Nos Disparan desde el Campanario De la cultura a la mercantilización del ser… por Byung-Chul Han

 

 

Fuente: Bloghemia

Link de origen:

https://www.bloghemia.com/2025/01/de-la-cultura-la-mercantilizacion-del.html

 


La posesión cede ante el acceso en una sociedad donde la experiencia y la información definen la identidad.

 

Experimentar significa, abstractamente formulado, consumir información. Hoy queremos experimentar más que poseer, ser más que tener. Experimentar es una forma de ser. Erich Fromm escribe en ¿Tener o ser?: «Tener se refiere a cosas […]. Ser se refiere a experiencias […]» . La crítica de Fromm a la sociedad moderna, más orientada al tener que al ser, no es hoy del todo acertada, porque vivimos en una sociedad de la experiencia y la comunicación, que prefiere el ser al tener. La antigua máxima del «Yo soy tanto más cuanto más tengo» ya no tiene aplicación. La nueva máxima del experimentar es: «Yo soy tanto más cuanto más experimento».


Programas de televisión como Bares für Rares dan un testimonio elocuente del imperceptible cambio de paradigma que se está produciendo. De forma indolora, casi sin corazón, nos separamos de las cosas que antes eran cosas queridas. Significativamente, la mayoría de los participantes en el programa quieren emplear en viajes los billetes que les entregan en mano, como si los viajes fuesen rituales de separación de las cosas. Los recuerdos conservados en las cosas dejan súbitamente de tener valor. Tienen que dejar paso a nuevas experiencias. Parece claro que la gente de hoy ya no es capaz de quedarse con las cosas, ni de vivificarlas haciendo de ellas sus fieles compañeras. Las cosas queridas suponen un vínculo libidinal intenso. En la actualidad no queremos atarnos a las cosas ni a las personas. Los vínculos son inoportunos. Restan posibilidades a la experiencia, es decir, a la libertad en el sentido consumista. 

Hasta del consumo de cosas esperamos ahora experiencias. El contenido informativo de las cosas, la imagen de una marca, por ejemplo, es más importante que el valor de uso. De las cosas percibimos sobre todo la información que contienen. Al adquirir cosas, compramos y consumimos emociones. Los productos se cargan de emociones mediante alguna storytelling. Para la creación de valor es crucial la producción de información distintiva que prometa a los consumidores experiencias especiales o la experiencia de lo especial. La información es siempre más importante que el aspecto de la mercancía. El contenido estético-cultural de una mercancía es el verdadero producto. La economía de la experiencia sustituye a la economía de la cosa.


La información no es tan fácil de poseer como las cosas. Esto deja la impresión de que la información pertenece a todos. La posesión define el paradigma de las cosas. El mundo de la información no está hecho para la posesión, puesto que en él rige el acceso. Los vínculos con cosas o lugares son reemplazados por el acceso temporal a redes y plataformas. La sharing economy debilita también la identificación con las cosas, que es lo que constituye la posesión. Esta se funda en la permanencia. Ya la continua necesidad de movilidad dificulta la identificación con las cosas y los lugares. Estos ejercen cada vez menos influencia en la formación de nuestra identidad. Hoy la identidad la determina principalmente la información. Nos producimos a nosotros mismos en los medios sociales. La expresión francesa «se produire» significa ponerse en escena. Nos escenificamos a nosotros mismos. Representamos nuestra identidad. 


La transición de la posesión al acceso implica, según Jeremy Rifkin, un profundo cambio de paradigma que provocará cambios drásticos en la vida humana. Rifkin llega a predecir el advenimiento de un nuevo tipo humano: «Acceso, access, es la metáfora más potente de la próxima era. […] [en un mundo en el que las relaciones personales de propiedad se han considerado como una extensión del propio ser y “medida del hombre”], la reducción de su importancia en el comercio sugiere un cambio importantísimo en la manera en que las generaciones futuras percibirán la naturaleza humana. Efectivamente, es muy probable que un mundo estructurado en torno a las relaciones de acceso produzca un tipo muy diferente de ser humano».

El ser humano desinteresado de las cosas, de las posesiones, no se somete a la «moral de las cosas», basada en el trabajo y la propiedad. Quiere jugar más que trabajar, experimentar y disfrutar más que poseer. También la economía muestra rasgos lúdicos en su fase cultural. La puesta en escena y la representación adquieren cada vez más importancia. Por eso es cada vez más frecuente que la producción cultural, es decir, la producción de información, adapte procesos artísticos. La creatividad es su divisa. 


