Nos Disparan desde el Campanario Sordos por oír demasiado… por Lidia Ferrari

 


Fuente: En el Margen

Link de origen:

https://enelmargen.com/2024/11/23/sordos-por-oir-demasiado-por-lidia-ferrari/

Gráfica: El grito de Munch




Escuchar es obedecer, dice Quignard. Proviene del latín obaudire que derivó en la forma obedecer, en castellano. Que comprende la audición, en latín la audientia. De allí que Quignard crea el neologismo obaudientia, una audiencia que obedece.

Como en la vida intrauterina, pues el niño ha escuchado los sonidos en el vientre materno y mucho antes de ser emisor ‘obedece’ a la sonata materna “…preexistente, soprano, ensordecida, cálida, envolvente”(1). Las sonoridades del mundo alcanzan al feto amortiguadas por las paredes maternas como vibraciones acústicas de las palabras, “…sobre todo las de las voces graves, masculinas”(2) dice Françoise Dolto. Si fuera como dice Dolto no sería la voz de soprano la que mejor alcanzaría al inquilino del vientre materno.

En ambos, Quignard y Dolto, los sonidos tocan el cuerpo a partir de vibraciones y son importantes en ese ser que todavía no ha nacido. Los sonidos se unen a los ritmos pendulares del cuerpo sumergido en una navegación acuática que, como el mar, no se detiene nunca.

Lo sonoro será la tierra natal, dirá Quignard, porque el oído no tiene párpado. De allí que no podamos escapar a los sonidos, los ruidos, todo lo que alcanza al oído, sin membrana que lo proteja. La exacerbación contemporánea de los sonidos y los ruidos en el ambiente, donde no hay posibilidad real de alcanzar algún tipo de silencio, no parece encontrar rebeldes que se le sustraigan. Como si, por ese carácter obediente de la escucha, no pudieran ser rehusados o repelidos.

¿No hay posibilidad de huida a ese espacio ocupado con sonidos y ruidos de toda índole? Es que ya estamos hechos a la medida de esos ruidos. Usamos poderosos auriculares para que el sonido sea más potente y llegue de forma más directa a nuestra sometida escucha. Huimos de los ruidos estridentes de la ciudad aplicando sonidos más potentes y directos. Que elegimos, claro. La elección del ruido se ve en las ciudades, en esos autos con parlantes de una potencia ‘inaudita’ que dejan una estela de sordos en su camino. Sordos debido a la magnitud del volumen. Sordos por oír demasiado.

No parece haber espacio al silencio. No necesariamente en los lugares que habitamos. No, simplemente el deseo de pretender algo de silencio. ¿Por qué no aplicar algún tipo de prótesis para aislarnos de los ruidos, para escucharnos el silencio que transporta nuestras vibraciones corporales? Hemos sido cooptados y no soportamos el silencio. Tanta obediencia hay ya en nuestro cuerpo que lo inmovilizamos para unir a los sonidos las imágenes que no dejan de invadir nuestro territorio psíquico. Y no hay ninguna pared materna para amortiguar la violencia de los mensajes sonoros y visuales que nos disparan los dispositivos como ametralladoras sin descanso. 

Elegimos no sólo la obaudiencia, la obediencia sonora, sino también la obediencia visual. Esa que, además, nos mantiene inmóviles. Al menos, cuando escuchamos podemos mover nuestro cuerpo. Pero el silencio, ese que puede ser simplemente deseo de silencio, lo hemos perdido. 

P.D. Me atrevo a contrastar al genial Quignard cuando dice que no hay párpado del oído. Puedo concentrarme en leer y escribir en un ambiente de mucho ruido, con gente conversando alrededor, con música fuerte, en ambientes de alta polución sonora. Cuando me di cuenta de eso, al contrastarlo con personas que no podían concentrarse en sus asuntos sino en un ambiente calmo, advertí que puedo cerrar mis oídos a los sonidos que no quiero escuchar.

¿No sería eso sería como construir un párpado psíquico, una membrana que me separa de lo que me es obligado escuchar? Quizás allí radique algo de mi desobediencia. También creo que está en relación a ser mujer.

Algunas consagradas escritoras han escrito en situaciones domésticas de ruido, desorden, con los hijos corriendo alrededor. Era la forma de construir un espacio propio cuando no lo había. En cambio, como se cuenta en la familia de Freud, se debía hacer silencio y no incomodar de ninguna manera al ‘chico de oro’ (3) cuando estaba estudiando. Privilegios de género, se podría pensar. Pero la capacidad de poder aislarse sin detener el ciclo vital de una casa, para poder hacer lo propio, también puede ser un privilegio. 


[1] Quignard, Pascal. El odio de la música. Buenos Aires, El cuenco de Plata. 2012. P. 68.

[2] Dolto, Françoise. La imagen inconsciente del cuerpo. Buenos Aires, Paidós, 1986. P. 76.

[3] Así decían en la familia de Freud a Sigmund. Lo cuenta el sobrino Edward Bernays en su autobiografía acerca del favoritismo obtenido de su propia madre, hija de la madre de Freud: “Her own mother had favored her “Golden son” Sigi over five other children”. Bernays, Edward L.. Biography of an Idea: The Founding Principles of Public Relations (English Edition). Open Road Media. Edición de Kindle.

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