la comunidad de los que no tienen comunidad
Giorgio Agamben
Este título es un juego de palabras a
partir del Cómo vivir juntos de Roland Barthes, e inspirado en
una escena de la que fui testigo, a comienzos de los años ochenta, en una clase
de Deleuze en París. En una de tantas, uno de los asistentes, tal vez
un paciente de Guattari de la clínica La Borde, interrumpió la
disertación para preguntar por qué hoy en día se dejaba a las personas tan
solas, por qué era tan difícil comunicarse. Deleuze respondió
gentilmente: el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo
suficientemente solos. No puedo imaginarme qué provocó esta respuesta zen al
afligido interlocutor. Venida, por otro lado, de alguien que definió el trabajo
del profesor como el de reconciliar al alumno con su soledad. De cualquier
modo, Deleuze no se cansó de escribir que sufrimos un exceso de
comunicación, que estamos “atravesados de palabras inútiles, de una
cantidad demente de palabras e imágenes”, y que sería mejor crear “vacuolas
de soledad y de silencio” para que por fin se tenga algo que
decir.(1) El hecho es que Deleuze nunca dejó de reivindicar la
soledad absoluta. Incluso en los personajes que privilegia a lo largo de su
obra, vemos con cuánta insistencia vuelve este tema. Tomemos el caso de
Bartleby, el escribiente descrito por Melville, que ante cada orden de su
patrón, responde: I Would prefer not to, “Preferiría no hacerlo”. Con esta
frase lacónica alborota su entorno. El abogado oscila entre la piedad y el
rechazo frente a este empleado plantado detrás del biombo, pálido y flaco,
hecho un alma en pena, que por poco no habla, ni come, que nunca sale, al que
es imposible sacar de ahí, y que sólo repite: preferiría no hacerlo. Con su
pasividad desmonta los resortes del sentido que garantizan la dialéctica del
mundo y hace que todo se ponga a correr, en una desterritorialización del
lenguaje, de los lugares, de las funciones, de los hábitos. Desde el fondo de
su soledad, dice Deleuze, tales individuos no revelan sólo el rechazo de
una sociabilidad envenenada, sino que son un llamado a una solidaridad nueva,
invocación de una comunidad por venir.
Cuántos lo intentaron, y por las vías
más tortuosas. Dado que Roland Barthes, en su texto Cómo vivir juntos,
se permitió revelar su fantasía personal de comunidad, a saber, el monasterio
en el monte Athos, yo también me permito tomar un ejemplo demodé, venido del
campo psiquiátrico. Reclusión por reclusión, cada uno con su fantasía.
Pues bien, Jean Oury, que
dirigió junto con Félix Guattari la clínica La Borde, prácticamente
se internó con sus pacientes en ese castillo antiguo y decadente. La cuestión
que lo asedió por el resto de su vida no es indiferente a los Bartlebys que
cruzamos en cada esquina, este gran manicomio posmoderno que es el nuestro: ¿Cómo
sostener un colectivo que preserve la dimensión de la singularidad? (2) ¿Cómo
crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias, atmósferas distintas, en
los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo mantener una disponibilidad que
propicie los encuentros, pero que no los imponga, una atención que permita
el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo dar lugar al azar, sin programarlo?
¿Cómo sostener una “gentileza” que permita la emergencia de un hablar allí
donde crece el desierto afectivo?
Cuando describió La Borde, Marie
Depuse se refirió a una comunidad hecha de suavidad, no obstante macerada
en el roce con el dolor.
Estos sujetos necesitan hasta del
polvillo para protegerse de la violencia del día. Por eso, cuando se barre, es
preciso hacerlo despacito. “Es mientras se gira en torno a sus camas, que
se recogen las migas, que se tocan sus sábanas, su cuerpo, que tienen lugar los
diálogos más suaves, la conversación infinita entre aquellos que temen la luz y
aquellos otros que toman sobre sí la miseria de la noche.” Ninguna utopía
aséptica, tal vez porque el psicótico está ahí, feliz o infelizmente, para
recordarnos que hay algo en el mundo empírico que gira en falso (Oury). (3) Es
verdad que todo esto parece pertenecer a un pasado casi proustiano. Pero el
propio Guattari nunca dejó de reconocer su deuda para con esa
experiencia colectiva y su esfuerzo por conferir la “marca de singularidad
a los mínimos gestos y encuentros”.(4) Hasta confiesa que, a partir de ese
momento, pudo “soñar con aquello en lo que podría convertirse la vida en los
conglomerados urbanos, en las escuelas, en los hospitales”,(5) si los
agenciamientos colectivos fuesen sometidos a un “tratamiento barroco”
semejante. Pero nuestro presente está lejos de seguir tal dirección, incluso y
sobre todo en este capitalismo en red que enaltece al máximo las conexiones y
las monitorea y modula con finalidades vampirescas. Aún así, deberíamos poder
distinguir estas toneladas de “soledad negativa” producidas en gran escala, de
aquello que Katz llamó “soledad positiva”, que consiste en
resistir a un socialitarismo despótico, y desafiar la tiranía de los
intercambios productivos y de la circulación social. En estos desenganches se
esbozan, a veces, subjetividades precarias, máquinas célibes, gestos adversos a
cualquier reinscripción social.
