Obra: La dignidad de la derrota. Portada del libro Alumbrar por dentro la derrota de Juan Vicente Medina Cuentas
https://ellaberintodelminotauro.com.co/la-dignidad-de-la-derrota/
Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2024/12/a-que-derrota-da-nombre-milei/
A un año del gobierno de Javier
Milei, su proyecto político comienza a clarificarse. El ajuste fiscal más drástico
de la historia reciente y la pasividad social ante el mismo marcan el fin de un
ciclo iniciado en 2001. Aunque Milei ha capitalizado el malestar social, su
agenda autoritaria ha abierto una disputa aún sin resolución.
un año de gobierno de Javier Milei,
las contradicciones y tensiones de este nuevo ciclo político se han desplegado
con una intensidad inédita. El país hipermovilizado que conocimos en las
últimas dos décadas, definido por el «bloqueo popular al ajuste» (Piva, 2015) o
el «empate hegemónico» (Rosso, 2022), ha dado paso a una nueva realidad. Según
el Financial Times, Argentina atraviesa en este momento el «ajuste fiscal
más drástico jamás visto en una economía en tiempos de paz». Lo sorprendente no
es solo que este proceso haya transcurrido sin una explosión social, que muchos
esperaban, sino que el gobierno haya logrado mantener altos niveles de
aprobación y afirmarse en el poder. Algo fundamental, entonces, ha cambiado.
Como señala Adrián Piva, la clase
trabajadora argentina transita una derrota social silenciosa, en «cámara
lenta», sin que se haya producido un acontecimiento catastrófico que la
consolidara, pero cuyos efectos graduales permiten entender la situación actual
(2024a). Esta dinámica marca el cierre del largo ciclo iniciado en 2001. Tras
la crisis y el estallido social de aquel año, emergió un «bloqueo popular al
ajuste y a la reestructuración»: unas relaciones de fuerza parcialmente
favorables que, durante años, obstaculizaron la implementación plena de las
reformas económicas exigidas por las clases dominantes. Sin embargo, la
pasividad social frente al ajuste de Milei señala el agotamiento de ese ciclo
político.
El gobierno de Milei se inscribe en
una estrategia política que se construye sobre las contradicciones y las crisis
del momento. Logra conectar con sectores de la población que se sienten
frustrados y ansiosos por el deterioro económico, el desorden social y la
sensación de que las élites políticas tradicionales se han vuelto incapaces de
ofrecer soluciones. Así, Milei ha comprendido la gravedad de la crisis social y
política y ha logrado capitalizar ese malestar para posicionarse como el único
capaz de «hacer algo» y, sobre todo, de «hacer algo distinto».
Ahora bien, Milei no se propone
únicamente aplicar un severo programa de ajuste económico; también busca tensar
al extremo las relaciones de fuerza actuales, asumiendo riesgos que podrían o
bien redefinir los límites de lo políticamente posible en Argentina o bien
provocar una reacción social que frene su avance. Su proyecto va más allá de un
plan clásico de estabilización o reestructuración productiva destinado a
superar el estancamiento de la última década. En cambio, aspira a una ruptura
profunda que modifique estructuralmente las relaciones de poder y las dinámicas
del capitalismo argentino. En este marco cobra sentido el carácter autoritario
de su proyecto.
Ese proyecto, sin embargo, aún está
lejos de concretarse, a la vez que un desenlace definitivo no parece inminente.
Frente a la tentación de caer en interpretaciones demasiado pesimistas, comunes
en momentos de retroceso, es importante reconocer que el avance del
autoritarismo se encuentra apenas en sus primeras etapas y está lejos de
garantizar su éxito. Su consolidación dependerá de una lucha social y política que
sigue abierta y cuyo desenlace permanece indeterminado. No nos encontramos ante
un «empate hegemónico» pero tampoco ante una derrota estratégica; la disputa
tiene lugar en un escenario de definición aún incierta y en constante tensión.
«No hay alternativa»
Adiferencia de otros momentos
históricos, la derrota social que nos precede no se materializó por las vías
habituales, como una crisis económica catastrófica con efectos disciplinantes
—al estilo de las hiperinflaciones latinoamericanas de los años 80, incluida la
argentina de 1989— o una derrota obrera de gran escala, como la de los mineros
británicos durante el thatcherismo o la de los controladores aéreos bajo el
gobierno de Reagan, por mencionar algunos ejemplos emblemáticos.
En el contexto actual, la derrota
social es producto de una combinación de factores menos visibles: una década de
estancamiento económico con sus efectos debilitantes sobre la acción colectiva
(informalidad laboral, pluriempleo, desmoralización, etc.), una alta y
persistente inflación que ha agotado y desconcertado a la población y un
desasosiego político generado por el fracaso del último gobierno peronista, que
dejó tras sí una profunda sensación de frustración y desorientación (Piva,
2024a). La clase trabajadora, debilitada, fragmentada y agotada por esos
procesos, enfrenta ahora el embate autoritario y ultraliberal de Javier Milei,
cuyo objetivo es convertir esa derrota, aún parcial y limitada, en un golpe
estratégico de largo alcance.
Es necesario destacar la importancia
clave del momento político de esta secuencia. El gobierno de Alberto
Fernández representa un caso paradigmático de cómo una administración
nominalmente progresista, frente a una crisis estructural, llega a desmoralizar
a su propio campo social. Esto no se explica fundamentalmente por problemas de
competencia personal ni por las disputas internas de la coalición oficialista,
sino, principalmente, por los desafíos estructurales que enfrentaba la economía
argentina, los cuales imposibilitaban la recreación del ciclo kirchnerista
original.
En
un texto que Adrián Piva y yo escribimos tras la victoria del peronismo
en 2019, analizamos los límites estructurales que enfrentaría el nuevo gobierno
peronista y advertimos de que podía cumplir un papel desmoralizador, allanando
el camino para una derrota social por una vía alternativa a la ofensiva directa
de la derecha. A fin de hallar un precedente no muy lejano, comparamos aquella
situación con el cierre del largo ciclo «antiliberal» francés de 1995-2010. A
ese propósito, señalábamos:
Al igual que en nuestra actual
situación, ante la ausencia de victorias sociales, la expectativa de cambio
todavía vigorosa se transfirió entonces al campo electoral y produjo la derrota
de Sarkozy y el triunfo del Partido Socialista con un discurso de oposición «a
la austeridad y a las finanzas». Cuando el nuevo gobierno socialista de Hollande
se mostró decidido a continuar en lo fundamental la orientación trazada por la
derecha, generó una desmoralización política que cerró el círculo que había
abierto la desmovilización social. Es decir, solo la actuación sucesiva de los
dos términos del régimen político pudo cerrar el llamado «ciclo antiliberal»
francés: una derecha agresiva primero y una socialdemocracia continuista,
luego, que instala el thatcherista «no hay alternativa» y desmoraliza a su
propio campo social.
En sentido más general, fue esa la
forma que, como bien señala Adrián Piva, caracterizó el cambio de ciclo
político en Europa durante la década de 1980. Mientras que en América Latina
fueron necesarias dictaduras militares, en Europa el ascenso de las clases
trabajadoras a finales de los sesenta se detuvo por una convergencia de
factores menos estridentes: un prolongado estancamiento económico con rasgos
inflacionarios, la aplicación de políticas de ajuste por parte de gobiernos de
izquierda y la consiguiente desmoralización y desafección del bloque social que
había sostenido el pacto de posguerra. François Mitterrand y la Unión de
Izquierda en Francia, el Compromiso Histórico y el PS de Benito Craxi en
Italia, el PSOE en España y el PASOK en Grecia, son ejemplos representativos de
este tipo de proceso. El socialismo europeo terminó convirtiéndose en el
ejecutor final de la prescripción según la cual «no hay alternativa», legado
condensado en la célebre frase de Margaret Thatcher sobre su mayor logro
político: Tony Blair y el Nuevo Laborismo.
