Fuente: Bloghemia
Link de origen:
https://www.bloghemia.com/2025/01/que-hace-desgraciada-la-gente-por.html
Los animales son felices mientras
tengan salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían
serlo, pero en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los
casos. Si es usted desdichado, probablemente estará dispuesto a admitir que en
esto su situación no es excepcional. Si es usted feliz, pregúntese cuántos de
sus amigos lo son. Y cuando haya pasado revista a sus amigos, aprenda el arte
de leer rostros; hágase receptivo a los estados de ánimo de las personas con
que se encuentra a lo largo de un día normal.
Una marca encuentro en cada rostro;
marcas de debilidad, marcas de aflicción… decía Blake. Aunque de tipos muy
diferentes, encontrará usted infelicidad por todas partes. Supongamos que está
usted en Nueva York, la más típicamente moderna de las grandes ciudades. Párese
en una calle muy transitada en horas de trabajo, o en una carretera importante
un fin de semana; vacíe la mente de su propio ego y deje que las personalidades
de los desconocidos que le rodean tomen posesión de usted, una tras otra.
Descubrirá que cada una de estas dos multitudes diferentes tiene sus propios
problemas. En la multitud de horas de trabajo verá usted ansiedad, exceso de
concentración, dispepsia, falta de interés por todo lo que no sea la lucha
cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de consideración hacia el prójimo.
En la carretera en fin de semana, verá hombres y mujeres, todos bien acomodados,
y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda de placer. Esta búsqueda la
efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche más lento de la procesión;
los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el paisaje, ya que mirar a los
lados podría provocar un accidente; todos los ocupantes de todos los coches
están absortos en el deseo de adelantar a otros coches, pero no pueden hacerlo
debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de esta preocupación, como
les sucede de vez en cuando a los que no van conduciendo, un indescriptible aburrimiento
se apodera de ellos e imprime en sus rostros una marca de trivial descontento.
De tarde en tarde, pasa un coche cargado de personas de color cuyos ocupantes
dan auténticas muestras de estar pasándoselo bien, pero provocan indignación
por su comportamiento excéntrico y acaban cayendo en manos de la policía debido
a un accidente: pasárselo bien en días de fiesta es ilegal.
O, por ejemplo, observe a las
personas que asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, con
el mismo tipo de férrea resolución con que uno decide no armar un alboroto en
el dentista. Se supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a
la alegría, así que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse
cuenta de lo mucho que les disgustan sus acompañantes. Tras haber bebido lo
suficiente, los hombres empiezan a llorar y a lamentarse de lo indignos que
son, en el sentido moral, de la devoción de sus madres. Lo único que el alcohol
hace por ellos es liberar el sentimiento de culpa, que la razón mantiene
reprimido en momentos de más cordura.
Las causas de estos diversos tipos de
infelicidad se encuentran en parte en el sistema social y en parte en la
psicología individual (que, por supuesto, es en gran medida consecuencia
del sistema social). Ya he escrito en ocasiones anteriores sobre los cambios
que habría que hacer en el sistema social para favorecer la felicidad. Pero no
es mi intención hablar en este libro sobre la abolición de la guerra, de la
explotación económica o de la educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un
sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización;
pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean
tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar
continuamente la luz del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario
para que los beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida
a los más necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los
ricos también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala,
pero los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de
educación. Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué
puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica
sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi
atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento
extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para
asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las
actividades corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes,
como la pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de
las que merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un
nivel diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir
una cura para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las
personas en los países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque,
no teniendo una causa externa obvia, parece ineludible. Creo que esta
infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas
erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese
entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda
felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. Se trata de
cuestiones que están dentro de las posibilidades del individuo, y me propongo
sugerir ciertos cambios mediante los cuales, con un grado normal de buena
suerte, se puede alcanzar esta felicidad.
