Gráfica: https://morfema.press/opinion/la-izquierda-y-la-libertad/
Fuente: Letras Libres
Link de Origen:
https://letraslibres.com/politica/casa-rorty-xxxiii-la-izquierda-ante-la-libertad/18/12/2024/
Hace un par de semanas, la revista
digital Supernova publicó un dosier sobre un tema en apariencia
intempestivo: Comunismo y libertad. Al fin y al cabo, el número de
regímenes comunistas existentes no parece estar en aumento y los partidos
poscomunistas han solido ocultar su filiación bajo otras denominaciones; de la
española Izquierda Unida a los alemanes Die Linke. Por su parte, la extrema
izquierda ha preferido jugar la carta de la identificación populista antes que
insistir en la vieja conciencia de clase. El debilitamiento generalizado del
ideal comunista, al menos en el interior de las sociedades liberales, tiene así
seguramente poco remedio; asunto distinto es que pueda adoptar formas nuevas en
el marco de las propuestas decrecentistas vinculadas –al menos en el plano del
discurso público– a la denominada “lucha contra el cambio climático”.
Dicho esto, la tradición comunista es
una de las que sostienen al pensamiento de izquierda; de ahí que cualquier
pregunta sobre el papel que juega hoy la libertad en la izquierda deba tomar en
consideración lo que los teóricos del comunismo –entre ellos los dedicados a
dar forma al socialismo de Estado– han dicho al respecto. Por desgracia, el
tema es susceptible de agotarse en menos de cinco minutos, ya que la
contradicción inevitable entre colectivismo y libertad quedó sellada con la
famosa respuesta de Lenin al español Fernando de los Ríos. Recordemos que este
último visitó la URSS e interrogó al líder bolchevique sobre una falta de
libertad personal que había llamado poderosamente su atención, a lo que Lenin
respondió con una pregunta lapidaria: “Libertad, ¿para qué?”. Sería una
simpleza decir que en esa frase está todo lo que pueda decirse sobre un asunto
tan complicado, pero tirando de ese hilo se puede llegar muy lejos.
No obstante, el dossier incluye un
texto de Ricardo Dudda que se titula “La libertad secuestrada”, en el que se
aborda este tema desde un punto de vista estimulante. Y es estimulante porque
la tesis de Dudda reza que la revolución conservadora de los años ochenta
invirtió los términos en los que se había ido desarrollando el debate sobre la
libertad en el mundo occidental. Así, el sentido moral y emancipatorio que el
movimiento contracultural había dado a la libertad a finales de los años
sesenta dejó paso a una concepción más plana que la reducía a libertad
económica en el marco de la citada hegemonía conservadora; andando el tiempo,
la izquierda se dedicaría a la defensa de las identidades particularistas y a
reforzar las sensibilidades grupales, mientras la derecha se presentaba –se nos
presenta– como defensora de la libertad. “¡Viva la libertad, carajo!”,
que dice Javier Milei; aunque su libertarismo casa mal con el abrazo al
estatalismo que muestran otros líderes de la derecha contemporánea.
El argumento principal de Dudda,
pues, es que la izquierda ha abandonado la defensa de la libertad: su artículo
arranca con la evocación del sindicalista norteamericano Eugene Debs, quien le
lanzó vivas tras salir de la cárcel en 1895; aunque la izquierda sigue hablando
de dominación en nuestros días, su aproximación a la libertad es menos
entusiasta. Y eso que, continúa Dudda, todavía disfrutaba del monopolio de su
reivindicación en los años sesenta y setenta, cuando los movimientos sociales y
la lucha en favor del socialismo de rostro humano como alternativa al
estalinismo llenaban las calles del mundo entero. Pero los conservadores
impusieron su lectura de la libertad como libertad negativa –disfrute de un
espacio sin interferencias– de la mano de Reagan y Thatcher, la Nueva Izquierda
se refugió en las universidades y la rebeldía antisistema se hizo pop al tiempo
que la caída del comunismo llevaba a las sociedades del Este de Europa al
descarnado reino del libre mercado. Más tarde, la Tercera Vía de Blair y
Clinton hizo a la izquierda más liberal, estrechando por el camino el concepto
de libertad; la derecha que ha venido después sigue la misma senda, solo que
doblando la apuesta: motosierra frente al Estado intervencionista. Por su
parte, la izquierda ha renunciado a dar la batalla: defiende de manera casi
rutinaria el aumento del poder del Estado y se ha hecho menos libertaria,
defendiendo incluso la cultura de la cancelación o las restricciones a la
libertad de expresión en nombre de la protección de las minorías. A juicio del
autor, la devaluación del concepto no es una buena noticia: “Los liberales y
progresistas deberían empezar a hablar de libertad política como antaño. Para
que el concepto no solo signifique bajos impuestos y desregulación sino
también, y sobre todo, antiautoritarismo, lucha contra el despotismo, control
al poder absoluto, emancipación frente a la dominación”.
