Nos Disparan desde el Campanario El Imbecilismo militante como corriente dominante de la modernidad… por Gustavo Marcelo Sala
Según Brinkley Sharpe a través del sitio científico Science Alert, concluye
que las personas percibidas como "imbéciles" se asociaron a 315
categorías de comportamiento ofensivo en las respuestas de los participantes,
que los investigadores clasificaron en 14 temas generales: agresión, ira,
arrogancia, fanatismo, insensibilidad, combatividad, comportamiento dominante,
externalización de la culpa, inmadurez, desconsideración, irresponsabilidad,
manipulación, grosería y otros (incluyendo hipocresía y favoritismo). "Los
comportamientos en los que se centró la gente abarcan toda la gama", dijo
Sharpe. Uno de los rasgos clave que definen a los "imbéciles" que
identificaron los investigadores es que no parece importarles que su
comportamiento moleste a los demás. "Cuando hablamos de comportamientos,
el imbécil no era necesariamente antagónico con la gente, sino que simplemente
no se preocupaba por lo que pensaban los demás o por cómo los percibían". En
términos de la teoría psicológica del "Modelo de los cinco grandes" rasgos
de personalidad –apertura, concienciación, neuroticismo, agradabilidad y
extraversión–, los comportamientos "imbéciles" son los que más se
corresponden con una baja amabilidad, una baja consciencia, un alto
neuroticismo y una baja apertura, sugieren los resultados. Además, el
perfil percibido de los "imbéciles" en el presente estudio era
similar a los rasgos que se destacan en los perfiles de los expertos en
trastornos de personalidad psicopáticos, antisociales y narcisistas. En ese
sentido, el término, que no llegará a ser catalogado como un trastorno
psicológico, es en realidad muy subjetivo, aclaran los científicos. No
obstante, abre la puerta a muchas más investigaciones sobre el tipo de
suposiciones que hacemos sobre la personalidad de otras personas. "Está
claro que hay mucha variación en la forma en que la gente utiliza esta
palabra", dijo Sharpe. "Creo que la implicación del estudio es que
los insultos importan. Sí queremos decir ciertas cosas al usarlos o los
asociamos con ciertas características", concluyó.
Fuente: Ciencia Global
Etimológicamente el término imbécil
proviene del latín “imbecillis” el cual deconstruido significa "sin
báculus", sin bastón, su significado apunta a la debilidad, a la
vulnerabilidad. Estamos transitando tiempos en donde el imbecilismo domina la
escena política global de la modernidad, y lo hace democráticamente debido a
que sus referentes máximos son masivamente escogidos para tomar decisiones, es
decir, estos son elegidos por quienes se sienten identificados con su
imbecilidad.
Para el filósofo italiano Maurizio
Ferraris, la razón primera y principal es
tan evidente que no hacen falta muchos o alambicados argumentos para dar el
asentimiento: la imbecilidad abunda. En versión de andar por casa, «hay más
tontos que botellines» o «hay más tontos que perros descalzos». Incluso los
biempensantes y caritativos que no estén al cien por cien de acuerdo con la
tesis de la imbecilidad generalizada, no tienen más remedio que convenir que el
número de tontos sobrepasa ampliamente al de listos. Por eso precisamente
sentimos admiración por los listos, los lúcidos, los inteligentes o, en su
grado más excelso, los genios o sabios. Por expresarlo en los términos que
podemos leer en el libro, «la inteligencia y la abnegación son evidentemente
virtudes raras a las que se honra precisamente por tratarse de anomalías». En
segundo lugar (y en contra de lo que muchos piensan), no siempre es fácil
detectar a los imbéciles. Por supuesto, hay muchos casos tan obvios que saltan
a la vista. Del mismo modo que muchos de nuestros semejantes tienen dibujados
en sus rostros o en sus ademanes la codicia, la represión sexual o la timidez,
hay otros tantos tontos que se divisan a la legua. Lo diré de modo directo, sin
subterfugios, apelando a la experiencia que tenemos todos: hay gentes que
parecen gilipollas, actúan como gilipollas y hablan como gilipollas, y todo
ello por una razón de peso: simplemente porque son gilipollas. Pero estos, con
ser muchos, están lejos de llenar todo el espectro. Y además, y sobre todo,
como se les ve venir, no son muy peligrosos. Si uno de estos imbéciles nos
pilla desprevenidos, la culpa es nuestra, y hasta diría más, no sé si
tendríamos que plantearnos seriamente si somos tan memos o más que ellos. Pero,
como bien dice Ferraris al comparar locos y tontos, los primeros «son pocos y,
en general, reconocibles», mientras que los segundos «son muchos y están bien
mimetizados y dispersos en el medio». Para no desvirtuar el planteamiento de
nuestro autor, completaré su argumentación acudiendo a sus propios términos:
«Es fácil reconocer al loco que cree ser Napoleón, pero, bien visto, el
verdadero problema reside en que un análisis sin prejuicios podría dar como
resultado que Napoleón era un tonto».