Me permito mencionar una anécdota de
la Compañía Teatral Ueinzz, integrada por pacientes de salud mental y en ese
momento de gira en el Festival de Teatro de Curitiba. Uno de los actores,
instalado en el sofá del salón del lujoso hotel, posa su taza de café en
la mesa y abre el diario. Yo lo observo de lejos, en ese contexto poco habitual
de un Festival Internacional, y me digo: podría ser Artaud, o algún actor
polaco leyendo en el diario la crítica sobre su obra. En eso, miro para abajo y
veo en el dedo gordo de uno de sus pies un bloque de uña amarilla retorcida
saltando fuera de la chancleta. Como quien dice: “no se acerquen”. Quizás
quepa aquí la bella definición de Deleuze-Guattari: el territorio es
primeramente la distancia crítica entre dos seres de la misma especie; marcar
sus distancias.(6) El bloque animal y monstruoso, la uña indomable, signo de lo
inhumano, es su distancia, su soledad, pero también su firma. Dejo para otro
momento, claro, las uñas de Deleuze.
El dramaturgo argentino Eduardo
Pavlovsky creó un personaje que ilustra con humor esta misma
reivindicación. La preocupación constante de Poroto es saber cómo va a escapar
de las situaciones que se presentan: dónde se va a sentar en una fiesta para
poder escabullirse sin ser visto, qué coartada va a inventar para deshacerse de
un conocido. (7) Y llega a exclamar esta frase implacable, verdadero puñetazo
al estómago de muchos psicoanalistas:“…basta de vínculos, sólo contigüidad de
velocidades”. ¿No tendremos ahí el esbozo de algo propio de nuestro universo,
tan lejos de aquel otro en que todos interrumpían sus cosas para “discutir la
relación”? Una subjetividad más esquizo, fluida, de vecindad y resonancia, de
distancias y encuentros, más que de vinculación y pertenencia. Más propia,
tal vez, de una sociedad de control y sus mecanismos flexibles de monitoreo,
que de una sociedad disciplinaria y su lógica rígida de pertenencia y
filiación.
En un pequeño libro titulado La
comunidad que viene, (8) Agamben recoge un efecto de esta mutación.
Evoca una resistencia proveniente, no como antes, de una clase, de un partido,
de un sindicato, de un grupo, de una minoría, sino de una subjetividad
cualquiera, de cualquiera, como aquel que desafía un tanque en la Plaza
Tiananmen, que ya no se define por su pertenencia a una identidad específica, sea
de un grupo político o de un movimiento social. Es lo que el estado no puede
tolerar, dice, es la singularidad cualquiera, que no hace valer un lazo social,
que declina toda pertenencia, pero que justamente por eso manifiesta su ser
común. Es la condición, según Agamben, de toda política futura. TambiénChatelet reivindicaba
el heroísmo del individuo cualquiera, el gesto excepcional del hombre común que
impulsa en el colectivo individuaciones nuevas, en contraposición a la
mediocridad del hombre medio, que Zizek llama Homo Otarius.