La libertad y sus significados
Aunque no es el propósito del
artículo, su lectura remite a las enseñanzas de la historia conceptual
practicada –entre otros– por el historiador alemán Reinhart Koselleck; entre
nosotros, ha sido Javier Fernández Sebastián quien ha liderado los esfuerzos
por aclarar la evolución semántica de los conceptos políticos de la modernidad
en los países de habla española. También las monografías de Joaquín Abellán
sobre el significado de democracia, Estado o nación –publicadas por Alianza
Editorial– se han mirado en ese espejo.
Porque no se trata solamente de
constatar que su significado se transforma andando el tiempo, sino de
identificar las razones por las que ese cambio se produce y de aclarar el
sentido del mismo. Hablar de libertad, igualdad o justicia en abstracto no
lleva demasiado lejos; la franqueza de Lenin suele ser poco habitual y nada es
más fácil que enmascarar la falta de libertad individual con la exaltación de
la emancipación nacional. Pero ¿acaso no coincidieron durante el siglo XIX la
lucha por la libertad individual con la lucha por la liberación nacional? Lo
que Dudda nos recuerda es que los grandes conceptos políticos no existen al
margen del uso que se hace de ellos; un uso que, como nos ha enseñado Michael
Freeden, supone de hecho la decantación de su significado. O sea: cuando hablo
de libertad o de igualdad de una manera, estoy dejando de hacerlo de otra;
recurro a algunos de los significados que están latentes en el concepto,
ofreciendo con ello mi interpretación de lo que habríamos de entender por
“libertad”.
Ni que decir tiene que la libertad –igual
que la justicia o la igualdad– puede significar distintas cosas, pero no puede
tener cualquier contenido; el concepto tiene un núcleo al que no se
puede renunciar alegremente. Y por eso mismo tampoco podrá enarbolarse una idea
de libertad desvinculada de su contexto; cuando responde a Fernando de los
Ríos, Lenin solo está reconociendo el fuerte contraste existente entre el
sentido intuitivo de la libertad y las condiciones políticas de la joven URSS.
Como luego se dirá, ahí radica el principal problema teórico de la izquierda en
lo que a la libertad se refiere: no puede presentar una defensa plausible de la
libertad sin renunciar a aspectos de su programa político cuya aplicación
dificulta objetivamente el ejercicio de aquella. Análogamente, la derecha
libertaria se equivoca cuando hace una defensa enardecida de la libertad sin
reparar en la necesidad de asegurar las condiciones materiales que hacen
posible su disfrute.
En ese sentido, defender la libertad
frente a la opresión nazi o comunista –como hacía Jorge Semprún en Büchenwald
de la mano de sus camaradas comunistas o los disidentes checos y polacos que se
enfrentaban en su país al socialismo de Estado tutelado por Moscú– simplifica
las cosas: caiga el tirano que, bajo una u otra forma, nos impide ser libres.
¿Y luego, qué? Permitir el ejercicio de la libertad en sociedades complejas y
democráticas presenta más complicaciones; para empezar, tenemos que ponernos de
acuerdo –ya se ha dicho– acerca de lo que significa ser libre en ese
marco. Es, además, un marco cambiante: las sociedades occidentales de comienzos
del siglo XX se parecen poco a las de mitad de siglo, igual que los años
ochenta nada tienen que ver con las últimas dos décadas y aun dentro de estas
habría que establecer una clara distinción entre los años anteriores y
posteriores a la Gran Recesión. No es necesario hacer aquí el recuento de los
cambios –tecnológicos, demográficos, geopolíticos– que el mundo ha
experimentado durante ese periodo; manejarnos con nociones de libertad que
provienen del pensamiento político del industrialismo, sin embargo, puede
resultar anacrónico. Pero también el marco cultural ha cambiado decisivamente:
aunque yo mismo he puesto el ejemplo más de una vez, es sintomático que en los
años sesenta se detuviera al cómico Lenny Bruce por decir obscenidades contra
el establishment conservador y en nuestros días sea la izquierda identitaria la
que señala a algunos artistas por ofender a la moralidad grupal. Libertad,
¿para qué?