En su conjunto, esos procesos
produjeron una inflexión negativa en la situación política, generando una
sensación de «sin salida», desconcierto y agotamiento que allanó el camino para
la ofensiva neoliberal. Contra ciertas interpretaciones reduccionistas de los
análisis de Gramsci, según las cuales todo proyecto sociopolítico logra
avanzar y estabilizarse solo si antes o durante su ejecución se convierte en
hegemónico, la ofensiva neoliberal en Europa occidental no se asentó en un
consenso mayoritario, ni siquiera pasivo (diferente es el caso de Europa del
este). La hegemonía vino solo tras la derrota de la clase trabajadora y la
reestructuración de la sociedad sobre bases neoliberales. La fuerza de su
ofensiva no se sustento en un consentimiento popular amplio, sino en el
deterioro de las relaciones de fuerza y el desgaste del campo social que había
servido de sostén del pacto de clases de la posguerra. A ese respecto, los
trabajos de Stuart
Hall y Bob
Jessop son ilustrativos en su análisis del carácter no hegemónico del
populismo autoritario de Thatcher.
Derechización por un lado,
pasivización por el otro
Dado que la atención suele centrarse
en las consecuencias del empate social sobre la fuerza relativa de la clase
trabajadora, con frecuencia se ha pasado por alto cómo el «bloqueo popular» o
«empate hegemónico» también ha impactado paulatinamente en la base social de la
derecha. Más de dos décadas de «bloqueo» no solo han alimentado la impaciencia
de las clases dominantes, sino que también han dejado una huella profunda en su
base de masas, especialmente en las clases medias antipopulistas. Este fenómeno
es clave para entender la derechización autoritaria de ese sector social.
Aunque en momentos específicos se
aplicaron políticas ortodoxas, las clases dominantes y los partidos
tradicionales tuvieron que hacer frente a una fuerte resistencia social durante
ese periodo. De hecho, el prolongado estancamiento económico es señal de una
situación no resuelta en el terreno de las relaciones entre las clases. Tanto
el kirchnerismo como el «gradualismo» macrista, cada uno a su manera,
terminaron reconociendo y adaptándose a esas relaciones de fuerza. Sin embargo,
esa dinámica generó una creciente radicalización en la base electoral del
antiperonismo, que interpretó el «bloqueo popular» como un veto
antidemocrático.
El macrismo capitalizó ese
sentimiento al acusar al peronismo de bloquear cualquier gobierno desde la
oposición. Si bien en numerosas ocasiones el peronismo facilitó la
gobernabilidad o tuvo escasa participación en la movilización social, la
conexión entre la protesta callejera y el principal partido opositor servía a
la narrativa macrista, que repetidamente hizo énfasis en las «acciones
violentas» que obstaculizaban el normal funcionamiento de un gobierno no
peronista. Un ejemplo emblemático fue la insistencia en las «toneladas de
piedras» lanzadas contra la policía durante las protestas masivas contra la
reforma del sistema de pensiones de 2017.
Esas movilizaciones marcaron un punto
de quiebre en la gestión de Macri, quien no logró recuperarse. Sin embargo,
también fortalecieron en su base social la idea de que era necesario adoptar
medidas más drásticas y represivas para superar ese bloqueo «corporativo» o
políticamente interesado.
Como
explica Javier Balsa en su libro ¿Por
qué ganó Milei? (2024), Macri se percató rápidamente de la oportunidad
de construir una narrativa en torno al fracaso de su gobierno que, al mismo
tiempo, abriera la puerta a un segundo mandato mucho más radical. El gobierno
de Macri habría fracasado porque había sido demasiado cauteloso en la
implementación de las reformas necesarias (el «gradualismo») y porque el
peronismo y la movilización social le habían impedido aplicar su programa. De
allí surgía con naturalidad el nuevo programa y la nueva estrategia: la
necesidad de una «terapia de choque» neoliberal y un enfrentamiento represivo
directo con aquellos que no dejasen gobernar. Macri llegó a declarar
públicamente que ello implicaba asumir el costo de posibles muertes durante las
movilizaciones. En su fracaso, Macri dejó establecidas las condiciones
conceptuales para una radicalización autoritaria de su base electoral, que
confiaba en que él o su candidata podrían capitalizar. Sin embargo, con Milei
surgió una figura que, sin las ataduras de los partidos tradicionales, encarnó
de manera más fiel ese mandato.
Antiprogresismo y «cultura woke»
El auge global de las extremas
derechas ha coincidido con una reacción virulenta contra lo que esas corrientes
denominan «ideología de género» o «cultura woke». Lo cual no debe
entenderse solo como resistencia a los avances del feminismo, sino como una
estrategia eficaz de la extrema derecha para canalizar y politizar diversos
malestares sociales, especialmente entre los varones jóvenes.
Los resultados electorales de 2023 en
Argentina reflejan la eficacia de esa estrategia: los varones menores de 30
años desempeñaron un papel decisivo en la victoria de Milei. De hecho, si ese
segmento etario hubiera replicado el comportamiento electoral del resto de la
sociedad, la extrema derecha no habría triunfado (Balsa). Esta derechización
«anti-woke» de los varones jóvenes muestra señales de estar convirtiéndose en
un fenómeno global (Main, 2018)
Ello no significa que el feminismo
sea responsable del ascenso de la ultraderecha, como algunos círculos —con
evidentes nostalgias sexistas y conservadoras e incluso con notable eco en
ciertos sectores progresistas— han comenzado a insinuar, con una mirada
simplista que no aporta demasiados elementos de juicio y omite los aspectos
fundamentales del proceso histórico en curso: el deterioro de la vida material,
el desorden económico, la frustración política. No obstante, los grandes
acontecimientos históricos suelen ser el resultado de la interacción compleja
de múltiples factores y es fundamental extraer lecciones del papel desempeñado
por la izquierda y los movimientos sociales en los últimos años, incluido el
feminismo.
Me detendré en un aspecto. En 2018,
cuando Javier Milei era un desconocido en la escena política, Agustín Laje,
referente pionero de la derecha alternativa en Argentina, señaló que «la
rebeldía de los jóvenes les hará ir contra la ideología de género» y que esta
«representa el statu quo, algo contrario a lo que significa ser joven». Esas
declaraciones, que en su momento se subestimaron por completo, revelaron una
sensibilidad temprana hacia una tendencia latente y una posible estrategia: la
de explotar los malestares de sectores de varones jóvenes que, afectados por
crisis materiales y simbólicas, empezaron a ver en el auge del feminismo el
foco de un malestar cada vez mayor.
En realidad, Laje estaba utilizando
el manual político que, durante años, había venido elaborando sagazmente
la alt-right estadounidense, la cual comprendió muy tempranamente que
había una serie de malestares masculinos huérfanos y disponibles que politizar
de forma reaccionaria. Milo Yiannopoulos, una de las figuras más influyentes de
la alt-right anglosajona, comparó el surgimiento de esta corriente
con la rebelión juvenil de mayo del 68, pero en sentido inverso: mientras
aquellos jóvenes se enfrentaron por la izquierda a una moral conservadora,
la alt-right se presenta como una resistencia a la supuesta
moralización que acompañan a la corrección política y la
cultura woke en la forma de una nueva derecha (Reguera, 2018). Según
Yiannopoulos, en un contexto en que las expectativas materiales de las nuevas
generaciones no son satisfechas, la juventud se rebela tanto contra esas
limitaciones como contra las restricciones morales de una cultura opresiva que
se percibe como parte del mismo sistema social. Siguiendo este razonamiento, la
actual reacción juvenil antifeminista podría interpretarse como una versión
invertida del 68.
