Nos Disparan desde el Campanario El capitalismo siempre tuvo problemas con la democracia… por Jean Batou
Fuente: Jacobin
Link de origen:
https://jacobinlat.com/2025/01/el-capitalismo-siempre-tuvo-problemas-con-la-democracia/
Traducción: Pedro Perucca
Gráfica: Cubadebate
Desde Corea del Sur hasta Estados
Unidos, hay cada vez más señales de una crisis democrática en el mundo actual.
La raíz del problema es la tensión permanente entre el capitalismo y las
libertades democráticas, que solo existen gracias a grandes luchas populares.
Desde Francia hasta Corea del Sur, se multiplican los signos de crisis
democrática. Donald Trump toma posesión de su cargo por segunda vez, rodeado de
una camarilla de multimillonarios de extrema derecha como Elon Musk y Peter
Thiel, y es un momento oportuno para reconsiderar la relación entre capitalismo
y democracia.
Existe una versión burda del marxismo
que presenta a la democracia como un conjunto de derechos políticos que fueron
conquistados por la burguesía en su lucha contra el antiguo régimen y las
prerrogativas de derecho divino del monarca. Desde esta perspectiva, la tarea
del socialismo sería continuar esta lucha a nivel económico, contra el poder
indebido conferido por la propiedad privada de los medios de producción.
En un momento en el que muchos
Estados supuestamente democráticos están generando preocupantes tendencias
autoritarias, vale la pena recordar que la burguesía siempre intentó
condicionar las libertades democráticas a la preservación de sus propios
intereses. Por eso, la defensa y la extensión de esas libertades siempre fueron
fruto de grandes luchas populares y feministas.
Por esta razón, el socialismo puede
reclamar legítimamente esta herencia de lucha por los derechos democráticos
para desarrollarla y darle un contenido real. De hecho, el ejercicio de las
libertades democráticas es una condición esencial para la autoemancipación
humana.
El orden liberal y el poder de los
ricos
Bajo el antiguo régimen, la burguesía
estaba interesada en la santificación de la propiedad privada y la libertad de
comercio e industria. En el siglo XVII, John Locke, el filósofo inglés
precursor del pensamiento liberal, derivó su comprensión de los derechos
personales de los de la propiedad privada: sobre su propio cuerpo, sus
posesiones, su esposa, sus esclavos y sus tierras colonizadas (era accionista
de la Royal African Company).
De 1789 a 1792, la Revolución
Francesa introdujo un sistema de votación limitado a una minoría de
contribuyentes y le concedió al rey el poder de vetar las leyes aprobadas por
el parlamento durante un período de casi seis años. Durante el periodo de la
monarquía constitucional, la Asamblea Legislativa eliminó los obstáculos a la
expansión de la producción y el comercio: se pusieron a la venta las tierras de
propiedad común; se abolieron los monopolios comerciales y los controles de
precios y los peajes mediante el Decreto Allarde de marzo de 1791. También se
abolieron los gremios comerciales mediante la Ley Le Chapelier de junio de
1791, que además prohibió las primeras organizaciones de trabajadores.
Esto sentó un precedente para lo que
vendría después. Si bien la burguesía estaba en general a favor de una forma de
gobierno más representativa, también quería restringir ese derecho de
representación a una élite privilegiada. Durante la mayor parte del siglo XIX,
los documentos fundacionales, tanto de las monarquías constitucionales como de
las repúblicas, restringieron severamente las libertades democráticas. Los
sistemas de votación basados en impuestos eran la norma.
En 1795, el diputado francés
termidoriano Boissy d’Anglas justificó este estado de cosas en los siguientes
términos:
La propiedad de los ricos debe estar
garantizada… Debemos ser gobernados por los mejores: los mejores son los más
educados y los más interesados en defender las leyes; pero, con muy pocas
excepciones, encontrará a esos hombres solo entre aquellos que, como
propietarios de bienes, están apegados a la tierra que los contiene, a las
leyes que los protegen, a la tranquilidad que los preserva.
En Francia, el sufragio «universal»
(masculino) no arraigó hasta la Tercera República, tras la supresión de la
Comuna de París en 1871. En Alemania, también se remonta a 1871 para las
elecciones al parlamento nacional. Sin embargo, el derecho de voto seguía
basándose en el pago de impuestos en los estados, sobre todo en el estado más
grande y poderoso de Alemania, Prusia. Esos derechos se restringieron aún más
por las leyes antisocialistas de Otto von Bismarck a nivel federal de 1878 a
1890.
El sufragio masculino pleno se
introdujo en Gran Bretaña en 1918 y en Italia en 1919. Las mujeres obtuvieron
el derecho al voto en Australia, Nueva Zelanda y Escandinavia antes de 1914,
pero en Alemania y Gran Bretaña no lo lograron hasta después de la Primera
Guerra Mundial (aunque en este último país, solo podían votar hasta 1928 las
mujeres mayores de treinta años que poseyeran una determinada cantidad de
propiedades). En Francia e Italia, las mujeres tuvieron que esperar hasta 1945
para acceder al sufragio.