Sociología es destino
Tal como se maliciaban los
historiadores conceptuales, el contexto social e histórico en el que se
defienden las distintas versiones de la libertad –o de la justicia o la
igualdad– es también determinante para explicar su sola aparición. Los países
tienen distintas tradiciones intelectuales; aunque muchas sean comunes a la
mayoría, el peso relativo de cada una de ellas será diferente. A su vez, esas
tradiciones se relacionaban ayer y se relacionan hoy con unas circunstancias
dispares: defender la libertad a la manera libertaria en Estados Unidos es más
sencillo que hacerlo en Francia o Alemania; proclamar la superioridad del
individuo sobre la colectividad es más arduo en Japón que en Inglaterra. En
clave doméstica, la popularidad de Ayuso en Madrid sería difícil de replicar en
Galicia o Andalucía. ¡Sociología es destino! Por eso mismo, es absurdo juzgar
el fenómeno Milei sin tomar en consideración la hipertrofia estatalista que
décadas de hegemonía peronista ha traído consigo; y no es precisamente la
hegemonía de un Estado eficaz en la creación de riqueza y su posterior
redistribución. O sea: hay que estar muy cansado para votar a Milei.
Para colmo, los conceptos de libertad
que se ponen en juego en la esfera política –cada uno de ellos reclamando la
exclusividad interpretativa– tienen por objeto dar forma a la realidad social;
aun en su sentido más elemental, la lucha política es también lucha
intelectual. Y el debate intelectual es, a menudo, la continuación de la
política por otros medios. Va de suyo que tanto la política como la teoría
pueden hacerse mejor o peor, aunque entre ellas hay una diferencia: hace buena
política quien termina prevaleciendo ante los rivales; hace buena teoría
(política) quien presenta argumentos coherentes sin perder de vista las
condiciones de aplicación de sus propuestas normativas.
Pero volvamos al argumento de Dudda:
la izquierda, incluida la izquierda liberal y también una parte del pensamiento
liberal mismo, han abandonado la defensa de la libertad; a consecuencia de
ello, esta última se identifica hoy con el ejercicio de la libertad económica.
Ocurre que tal vez habría que
cuestionar la distinción entre libertades separadas. En el ámbito
jurídico-constitucional, las tipologías cumplen una función discernible al
expresarse en derechos susceptibles de ser reclamados ante los tribunales:
libertad de asociación, de expresión, de movimientos. Y, sin duda, podemos
describir los variopintos ámbitos en los que se desenvuelve nuestra libertad:
de la libertad de que disfrutamos como ciudadanos a la que tenemos como
consumidores, pasando por el ejercicio de la libertad sexual o el disfrute de
la libertad de credo. Pero todas ellas remiten a la misma matriz: la capacidad
del individuo para decidir por sí mismo cómo ha de gobernar su vida. Se trata
del objetivo básico del liberalismo: dar forma a sociedades donde todos seamos
iguales en la libertad. No podrá evitarse que, a consecuencia del ejercicio que
cada uno haga de la libertad, difieran los resultados que cada uno coseche; la
igual libertad se predica de las oportunidades del individuo, pero no puede
significar que todos se encuentran siempre en posición idéntica a los demás.
El crecimiento económico no es un fin
en sí mismo
Ahora bien: la libertad
económica también es un medio al servicio de fines colectivos; de ahí
el lugar sensible que ocupa en nuestras discusiones sobre el asunto. Sabemos
desde los ilustrados escoceses que el mercado libre –diseñado y regulado por
los poderes públicos– produce beneficios sociales; el símil de la mano
invisible es un buen símil. Porque tropo es: quienes hacen una lectura literal
de la famosa mano justo antes de descalificarla como superchería muestran una
pobre comprensión lectora. Adam Smith dice literalmente que el individuo que
persigue su fin egoísta en el mercado se ve llevado “como por una mano
invisible” a realizar un fin distinto al que tenía previsto; la actividad
económica en régimen de competencia, resumiendo y simplificando, genera una
riqueza que sirve al progreso de las sociedades… generando una abundancia material
que constituye la condición necesaria para la realización de la
libertad personal. Así que el crecimiento económico no es un fin en sí mismo;
lástima que muchos otros olviden que no es un medio como cualquier otro, sino
aquel que hace posible la mayoría de los demás. Si existiese evidencia
incontestable de que la persecución del crecimiento económico nos lleva al
colapso ecológico, pues, ningún liberal podría negarse a limitarlo. Pero esa
evidencia no existe y los riesgos de abrazar el decrecimiento exceden con mucho
sus beneficios.
