Traducción: Florencia Oroz
Fuente: Jacobin
Link de origen:
https://jacobinlat.com/2024/11/la-era-del-realineamiento-de-clases/
A lo largo de las últimas décadas, la
socialdemocracia abandonó a los trabajadores. Luego los trabajadores
abandonaron a la socialdemocracia.
uede prescindir la socialdemocracia
de los trabajadores? Esta pregunta habría sido impensable hace unas décadas. En
la actualidad, refleja el principal reto al que se enfrentan los partidos de
centroizquierda en todo el mundo.
En Estados Unidos, aunque el Partido
Demócrata ha virado hacia posturas progresistas en política nacional, cuenta
con menos apoyo de la clase trabajadora que nunca. Tanto las encuestas del
Center for Working-Class Politics que utilizan datos ocupacionales como las
encuestas a pie de urna de la CNN que utilizan la educación como indicador de
clase (un marcador impreciso pero útil) muestran una distancia cada vez mayor
entre los demócratas y los trabajadores. En 2020, Biden perdió entre los
votantes sin estudios universitarios por 4 puntos. En las elecciones de 2024, Harris los perdió por 14.
El cambio en el atractivo del partido
es evidente incluso entre los trabajadores sindicalizados. En 1992 favorecieron
a Bill Clinton por 30 puntos. Donald Trump se acercó a 19
puntos en 2020 y redujo la diferencia a tan solo 8 puntos este año.
Dinámicas similares están en juego en
todo el mundo capitalista avanzado, como en Alemania, donde el partido de
izquierdas Die Linke pasó de recibir casi un
tercio de los votos en los estados industriales del este del país en
2019 a apenas alcanzar a registrarse como fuerza electoral este año. Del mismo
modo, aunque continúa en el poder, la tendencia del Partido Socialdemócrata es
perder apoyo entre los trabajadores, que se sienten cada vez más atraídos por
los llamamientos de extrema derecha de Alternativa para Alemania: la AfD se
convirtió recientemente en el grupo más grande en el parlamento estatal de
Turingia.
Durante décadas, quienes siguen
comprometidos con un programa socialdemócrata tradicional han respondido a esta
crisis de apoyo con una combinación de minimización del problema, búsqueda de
sustitutos para los votantes de clase trabajadora perdidos e intentos de volver
a captar a su antigua base moviéndose hacia la derecha en cuestiones sociales.
Hasta ahora, ninguna de esas respuestas ha resultado satisfactoria.
Los primeros días
Para entender el alejamiento de los
partidos socialdemócratas de los trabajadores, debemos remontarnos a los
orígenes de estas organizaciones. Con la aparición de una clase obrera masiva
en el siglo XIX, los trabajadores empezaron a buscar representación política y
económica. Dado que los capitalistas detentaban el poder político y económico,
los trabajadores necesitaban organizaciones que persiguieran sus intereses
colectivos. Los partidos socialdemócratas se convirtieron en la expresión
política de los intereses de la clase obrera en la sociedad en general, y los
sindicatos persiguieron esos intereses en el terreno de la producción. No
importaba si esos órganos eran representantes efectivos o si también estaban
poblados por campesinos, artesanos y otros sectores que difícilmente podían
considerarse parte de la clase obrera industrial; eran inseparables de su base
social básica.
Una política de izquierda arraigada
en torno a estos partidos y sindicatos obreros y un conjunto de
reivindicaciones igualitarias fueron la norma durante siglo y medio. Esta
política no representaba en absoluto un movimiento unificado; las fracturas y
escisiones —entre la socialdemocracia de preguerra y el anarquismo, entre la
socialdemocracia de posguerra y el comunismo— fueron habituales. Pero cualquier
competencia dentro de la izquierda era siempre por la lealtad de la misma gente.
En ciudades como Manchester o Turín,
la gente vivía apiñada en barrios y trabajaba en fábricas densamente pobladas,
en cierta manera obligada por el propio capitalismo a establecer, si no siempre
lazos de solidaridad, al menos de comunidad. Como era de esperarse, votaban
mayoritariamente a partidos de izquierda. El trabajo de los militantes
revolucionarios consistía en convencer a los trabajadores ya comprometidos con
una vía lenta hacia el socialismo para que la reemplazaran por una vía urgente.