¿Napoleón un tonto? Vaya, vaya. Esto
no nos lo esperábamos, ¿verdad? No es esto lo que nos han enseñado, claro. La
rotunda aseveración de Ferraris nos desconcierta, nos rompe los esquemas
establecidos. Intentaré explicarlo, mejor dicho, explicarle, del modo más
sencillo posible. Lo habitual es que nos movamos en una dicotomía convencional
de listo/tonto, inteligente/estúpido, etc. Según este esquema tradicional, en
una escala del cero al cien, la imbecilidad estaría en un extremo –pongamos que
en el entorno del cero, mientras que el talento o la lucidez brillarían en el
polo opuesto, aproximándose al noventa o cien de la mencionada escala. Estos
prejuicios – en el sentido de que damos por buenos hechos o planteamientos que
exigirían mayor comprobación - nos conducen a su vez a tener en alta
consideración a los intelectuales y profesionales del pensamiento en general.
Señala Ferraris, tirando piedras contra su propio tejado, que «es normal creer
que los filósofos [yo añadiría aquí científicos, grandes artistas y otros de la
misma cuerda] son más sabios e inteligentes que los profesionales de otras
especialidades». Esta extendida creencia deriva del hecho de considerar la
idiotez como un todo o, en la acera opuesta, el ingenio también como un rasgo
conformador de la personalidad. Por decirlo en términos asequibles, en una
tautología, suponemos que el tonto es tonto y el listo es listo. Expresado así,
ustedes, que no son tontos, se habrán dado ya cuenta de la trampa: sabemos por
experiencia que el imbécil no siempre se comporta como imbécil. En el caso
opuesto, la cosa se complica todavía más, pues los inteligentes no sólo no
muestran siempre una conducta inteligente, sino que, muy por el contrario, lo
habitual es que en los campos que no dominan sean torpes y hasta cometan muchas
y grandes majaderías. De este modo quedan ya sentadas las bases del concepto de
imbecilidad que, siguiendo al filósofo italiano, vamos a desarrollar en los
párrafos siguientes. Pero permítanme que, antes de entrar en el meollo de la
cuestión, dé un pequeño rodeo. Enseguida entenderán por qué.
Cuando se trata el tema de la
imbecilidad, surge inevitablemente una sospecha, derivada de esta coincidencia
prácticamente universal, a saber, que estamos todos convencidos de que hay
muchos imbéciles en el mundo, pero también que los imbéciles –por decirlo en
términos sartrianos - son siempre «los otros». No conozco a nadie que se reconozca
tonto de solemnidad. Quiero decir tonto de verdad, porque lo que sí nos
encontramos a veces son especímenes que intentan hacernos creer que son tontos,
pero es para pegárnosla, como en el timo de la estampita. Estos supuestos
tontos se creen, en el fondo, mucho más listos que nosotros. Si se fijan,
comprobarán incluso que son precisamente quienes más convencidos están de la
inflación de imbéciles – y van repartiendo este epíteto a diestro y siniestro -
los que más se sorprenden si otro les endilga esta misma calificación: ¿imbécil
yo?, exclamarán estupefactos.