Puede que la mejor introducción a la
filosofía por la que quiero abogar sean unas pocas palabras autobiográficas. Yo
no nací feliz. De niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por
el peso de mis pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía
hasta los setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de
mi vida, y los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me
parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba
continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más
matemáticas. Ahora, por el contrario, disfruto de la vida; casi podría decir
que cada año que pasa la disfruto más. En parte, esto se debe a que he
descubierto cuáles eran las cosas que más deseaba y, poco a poco, he ido
adquiriendo muchas de esas cosas. En parte se debe a que he logrado prescindir
de ciertos objetos de deseo —como la adquisición de conocimientos indudables
sobre esto o lo otro— que son absolutamente inalcanzables. Pero principalmente
se debe a que me preocupo menos por mí mismo. Como otros que han tenido
una educación puritana, yo tenía la costumbre de meditar sobre mis pecados, mis
fallos y mis defectos. Me consideraba a mí mismo —y seguro que con razón— un
ser miserable. Poco a poco aprendí a ser indiferente a mí mismo y a mis
deficiencias; aprendí a centrar la atención, cada vez más, en objetos externos:
el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento, individuos por los que
sentía afecto. Es cierto que los intereses externos acarrean siempre sus
propias posibilidades de dolor: el mundo puede entrar en guerra, ciertos
conocimientos pueden ser difíciles de adquirir, los amigos pueden morir.Pero
los dolores de este tipo no destruyen la cualidad esencial de la vida, como hacen
los que nacen del disgusto por uno mismo. Y todo interés externo inspira alguna
actividad que, mientras el interés se mantenga vivo, es un preventivo completo
del ennui. En cambio, el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad
de tipo progresivo. Puede impulsar a escribir un diario, a acudir a un
psicoanalista, o tal vez a hacerse monje. Pero el monje no será feliz hasta que
la rutina del monasterio le haga olvidar su propia alma. La felicidad que él
atribuye a la religión podría haberla conseguido haciéndose barrendero, siempre
que se viera obligado a serlo para toda la vida. La disciplina externa es el
único camino a la felicidad para aquellos desdichados cuya absorción en sí
mismos es tan profunda que no se puede curar de ningún otro modo.
Hay varias clases de absorción en uno
mismo. Tres de las más comunes son la del pecador, la del narcisista y la
del megalómano.
Cuando digo «el pecador» no me
refiero al hombre que comete pecados: los pecados los cometemos todos o no los
comete nadie, dependiendo de cómo definamos la palabra; me refiero al hombre
que está absorto en la conciencia del pecado. Este hombre está constantemente
incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como
desaprobación de Dios. Tiene una imagen de sí mismo como él cree que
debería ser, que está en constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si
en su pensamiento consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le
enseñó su madre de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado
profundamente enterrado en el subconsciente y emerger tan solo cuando está
dormido o borracho. No obstante, con eso puede bastar para quitarle el gusto a
todo. En el fondo, sigue acatando todas las prohibiciones que le enseñaron
en la infancia. Decir palabrotas está mal, beber está mal, ser astuto en
los negocios está mal y, sobre todo, el sexo está mal. Por supuesto, no se
abstiene de ninguno de esos placeres, pero para él están todos envenenados por
la sensación de que le degradan. El único placer que desea con toda su alma es
que su madre le dé su aprobación con una caricia, como recuerda haber
experimentado en su infancia. Como este placer ya no está a su alcance, siente
que nada importa: puesto que debe pecar, decide pecar a fondo. Cuando se enamora,
busca cariño maternal, pero no puede aceptarlo porque, debido a la imagen que
tiene de su madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tenga
relaciones sexuales. Entonces, sintiéndose decepcionado, se vuelve cruel, se
arrepiente de su crueldad y empieza de nuevo el terrible ciclo de pecado
imaginario y remordimiento real. Esta es la psicología de muchísimos réprobos
aparentemente empedernidos. Lo que les hace descarriarse es su devoción a un
objeto inalcanzable (la madre o un sustituto de la madre) junto con la
inculcación, en los primeros años, de un código ético ridículo. Para estas
víctimas de la «virtud» maternal, el primer paso hacia la felicidad consiste en
liberarse de la tiranía de las creencias y amores de la infancia.
El narcisismo es, en cierto modo, lo
contrario del sentimiento habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse
uno mismo y desear ser admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una
cosa normal y no tiene nada de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal.
En muchas mujeres, sobre todo mujeres ricas de la alta sociedad, la capacidad
de sentir amor está completamente atrofiada, y ha sido sustituida por un
fortísimo deseo de que todos los hombres las amen. Cuando una mujer de este
tipo está segura de que un hombre la ama, deja de interesarse por él. Lo mismo
ocurre, aunque con menos frecuencia, con los hombres; el ejemplo clásico es el
protagonista de Las amistades peligrosas. Cuando la vanidad se lleva
a estas alturas, no se siente auténtico interés por ninguna otra persona y, por
tanto, el amor no puede ofrecer ninguna satisfacción verdadera. Otros intereses
fracasan de manera aún más desastrosa. Un narcisista, por ejemplo, inspirado
por los elogios dedicados a los grandes pintores, puede estudiar bellas artes;
pero como para él pintar no es más que un medio para alcanzar un fin, la
técnica nunca le llega a interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en
relación con su propia persona. El resultado es el fracaso y la decepción, el
ridículo en lugar de la esperada adulación. Lo mismo se aplica a esas
novelistas en cuyas novelas siempre aparecen ellas mismas idealizadas como
heroínas. Todo éxito verdadero en el trabajo depende del interés auténtico por
el material relacionado con el trabajo. La tragedia de muchos políticos de
éxito es que el narcisismo va sustituyendo poco a poco al interés por la
comunidad y las medidas que defendía. El hombre que solo está interesado en sí
mismo no es admirable, y no se siente admirado. En consecuencia, el hombre
cuyo único interés en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas
posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será
completamente feliz, porque el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico,
y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como el hombre dominado
por el sentimiento de pecado. El hombre primitivo podía estar orgulloso de ser
un buen cazador, pero también disfrutaba con la actividad de la caza. La
vanidad, cuando sobrepasa cierto punto, mata el placer que ofrece toda
actividad por sí misma, y conduce inevitablemente a la indiferencia y el
hastío. A menudo, la causa es la timidez, y la cura es el desarrollo de la
propia dignidad. Pero esto solo se puede conseguir mediante una actividad
llevada con éxito e inspirada por intereses objetivos.