Es un punto de partida irrisoriamente
fácil comparado con la situación en la que nos encontramos en la actualidad,
cuando la clase obrera parece más fragmentada que nunca y menos atraída por la
política igualitaria. En 1885, William Morris escribió que,
aunque los trabajadores sabían que eran una clase, los socialistas tenían que
convencerlos de que «debían ser sociedad», una fuerza capaz no solo de existir dentro
de una economía, sino también de controlar el futuro de esa economía.
Ahora, los socialistas debemos esforzarnos por defender también la parte de la
clase.
La socialdemocracia en guerra contra
sí misma
¿Cómo hemos llegado a este punto?
Hace casi medio siglo, el historiador británico Eric Hobsbawm se
preguntaba si «la marcha hacia adelante del trabajo y del movimiento obrero» se
había detenido, y el teórico francés André Gorz declaraba que la clase obrera había muerto
como agente social. Teniendo en cuenta la profundidad de la división de clases
en la actualidad, esas declaraciones previas parecen tan clarividentes como
prematuras.
Los cambios incipientes que Hobsbawm
y Gorz detectaron tenían raíces tanto económicas como sociológicas. Los logros
de la socialdemocracia de posguerra (y los de su contrapartida estadounidense,
el New Deal) se basaron en una expansión económica que favoreció tanto a los
trabajadores como al capital. Cuando el crecimiento se ralentizó en la década
de 1970, las demandas de los trabajadores que los capitalistas habían soportado
anteriormente con el objetivo de mantener la paz les parecieron económicamente
insostenibles. En este nuevo entorno, los sindicatos y los partidos políticos
en retirada tenían menos que ofrecer a los trabajadores por su participación.
Al mismo tiempo, los propios
trabajadores estaban cambiando rápidamente. La automatización y la competencia
mundial provocaron un desplazamiento del empleo fordista en los sectores
industriales al trabajo en las industrias productoras de servicios. Mientras
tanto, la inmigración masiva diversificó aún más la clase trabajadora desde el
punto de vista étnico.
La clase trabajadora nunca había sido
una entidad estática, sino más bien un grupo de personas que dependían de los
salarios de los empleos creados por un sistema capitalista en perpetuo estado
de cambio y recomposición. Pero las décadas de 1970 y 1980 fueron un periodo de
transformación especialmente rápida, y lo que realmente lo distinguió fue la
sorprendente respuesta de los partidos apoyados por los trabajadores.
Las formaciones socialdemócratas se
enfrentaron a las crisis económicas capitalistas de aquellos días buscando una
solución en su propia base. Su rumbo definitivo estaba condicionado por la
realidad básica y universalmente comprendida de que el crecimiento económico
bajo el capitalismo se basaba en la creencia de los capitalistas de que podían
invertir de forma rentable. La clase obrera solo existía gracias a las empresas
privadas, y los trabajadores estaban atrapados tanto en un inexorable conflicto
de clase con sus empleadores como en un estado de dependencia respecto de
ellos. Del mismo modo, los Estados redistributivos que habían votado dependían
de los impuestos para mantenerse. ¿Qué se podía hacer cuando los capitalistas
exigían cambios estructurales antes de reanudar la inversión?
Al principio, la crisis de
estanflación tomó por sorpresa a la centroizquierda. Pensando que habían
abolido el ciclo económico mediante la intervención estatal, los viejos
partidos de la Segunda Internacional marxista olvidaron un principio marxista
básico: que las contradicciones del capitalismo y su tendencia a la crisis no
podían resolverse dentro del sistema. Cuando las dificultades económicas
demostraron ser algo más que un efecto transitorio de la crisis del petróleo de
1973, los socialdemócratas quedaron desamparados. Sin la voluntad de buscar
alternativas en la izquierda —como permitir que los trabajadores obtuvieran más
poder sobre la inversión a través de fondos laborales—, aceptaron una
resolución neoliberal.
