Nos Disparan desde el Campanario Democracias asediadas… Por Germán M. Teruel Lozano

 

 


 Los factores estructurales que en su día favorecieron la consolidación democrática se están viendo desbordados en el seno de nuestras sociedades. Aun así, no debemos perder la esperanza: el instinto de libertad está muy arraigado en Occidente.

 

 

Fuente: Letras Libres

Link de origen: https://letraslibres.com/politica/democracias-asediadas/06/12/2024/

 

Esta semana nos hemos visto sacudidos con la noticia de que el presidente de Corea del Sur había declarado repentinamente la ley marcial con el objetivo de defenderse ante “fuerzas antiestatales”, aunque tuvo que levantar la misma tras su rechazo por el propio Parlamento. Recordemos que Corea del Sur, de acuerdo con los datos de 2023 que recoge The Economist Intelligence Unit en su prestigioso informe, ocupa la posición 22 entre los países reconocidos como democracias plenas (España, empatada con Francia, cierran la tabla con el número 23). Un suceso que nos recuerda el preocupante acierto del título que eligió el Journal of Democracy para su especial de enero de 2020, con motivo de su treinta aniversario: “Democracia asediada”. Y es que las democracias del mundo no viven hoy su mejor momento, lo cual debe llevarnos a preguntarnos sobre los factores que están contribuyendo a su deterioro.

Pues bien, aproximadamente desde los años setenta hasta los primeros del nuevo milenio, en el mundo se vivió una tercera ola de democratización que permitió que se hablara de la edad dorada de las democracias a nivel internacional. En este periodo, prácticamente se triplicó el número de democracias y más de medio centenar de países transitaron hacia este régimen, de acuerdo con los datos ofrecidos por el proyecto Varieties of Democracy. Algo que fue posible gracias a un entorno especialmente favorable, con un orden internacional basado en reglas y en el que el comercio fluía pacíficamente entre las grandes potencias, y a una serie de razones estructurales de índole económica, social e institucional. En concreto, sobre todo en Europa, la consolidación democrática vivida desde la segunda posguerra se vio favorecida por un crecimiento económico fuerte y sostenido que permitió asentar una clase media; una cierta homogeneidad social y cultural en sociedades plurales; unos partidos políticos tradicionales de centro derecha e izquierda que daban una estabilidad al sistema político con una suerte de turnismo; y un sistema de opinión pública canalizado a través de medios de comunicación tradicionales que filtraban los discursos más radicales; entre otras razones.

Todo ello llevó a que se pudiera llegar a proclamar “el fin de la Historia” (Fukuyama): los postulados de la democracia liberal se mostraban hegemónicos y la mayoría de los países, allá por los noventa, aspiraban a vestir un traje cortado por este patrón. Sin embargo, como se ha adelantado, algo más de dos décadas después, esta euforia democrática parece haberse agotado y en la actualidad ya no podemos afirmar que la democracia sea el traje que todos los países quieren vestir. De hecho, casos como el de Singapur se presentan como ejemplo de pretendido éxito en el que, sin democracia, se puede prosperar.

A nivel internacional, resuenan con fuerza tambores de guerra y las democracias liberales parecen quedar como jardines cada vez más acotados en un mundo selvático, como advirtiera Josep Borrell. Pero, sobre todo, aquellos factores estructurales que en su día favorecieron la consolidación democrática se están viendo desbordados en el seno de nuestras sociedades, tanto a nivel nacional como global: en primer lugar, la crisis económica de 2007-2008 y la gran recesión posterior, marcadas por el auge del capitalismo financiero y la globalización económica, han evidenciado la “crisis del capitalismo democrático” (Martin Wolf). Las desigualdades sociales son cada vez mayores y la confianza en que el trabajo podía ser la vía para alcanzar una vida digna o incluso confortable se va desvaneciendo. Hoy, en nuestras sociedades democráticas los más jóvenes pueden preguntarse legítimamente si sus perspectivas vitales van a ser peores que las que vivieron sus padres. Además, es patente la esclerosis de los partidos tradicionales, convertidos en estructuras para alcanzar y mantener el poder con lógicas clientelares y con una tendencia a liderazgos políticos fuertes que neutralizan su pluralismo interno. Desviados así de los dos guardarraíles que deben regir la actuación de unos partidos políticos sanos en una democracia, la tolerancia al adversario y la autocontención en el ejercicio del poder, la corrosión de los órdenes institucionales es inevitable, como han descrito Levitsky y Ziblatt, encontrándonos con una política cada vez más “barbarizada” (sirva esta expresión para reunir la polarización y la contaminación iliberal).