En la era de las no-cosas puede percibirse un tono utópico en la posesión. La intimidad y la interioridad caracterizan a la posesión. Solo una relación intensa con las cosas las convierte en una posesión. Los aparatos electrónicos no los poseemos. Los productos de consumo acaban tan pronto en la basura porque no los usamos, porque ya no los poseemos. La posesión se interioriza y se carga de contenidos psicológicos. Las cosas que poseemos son contenedores de sentimientos y recuerdos. La historia que se deposita en las cosas mediante un largo uso les confiere un valor sentimental. Pero solo las cosas discretas pueden cobrar vida por un intenso apego libidinal. Los bienes de consumo actuales son indiscretos, intrusivos y chismosos. Vienen ya sobrecargados de ideas preconcebidas y de emociones que se imponen al consumidor. Apenas entra nada de la vida personal.


La posesión es, según Walter Benjamin, «la relación más profunda que se puede tener con las cosas». El coleccionista es el propietario ideal de las cosas. Benjamin hace del coleccionista una figura utópica, un futuro salvador de las cosas. Su tarea es la «transfiguración de las cosas». No solo «sueña con un mundo lejano o pasado, sino también con un mundo mejor en el que, aun estando los hombres tan poco provistos de lo que necesitan como en el cotidiano, las cosas estén libres de la servidumbre de ser útiles»,


En ese futuro utópico, el ser humano hace un uso muy diferente de las cosas, que ya no es el de consumir. El coleccionista, salvador de las cosas, se entrega al trabajo de Sísifo de «despojar a las cosas, mediante su posesión, del carácter de mercancía». El coleccionista de Benjamin está menos interesado en la utilidad y el valor de uso de las cosas que en su historia y fisonomía. La época, el paisaje, el oficio y los poseedores de que proceden cristalizan en sus manos en una «enciclopedia mágica, cuya sustancia es el destino de su objeto» . El verdadero coleccionista es lo contrario del consumidor. Es un intérprete del destino, un fisonomista del mundo de las cosas: «Apenas las tiene [las cosas] en sus manos, parecen incitarle a contemplarlas en su lejanía».


Benjamin cita la conocida sentencia latina: Habent sua fata libelli [«Los libros tienen su destino»]. Según su forma de interpretarla, el libro tiene un destino en tanto que es una cosa, una posesión. Muestra marcas materiales que le prestan una historia. Un libro electrónico no es una cosa, sino una información. Su ser es de una condición completamente diferente. No es, aunque dispongamos de él, una posesión, sino un acceso. En el libro electrónico, el libro se reduce a su valor de información. Carece de edad, lugar, productor y propietario. Carece por completo de la lejanía aurática desde la que nos hablaría un destino individual. El destino no encaja en el orden digital. Las informaciones no tienen ni fisonomía ni destino. Ni admiten un vínculo intenso. Por eso no hay del libro electrónico un ejemplar. La mano del propietario da a un libro un rostro inconfundible, una fisonomía. Los libros electrónicos no tienen rostro ni historia. Se leen sin las manos. El acto de hojear es táctil, algo constitutivo de toda relación. Sin el tacto físico, no se crean vínculos.


Nuestro futuro no será la utopía de Benjamin, en la que las cosas se liberen de su carácter de mercancía. La edad de las cosas ha terminado. Programas de televisión como Bares für Rares demuestran que, en la actualidad, hasta las cosas queridas se mercantilizan sin piedad. El capitalismo de la información constituye una forma intensificada del capitalismo. A diferencia del capitalismo industrial, convierte también lo inmaterial en mercancía. La vida misma adquiere forma de mercancía. Se comercializan muchas relaciones humanas. Los medios sociales explotan completamente la comunicación. Plataformas como Airbnb comercializan la hospitalidad. El capitalismo de la información está conquistando todos los rincones de nuestra vida; es más, de nuestra alma. Los afectos humanos son sustituidos por valoraciones o likes. Los amigos se cuentan en números. La cultura está completamente al servicio de la mercancía. La historia de un lugar también se explota, storytelling mediante, como fuente de plusvalía. Los productos se aderezan con microrrelatos. La diferencia entre cultura y comercio desaparece a ojos vistas. Las instituciones de cultura se presentan como marcas rentables. 


La cultura tiene su origen en la comunidad. Transmite valores simbólicos que fundan una comunidad. Cuanto más se convierte la cultura en mercancía, tanto más se aleja de su origen. La comercialización y mercantilización total de la cultura ha tenido por efecto la destrucción de la comunidad. La community que tan a menudo invocan las plataformas digitales es una forma de comunidad mercantil. La comunidad como mercancía es el fin de la comunidad.

 

 

 

 


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