Los neoliberales habían argumentado
que el capitalismo keynesiano funcionaba hasta cierto punto, pero tenía límites
fijos. El estímulo monetario más allá de esos límites produciría inflación sin
crecimiento, como a mediados de los años setenta. Desatar de nuevo el
crecimiento no significaba gastar más dinero para estimular la demanda, sino
reducir el Estado de bienestar regulador y restringir el poder de negociación
de los sindicatos, que entonces buscaban aumentos salariales inflacionistas
para compensar la inflación existente. En resumen, para reactivar la economía,
la clase trabajadora tendría que aceptar menos. Después de intentar salir de la
crisis mediante préstamos —sin éxito—, la socialdemocracia acabó aceptando sin
reservas la acusación de que la propia socialdemocracia era la causa de la
crisis económica.
En Europa Occidental, este giro de
180 grados adoptó sus formas más dramáticas en Francia. El gobierno socialista
de François Mitterrand de los años ochenta había llegado al poder con el
respaldo comunista y planes radicales. «Se puede ser gestor de una sociedad
capitalista o fundador de una sociedad socialista», dijo Mitterrand en una rueda de prensa en 1971. «En lo
que a nosotros respecta, queremos ser lo segundo». Sin embargo, cuando el
primer gobierno de izquierda que había tenido Francia en décadas entró en
funciones en 1981, el país ya se enfrentaba al desempleo, al estancamiento
económico y a vientos en contra en el plano internacional.
Se intentó una solución sobre bases
keynesianas: Las «110 propuestas para Francia» de Mitterrand incluían un
programa masivo de obras públicas, mayores derechos sindicales y medidas de
coparticipación, aumento de los salarios mínimos y las pensiones y una
reducción de las horas semanales de trabajo. En 1982, el gobierno puso algunos grupos
industriales clave y casi cuarenta bancos bajo control estatal para ayudar a
mantener el empleo y acelerar la reestructuración económica.
El resultado fue una fuga masiva de
capitales y el agravamiento de las dificultades económicas. En vano, Mitterrand alegó ante la clase empresarial que él no era un
«marxista-leninista revolucionario» y que su camino era el único para «poner
fin a la lucha de clases». Al final, ganarse el apoyo de los empresarios no
demandó solo un freno a su programa, sino un retroceso dramático hacia una
política de austeridad. Para socialdemócratas como el alemán Gerhard Schröder y
el Nuevo Laborismo de Tony Blair, la lección fue contundente: cuando llegó su
momento, a lo sumo procuraron combinar medidas redistributivas ex post con
la nueva ortodoxia económica.
En Estados Unidos, donde el
compromiso de los demócratas con los trabajadores siempre fue sospechoso, la
transformación no tuvo menores consecuencias. Jimmy Carter llegó a la Casa
Blanca en 1977 con un programa respaldado por los trabajadores y centrado en el
gasto en infraestructura, objetivos de pleno empleo y ampliaciones del Estado del
bienestar. Pero al cabo de un año, alarmado por el aumento de los precios al
consumidor, se lo pensó mejor y propuso un presupuesto «ajustado y austero» para controlar el gasto.
La inflación siguió aumentando hasta
alcanzar los dos dígitos en 1979, por lo que pronto se adoptaron medidas aún
más drásticas. Bajo el mandato de Paul Volcker, la Reserva Federal contrajo la
oferta monetaria general permitiendo que los tipos de interés se dispararan. El
desempleo alcanzó niveles no vistos desde la Gran Depresión. Carter combinó el
tratamiento de shock de Volcker con reducciones de la infraestructura
reguladora de la era del New Deal, especialmente en el sector financiero.
Mientras el presidente hablaba por televisión de la salud moral de Estados
Unidos, la salud económica de los trabajadores que lo habían elegido estaba
fallando. Una ola de desindustrialización afectó a la base manufacturera
estadounidense, disparó el déficit comercial y alimentó la decadencia urbana.
Cuando a mediados de los ochenta se produjo una vacilante
recuperación, Ronald Reagan ya estaba en el poder para atribuirse el
mérito.