A mayores, la política actual se muestra incapaz de ofrecer respuestas a los grandes desafíos sociales (cambio climático, transformación tecnológica…) que quedan en manos de tecnócratas o populistas. Se descuidan los problemas reales de la ciudadanía, con un debate político que ha virado hacia cuestiones “identitarias”, ya sea de colectivos singulares o apelando a las grandezas patrias, y se promueven las guerras culturales polarizadoras. Es algo especialmente preocupante porque, como enseñó Juan Linz, si una democracia no resuelve los problemas de los ciudadanos, su falta de eficacia a largo tiempo termina por quebrar su propia legitimidad. Esta creo que es la trágica enseñanza de Weimar: aquellos millares de hombres “declarados superfluos”, “técnicos de todas las técnicas que, con sus diplomas en el bolsillo, barren las calles o escardan los sembrados”, ellos fueron quien engrosaron los grupos de trabajadores voluntarios nacionalsocialistas, como describió Chaves Nogales desde Alemania en 1933. Y, salvando las distancias, vemos en nuestros días cómo los análisis post-electorales en Estados Unidos apuntan en esta dirección para comprender la victoria de Trump y, seguramente, esa frustración es la que se expresó con crudeza en Valencia como reacción ante la deficiente (y en algún punto quizá negligente) intervención de los poderes públicos para prevenir y responder a la DANA.

Para colmo, nos encontramos en un momento de transformación tecnológica que plantea indudables oportunidades, pero que también suscita grandes desafíos por los cambios sistémicos que va a producir. Entre los más inmediatos, un espacio comunicativo digital, interactivo y plural, el cual constituye un auténtico foro democrático, pero que, de igual forma, presenta indudables riesgos sistémicos entre los que destacan el favorecimiento de la polarización, amplificando mensajes radicales y la desinformación. Lo cual genera un entorno propicio para que crezcan los extremismos y los populismos que están minando nuestras democracias, en algunos casos explotados a través de esos sharp powers que extienden países autocráticos para desestabilizarlas.

La consecuencia de todo ello es el desafecto creciente de la ciudadanía hacia sus instituciones. Tomando datos objetivos, en el Eurobarómetro de 2023 la media europea en el nivel de desconfianza hacia partidos políticos alcanza el 75%, y hacia el Parlamento y el Gobierno el 61 y el 63%, con países como España donde estas cifras se alzan hasta el 90, el 78 y el 73%, respectivamente. Un caldo en el que es especialmente fácil que crezca la antipolítica de la que beben los populismos.

Aun así, no debemos perder la esperanza. No todo son nubarrones y podemos destacar que disponemos de armas suficientes para responder a este asedio para que nuestras democracias persistan. En particular, constatamos que existe un arraigado instinto de libertad en Occidente, con sociedades abiertas y plurales difíciles de controlar; tenemos instituciones que, aunque deterioradas, muestran una solidez que es difícil de desmontar, como se está viendo en el intento de recuperación en Polonia o como pudo observarse ante el fallido intento de asalto al Capitolio –aunque el regreso de Trump a la presidencia vuelva a ponernos en alerta–. Además, la economía liberal sigue siendo una garantía y todavía se mantienen en las sociedades occidentales unos niveles altos de bienestar y de cohesión social. Pero no nos confiemos: si hay una lección que nos enseña la historia es, precisamente, la fragilidad de esta forma de gobierno. Por ello, precisamente ahora que estamos celebrando un nuevo aniversario de nuestra Constitución, seamos conscientes de la importancia de cuidar nuestro orden democrático, saliendo de las dinámicas polarizadoras y alejándonos del populismo iliberal que nos está infectando.

 

 

 

Germán M. Teruel Lozano Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.

 

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