Como señalé en un texto
anterior, «Si el fascismo se diferencia de otros movimientos reaccionarios
o autoritarios en que se inviste del ropaje de la rebelión (contra los
políticos, las finanzas, las elites, etc.), y esto le permite capitalizar frustraciones
sociales de distinto tipo (con la economía, con las normas culturales
represivas) y asumir una agenda liberadora» entonces «la tendencia
izquierdista-liberal hacia una moralización y punitivización simbólica de la
vida social le prepara el terreno» (2018). En ese sentido, el exceso de
moralización desde sectores progresistas puede resultar contraproducente, ya
que transforma los conflictos sociales en batallas en las que lo que está en
juego es la afirmación de virtudes individuales. Ello no solo fragmenta a los
movimientos populares al reducir su potencial unificador, sino que también
contribuye a que sectores descontentos, especialmente entre los jóvenes, vean
en la extrema derecha una vía de resistencia frente a un discurso que perciben
como excesivamente condenatorio o coercitivo.
¿Qué es la extrema derecha?
La naturaleza de la extrema derecha
es objeto de un intenso debate a nivel global. Según una interpretación
bastante difundida, se trataría de una versión apenas más radical del conservadurismo
clásico, concebida, en esencia, como un relevo político de una derecha
tradicional en crisis y sin la intención real de desafiar los fundamentos de la
democracia liberal convencional. Ejemplos como el de Giorgia Meloni, quien
tiene una filiación fascista directa pero gobierna como una conservadora más o
menos tradicional, son los referentes claves de esa interpretación.
Los gobiernos de Trump y Bolsonaro
también jugaron un papel en reforzar la idea de que la extrema derecha no
representa una novedad radical en el escenario político. El primer gobierno de
Trump, tras el pánico desatado por su victoria, tropezó con el carácter
fuertemente anticesarista del sistema político estadounidense que, liberal en
el sentido más contramayoritario del término, utiliza sus célebres «pesos y
contrapesos» para evitar que cualquier incursión política interfiera en los
objetivos estratégicos del Estado y la clase dominante estadounidenses.
Son diversas las razones que han
torpedeado el avance autoritario en casos como los de Trump y Bolsonaro, y
entre ellas figura, por supuesto, la resistencia política. Sin embargo, quiero
destacar una que ha quedado invisibilizada: la pandemia. Paradójicamente, la
crisis sanitaria «protegió» contra posibles aceleraciones autoritarias. A pesar
del debate liberal sobre el autoritarismo digital y estatal derivado de las
restricciones sanitarias —que generó ecos incluso en la izquierda (recordemos
las extravagantes declaraciones de Agamben en esos días)—, esa crisis afectó a
todos los gobiernos y los obligó a concentrar sus esfuerzos públicos durante
dos años. La falta de medidas eficaces contra la pandemia, un crimen
humanitario en ambos casos, tuvo su correlato político en la imposibilidad de
lograr avances autoritarios sustantivos. La pandemia consumió el capital
político de los gobiernos de Trump y Bolsonaro, al tiempo que la emergencia
sanitaria dio lugar a un impasse político. Siendo este el caso, al
final de la primera administración de Trump, la sensación era la de que el sistema
democrático había, en lo fundamental, salido indemne de su gobierno. De manera
similar, el gobierno de Bolsonaro, que parecía anunciar el retorno del
fascismo, no logró avances significativos hacia un régimen autoritario. Ambos
casos favorecieron la idea de que la extrema derecha no representaba una
verdadera amenaza y de que los límites institucionales continuaban funcionando
como freno.
No obstante, semejante análisis no
deja de ser superficial y se limita a fenómenos políticos puntuales y mal
comprendidos. En la última década, se han multiplicado los experimentos
autoritarios exitosos en diversos países, especialmente en la periferia:
Turquía, India, Hungría, Polonia, Rusia, Filipinas, Egipto, El Salvador, entre
otros. Para entender la naturaleza de esos procesos, es necesario que el
análisis no se limite a las formas políticas que adoptó el fascismo clásico,
con sus partidos únicos y su Estado corporativo-totalitario. Si operamos con
una clasificación que distingue solo entre democracia liberal y fascismo, sucederá
lo que ocurre actualmente con parte del debate sobre la extrema derecha, en que
las opiniones se polarizan entre quienes ven signos de fascismo en cualquier
forma de autoritarismo y quienes minimizan los riesgos autoritarios porque las
instituciones democráticas liberales se mantienen activas.
La extrema derecha ya no es tan
nueva, y en los estudios académicos se pueden rastrear categorías más precisas,
como «autoritarismos competitivos» o «regímenes híbridos» (Levitsky y Way,
2004; Diamond, 2004), para describir algunos de los fenómenos contemporáneos de
los que hemos venido hablando. Se trataría entonces, según esa descripción, de
una subversión interna de la democracia liberal, que mantiene la apariencia
exterior de la competencia electoral, aunque de forma parcialmente manipulada
(en general, no completamente). Esas categorías describen sistemas políticos
que mantienen características democráticas formales, como elecciones periódicas
y multipartidismo, pero en los que los aparatos de poder restringen hasta el
límite las libertades políticas, sociales y civiles. La competencia electoral
existe, pero controlada desde arriba, con restricciones represivas que la
despojan de toda sustancia genuinamente democrática. Posiblemente, el mejor
ejemplo de ese tipo de régimen político es la «democracia iliberal» de Orban,
que desde su triunfo en 2010 pudo avanzar en el progresivo desmantelamiento de
los elementos democráticos del régimen político.
Este proceso resuena con el concepto
de «estatismo autoritario» de Poulantzas, formulado en los años 70. Aunque
Poulantzas se refería a un Estado fuerte como centro de la reproducción
capitalista en el marco del Welfare State, su idea adquiere una renovada
relevancia en el contexto actual. En primer lugar, Poulantzas, que había
trabajado con lucidez sobre los «regímenes de excepción», como el fascismo o
las dictaduras militares, consideraba a ese tipo de régimen un posible régimen
político «normal», que podría estabilizarse eventualmente en lugar de funcionar
como una herramienta pasajera para una situación de crisis. El estatismo
autoritario, al igual que los regímenes híbridos a los que se hace referencia
en los estudios contemporáneos, no necesariamente implica la disolución de
las instituciones democráticas, sino que se caracteriza por un fortalecimiento
del aparato estatal y por una concentración del poder político en torno a una
figura fuerte. Este fenómeno, según Poulantzas, se manifiesta en el uso cada
vez mayor del aparato represivo, el control de los medios de comunicación, la
manipulación de las elecciones y el fortalecimiento del poder ejecutivo por
sobre el legislativo, todo ello con el objetivo de estabilizar el régimen
político sobre bases autoritarias, sin que se interrumpa el funcionamiento
aparente de la democracia liberal.
A la luz de estos conceptos, cabe
observar que el avance del autoritarismo suele ser un proceso gradual,
percepción que no se aviene con algunas imágenes míticas heredadas, en las que
el cambio de régimen político se concibe como un proceso abrupto. En una
dictadura militar, en un solo día, los militares toman el control del Estado,
suspenden la constitución, imponen el Estado de sitio, etc. En los relatos, a
menudo mitificados, sobre el colapso de la República de Weimar, se destaca la
rapidez con que los nazis lograron avanzar a pasos agigantados e imponer su
dictadura. En cambio, el ejemplo del fascismo italiano nos ofrece una analogía
más útil: Mussolini gobernó durante bastante tiempo en coalición con partidos
tradicionales, incluso con pocos ministros fascistas en su gobierno, mientras
avanzaba paulatinamente con su régimen autoritario. De ahí que en los estudios
actuales sobre el fascismo se suela hablar de procesos
de fascistización (Ugo Palheta, 2021) y se haga énfasis en que no se
trata de un proceso de que se consolide de un día para el otro, sino de un
proceso paulatino, que tiene saltos y rupturas, pero que en general toma todo
un periodo para materializarse.