Al igual que la socialdemocracia en
Europa, el Partido Demócrata en Estados Unidos responsabilizó a sus propios
partidarios por la demora en la recuperación del crecimiento. Pero lo que vino
después fue igualmente perjudicial. A pesar del dolor causado a finales de los
años 70 y 80, Bill Clinton contó con gran parte de la antigua coalición del New
Deal para ganar la presidencia en 1992. Una vez en el poder, sin embargo, buscó
construir un nuevo consenso bipartidista sobre el libre comercio y el objetivo
de «acabar con el bienestar tal y como lo conocemos». Clinton hizo poco por
evitar la pérdida de puestos de trabajo en la industria y adoptó a los
profesionales de los suburbios y a los «trabajadores del conocimiento» como
sustitutos de los votantes perdidos de su partido. Encontró nuevas fuentes de
apoyo en las empresas tecnológicas —los «Demócratas Atari»— y en las finanzas.
Los demócratas, así, pasaron de ser
el partido de la justicia y la estabilidad al partido de la meritocracia y el
dinamismo. Esta transformación quedó clara en el infame comentario del senador Chuck Schumer en
vísperas de las elecciones de 2016: «Por cada demócrata de cuello azul que
perdamos en el oeste de Pensilvania, recogeremos a dos republicanos moderados
en los suburbios de Filadelfia, y puedes trasladar esto a Ohio, Illinois y
Wisconsin». Sin una visión económica como la propuesta por el New Deal, que
hacía de una clase trabajadora unificada su núcleo, los demócratas se vieron
obligados a hablar de progreso únicamente en el lenguaje de la representación y
los derechos civiles. Tales apelaciones tenían pocas cosas tangibles que
ofrecer a la gente, especialmente a los hombres blancos que acudieron en masa a
Trump en 2016.
Sustituciones
La socialdemocracia, y en mayor o
menor medida sus imitadores de centroizquierda, surgió en primer lugar para
representar los intereses de los trabajadores frente al capital pero acabó respondiendo
a las contradicciones del capitalismo inclinándose por defender los intereses
del capital frente a los de los trabajadores. Dada la dependencia asimétrica
del trabajo respecto al capital, esta respuesta era racional en un sentido
económico. Pero una de sus consecuencias políticas fue la huida masiva de
trabajadores de los partidos de izquierda.
Según Political Cleavages and
Social Inequalities, editado por los economistas Amory Gethin, Clara
Martínez-Toledano y Thomas Piketty, entre 1950 y 1959 la izquierda de las
democracias occidentales obtuvo en promedio un 31% más de votos entre la clase
trabajadora que entre otras clases. En 2020, ese margen era solo del 8%. Es
importante destacar que los ricos han mantenido su tradicional lealtad a los
partidos de derecha, pero las clases profesionales han cambiado en respuesta al
giro social-liberal de los partidos socialdemócratas. En resumen, los otrora
«partidos de los trabajadores» se están convirtiendo en «partidos de los
educados».
Algunas figuras de la centroizquierda
y la izquierda actuales glorifican los cambios en curso. Las declaraciones de
Schumer fueron quizá el ejemplo más extremo de esta tendencia, pero la idea
está presente incluso en la extrema izquierda contemporánea. La propia clase
trabajadora está cambiando, señalan acertadamente activistas y políticos de
izquierda. A medida que el número de puestos de trabajo que exigen mayores
credenciales aumenta, la clase obrera se ha vuelto más culta. También se ha
diversificado. En lugar de vincular la política de centroizquierda a un tema
universal, afirman, deberíamos ver a los trabajadores como un importante grupo
de interés a semejanza de otros como la «gente de color», los ecologistas, los
pobres, etc. Esta amplia coalición puede tener un aspecto diferente al
movimiento obrero que construyó la socialdemocracia clásica, pero demostrará
ser igual de capaz de lograr la redistribución.
Aunque esta corriente tiene razón al
evitar valorizar un momento particular de la vida de la clase obrera, ignora
tanto la medida en que la estabilidad fordista fue el resultado de victorias
políticas duramente ganadas, como el hecho de que el ascenso del «precariado» está en sí mismo relacionado con las derrotas
sufridas por los socialdemócratas y los sindicatos. En lugar de intentar
reconstruir las bases sociales de la izquierda, estos dirigentes se esfuerzan
por encontrar una nueva, pero esta vez a través de actores que no están tan
estratégicamente posicionados como los trabajadores en los puntos de producción
e intercambio.
