentirse más identificado con un influencer libertario que con sus
compañeros de trabajo o familiares. Un trabajador de São Paulo puede compartir
el odio por el feminismo con un empresario conservador. La afinidad ideológica
ya no surge de experiencias compartidas, sino de un entramado de estímulos digitales
que moldean la identidad política en tiempo real. Y aunque se supone que las
redes no crean ideologías, sino que amplifican y aceleran tendencias latentes,
lo cierto es que velocidad, reterritorialización y subjetividad no son cosas
separables. Basta con lograr que un personaje logre instalarse en el flujo
digital para convertirse en un actor político viable.
La algoritmización y automatización
de los contenidos son centrales en este proceso, ya que maximizan aquello que
genera interacción. Especialmente los discursos extremistas y polarizantes, que
cobran una ventaja estructural en el ecosistema digital. Al abandonarse todo
marco común de referencia, las redes construyen realidades paralelas. Esto
refuerza la radicalización y atenta contra toda posibilidad de un debate
público y basado en evidencias. Por ahora, no importa si la extrema derecha
tiene respuestas reales a los problemas sociales, porque tiene la capacidad de
capturar la atención. Hasta que ese sistema caiga por su propio peso, un grave
error es subestimar el impacto de las tecnologías digitales. Como lo han
planteado Nick Dyer-Witheford, Atle Mikkola Kjøsen y James Steinhoff en el
libro Poder inhumano, la ingenuidad del menosprecio es tan peligrosa como
la creencia en el solucionismo digital. Las redes no son simplemente un nuevo
canal de comunicación, sino que alteran profundamente las reglas del juego.
Sergei Guriev, decano de la London Business School, analizó la relación entre
la expansión de las redes de 3G en Europa desde 2008 y las transformaciones del
ecosistema político. Descubrió que la llegada de las posibilidades de acceder a
más contenidos en tiempo real tenía una consecuencia casi inmediata de aumento
considerable de la simpatía por partidos de derecha y ultraderecha. Es probable
que, de realizar (o rastrear) estudios similares, se vea que en Argentina y
otros países en los que la extrema derecha irrumpió en la escena política la
situación es comparable. El Laboratorio de Estudios sobre Democracia y
Autoritarismos (LEDA), por ejemplo, llevó adelante investigaciones que van en
sentidos análogos.
¿Qué hacer?
La extrema derecha ha sido pionera en
el uso de las tecnologías digitales, entre otras cosas, porque detenta
materialmente las infraestructuras que las sustentan y consiguen beneficiarse
de los sentidos de sus vectores. El patrón que une el ascenso global de la
extrema derecha con la expansión de la digitalidad móvil es claro. Cada vez que
ha crecido el acceso, la movilidad y la velocidad de internet, las redes
sociales se vuelven la principal fuente de información y el algoritmo se vuelve
el mediador de la conversación pública. Y ahí los partidos reaccionarios vienen
encontrando su terreno más virgen y fértil. Bolsonaro y Milei no surgieron de
estructuras partidarias tradicionales, sino de una hiperconectividad caótica e
irreglamentada (o, más bien, normada con la lógica del capital) que les
permitió instalarse como referencias políticas sin intermediarios. La política
a la velocidad del scrolleo y el trolleo tiene como
condición para su éxito la viralización, la fragmentación de los discursos y la
aceleración del malestar.
La ultraderecha no solo ha sabido
adaptarse al ecosistema digital, sino que ha sido directamente favorecida por
quienes lo diseñaron. Las grandes corporaciones tecnológicas han permitido la
expansión de estos discursos porque la polarización y la indignación maximizan
la interacción, y la interacción maximiza las ganancias. No es casualidad que
magnates como Elon Musk, Peter Thiel o Marc Andreessen financien a figuras
reaccionarias, e impulsen narrativas libertarias que benefician su agenda de
desregulación y poder corporativo. La extrema derecha no es un accidente del
ecosistema digital, sino un actor funcional a una estructura donde la
radicalización genera más horas de atención, más ingresos publicitarios y más
capital político para los sectores que buscan consolidar un capitalismo de
vigilancia sin restricciones.