En todas partes, el derecho al voto
fue una conquista de la movilización popular y no un
regalo de la burguesía. El progresista escritor noruego Henrik Ibsen lo expresó
bien en febrero de 1871: «Quien posee la libertad de otra manera que como un
objeto que se busca, la posee muerta y sin espíritu, porque la noción de
libertad tiene esta peculiaridad de que siempre se expande a medida que se
adquiere».
Dicho esto, la extensión del derecho
de voto tuvo algunas consecuencias beneficiosas para la burguesía. El sufragio
universal obviamente da mayor credibilidad al sistema democrático burgués, que
puede afirmar que expresa la voluntad de la mayoría, sobre todo desde que los
partidos obreros de numerosos países comenzaron a participar de los órganos
ejecutivos del Estado, desde finales del siglo XIX y principios del XX.
Pero esta no era la única ventaja de
este sistema de gobierno para la élite capitalista. El parlamento elegido por
sufragio universal permitía a la burguesía buscar compromisos entre sus
diversas facciones. El sistema multipartidista también hacía posible, si era
necesario, presentar alternativas gubernamentales sin amenazar su dominio del
orden social.
Sufragio universal y feudalismo
económico
El avance del sufragio universal
coincidió con el auge del capitalismo monopolista, en un momento en que la
riqueza de una pequeña minoría estaba cada vez más reñida con el interés común.
A partir de entonces, el nuevo feudalismo económico de la banca y la gran
industria pisoteó los principios democráticos. El eje del poder político pasó
del parlamento al Poder Ejecutivo y a las altas esferas del aparato estatal, lo
que le garantizó un acceso privilegiado a las fracciones dominantes del
capital. Los juristas hablan en este contexto de un «parlamento racionalizado»
que garantiza la autonomía y la estabilidad del Ejecutivo.
La democracia burguesa nunca dejó de
ser un sistema basado en el gobierno de una oligarquía —el poder de una clase
pequeña y privilegiada—, aunque requiera del consentimiento periódico del
pueblo. Se hace un uso superficial de los derechos democráticos. En su
libro El odio a la democracia, Jacques Rancière la define
acertadamente como una «forma mixta, nacida de la oligarquía, redirigida por
las luchas democráticas y perpetuamente reconquistada por la oligarquía».
¿Cuáles son sus limitaciones? La
mayoría de estas características se pueden encontrar en sistemas de este tipo:
Presuponen la división del electorado
en una minoría activa y una mayoría pasiva, con la política como dominio de la
primera que excluye a la segunda. La alienación política de la mayoría va así
de la mano de su alienación económica.
Subrepresentan a la clase trabajadora
a través de los sistemas de votación, las divisiones electorales y la exclusión
de los inmigrantes.
Otorgan poder de bloqueo a una cámara
alta no representativa (el Senado francés, elegido por 160 000 personas; la
Cámara de los Lores británica, compuesta por miembros vitalicios, pares
hereditarios y lores eclesiásticos por derecho de la Iglesia de Inglaterra).
Hacen que el jefe de Estado,
especialmente cuando es elegido por sufragio universal, sea una especie de
monarca no sujeto al control parlamentario.
Están en cortocircuito con el
gobierno y las altas esferas del aparato estatal, que proponen prácticamente
toda la legislación y tienen los medios constitucionales para anular los votos
del parlamento, que se reduce a la condición de «cámara de registro».
Están subordinados a organismos
internacionales parcial o totalmente fuera del control de la gente (Unión
Europea, Organización Mundial del Comercio, Fondo Monetario Internacional,
etc.).
Son más formales que sustantivos
porque están sujetos a la sanción del capital (hoy decimos «los mercados»), que
controla las palancas del poder sobre la deuda pública, la inversión y el
empleo, por no mencionar los medios de comunicación.
Se ven amenazados por leyes que
destruyen la libertad (ya sean ordinarias o excepcionales) y por organismos
represivos (policía, ejército, servicios secretos).
Estatismo autoritario y fascismo
En su libro de 1978 Estado,
poder y socialismo, Nicos Poulantzas describió el surgimiento del
«estatismo autoritario», una forma de gobierno que él distinguía de las
dictaduras policiales, militares o fascistas, y que tendía a reducir los
derechos democráticos. Criticó el monopolio casi absoluto del Poder Ejecutivo
sobre la legislación y su aplicación concreta a través de «decretos,
interpretaciones judiciales y ajustes de la función pública» que empoderan a la
administración, ya que los memorandos tienen prioridad sobre las disposiciones
legales. En tales condiciones, la política estatal se formula en círculos
restringidos, bajo el sello del secreto, de manera que permite la injerencia de
redes internacionales privadas como la Comisión Trilateral.