Sin embargo, una coalición basada
principalmente en la ideología es siempre más débil que una basada tanto en la
ideología como en intereses materiales compartidos. Este hecho creará nuevos
dilemas para los partidos de centroizquierda cuando lleguen al poder. ¿Cómo
será posible, por ejemplo, ampliar los Estados de bienestar sin los ingresos
fiscales adicionales provenientes de los profesionales que ahora votan contra
la derecha por razones sociales y culturales?
Respuestas equivocadas
Este enfoque reciente de la política
de la centroizquierda es un reflejo del que en su día adoptó el Nuevo Laborismo
en Gran Bretaña. Tras la derrota de los laboristas en las elecciones generales
de 1992, la Sociedad Fabiana publicó Southern Discomfort, un panfleto en
el que pedía a los laboristas que se reorientaran hacia los profesionales del
sur de Inglaterra. Sus conclusiones, que incluían un énfasis en la
«oportunidad», el «individualismo» y la restricción fiscal, fueron adoptadas
por Tony Blair en su exitosa campaña de 1997. El Nuevo Laborismo de Blair era,
al menos en parte, un proyecto para convertir al laborismo, de un partido
socialdemócrata de la clase trabajadora, en «el ala
política del pueblo británico»: joven, cosmopolita y dinámico. Los
enemigos contemporáneos del blairismo parecían competir en un terreno muy
parecido.
Pero existen otras dos respuestas a
este realineamiento de clases que tampoco son satisfactorias. Una es negar
directamente que se esté produciendo. Michael Podhorzer, antiguo director
político de la Federación Estadounidense del Trabajo, por ejemplo, argumenta que los cambios en los patrones de voto son
principalmente el resultado de tendencias regionales divergentes: los
trabajadores se han desplazado hacia la derecha en estados que ya eran rojos.
Sin embargo, como rebate Jared Abbott en una revisión exhaustiva de los
datos en Estados Unidos, «los votantes de clase trabajadora son, en efecto, más
propensos a votar a los demócratas en los estados azules que en los rojos o los
morados, pero están tendiendo a alejarse de los demócratas en todos los
contextos».
Otra respuesta de los
socialdemócratas ha sido extirpar los valores liberales de la política de
centroizquierda para apelar a lo que consideran valores «tradicionalmente
conservadores» de la clase trabajadora. En este sentido, cuando los partidos de
izquierda estaban más arraigados en las comunidades obreras, entendían
instintivamente cómo apelar a sus electores. A medida que se burocratizaban y
se distanciaban de esta base y que su bloque de votantes se vuelve más de clase
media, buscaban apoyo yendo demasiado a la izquierda en cuestiones culturales y
sociales.
El partido de Sahra Wagenknecht (BSW) en Alemania es un
ejemplo destacado de este enfoque: ofrece gran parte del programa económico
tradicional de la izquierda, pero intenta flanquear a la derecha en cuestiones
como la inmigración, que ahora es un tema político de primer orden en Alemania.
Ese debate nacional ha coincidido con
la pérdida de empleo en el sector manufacturero. Alemania había evitado durante
mucho tiempo la destrucción de trabajo industrial experimentada por otros
países capitalistas avanzados, pero el empleo en el sector automotriz cayó un
6,5% el año pasado, y el 60% de los proveedores de automóviles planean recortes
adicionales en Alemania en los próximos cinco años. Lo mismo ocurre en otros
sectores industriales. Conglomerados como ThyssenKrupp y BASF también se
embarcaron en ajustes. La rápida desindustrialización y el paso a una economía de servicios peor remunerada han coincidido
con el aumento de la población extranjera con derecho a prestaciones. De los
750 000 refugiados ucranianos en edad de trabajar que residen en Alemania, por
ejemplo, solo una cuarta parte ha encontrado trabajo, ligeramente más que la
proporción de quienes reciben ayudas por desempleo.