Es por ello por lo que cualquier
reflexión sobre la imbecilidad nos coloca de sopetón en la cuerda floja. Cuando
hablamos de la imbecilidad, todos recelamos de lo que en su fuero interno están
pensando nuestros interlocutores. ¿Qué es la imbecilidad?, me preguntas
mirándome fijamente a los ojos. Cielo mío, es muy fácil, basta con que te mires
al espejo: imbécil… ¡eres tú! Por eso, lo mejor es directamente curarse en
salud. Al igual que se dice de la caridad, la imbecilidad bien entendida
empieza por uno mismo. Vale, ya está dicho, mejor así. Eso exactamente es lo
que hace Ferraris. Son, además, las tres primeras líneas del libro: «Preveo
el tu quoque trascendental
y me resigno. Se necesita tener dentro al menos una pizca de imbecilidad para
sentir su atracción irresistible». ¿Una pizca ha dicho? Vamos, vamos, no hay
que ser tan modesto. A vuelta de página ya reconoce sin ambages que «me he
sentido imbécil muchas veces» y un poco después su dictamen es todavía más
descarnado: sólo los imbéciles escriben sobre la imbecilidad, con el agravante
de que aquellos ni siquiera son conscientes de hasta qué punto les embarga.
La admisión de la propia gilipollez
tiene, empero, un doble fondo. Casi podría decirse que Ferraris juega con las
cartas marcadas. Es verdad que ha empezado por reconocerse idiota. Ha escrito,
en efecto, que «el mundo está lleno de gilipollas», entre ellos nosotros
mismos, todos nosotros. Pero de este modo, inevitablemente, los perfiles individuales
se diluyen en la consideración global del ser humano. Dicho en términos
simplificados: sí, es verdad que soy idiota, pero es porque el hombre es (constitutivamente)
idiota. Ferraris mantiene esta interpretación de manera subyacente en muchas
ocasiones, pero en otros momentos la hace explícita y, además, de modo
terminante: «el hombre nace esclavo, débil, insuficiente y dependiente,
sometido e imperfecto. En resumen, nace imbécil». Y vuelve a
reafirmarse en esa «imbecilidad humana innata» más adelante: «imbécil es el
hombre en estado natural, in-baculum e implume».
A Ferraris, que no es nada tonto
precisamente, no se le escapa que una identificación entre humanidad e
imbecilidad hace a este último concepto poco o nada operativo. Si imbéciles
somos todos, sin más, apaga y vámonos. Ya está dicho todo. Pero, si se fijan,
el filósofo italiano deja sutilmente una puerta abierta. Imbecilidad (o
estupidez, idiocia, gilipollez o necedad, pues él no admite distinción en este
sentido) es «ceguera, indiferencia u hostilidad a los valores cognitivos». La
admisión –la evidencia de que el hombre nazca ignorante – imbécil, por decirlo
en su registro no implica que no pueda superar ese estado de naturaleza. ¡Un
momento, un momento! ¡Ya sé lo que están pensando! Pero no crean que la cosa sea
tan fácil. Ferraris se apresura a lanzar el cubo de agua fría antes que nos
hagamos ilusiones: «la imbecilidad aqueja al ser humano también y sobre
todo cuando trata de elevarse por encima del estado de naturaleza». Este,
podríamos decir, segundo grado de imbecilidad, del que sí somos plenamente
responsables, es el más característico. Ya es totalmente obra nuestra,
responsabilidad nuestra. Aquí sí que necesitamos estar vigilantes. Por eso, en
este estadio, el reconocimiento o, cuando menos, la sospecha de la caída en la
idiocia podría equivaler a un rasgo de lucidez. Aquí viene al pelo la cita de
Ortega: «Al hombre razonable (perspicaz) lo atormenta permanentemente la
sospecha de ser un imbécil […], mientras que el imbécil se siente orgulloso de
sí mismo». Así, vigilantes, la «redención» – uso el término porque así lo hace
el autor -, aunque sea difícil («dudosa», dice él), es, sin embargo, «posible».