El Proyecto 2025 de la Fundación
Heritage, afín al trumpismo, plantea un plan explícito para transformar el
gobierno estadounidense en un régimen de ese tipo durante el segundo mandato de
Trump. Contrariamente a lo que se suele creer, el sistema político de los
Estados Unidos, junto a su carácter liberal contramayoritario, posee numerosos
mecanismos de exclusión política que podrían facilitar esa transformación.
Entre ellos se encuentran la baja participación electoral, un sistema bipartidista
extremadamente restrictivo y casi inmune a cualquier incursión democrática de
terceros, una brutalidad policial naturalizada y medidas del derecho de
excepción ya integradas en la vida institucional, como la Patriot
Act, aprobada en 2001, todavía en vigor, y otras políticas de seguridad y
vigilancia que se implementaron bajo el pretexto de la lucha contra el
terrorismo.
Es posible que Trump no logre un
cambio de esa magnitud y lo mismo podría suceder con otros experimentos
ultraderechistas. El resultado final lo determinará la lucha política. Pero que
la movilización política contra una amenaza autoritaria logre poner un freno no
significa que esa amenaza no haya existido. En epistemología de las ciencias
sociales, se conoce como «predicción suicida» a ese tipo de pronósticos. La
«predicción suicida» hace referencia a situaciones en las que el acto mismo de
predecir un fenómeno social influye de tal manera en su desarrollo que termina
evitando que ocurra. Un ejemplo reciente fue el impacto de la pandemia, cuando
se analizó una posible catástrofe sanitaria con una curva de contagios y
muertes ascendente, lo que llevó a los gobiernos a implementar medidas
preventivas, logrando así que la predicción no se cumpliera. El resultado final
suele alimentar, como fue el caso de la pandemia, a ciertos sectores que, al no
ver el desastre predicho, argumentan que la amenaza era inexistente. Si
lanzamos una señal de alarma clara y logramos desencadenar la movilización
política correspondiente, tal vez logremos que esa predicción «se suicide». En
ese caso, no debería sorprendernos que surjan en la izquierda nuestros propios
negacionistas.
El gobierno de Milei debe evaluarse
como un proyecto autoritario en gestación desde la perspectiva del
autoritarismo competitivo. Basta observar cómo, con un poder político limitado
y en un contexto económico adverso, logró avances rápidos y significativos en
el endurecimiento autoritario del Estado. La persecución judicial contra los
movimientos sociales y territoriales, que en pocos meses se redujeron a su
mínima expresión en dos décadas; el «protocolo antipiquete», que restringe
severamente la protesta callejera; la declaración de «esencialidad» en ciertos
sectores laborales, que en la práctica anula el derecho a la huelga; las facultades
delegadas al poder ejecutivo por el legislativo, que permiten un ejercicio
cesarista del poder; el proyecto de reforma del sistema electoral con un
enfoque restrictivo; y la intensificación de la represión estatal a la
movilización son indicios claros de una transformación en curso.
La «batalla cultural»
Cabe afirmar que existen dos tipos
principales de extrema derecha en el mundo; si bien no son pocos los matices
que distinguen a sus diversas expresiones nacionales, a los fines de la
argumentación que sigue, el fenómeno de la extrema derecha adquiere dos formas
fundamentales. Un primer tipo de más larga data, que ha perdido hoy cierto
protagonismo global, y cuyo principal exponente es el Rassemblement National de
Marine Le Pen en Francia. La estrategia de Le Pen podría considerarse, en un
sentido bastante estricto, de «gramscianismo de ultraderecha». Semejante
estrategia implicaría una lucha político-cultural prolongada para ganar
posiciones en todos los campos de la sociedad francesa, mimetizándose con la
historia y los valores nacionales (la república, el laicismo, etc.),
«manchándose de Francia» al mismo tiempo que, poco a poco, Francia «se
lepeniza». El vínculo que el lepenismo establece con las tradiciones culturales
nacionales sigue un patrón gramsciano bastante estricto, incluso laclausiano:
una rearticulación reaccionaria de los tópicos convencionales (los
«significantes vacíos») del sentido común nacional, en los que la república y
el laicismo se reinterpretan como instrumentos racistas contra lo que
consideran el «comunitarismo» de una minoría musulmana.
Por otro lado, la extrema derecha que
podríamos denominar trumpista es una extrema derecha «bolchevique»
más que «gramsciana». Apuesta a pasar abruptamente de los márgenes al centro,
por medio de una guerra de movimientos rápida (y, en ese aspecto, se asemeja
más al fascismo histórico). Por medio de maniobras rápidas, aprovechando un
contexto de inestabilidad y crisis general, en la cresta de ola de la colera
social, logra hacerse con el poder en un corto período de tiempo
La extrema derecha de este tipo
apuesta a dos estrategias complementarias para encarar la «batalla cultural».
Por un lado, busca galvanizar una base social propia y sobrecargada
ideológicamente, lo que le permite echar raíces como fenómeno de largo plazo en
una franja de masas, incluso si esa base no es suficiente para ganar
elecciones. Así, se construye, tanto desde la oposición como desde el gobierno,
mediante una lógica de polarización que fortalece su base de apoyo en cada enfrentamiento,
independientemente del resultado. En muchos casos, lo central es el impacto
ideológico de la batalla, más que el resultado concreto. Por otro lado, con el
objetivo de consolidar una mayoría social y electoral, busca obtener resultados
económicos y de gestión que no dejen lugar a dudas sobre qué conjunto de ideas
logró imponerse y ofrecer una salida a la situación. Esta forma de construcción
polarizadora comparte similitudes con los neopopulismos latinoamericanos, que
generalmente operaron a partir de una «minoría intensa» y una construcción
electoral mayoritaria basada en el desempeño económico
Milei se sitúa en ese segundo campo.
Aunque sus funcionarios suelen resaltar la importancia de la «batalla cultural»
y emplean incluso tópicos gramscianos para definirse, su enfoque se inscribe
claramente en la estrategia «trumpista». El principal, y casi único, «aparato
hegemónico» es el propio Milei, quien, de manera estridente y constante,
proclama su intención de romper con un siglo de colectivismo económico. Si su
gestión logra cierto éxito económico, su estrategia tiene como objetivo dejar
claro, de una vez por todas, a qué universo de ideas se debe ese logro.
Mileinomics
Me limitaré a unas pocas
observaciones sobre la posibilidad de éxito económico de Milei, por tratarse de
un asunto cuyo tratamiento exigiría un texto independiente. Su estrategia
económica recurre a un modelo ya conocido en la historia argentina: apreciar
artificialmente la moneda nacional e impulsar un proceso de desregulación y apertura
a las importaciones para reducir la inflación y generar un «efecto riqueza». La
apreciación del tipo de cambio facilita un flujo de dólares permanente que se
dedica a la «bicicleta financiera» y la especulación de corto plazo. Ese
enfoque tiene el doble efecto de disciplinar políticamente a través de la caída
de sectores industriales poco competitivos y el debilitamiento de los
sindicatos, mientras se intenta mantener un clima de estabilidad económica en
el corto plazo. Sin embargo, se trata de una receta inherentemente temporal, ya
que suele terminar en crisis agudas, acompañadas de recesión, devaluaciones
abruptas y un aumento de la conflictividad social.
En esta cuestión el factor tiempo
desempeña un papel clave. La primera vez que se aplicó esa estrategia, por
el ministro Martínez de Hoz durante los últimos años de la dictadura
militar, esa política duró menos de tres años y apenas sirvió para extender por
poco tiempo la vida del régimen, antes de desembocar en una devaluación abrupta
y en un aumento de la conflictividad sindical. En cambio, durante el menemismo,
una estrategia similar logró sostenerse por una década, lo que permitió
consolidar una derrota estratégica de la clase trabajadora y remodelar la
sociedad en términos neoliberales. Durante 2016 y 2018, aunque con menor
intensidad, el macrismo también ensayó un breve período de apreciación
cambiaria, que terminó en una corrida bancaria y una devaluación brusca de la
moneda
En cuanto a Milei, ¿será Martínez de
Hoz, Menem o Macri? El tiempo necesario para reproducir un proceso similar al
menemismo dependerá tanto del flujo de dólares como de la capacidad para evitar
o sortear resistencias significativas en el plano social. Toda la estrategia se
basa en la posibilidad de asegurar un ingreso constante de dólares para
sostener ese modelo. En los años 90, las privatizaciones y el endeudamiento lo
sustentaron, pero actualmente el margen es mucho más estrecho, debido a la
elevada deuda y la ausencia de activos estatales significativos que privatizar.