Este entorno ha permitido prosperar a
la derechista AfD, especialmente en el este desindustrializado del país. El BSW
ha evitado la peor retórica sobre inmigración, y la propia Wagenknecht declara
regularmente su oposición al racismo. Pero en su intento de disputar los trabajadores
a la derecha, ha dicho que «Alemania está desbordada», que «no tiene más
espacio» para los solicitantes de asilo y ha lamentado la existencia de «sociedades paralelas» en
barrios musulmanes no integrados. Este tipo de narrativas hacen que la
inmigración sea un problema cultural cada vez más importante en la política
alemana —más importante que las respuestas económicas de la izquierda a las
preocupaciones de la clase trabajadora sobre la inmigración— y ese cambio
beneficia en última instancia a la extrema derecha.
Al BSW le preocupa, y con razón, el
(escaso) arraigo de los partidos de izquierda en la clase trabajadora durante
los últimos años. Pero su enfoque centrado en las divisiones de origen nacional
dentro de la clase trabajadora refleja en cierto modo la retórica de la
izquierda neoliberal que, por ejemplo, opone los intereses de las mujeres y las
minorías a los de los hombres blancos. Ambas descripciones se apartan del
enfoque socialista tradicional de la división entre capital y trabajo.
La estrategia de la paciencia
¿Existe algún camino a seguir como
respuesta al realineamiento de clases de la socialdemocracia? Otras partes de
Europa ofrecen una alternativa más prometedora, más ortodoxa desde una
perspectiva socialista y que también ha demostrado su eficacia electoral.
El Partido de los Trabajadores de Bélgica (PTB-PVDA) fue
en su día un partido sectario de la izquierda comunista, pero desde 2008 ha
evolucionado hasta convertirse en una fuerza de masas que da forma a la
política de su país. Aunque hace tiempo que abandonó su bagaje maoísta, su
enfoque organizativo sigue pareciendo sacado de un manual de épocas pasadas. El
partido se centra sobre todo en la construcción de bases en las comunidades
obreras, ofrece servicios sociales profesionales (incluso atención sanitaria
primaria en los locales del partido) y ha colocado a los trabajadores a la
cabeza de sus listas electorales.
Este planteo ha tenido éxito, incluso
más allá de las zonas en las que el Partido de los Trabajadores cuenta con más
apoyo, como Valonia: en unas elecciones celebradas en octubre en Amberes,
obtuvo el 20% de los votos, solo superado por la derechista Nueva Alianza
Flamenca. Sin embargo, aunque la organización a largo plazo del PTB-PVDA ha
reconstruido a la izquierda como fuerza de oposición y ha ayudado a fusionar la
ideología socialista con una base social real, hasta ahora no ha conseguido el
poder para gobernar.
Esto es preocupante porque no se
puede garantizar una influencia política duradera sin el poder del Estado. Pero
también merece la pena identificar las limitaciones de perseguir el gobierno a
toda costa. Cuando las condiciones no son favorables a un programa de
izquierda, la socialdemocracia puede servir mejor a sus intereses ejerciendo
presión exterior sobre los gobiernos dirigidos por el capitalismo. De hecho,
hace medio siglo, tal vez hubiera sido mejor para la izquierda volver a la
oposición que provocar ajustes estructurales que perjudicaran a su base, aunque
la variante derechista de la austeridad corriera el riesgo de ser aún más
dislocadora. Hoy podría ser mejor perder unas elecciones con votantes
comprometidos con tu programa que ganarlas gracias a votantes que solo quieren
hacer retroceder una agenda social de derechas.
En última instancia, la izquierda no
puede ganar suficiente poder para cambiar la sociedad sin poner en primer plano
las preocupaciones básicas y arraigarse en los grupos que más se beneficiarían
de la redistribución de los recursos. Eso significa un compromiso con la
solidaridad en muchas formas, pero también significa reconocer que la victoria
no es posible sin el apoyo de personas que pueden tener todo tipo de puntos de
vista contradictorios, incluso reaccionarios. Sin esta conciencia básica, los
nuevos socialdemócratas se parecerán a los viejos burócratas comunistas de
aquel poema de Bertolt Brecht de 1953 («La solución») que, tras un
levantamiento, proponen disolver al pueblo y elegir a otro.
[*] Una versión preliminar de este
ensayo fue publicada The
Ideas Letter.
Bhaskar Sunkara es fundador y editor
de Jacobin. Es autor de «The Socialist Manifesto: The Case for Radical Politics
in an Era of Extreme Inequality».
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