El megalómano se diferencia del
narcisista en que desea ser poderoso antes que encantador, y prefiere ser
temido a ser amado. A este tipo pertenecen muchos lunáticos y la mayoría
de los grandes hombres de la historia. El afán de poder, como la vanidad, es un
elemento importante de la condición humana normal, y hay que aceptarlo como
tal; solo se convierte en deplorable cuando es excesivo o va unido a un sentido
de la realidad insuficiente. Cuando esto ocurre, el hombre se vuelve desdichado
o estúpido, o ambas cosas. El lunático que se cree rey puede ser feliz en
cierto sentido, pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad.
Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero
poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin
embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande
a medida que crecían sus logros. Cuando quedó claro que era el mayor
conquistador que había conocido la historia, decidió que era un dios. ¿Fue un
hombre feliz? Sus borracheras, sus ataques de furia, su indiferencia hacia las
mujeres y sus pretensiones de divinidad dan a entender que no lo fue. No existe
ninguna satisfacción definitiva en el cultivo de un único elemento de la
naturaleza humana a expensas de todos los demás, ni en considerar el mundo
entero como pura materia prima para la magnificencia del propio ego. Por lo
general, el megalómano, tanto si está loco como si pasa por cuerdo, es el
resultado de alguna humillación excesiva. Napoleón lo pasó mal en la escuela
porque se sentía inferior a sus compañeros, que eran ricos aristócratas,
mientras que él era un chico pobre con beca. Cuando permitió el regreso de los
emigres tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de escuela
inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin embargo, esto le hizo desear obtener
una satisfacción similar a expensas del zar, y acabó llevándole a Santa
Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente, una vida enteramente
dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o temprano con
obstáculos imposibles de superar. La única manera de impedir que este
conocimiento se imponga en la conciencia es mediante algún tipo de demencia,
aunque si un hombre es lo bastante poderoso puede encarcelar o ejecutar a los
que se lo hagan notar. Así pues, la represión política y la represión en el
sentido psicoanalítico van de la mano. Y siempre que existe una represión
psicológica muy acentuada, no hay felicidad auténtica. El poder, mantenido
dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como
único objetivo en la vida conduce al desastre, interior si no exterior.
Está claro que las causas
psicológicas de la infelicidad son muchas y variadas. Pero todas tienen
algo en común. La típica persona infeliz es aquella que, habiéndose visto
privada de joven de alguna satisfacción normal, ha llegado a valorar este único
tipo de satisfacción más que cualquier otro, y por tanto ha encauzado su vida
en una única dirección, dando excesiva importancia a los logros y ninguna a las
actividades relacionadas con ellos. Existe, no obstante, una complicación
adicional, muy frecuente en estos tiempos. Un hombre puede sentirse tan
completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo
distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es
decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo. La embriaguez,
por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente
negativa, un cese momentáneo de la infelicidad. El narcisista y el
megalómano creen que la felicidad es posible, aunque pueden adoptar medios
erróneos para conseguirla; pero el hombre que busca la intoxicación, en la
forma que sea, ha renunciado a toda esperanza, exceptuando la del olvido. En
este caso, lo primero que hay que hacer es convencerle de que la felicidad es
deseable. Las personas que son desdichadas, como las que duermen mal,
siempre se enorgullecen de ello. Puede que su orgullo sea como el del zorro que
perdió la cola; en tal caso, la manera de curarlas es enseñarles la manera de
hacer crecer una nueva cola. En mi opinión, muy pocas personas eligen
deliberadamente la infelicidad si ven alguna manera de ser felices. No niego
que existan personas así, pero no son bastante numerosas como para tener
importancia. Por tanto, doy por supuesto que el lector preferiría ser feliz a
ser desgraciado. No sé si podré ayudarle a hacer realidad su deseo; pero desde
luego, por intentarlo no se pierde nada.
Comentarios
Publicar un comentario