No obstante, los nuevos yacimientos de gas, petróleo y minería podrían tal vez
generar una inyección de divisas suficiente para prolongar el esquema, mientras
que un préstamo del FMI, impulsado por el gobierno de Trump, sería clave para
ganar tiempo y salir del control de capitales. En ese sentido, el factor
temporal no solo define la duración de la estabilidad aparente, sino también la
capacidad del gobierno de aprovechar el contexto (efecto riqueza,
disciplinamiento monetario, estabilidad) para imponer transformaciones
estructurales que reduzcan la capacidad de respuesta de las fuerzas sociales.
El verdadero desafío no es solo cuánto tiempo puede durar esa estrategia, sino
si logrará dejar una marca duradera en las relaciones sociales y económicas
antes de que el esquema económico colapse o dé paso a un diseño más
sustentable.
Por último, aunque la propuesta de
dolarización quedó relegada tras la campaña electoral, mantiene una carga
simbólica y política significativa. Inicialmente presentada como una solución
definitiva a los problemas económicos del país, la dolarización evolucionó
hacia un esquema de «competencia de monedas», similar al de Perú y Venezuela,
en el que circulan varias monedas de curso legal, principalmente la moneda
local y el dólar. Más allá de su viabilidad técnica, lo que importa en este
caso es lo que esa propuesta revela sobre el universo mental del gobierno. La
dolarización no es solo una estrategia económica; representa un ideal
pospolítico y posdemocrático de autogestión económica. Supone que la economía
puede funcionar de manera autónoma, liberada de cualquier interferencia
política, como si fuera una máquina autorregulada que elimina la necesidad de
adoptar decisiones democráticas. La pérdida de control sobre la moneda dejaría
al país a merced, de una manera especialmente descarnada, de lo que Marx
describía como la «coacción muda de las relaciones económicas» (término que da
título al reciente libro de Soren Mau). Ese ideal tiene una resonancia
autoritaria, ya que busca sustraer la economía a cualquier forma de control
democrático.
El anhelo posdemocrático de la
dolarización encuentra un eco en la experiencia de la zona del euro, donde las
políticas económicas están en gran medida determinadas por instituciones
trasnacionales, alejadas de los controles de la democracia de escala nacional.
A la dolarización subyace, por lo tanto, un proyecto de despolitización
radical: el sueño de una economía que funcione de manera automática, despojada
de cualquier intervención colectiva o decisión política. Es decir, una versión
bastante concreta y prosaica de la extravagante utopía anarcocapitalista de un
mercado sin Estado.
La izquierda sigue subestimando el
peligro de la extrema derecha
Sobre la base de los elementos con
que hemos caracterizado hasta aquí el proceso político en curso, cabe observar
que, en su mayor parte, la izquierda subestimó y malinterpretó el meteórico
ascenso de la extrema derecha. El primer error consistió en suponer que el
apoyo electoral a Milei era solo expresión de un voto de protesta, como si el
malestar social pudiera haberse canalizado en cualquier dirección y la
apropiación de ese malestar por la ultraderecha fuera algo contingente y
pasajero. Interpretación que pasó por alto el proceso de reconfiguración
ideológica y social que precedió su irrupción; proceso que mostraba signos
alarmantes ya desde al
menos 2019.
Al mismo tiempo, la mayor parte de la
izquierda asumió que, incluso en caso de imponerse electoralmente, Milei no
lograría consolidar su gobierno de minoría parlamentaria e institucional, con
lo cual se soslayaban las condiciones de gobernabilidad que ofrece el régimen
hiperpresidencialista argentino, así como la predisposición transversal de la
clase política para respaldar reformas económicas impopulares que nadie había
podido implementar en la última década, pero que contaban con un profundo apoyo
entre las élites políticas y económicas.
El siguiente error consistió en
asumir que, si lograba estabilizarse institucionalmente, la implementación del
programa de Milei lo llevaría rápidamente a un enfrentamiento con su propia
base electoral. Análisis que ignoraba el proceso de derechización que había
llevado a amplios sectores sociales, incluyendo a capas populares, a aceptar
sacrificios en aras de un cambio percibido como inevitable y necesario para
restablecer el orden en la sociedad. Esta tendencia se ha visto confirmada por
los más rigurosos estudios de opinión (Balsa, 2024), los cuales evidencian cómo
el malestar y la crisis fueron capitalizados para legitimar políticas de ajuste
y autoritarismo bajo la promesa de un retorno a la normalidad.
Por último, algunos sectores de la
izquierda no comprendieron que lo que denominaban «empate hegemónico» (Rosso
2015, Dal Maso, 2023) se caracterizaba por una inestabilidad interna. No solo
no puede prolongarse indefinidamente, sino que su propia dinámica erosiona progresivamente
sus bases de sustentación, creando así las condiciones para su superación. Una
de las formas típicas en que esto ocurre es mediante la aparición de un
liderazgo autoritario que logra desbloquear la parálisis política. Es a esa
lógica a la que Gramsci se refería al caracterizar de «catastrófica» ese tipo
de coyuntura. Por ello, la referencia a la «situación en la cual las fuerzas en
lucha se equilibran de una manera catastrófica» surge en el momento de explicar
la aparición de liderazgos cesaristas. Cualquier análisis que invoque el
concepto de empate catastrófico de Gramsci, pero omita la dinámica
autoerosionante que este describe, no hace más que un uso superficial y
pretencioso de dicho concepto, sin captar su significado (Mosquera,
2023).
En resumen, esos errores de
caracterización desembocan en la ilusión de que las políticas de ajuste
desencadenarían una reacción popular más o menos inmediata. Sin embargo, este
pronóstico ignora tanto la desmovilización y desmoralización social generadas
por el agotamiento del ciclo político anterior como la derechización
autoritaria cada vez mayor de una parte considerable de la sociedad. Una radicalización
que no solo afecta a las clases medias históricamente antipopulistas, sino que
también comienza a penetrar, aunque de manera todavía limitada, en sectores
populares.
Si una parte de la opinión pública
progresista parece cometer ahora el error inverso —dejarse impresionar por la
fortaleza coyuntural de Milei y dar por perdida una lucha que sigue en marcha—,
la izquierda marxista no parece haber ajustado su caracterización del fenómeno,
lo cual resulta sorprendente. Como señalaba Karl Popper en relación con los
discursos pseudocientíficos, siempre es posible recurrir a hipótesis ad
hoc para proteger la hipótesis núcleo; en este caso, la supuesta
inviabilidad del gobierno de Milei. En el ámbito de la izquierda, ello suele
adoptar la forma de un aplazamiento temporal: el colapso del capitalismo, la
ruptura de las masas con el reformismo —para mencionar los ejemplos clásicos—o,
en este caso, la reacción social frente al ajuste, se interpretan como procesos
que simplemente «están tardando más de lo esperado».