¿O habría que acompañar a Lazzarato
en la definición que hace de nuestro presente no tanto por la hegemonía del
trabajo inmaterial, como por la difusión, por la contaminación de los
comportamientos minoritarios, de las prácticas de contra-conducta?(9) Lo cual
engendra procesos de bifurcación en relación con la subjetividad dominante:
singularizaciones inauditas, agenciamientos insólitos, tanto dentro como fuera
de la red. Visto así, la naturaleza de la resistencia sería indisociable de la
cooperación productiva contemporánea y de su proceso colectivo. En este
sentido, puede tener razón Sloterdijk cuando sugiere que ya no giramos en torno
a los términos de soledad y alistamiento, como hace unas décadas, sino a los de
cooperación y comunicación. Es una lástima que cuando cuestiona nuestro
solipsismo antropológico con su teorización de las esferas, para contestar al
primado del individualismo ontológico, recurra a una metafísica del doble, del
ser-dos. (10) Barthes, en el texto al que hice referencia antes, al menos
deja su reflexión en suspenso, aunque siga siendo dicotómico. Puesto que cuando
evoca lo colectivo, incluso depurado de colectivismo, recurre a la soledad que
nos salvaría de la opresión comunitarista. Y cuando se apresta al escape
solitario, evoca lo colectivo como una protección compensatoria: “Ser
extranjero es inevitable, necesario, deseable, salvo cuando cae la noche”.(11)
Como si el vivir-juntos sirviese sólo “para afrontar juntos la tristeza de la
noche”. ¿Será así?
Es hora de volver a Deleuze.
¿Qué soledad absoluta es esa que reivindica, por ejemplo, cuando se refiere a Nietzsche,
a Kafka, a Godard? Es la soledad más poblada del mundo.(12) Lo que importa es
que desde el fondo de ella se puedan multiplicar los encuentros. No
necesariamente con personas, sino con movimientos, ideas, acontecimientos,
entidades. “Somos desiertos, pero poblados de tribus… Pasamos nuestro
tiempo acomodando esas tribus, disponiéndolas de otro modo, eliminando algunas
de ellas, haciendo prosperar otras. Y todas estas poblaciones, todas estas
multitudes no impiden el desierto, que es nuestra propia ascesis; al contrario,
ellas lo habitan, pasan por él, sobre él […] El desierto, la experimentación
sobre sí mismo, es nuestra única identidad, nuestra única alternativa para
todas las combinaciones que nos habitan.”(13)
Cuánta fascinación ejercían sobre él
estos tipos solitarios, y al mismo tiempo hombres de grupo, de banda… Aún
cuando lleven un nombre propio, este nombre designa primero un agenciamiento
colectivo. El punto más singular abriéndose a la mayor multiplicidad: rizoma.
Por eso cabe salir del “agujero negro de nuestro Yo” donde nos
alojamos con nuestros sentimientos y pasiones, deshacer el rostro, tornarse
imperceptible, y pintarse con los colores del mundo (14) (Lawrence)… La soledad
más absoluta, a favor de la despersonalización más radical, para establecer
otra conexión con los flujos del mundo… “El máximo de soledad deseante y
el máximo de socius”. (15) O como en Godard: estar solo pero ser parte de una
asociación de malhechores; en cualquier caso, la deserción, la traición (a la
familia, a la clase, a la patria, a la condición de autor), se sirve de la
soledad como de un medio de encuentro, en una línea de fuga creadora.(16) Así,
tal soledad es cualquier cosa menos un solipsismo: es la forma por la cual se
deserta a la forma del yo y sus compromisos infames, a favor de otra conexión
con el socius y el cosmos. De modo que el desafío del solitario, contrariamente
a cualquier reclusión autista, aún cuando se llame Poroto o Bartleby, incluso
cuando termine en un hospicio, es siempre encontrar o reencontrar un máximo de
conexiones, extender lo más lejos posible el hilo de sus “simpatías” vivas
(Lawrence).(17)
Tal vez todo esto dependa, en el fondo,
de una rara teoría del encuentro. Incluso en el extremo de la soledad,
encontrarse no es chocar extrínsecamente con otro, sino experimentar la
distancia que nos separa de él, y sobrevolar esta distancia en un ir-y-venir
loco: “Yo soy Apis, Yo soy un egipcio, un indio piel-roja, un negro, un
chino, un japonés, un extranjero, un desconocido, yo soy un pájaro del mar y el
que sobrevuela tierra firme, yo soy el árbol de Tolstoi con sus raíces”,(18)
dice Nijinski. Encontrar puede ser, también, envolver aquello o a aquél que uno
se encuentra, de donde la pregunta de Deleuze: “¿Cómo puede un ser
apoderarse de otro en su mundo, conservando o respetando, sin embargo, las
relaciones y mundos que le son propios?”.(19) A partir de esta distancia, que Deleuze
llamó “cortesía”, Oury “gentileza”, Barthes “delicadeza”, Guattari “suavidad”,
hay al mismo tiempo separación, ir-y-venir, sobrevuelo, contaminación,
envolvimiento mutuo, devenir recíproco.(20) También podría llamársela simpatía:
una acción a distancia de una fuerza sobre otra.(21) Ni fusión, ni dialéctica
intersubjetiva, ni metafísica de la alteridad, sino distancias, resonancias,
síntesis disyuntivas. Con esto Deleuze relanza el vivir-solo en una
dirección inusitada. Una ecología subjetiva precisaría sostener tal disparidad
de mundos, de puntos de vista, de modo tal que cada singularidad preservase, no
sólo su inoperancia, sino también su potencia de afectar y de envolver en el
inmenso juego del mundo. Sin lo cual cada ser zozobra en el agujero negro de su
soledad, privado de sus conexiones y de la simpatía que lo hace vivir.