En este modelo, el presidente es el
«punto focal de varios centros y redes de poder administrativo», que se
convierten en el «partido político efectivo de toda la burguesía, actuando bajo
la hegemonía del capital monopolista». La alternancia de partidos en el poder
se reduce a un ejercicio de prestidigitación, abriendo la puerta a un verdadero
«partido de Estado dominante».
Este estatismo autoritario, explicó
Poulantzas, «no es ni la nueva forma de un auténtico estado de excepción ni, en
sí mismo, una forma de transición hacia tal estado: representa más bien la
nueva forma “democrática” de la república burguesa en la fase actual del
capitalismo».
Según observó Poulantzas, esta forma
de gobierno difiere del fascismo en que este último es el resultado de una
«crisis del Estado» y «nunca se establece a sangre fría». Su existencia
«presupone una derrota histórica de la clase trabajadora y del movimiento
popular».
Sin embargo, insiste en que el
estatismo autoritario contiene «elementos dispersos de totalitarismo» y «cristaliza
su disposición orgánica en una estructura permanente paralela al Estado
oficial». Por lo tanto, no se puede descartar que, tras una profunda derrota
del movimiento social, pueda desarrollarse «cualquier proceso de tipo
fascista», no desde el exterior (como el fascismo histórico), sino a partir de
«una ruptura dentro del Estado, siguiendo líneas que ya han sido trazadas en su
configuración actual».
Los orígenes modernos de la
democracia directa
Si miramos hacia atrás, a las
revoluciones fundacionales de la era moderna, podemos encontrar concepciones de
la democracia mucho más radicales de las que más tarde serían aceptadas por la
burguesía y sus representantes políticos. En el siglo XVII, durante la Primera
Revolución Inglesa de 1642 a 1651, los niveladores, antepasados de los
sansculottes parisinos, exigieron el sufragio masculino pleno para la elección
de la Cámara de los Comunes y la abolición de la Cámara de los Lores. También
querían poner fin a los diezmos, los impuestos indirectos y el encarcelamiento
por deudas.
En Francia, el 10 de agosto de 1792,
la toma del Palacio de las Tullerías por las masas plebeyas de la capital
condujo a la abolición de la monarquía, a la elección de la Convención por
todos los hombres adultos y a la votación de la Constitución el 24 de junio de
1793. Este documento fue el más avanzado en la historia de la democracia
representativa, aunque nunca se implementó debido a la guerra de Francia con
sus vecinos, seguida de la reacción termidoriana.
En términos económicos, estas
tendencias más radicales aún defendían el derecho a la propiedad privada, que
concebían como propiedad de pequeños artesanos, dueños de sus herramientas.
Asociaban la riqueza indecente de los empresarios con abusos, como el
acaparamiento y los monopolios, que la ley debería prohibir. Por otro lado,
tras la expropiación de los bienes de la Iglesia, que representaban
aproximadamente el 10 % de las tierras cultivables de Francia, a finales de
1789, así como la de los aristócratas que habían huido al extranjero, los
campesinos sin tierras obviamente no compartían la misma religión de la
propiedad privada.
La Constitución de 1793 también
establece la libertad de opinión, de reunión, de prensa y de religión, así como
«la protección de las libertades públicas contra quienes nos gobiernan».
Defiende el derecho al trabajo y al bienestar como «una deuda sagrada que la
nación tiene con sus miembros». Cuando el gobierno viola los derechos del
pueblo, celebra la insurrección como «el más sagrado de los derechos y el más indispensable
de los deberes».
Revolución y democracia desde abajo
Pasó más desapercibido el hecho de
que la Constitución de 1793 basaba la soberanía popular no solo en el sufragio
masculino universal (a partir de los veintiún años, incluidos los extranjeros
que hayan residido en el país durante al menos un año), sino también en la
reunión periódica de todo el electorado en Asambleas Primarias de entre 200 y
600 ciudadanos (que pueden ser convocadas por una quinta parte de sus
miembros). Las administraciones municipales, de distrito y departamentales
debían ser elegidas en cada nivel por la población afectada. El líder jacobino
Louis Antoine de Saint-Just describió esto como la «base comunal» de la
soberanía popular.
Este texto tenía por objeto codificar
las formas de democracia directa (asociaciones populares, comités revolucionarios)
que habían surgido espontáneamente en miles de comunas. Preveía la elección de
diputados al Cuerpo Legislativo Nacional por un período de un año por parte de
las asambleas populares. Se les debían presentar los proyectos de ley, con la
posibilidad de impugnarlos, y la revisión de la constitución debía proceder de
la misma manera.