También existe otra forma de
introducir una hipótesis ad hoc salvadora, muy habitual en la
izquierda trotskista: si no hay grandes movilizaciones es porque las
direcciones políticas o sindicales las bloquean. Según esta perspectiva, las
masas desean dar la batalla, pero son las direcciones las que contienen ese
deseo. Razonamiento, ampliamente utilizado, que está plagado de problemas. De
hecho, es difícil entender cómo ha podido sobrevivir si no fuera, como diría
Jonathan Haidt, porque es el tipo de creencia que persevera por su capacidad de
reforzar la cohesión grupal de quienes la defienden antes que por su apego a la
realidad (2012). ¿Por qué, en otros momentos, con las mismas direcciones, las
luchas logran abrirse paso? ¿Acaso es cierto que siempre las direcciones
burocráticas bloquean y se posicionan a la derecha de sus bases? En cuanto al
carácter contradictorio de la burocracia sindical —que, como señala Mandel,
vive tanto de sofocar como de representar parcialmente las demandas obreras—,
¿acaso no la impulsa a actuar en determinadas circunstancias? ¿Y acaso la
pasividad de la burocracia no es también un síntoma del nivel de actividad y
autoorganización de la base obrera y de su predisposición a la lucha? Como bien
escribe Bensaïd:
Si las condiciones objetivas son tan
favorables, ¿cómo explicar qué no hubieran liberado por eso, así fuera
parcialmente, las condiciones de solución a la crisis de dirección? La
explicación deriva inevitablemente hacia una representación policial de la
historia atormentada por la figura recurrente de la traición, cuando las
condiciones más propicias son saboteadas por las direcciones traidoras y el
aliado más próximo es siempre, en potencia, el peor enemigo (1995).
Esta tendencia a aferrarse a las
propias hipótesis, a pesar de la falta de verificación práctica, lleva a la
izquierda a adoptar una actitud que —como hizo Pannekoek al criticar a
Kautsky—podría describirse como una forma de «radicalismo pasivo». Es decir,
convierte la política, para usar la expresión con que Sartre caracterizó al
trotskismo de los años 50, en un «arte de la espera»: una actitud pasiva que
aguarda el acontecimiento redentor, en lugar de concebirla como una práctica de
intervención consciente y estratégica, capaz de ajustarse al ritmo real e incierto
de la lucha de clases.
¿Qué estrategia?
Antecedentes históricos
En la década de 1930, Trotsky
escribió algunas de sus páginas más brillantes en sus análisis sobre Alemania,
«cuya calidad como estudios concretos de una coyuntura política no
tienen parangón en los análisis del materialismo históricos», según
la evaluación de Perry Anderson. En esos textos, Trotsky retoma la táctica
del «frente único» para hacer frente al fascismo, dando continuidad a las
reflexiones elaboradas por la Internacional Comunista en la década anterior.
Aislados en circunstancias similares —uno, deportado en una isla turca, y el
otro, preso en una cárcel fascista— tanto Trotsky como Antonio Gramsci fueron
de las pocas voces que, al comprender la amenaza del ascenso del fascismo, se
opusieron al rumbo sectario impuesto por el estalinismo, que terminó
facilitando el ascenso de Hitler en Alemania.
Esos escritos continúan ofreciendo lecciones
valiosas. En primer lugar, evalúan adecuadamente la amenaza que representa la
extrema derecha y el peligro de una derrota histórica que podría destruir
física e institucionalmente las organizaciones del movimiento obrero. De allí
surge la necesidad urgente de implementar una política unitaria que aglutine a
todas las corrientes de la clase trabajadora para enfrentar esa amenaza. En
segundo lugar, subrayan la importancia de no subordinar la lucha antifascista a
la burguesía liberal, cuyas políticas a menudo profundizan las causas que
alimentan a la extrema derecha (como ilustra, en un caso contemporáneo, el
regreso de Trump tras el breve interludio de Biden). Por último, destacan la
necesidad de mantener la independencia de los militantes revolucionarios dentro
de los marcos unitarios.
Los escritos de Trotsky sobre
Alemania son verdaderas joyas políticas y retóricas, capaces de conmover a
cualquier militante consciente de las encrucijadas históricas y las urgencias
de la acción. Sus cartas a un «obrero
socialdemócrata» y a un «obrero
comunista» son un ejemplo condensado de su aguda percepción de la crisis
política, de su llamamiento a la acción y del virtuosismo literario de escritos
concebidos con un propósito eminentemente práctico. Por su parte, sus análisis
sobre España y Francia —como
señaló Perry Anderson— muestran, en cambio, cierto sectarismo en relación
con la pequeña burguesía y sus partidos, una limitación que no refleja del todo
la lucidez de sus escritos sobre Alemania.
En cualquier caso, esa orientación se
basaba en un diagnóstico para el cual una revolución socialista se vislumbraba
en el horizonte. Para Trotsky, la lucha contra el fascismo estaba
inseparablemente vinculada con el objetivo de derrocar al capitalismo en un
plazo relativamente cercano. Ello no implicaba adoptar una política sectaria de
«clase contra clase» —como la que proclamaba el estalinismo—, sino reconocer la
necesidad de unificar a la clase trabajadora para frenar la ofensiva fascista.
Unidad sobre cuya base se podría canalizar esa fuerza en una contraofensiva
contra la burguesía, en un contexto en el que la crisis aguda aún ofrecía la
posibilidad de un desenlace revolucionario. Tal como hizo Lenin durante la
Primera Guerra Mundial, el esfuerzo político radicaba en transformar la lucha
contra el síntoma en una lucha contra la causa: convertir la
guerra imperialista en guerra civil y revolución social. Trotsky aplicó ese
razonamiento al análisis del fascismo, que a sus ojos era la manifestación
extrema de la crisis terminal del capitalismo. Según el revolucionario ruso, la
aguda crisis política de la época abría simultáneamente la posibilidad de la
revolución y de la contrarrevolución, dilema que exigía una resuelta
intervención estratégica.
Cabe debatir si ese análisis era del
todo acertado en su contexto histórico. Algunas de las obras de autores de la
Escuela de Frankfurt, como Obreros y empleados en vísperas del Tercer
Reich de Erich Fromm o La personalidad autoritaria de Adorno,
sugieren que el avance del autoritarismo en el seno de la clase trabajadora era
más profundo de lo que se percibía en su momento. Otto Bauer afirmó que el
fascismo no estaba dirigido contra una revolución ya derrotada, sino contra el
socialismo reformista —sindicatos, democracia, derechos laborales— que aún
persistía. Angelo Tasca definió al fascismo como una «contrarrevolución póstuma
y preventiva»: póstuma, porque respondía a la derrota de las tentativas
revolucionarias de la clase obrera; preventiva, porque esta, aunque debilitada,
seguía siendo una amenaza potencial que debía neutralizarse por completo.
El fascismo buscó convertir una
derrota parcial de la clase trabajadora en una derrota catastrófica con
consecuencias de largo alcance. Una lectura atenta de Trotsky revela una lúcida
comprensión de esa dinámica, aunque su optimismo respecto a la capacidad de
respuesta del movimiento obrero terminó siendo exagerado. No obstante, las
lecturas posteriores que sobredimensionan la paridad en el equilibrio de
fuerzas entre el fascismo y el movimiento obrero no capturan plenamente la
complejidad y riqueza de sus análisis.
Perspectivas actuales
Entre la situación de los años 30 y
nuestra realidad actual se produjo una discontinuidad radical que conlleva
consecuencias políticas. Tras la derrota del socialismo en el siglo XX, es otro
nuestro horizonte histórico. La coyuntura actual no refleja la polarización de
los años 30, cuando el enfrentamiento entre izquierda revolucionaria y extrema
derecha tenía un carácter más equilibrado. Hoy, la iniciativa y la
radicalización están indudablelmente del lado de la extrema derecha, mientras
que la izquierda y los sectores populares se encuentran a la defensiva,
limitándose, en el mejor de los casos, a resistir la ofensiva reaccionaria. En
ese contexto, pensar que la izquierda anticapitalista pueda competir con la
extrema derecha dentro de un espacio común «antisistema» es un error
estratégico (Canary,
2024). No existe tal «campo antisistema común», políticamente abstracto o
inestable, como podría haber ocurrido en ciertos momentos de polarización
política aguda.