Como se ve, a pesar de lo
extravagante del título de este texto, no pretendí presentar un manual de
autoayuda sobre cómo vivir solos en tiempos sombríos. Quería partir de las vidas
precarias, de los desertores anónimos, de los suicidados de la sociedad para
problematizar sus soledades y también, desde el fondo de éstas, los gestos
evanescentes que inventan una simpatía y hasta una solidaridad, en el contexto
biopolítico contemporáneo. Entre un Bartleby, un Poroto o uno de nuestros
locos, veo a veces esbozos de lo que podría llamarse una comunidad incierta, no
sin conexión con eso que obsesionó a la segunda mitad del siglo XX, de Bataille
a Agamben, a saber: la comunidad de los que no tienen comunidad, la comunidad
de los solteros, la comunidad inoperante, la comunidad imposible, la comunidad
del juego, la comunidad que viene. Lo que Barthes llamó “socialismo
de las distancias”, o un socialismo (palabra caída en desuso) tal como Chatêlet redefinió: “…a
cada cual según su singularidad”. Una cosa es segura: frente a la comunidad
terrible que se propagó por el planeta, hecha de vigilancia recíproca y
frivolidad, estos seres necesitan de su soledad para ensayar su bifurcación
loca, y conquistar el lugar de sus simpatías.
Fuente: Lobo Suelto!
Link de Origen:
https://lobosuelto.com/como-vivir-solos-filosofia-de-la-desercion-peter-pal-pelbart/
Notas
(1). Gilles Deleuze, Conversaciones,
Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 275.
(2). Jean Oury,
Seminaire de Sainte Anne, París, Du Scarabée, 1986, p. 9.
(3). J. Oury, Seminaire, op. cit., p. 41.
(4). Félix Guattari, Caosmosis, Buenos Aires,
Manantial, 1996: “Está claro, acá, que no propongo la Clínica La Borde como un
modelo ideal. Pero creo que esa experiencia, a pesar de sus defectos y sus
insuficiencias, tuvo y todavía tiene el mérito de colocar problemas y de
indicar direcciones axiológicas por las cuales la psiquiatría puede redefinir
su especificidad”.
(5). F. Guattari, Ibíd.
(6). G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 2002.
(7). Eduardo Pavlovsky, Poroto, Buenos Aires, Búsqueda de Ayllu, 1996.
(8). Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos, 2006.
(9). Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta
Limón, 2006.
(10). Peter Sloterdijk, Esferas I, Madrid, Siruela, 2009.
(11). Roland Barthes, Cómo vivir juntos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
(12). G. Deleuze, Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980, p. 10.
(13). G. Deleuze, Ibíd., pp. 15-16.
(14). G. Deleuze, Ibíd., pp. 55-56.
(15). F. Guatari, Écrits pour l’Anti-Oedipe, París, Lignes & Manifestes,
2004, p. 446.
(16). G. Deleuze, Diálogos, op. cit., p. 14.
(17). G. Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 67.
[Traducción ligeramente modificada].
(18). Vaslav Nijinsky, Diario, citado en El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós,
1995, p. 83.
(19). G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, Buenos Aires, Tusquets, 2004.
(20). François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Buenos
Aires, Amorrortu, 2004, p. 138. “Devenir”: “La gran idea es, por lo tanto, que
los puntos de vista no divergen sin implicarse mutuamente, sin que cada uno
‘devenga’ el otro en un intercambio desigual que no equivale a una
permutación”.
(21). M. Lazzaratto, Puissances de l’invention, París, Seuil, 2002, p. 98.
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