Esa es su «dialéctica de la imbecilidad».
Ahora podrá entenderse con todas sus
implicaciones lo que al principio se señalaba. Por lo general, no existe tanto
el estúpido per se (o el gilipollas, el idiota, etc.) como la
estupidez (o la idiocia, la gilipollez, etc.) como rasgo de comportamiento.
Esto es, salvo casos excepcionales, no existe el imbécil, sino que
imbéciles podemos ser todos, en un momento dado, cuando cometemos alguna
imbecilidad. Y eso es lo que hace que ni el filósofo, ni el intelectual, ni el
científico, ni el sabio, ni el genio sean inmunes a la imbecilidad, como
cualquier otro mortal. Hasta podría decirse que esos «venerados maestros»,
dormidos en los laureles del éxito alcanzado y el agasajo público, son
particularmente proclives a caer en la estupidez. Pues no cabe olvidar, además,
que del mismo modo que «de lo ridículo a lo sublime solo hay un paso», puede
decirse «que entre la imbecilidad y el genio no hay más que una sutil línea
roja».
Y si pasamos del enfoque individual
al colectivo, será para constatar que algunos factores externos inciden directamente
en la gilipollez ambiente potenciando la estupidez hasta cotas difícilmente
soportables. Ferraris lo expresa sin ambages, con demoledora contundencia: «A
más técnica, mayor grado de imbecilidad». Pero no, como dicen algunos, porque
la técnica, desde la televisión a Internet, nos idiotice por ella misma, sino
porque «a más técnica, mayor es la imbecilidad que se percibe». No es, por
tanto, que hoy seamos más idiotas que nuestros antepasados, sino que tenemos a
nuestra disposición todo tipo de medios para expandir nuestras bobadas hasta
límites impensables hace unas décadas. Simplemente, hoy «el estúpido se pone
más fácilmente de manifiesto que en cualquier otra época más recogida y
silenciosa».
El panorama parece estremecedor. En
el mejor de los casos, tenemos que luchar, como vimos, contra nuestra propia
estupidez. Pero estamos rodeados de imbéciles, que generan en la vida social y
política más incompetencia y, con ella, desánimo, malestar y agresividad, en un
círculo vicioso permanentemente alimentado por los ineptos. En términos
existenciales, podría expresarse con la famosa frase de Macbeth, que
Ferraris cita de paso: «La vida es una fábula contada por un idiota». ¿Qué
hacer entonces? Hay dos posibilidades. Ferraris sólo contempla una de ellas,
probablemente como signo o reflejo de los tiempos líquidos que vivimos: la
risa. «Uno se ríe porque tiene conciencia, aunque sea confusa, de la
imbecilidad y sus manifestaciones, empezando por el absurdo». El objeto de la
risa, en principio, son los otros (lo mismo que pasaba al tratar de identificar
la imbecilidad, como ya vimos). «La primera toma de conciencia, y la primera
carcajada, se orientan al mundo exterior». Nos reímos de los imbéciles que nos
rodean. Al acabar los estertores de la carcajada, nos asalta, no obstante, una
duda: « ¿estamos seguros de que, así y todo, no son mejores que nosotros?»
«Sólo ríe quien no sabe», parece que
dijo Bertolt Brecht. También podría decirse lo contrario, que sólo ríe de
verdad quien de verdad sabe (quien está en el ajo, como se dice vulgarmente).
La risa es ambivalente. O, si prefieren que lo diga de otra manera, hay risas y
risas. Ríe el cínico inteligente, pero lo mismo o más ríen el tontolaba.