Uno de los efectos de la ausencia de
tal polarización es que lejos de provocar el colapso de las fuerzas
progresistas tradicionales en beneficio de opciones más radicales, el avance de
la extrema derecha tiende a fortalecer a organizaciones reformistas
tradicionales como el PSOE en España, el PT en Brasil o el Partido Democrático
en Italia y a aislar a la izquierda radical. Lo cual no debe ser motivo de
sorpresa: frente a la urgencia de frenar políticamente a la ultraderecha, los
sectores populares se protegen con los instrumentos políticos mejor
posicionados para esa tarea, a pesar de sus limitaciones. De ahí que desde la
irrupción de la extrema derecha se detuvieran los procesos de «pasokización» de
la centroizquierda (incluso el propio PASOK logró recuperarse tras el desastre
de Syriza).
¿Significa esto, como dicta el
sentido común liberal, que la izquierda debe girar hacia el centro para captar
a sectores moderados e intentar aislar a la extrema derecha? Por el contrario,
esa estrategia ha sido la que nos ha traído hasta aquí. Una izquierda que se
subordina a las políticas neoliberales termina por erosionar el frágil vínculo
que aún subsiste entre el movimiento obrero y los vestigios de la cultura de
izquierda. Para enfrentar a la extrema derecha, no podemos someternos a los
políticos neoliberales responsables del desastre actual. No será una alianza
entre la izquierda y el «centro» liberal la que derrote a la extrema derecha.
Más allá de acuerdos temporales para frenar a figuras como Trump, Le Pen o
Bolsonaro en coyunturas electorales específicas, una alianza duradera de este
tipo solo fortalecería las causas sociales y políticas de las que se nutre la
extrema derecha.
Entonces, ¿cómo equilibrar de manera
coherente la crítica a la capitulación neoliberal de la izquierda con el
escepticismo respecto de la estrategia de disputar la «rebeldía antisistema»,
actualmente en manos de la extrema derecha?
Hay una explicación sencilla y
popular en las filas de la izquierda sobre el auge de la extrema derecha. Esta
interpretación parte de la constatación de que estamos atravesando un período
de gran malestar social, consecuencia de décadas de políticas neoliberales. En
la medida en que la izquierda se adaptó al consenso neoliberal o se posicionó
como aliado subalterno e insuficientemente crítico del «extremo centro», fue
perdiendo su vínculo con su base social. En ese escenario, la extrema derecha,
con un discurso fuerte y una imagen de fuerza ajena al sistema político
neoliberal, capitalizó el descontento, ocupando el espacio que le correspondía
a la izquierda, pero que quedó vacío al renunciar esta última a su papel como
representante del malestar y la rebeldía. De ahí surge, entonces, la «rebeldía
de derecha» de la que somos testigos hoy. Según esta perspectiva, bastaría con
que la izquierda se reubicara como portavoz del descontento para disputar,
palmo a palmo, las franjas sociales que hoy gravitan hacia la extrema derecha.
A la radicalidad de la derecha es necesario oponer una radicalidad equivalente
desde la izquierda, rechazando todo «malmenorismo» y cualquier alianza con
sectores reformistas comprometidos con el statu quo neoliberal.
Si bien esa argumentación contiene
momentos de verdad, especialmente en lo que respecta a los efectos de la
capitulación neoliberal de la izquierda institucional, lamentablemente también
presenta problemas insalvables. Parte de su atractivo radica en su carácter de
argumentación tranquilizadora, al situar el problema en un terreno familiar
para la izquierda. Según esa lógica, bastaría con «recuperar» la radicalidad
perdida. Con lo cual, no se presta suficiente atención al hecho de que quienes
suelen sostener esa posición son, en general, aquellos que nunca abandonaron
esa radicalidad y que, aun así, permanecen en posiciones inequívocamente
marginales, mientras la extrema derecha avanza con fuerza en todo el mundo.
Parece, entonces, que la radicalidad de izquierda no tiene el mismo rendimiento
político que la de derecha.
Semejante discurso tropieza con un
problema empírico especialmente evidente en el caso de Milei. En Argentina
existe una izquierda radical con influencia parlamentaria y presencia mediática
desde hace más de una década (como el Frente de Izquierda y los Trabajadores –
Unidad (FITU)). De hecho, cuando Milei era aún un nombre desconocido, la
izquierda trotskista argentina desempeñaba ya un importante papel en el
panorama político. Cabe preguntarse, entonces, por qué la crisis del peronismo
—largamente anhelada— no le trajo ningún beneficio electoral ni político
significativo y, en cambio, favoreció a la extrema derecha.
Por si fuera poco, se plantea
ineludiblemente el más sencillo de los interrogantes: si la población tenía a
su disposición una izquierda radical más fuerte y estabilizada que la extrema
derecha, ¿por qué esta última logró convertirse en gobierno mientras la
izquierda trotskista se mantiene en porcentajes electorales que oscilan entre
el 3% y el 6%, habiendo incluso sufrido un retroceso en la última elección? El
argumento, presente en algunos círculos, de que esa izquierda se habría
moderado o parlamentarizado no resiste al más débil de los análisis. En todo caso, sus
problemas están relacionados con tácticas ultraizquierdistas y sectarias,
pero se trata de corrientes combativas, honestas y percibidas como ajenas al
consenso neoliberal imperante (Mosquera, 2023b). Si había un voto de protesta
que capitalizar, la izquierda trotskista parecía estar en condiciones óptimas
para hacerlo. Y, sin embargo, no solo no lo logró, sino que retrocedió.
Por otro lado, la argumentación
inicial presenta una ambigüedad fundamental en cuanto al concepto de «la
izquierda». Es cierto que las corrientes dominantes —progresistas, reformistas
y moderadas— han generado una profunda frustración, lo que facilitó el avance
de la extrema derecha. Sin embargo, esta izquierda nunca fue radical ni tiene
como vocación serlo, y su acción de gobierno en el pasado no necesariamente
condujo al ascenso de la extrema derecha. En contraposición, la izquierda
verdaderamente radical existe, pero continúa siendo marginal. ¿Qué hacer,
entonces?
Es necesario, por tanto, afinar la
táctica y la caracterización del contexto. Lo que debe percibirse es que el
proceso político sigue otra dirección y plantea otros problemas. No hay
malestar ni radicalidad políticamente vacía. Hasta cierto punto, esto se
percibe sociológicamente, en cuanto surge la pregunta de cuáles son los
sectores sociales radicalizados, principalmente la clase media históricamente
antiperonista. Intentar convertirse en el ala izquierda de esa radicalidad
conduce solo al aislamiento o, lo que es peor, a la capitulación con la
derecha. Ejemplos no faltan, como el PSTU en Brasil, para mencionar solo uno.
El ascenso de la extrema derecha refleja un período de retroceso, aún parcial y
limitado, marcado por la desmovilización y la desmoralización del campo
progresista, mientras se intensifica la radicalización de la base derechista.
No existe una polarización ni un malestar líquidos e inestables que puedan ser
disputados. La estrategia para enfrentar este nuevo período histórico depende
de que se reconozca esa realidad fundamental.
La interpretación clásica de Angelo
Tasca del fascismo como una «contrarrevolución póstuma y preventiva» nos ofrece
una analogía para comprender el proceso que intentamos describir. Del mismo
modo que el fascismo no atacó frontalmente a la revolución, sino que vino a
culminar la labor una vez que las amenazas revolucionarias se habían ya
debilitado, la ultraderecha local no busca romper el «empate hegemónico», sino
que logra abrirse paso porque la situación ya había comenzado a «desempatarse»
y se necesita a alguien que lleve el proceso hasta su culminación.