Según otras partes del documento, la
Legislatura debía nombrar un consejo ejecutivo de veinticuatro miembros, que se
renovaría anualmente por mitades. La jerarquía de los rangos militares debía
respetarse solo durante los períodos de servicio en las fuerzas armadas.
Sin embargo, esta constitución
carecía de dos aspectos democráticos fundamentales. El primero se refería a los
que habían sido esclavizados en las colonias francesas. La Convención
finalmente votó a favor de la abolición de la esclavitud el 4 de febrero de
1794, debido a la revuelta de esclavos liderada por Toussaint Louverture y la
amenaza de ocupación británica y española de la francesa Saint-Domingue.
El segundo se refería a los derechos
de la mujer. Los redactores de la Constitución ni siquiera contemplaron la
posibilidad de reconocer los derechos políticos de las mujeres, llegando
incluso a votar la prohibición de las asociaciones y sociedades populares de
mujeres el 30 de octubre de 1793.
Esta medida sexista fue seguida por
el confinamiento de las mujeres en sus hogares el 23 de mayo de 1795, tres días
después de los Disturbios del Pan parisinos, que también exigían la aplicación
de la Constitución de 1793. Estas dos negaciones de los derechos democráticos
pesarán mucho en el futuro de los movimientos de emancipación en Francia y más
allá.
Tras la experiencia de la Comuna de
París de 1871, Karl Marx vio a la Revolución Francesa como una «escoba
gigantesca» que barría las últimas «reliquias de tiempos pasados», antes de que
Napoleón retomara la tarea de construir un estado tentacular iniciado por la
monarquía. En 1885, Friedrich Engels hizo una autocrítica retrospectiva de su propio
llamamiento y el de Marx de 1850 a la «centralización más estricta» del poder
tras una revolución en su Alemania natal, atribuyéndolo a un malentendido sobre
la historia de la Revolución Francesa:
Sin embargo, ahora es un hecho bien
conocido que, a lo largo de toda la revolución hasta el 18 de brumario, toda la
administración de los departamentos, distritos y municipios consistía en
autoridades elegidas por los propios electores respectivos, y que estas
autoridades actuaban con total libertad dentro de las leyes generales del
Estado; que precisamente este autogobierno provincial y local, similar al
estadounidense, se convirtió en la palanca más poderosa de la revolución.
La autoemancipación y el ejercicio de
las libertades
La larga historia de luchas
democráticas, reavivada por las revoluciones europeas de 1848, llevó a Rosa
Luxemburgo a adoptar una visión crítica de las acciones emprendidas por los
bolcheviques en el poder tras la Revolución de Octubre en Rusia. Para
Luxemburgo, los líderes bolcheviques mostraron injustamente «un desprecio
bastante frío por la Asamblea Constituyente, el sufragio universal, la libertad
de prensa y de reunión, en resumen, por todo el aparato de libertades
democráticas básicas del pueblo».
Se opuso al hecho de que la
constitución soviética de julio de 1918 limitara el derecho de voto «solo a aquellos
que viven de su propio trabajo». Esta restricción, argumentó, se aplicaría «no
solo a las clases capitalistas y terratenientes, sino también a la amplia capa
de la clase media, e incluso a la propia clase trabajadora», ya que la crisis
económica de la Rusia posrevolucionaria significaba que «crecientes sectores
del proletariado» se veían reducidos a actividades informales por la
destrucción del aparato productivo.
A principios de la década de 1930,
ante el peligro del fascismo, León Trotsky insistió en la importancia de
defender los «baluartes y bases de la democracia proletaria» que podían
encontrarse «dentro del Estado burgués», priorizando la defensa de las
organizaciones de la clase trabajadora (sindicatos, partidos políticos, clubes
educativos y deportivos, cooperativas, etc.), pero también de sus logros
políticos y materiales (legislación social, derechos civiles y políticos).
Hoy, en un momento en que la gran
mayoría de la gente perdió de vista el horizonte del socialismo, las
aspiraciones democráticas juegan un papel central en la lucha por arrebatarle
el control de nuestras vidas a las ganancias capitalistas y de la vida pública
a los gobiernos oligárquicos que las dirigen. Esto explica la consigna de
«democracia real, ¡ahora!» que surgió en las ocupaciones callejeras de 2011, no
solo en la región árabe, sino también en España y Estados Unidos, así como en
los movimientos franceses Nuit Debout y los Chalecos Amarillos.
De hecho, cualquier política seria de
oposición hoy en día está necesariamente guiada por la cuestión central de
cambiar el régimen político. Como argumentó Trotsky
en 1934, al discutir una situación con ciertas similitudes con la nuestra,
caracterizada por la crisis económica y el auge de la extrema derecha: «No
basta con defender la democracia; hay que recuperar la democracia».
Jean Batou es profesor de Historia
Moderna Internacional en la Universidad de Lausana.
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