La carcajada «puede muy bien ser señal de imbecilidad», escribe Ferraris. ¿De
qué reímos, por qué reímos? El filósofo italiano alude seguidamente a la
dimensión dramática: «Cuando uno se ríe suena una llamada profunda y verdadera
a no llorar». Pero, como antes dije, Ferraris se queda aquí y no entra en la
segunda posibilidad que se abre ante la constatación de un mundo estúpido y una
existencia absurda. Y, sobre todo, no aborda la dimensión social y política del
asunto: por expresarlo en términos simplificados, ¿qué pasa cuando el imbécil
no es nuestro igual, sino nuestro jefe o nuestro superior? En un libro de hace
ya algunos años, titulado El idiota moral. La banalidad del mal en el siglo XX,
Norbert Bilbeny examinó lo que sucedía cuando el imbécil –en su caso, no
intelectivo, sino moral, adquiría capacidad para actuar sobre los demás, es
decir, algún tipo de poder.
Ahora nos adentramos en un terreno
pantanoso: nos hundimos en la ciénaga de lo que realmente fue, de lo que
realmente pasa cuando el estúpido –entendido en este caso, como he dicho, como
indigente moral accede al mando, alguna forma de mando. Bilbeny sitúa su
reflexión en las coordenadas del siglo XX, tomando el Holocausto como punto de
inflexión o eje de referencia. No menciona a políticos, generales, altos
mandos, diplomáticos o dirigentes en general, sino que se refiere a los cuadros
medios que ejecutaron sin rechistar, con celo y, a veces, con gran entrega y
hasta entusiasmo, unas directrices atroces. Él se refiere a un idiota que no es
exactamente un tonto (en sentido intelectual), que incluso posee conocimientos,
pero que no ha educado sus sentimientos, sus emociones, la conciencia moral, en
definitiva. No es un sádico, entiéndase bien. Es simplemente un ser insensible,
carece de empatía. Cumple su cometido como un riguroso funcionario, ejecuta
órdenes con frialdad y eficacia (si pensamos en nefastos términos periodísticos, sigue la línea editorial). No se plantea –no le importa si esas órdenes
implican una monstruosidad. A partir de esos presupuestos, naturalmente, puede
hablarse de la aplicación banal del mal. Aplicación fría, mecánica,
desapasionada. El verdugo puede decir sinceramente a la víctima antes de
ejecutarla: no tengo nada contra ti. Y si produzco tantas víctimas al día y
tantos días y semanas y meses igual, ya las masacres se convierten en mera
estadística. Banalidad de los números. Problemas de contabilidad.
No todo mal es banal, ni mucho menos.
Hay un mal perverso y deliberado, concebido por seres inteligentes y ejecutados
con toda la perfidia posible para causar el mayor sufrimiento. Y hay,
naturalmente, muy diversos grados en la escala de ese mal conscientemente
infligido a nuestros semejantes. Pero, junto a ello, está el mal que genera o
aplica el imbécil. Este puede ser un simple estúpido o, como en el ensayo de
Bilbeny, un idiota moral. Retengo una frase particularmente reveladora de su
libro: «todo idiota moral es un híbrido […] entre el monstruo y el payaso». Si
volvemos ahora la vista al volumen de Ferraris, habría que concluir que el
filósofo italiano, aun reconociendo que «la imbecilidad es cosa seria», ha
pergeñado un mundo que se parece mucho a un circo, donde todos, de una forma
más o menos consciente, hacemos el payaso. La otra cara de ese mundo imbécil es
la que dibuja Bilbeny, basándose en la experiencia del siglo XX: una sociedad
regida o sustentada por idiotas se convierte en una pesadilla protagonizada por
monstruos, el peor de los infiernos posibles.
Fuente: Revista de Libros
Por Rafael Núñez Florencio
Link de Origen: https://www.revistadelibros.com/filosofia-de-la-imbecilidad-y-ii/
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