Aunque a primera vista pueda parecer
una diferencia menor, se trata de dos concepciones sustancialmente distintas: o
bien el autoritarismo surge debido a la debilidad de las clases dominantes
frente a la resistencia popular, obligándolas a recurrir a medidas extremas
como recurso de emergencia, o bien lo hace porque las clases dominantes
atraviesan un período de fortaleza relativa que les permite culminar lo que ya
habían comenzado. En el primer escenario, nos encontramos ante una situación
típica de polarización, donde el avance de la extrema derecha, paradójicamente,
puede ser un indicador de una oportunidad para la izquierda. En el segundo, se
trata de una fase ultradefensiva, con el riesgo de que la situación se torne
reaccionaria, con riesgos físicos e institucionales para la izquierda y las
clases populares. Las tareas que surgen de cada uno de esos escenarios son, por
tanto, muy diferentes.
Conclusión
En una aproximación general como la
que aquí hemos intentado no es posible delinear con precisión la arquitectura
concreta de una táctica política, tarea que requiere una evaluación conjunta de
los actores, las posibilidades y los riesgos en una situación concreta. Sin
embargo, sí podemos ofrecer una caracterización general y señalar una dirección
hacia la cual moverse. Si, como he argumentado a lo largo de estas líneas,
estamos atravesando un momento defensivo, es fundamental priorizar la acción
coordinada y unificada de las clases populares, a pesar de las diferencias
políticas y por encima de la competencia entre sus corrientes, posición que, en
principio y siquiera en un nivel teórico, comparten incluso las organizaciones
más sectarias, aunque por lo general sean reacias a aplicarlo en la práctica.
Como socialistas, nuestra aspiración
debe ser derrotar al gobierno de Milei en las calles, mediante una movilización
popular de la que surjan relaciones de fuerza más favorables. Sin embargo, si
semejante escenario no se materializa, la disputa política se trasladará
inevitablemente al terreno electoral. Y, salvo que tengamos una visión
alucinada de las relaciones de fuerza actuales, es evidente que la izquierda
socialista no tiene posibilidades de derrotar a Milei únicamente con sus
propias fuerzas en ese terreno. Es ahí, precisamente, que se inscribe el debate
sobre la postura que debemos adoptar frente a la oposición neopopulista
concentrada en el kirchnerismo.
El peronismo, por su parte, parece
inclinado a adaptarse al clima de la época, mientras trata de conformar un
amplísimo «frente democrático» que incluya sectores de la derecha
tradicional. Ese giro hacia la concertación de acuerdos de esa naturaleza puede
ser eventualmente útil para lograr una victoria electoral coyuntural, pero
coloca en grave riesgo la posibilidad de desmantelar las bases sociales que
sostienen a la extrema derecha. El caso del actual gobierno de Lula es un
ejemplo elocuente: aunque extremadamente popular durante su segundo mandato,
gracias a políticas redistributivas de alto impacto, favorecidas por una
coyuntura económica propicia, el Lula moderado de hoy, condicionado por sus
aliados, abre la puerta a un posible retorno de la extrema derecha brasileña,
como quedó evidenciado en los desfavorables resultados de las recientes
elecciones municipales.
La izquierda radical, entonces, debe
ser simultáneamente independiente y unitaria. Integrarse o adaptarse al
peronismo lleva a la pérdida de acumulación política y al desdibujamiento estratégico,
poniendo en peligro la construcción de un proyecto anticapitalista de masas y
relegando a la izquierda al papel de socio menor de fuerzas políticas que
gravitan hacia el «extremo centro».
Al mismo tiempo, es fundamental
cuestionar los giros derechistas del peronismo y sus alianzas con sectores
conservadores. Si bien el peronismo es coyunturalmente imprescindible, nos
guste o no, para lograr una eventual derrota electoral de la ultraderecha,
cuanto más se incline hacia la derecha, más probable será que su programa
termine siendo una versión moderada de las reformas de Milei, pero sin el
componente autoritario. El mayor riesgo de esta dinámica es que puede recrear
las condiciones para el retorno de la extrema derecha, como lo sugieren varias
experiencias contemporáneas.
Si una movilización social irrumpe en
un plazo razonable, podría influir en los giros políticos del peronismo, como
ocurrió tras 2001 con el posterior viraje progresista del kirchnerismo. Este
tipo de impacto resulta mucho más efectivo que la estrategia de quienes
intentan integrarse al peronismo con el objetivo de «izquierdizarlo». Por lo
general, son estos sectores los que terminan moderados e integrados en
dinámicas burocráticas, mientras que el peronismo sigue su propio curso sin mayores
obstáculos. El rol de la izquierda que se sumó al peronismo durante el gobierno
de Alberto Fernández, y el frustrante desempeño de este último, son ejemplos
elocuentes de esta dinámica.
Es necesario abordar un último
aspecto estratégico, quizá el más delicado, para la izquierda radical. La
independencia y la crítica a la derechización del peronismo, así como a su
estrategia de un «frente democrático» con sectores de la derecha tradicional,
no deben implicar un rechazo a la posibilidad de brindar apoyos electorales
puntuales cuando sean necesarios para desalojar a la extrema derecha del poder.
El ejemplo del PSOL y el PT en Brasil, y su acción conjunta contra el
bolsonarismo, resulta especialmente relevante y cercano (Arcary,
2024). Frente a quienes argumentan que cualquier colaboración con el
peronismo implica la invisibilización política de la izquierda, la experiencia
brasileña demuestra lo contrario. Las acciones puntuales conjuntas no son lo
mismo que la integración y la adaptación que he criticado ampliamente. Solo una
izquierda que logre posicionarse como un instrumento eficaz en la lucha contra
la extrema derecha, y no como un factor de división, podrá sortear las
presiones hacia el aislamiento que una coyuntura defensiva tiende a imponer.
Por último, quiero señalar tres ideas
que me parecen importantes a la hora de evitar caer en un derrotismo
anticipado. En primer lugar, cosa que ha de subrayarse, no estamos ante una
derrota estratégica, ni parece probable que enfrentemos un desenlace de este
tipo en el corto plazo. El escenario más plausible es el de una guerra de
desgaste a mediano plazo, como la que vemos desenvolverse desde hace casi una
década en países como Estados Unidos y Brasil.
En segundo lugar, en este texto he
analizado una situación marcada por la radicalización autoritaria de la base de
masas de la derecha, junto con la desmoralización y el giro posibilista del
campo progresista. Esto no equivale a una derechización generalizada y
transversal de la sociedad. Por el contrario, la sociedad está dramáticamente
fracturada, y la base social progresista mantiene lo que los estudios de Balsa
identifican como un «núcleo social muy consistente», firme en su adhesión a
ideas progresistas tanto en lo económico como en lo social. Este sector, aunque
carece de una perspectiva política clara, sigue siendo amplio y cercano a la
mayoría social y electoral.
No podemos hablar de polarización en
el sentido que los marxistas asignaron al término en los años 30, porque solo
existe un polo radicalizado y exaltado, mientras que el otro está cansado,
desmoralizado y abrazado a un «realismo minimalista» como horizonte político.
Sin embargo, este sector no ha desaparecido, aunque su visibilidad haya
disminuido en el último año. Lo vimos emerger en las masivas movilizaciones
universitarias, donde empezó a dar pasos un sujeto social opositor de masas. No
obstante, todavía enfrenta un largo proceso de recomposición antes de poder
desafiar seriamente a la ultraderecha.
Por último, y de vital importancia:
aunque el campo social progresista se encuentra desmoralizado y desmovilizado,
esto no implica que haya ocurrido un proceso de desorganización en la acción de
la clase trabajadora. La desmovilización no es sinónimo de desorganización. Si
bien las organizaciones sindicales y políticas han sufrido un debilitamiento,
estas continúan activas y estables.
Agradezco a Rolando Prats por sus
generosos comentarios y observaciones críticas sobre el manuscrito original de
este texto, así como al resto del equipo de la Revista Jacobin por su
colaboración.
Referencias
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Martín Mosquera. Licenciado en Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y Editor Principal de Jacobin América Latina.
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