Por eso mismo, no parece productivo
pensar que este proceso es irreversible: es caer en la trampa del derrotismo.
Más allá de los errores estratégicos de los progresismos, una de las razones
por las que la extrema derecha creció con tanta facilidad es que ha sabido
instalar la sensación de que no hay alternativas, como bien lo auguraron
Fredric Jameson y Mark Fisher. Si la única respuesta al desasosiego es un
progresismo institucionalista que defiende los valores del siglo XX, el
descontento inevitablemente será capturado por discursos reaccionarios. Para
contrarrestar esta ventaja, no basta con el fact-checking ni con
regulaciones sobre desinformación. Hace falta construir un relato que funcione
en el ecosistema digital sin olvidar que la política sigue siendo el terreno de
la disputa. La masiva Marcha Antifascista del pasado 1º de febrero, que fue
convocada por organizaciones, colectivos y personas independientes en numerosos
puntos de Argentina, es un ejemplo de esto. No fue solo una movilización contra
Milei o contra la derecha radical, sino una posibilidad de reabrir el campo
político, de mostrar que el rechazo al autoritarismo puede articularse por
fuera de los espacios tradicionales, con formas alegres de organización y con
una presencia masiva en las calles (y en las redes).
Eventos como este pueden marcar un
punto de inflexión si logran dar vuelta las reacciones resignadas o meramente
defensivas. Para poder construir una narrativa propia, y dejar de ser reactiva
a cada provocación en redes sociales y a cada declaración escandalosa de los
nuevos líderes populistas, es importante luchar contra la imposición de agenda
de la extrema derecha. Hace falta erotizar el futuro construyendo sentidos,
instalando temas y definiendo el horizonte de lo posible. Aunque el optimismo
racionalista no conecta con el clima de la época, la cuestión no es tampoco
tratar de imitar la retórica reaccionaria ni de legitimar sus discursos, sino
de comprender que el malestar es real y que no se resuelve con eslóganes
moralizantes. Es central articular las luchas con un horizonte de bienestar y
actualizar la idea de «conciencia de clase», más allá del proletariado fabril
del siglo XIX, comprendiendo qué nos des-diferencia y qué nos une hoy frente a
los enemigos del planeta y sus habitantes.
Hay que reinventar las estrategias.
La pregunta es si podrán reinventarse a tiempo y recuperar la capacidad de
interpelar a las mayorías, de hablar con claridad, de construir proyectos que
no sean solo defensivos sino transformadores. Porque lo que está en juego no es
solo el futuro de un sector político, sino el sentido mismo de la democracia y
de la justicia social en el siglo XXI.
La derechización de la política no es
un fenómeno pasajero ni un simple efecto de la crisis económica. Responde a
transformaciones profundas en la estructura y a un desplazamiento sistémico en
los ejes de representación y en las formas de articulación del malestar social.
Las estrategias predominante han oscilado entre dos extremos: la confianza en
que los hechos económicos terminarán devolviendo a las clases populares a su
cauce natural (como si la crisis de representación pudiera resolverse solamente
con políticas redistributivas) o la apuesta por una confrontación moral con la
extrema derecha, que en muchos casos ha terminado reforzando su narrativa de
«persecución» y «anticorrección política». Ninguna de estas estrategias ha
logrado frenar el avance reaccionario de manera sostenida. Pero la pregunta
clave no es cómo resistir a la extrema derecha, sino cómo reconstruir una
alternativa política capaz de disputarle el sentido común, abriendo un
horizonte de futuro promisorio. Y eso implica, antes que nada, recuperar la
capacidad de hablarle a los sectores capturados por su discurso —que no es
único ni homogéneo— y tomarse en serio la magnitud de la contienda.
Hernán Borisonik es profesor adjunto regular en la Escuela de Humanidades
de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), Investigador del CONICET
Director del Centro Ciencia y Pensamiento (CCyP-UNSAM). Escribe sobre dinero,
política y artes.
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