Naturalmente, la economía de libre
mercado no está libre de problemas: externalidades medioambientales,
propensiones oligárquicas, destrucción creativa que conduce a la obsolescencia
de empresas y trabajadores, desigualdad negociadora entre capital y trabajo,
ocurrencia de crisis periódicas, tendencia a la concentración de riqueza. Pero
no hemos encontrado nada mejor. De hecho, el consenso neokeynesiano de la
segunda posguerra forma parte de la concepción dominante de la sociedad
liberal; asunto distinto es que discutamos acerca de cuánto bienestarismo
estatal es deseable o sostenible. A menudo, empero, los mercados funcionan de
manera deficiente por falta de competencia, como sucede con la sanidad en
Estados Unidos; la captura del poder público encargado de regular la actividad
económica es un serio problema que resta dinamismo a las sociedades. No es la
única captura posible, por lo demás: el sistema de pensiones que rige en España
es un ejemplo del poder que pueden ejercer los grupos electorales de los que
depende la reelección de un gobierno. Defender la libertad hoy supone, entre
otras cosas, desmantelar por igual el crony capitalism que merma la
libre competencia y denunciar a los poderes públicos allí donde interfieren en
el legítimo ejercicio de nuestra autonomía: menoscabando nuestra libertad de
asociación, adoctrinándonos acerca de qué valores morales debemos preferir,
limitando las libertades expresivas, y así sucesivamente.
Dudda señala en su texto que la
izquierda decimonónica de inspiración marxista, así como el propio Marx,
defendía la libertad como antónimo de la dominación; de ahí que subraya la
filiación ilustrada y antidespótica del pensamiento del Marx original. No en
vano, el filósofo alemán supo ver la cualidad revolucionaria de la burguesía
–aunque quizá tampoco era tan difícil– y nunca pensó que los países atrasados
fueran el lugar adecuado para la revolución socialista. También hay buenas
razones para pensar que la interpretación leninista de la “dictadura del
proletariado” tiene poco que ver con el sentido que Marx le daba. Pero no deja
de ser cierto que el gobierno autoritario de una clase social parece un marco
institucional poco halagüeño para la libertad individual; la sociedad sin
clases que habría de poner punto final a la historia, dedicados sus miembros a
la pacífica administración de las cosas, no deja de ser una utopía propia de su
época.
Más interesante a estas alturas es
reparar en la defensa del libre comercio como herramienta del pacifismo cosmopolita
a la altura de la mitad del siglo XIX que hizo buena parte de la izquierda del
momento. De ella da cuenta el historiador Marc-William Palen en Pax
Economica: Left-Wing Visions of a Free Trade World, publicado por Princeton
University Press este mismo año. Se nos habla en él de los pensadores y
activistas que contemplaron el libre comercio mundial como la herramienta que
haría posible construir un orden económico próspero sin guerra ni imperialismo;
la Pax Economica del título. El autor señala que reformistas y
revolucionarios por igual vieron en la interdependencia económica un medio para
el fomento de la democratización, la justicia social y la armonía mundial. Así
razonaba Marx selbst pensando en las condiciones objetivas de la
revolución, pero también reformistas como Mark Twain, Henry George, Richard
Cobden o el propio Tólstoi, y socialdemócratas de la envergadura de Edward
Berstein o Karl Kautsky. Frente al mercantilismo dominante en la época, los
librecambistas de izquierda se erigieron en defensores de la globalización;
para el autor, recuperar el denominado “liberalismo de Manchester” liderado por
Cobden permite reescribir la historia cultural de la globalización. Y, podemos
añadir, establecer un contraste entre aquella izquierda y la que hoy sigue
minusvalorando el papel de la prosperidad en la buena salud de las sociedades.
Liberales antes que conservadores
Todo esto, por supuesto, presenta
innumerables complicaciones. Así, por ejemplo, hablamos de la
revolución conservadora liderada por Reagan y Thatcher en la última
década –nadie sabía que iba a ser la última– de la Guerra Fría, pasando por
alto el estancamiento de las sociedades bienestaristas y los efectos de la
crisis del petróleo, y olvidando que esa revolución –por llamarla de alguna manera–
tuvo mucho de liberal. ¿Acaso no transformó las economías y, con ellas,
cambió las sociedades occidentales? Eso tiene poco de conservador; el buen
conservador, de hecho, habría de recelar del libre mercado tanto como de la
globalización: su objetivo es preservar una realidad social que está vertebrada
por una tradición, por lo general de carácter nacional, frenando el cambio que
inevitablemente se deriva de la apertura de las sociedades al cambio
tecnológico y la hibridación cultural. Salta a la vista que también parte de la
izquierda, así como todo el nacionalismo, comparten ese objetivo; la sociedad
abierta tiene pocos amigos declarados. En su epílogo a The Constitution of
Liberty, publicado en el año 1960, el propio Hayek se vio obligado a aclarar que
él no era conservador: si el conservadurismo se caracteriza por la drástica
oposición al cambio, desempeñándose como rival principal del liberalismo hasta
la aparición del socialismo en suelo europeo, el liberal parte de la premisa de
que la esencia del ser humano es la producción de lo nuevo y, aun sin
considerar bueno todo lo nuevo, está dispuesto a aceptar su
producción incesante como fundamento del progreso social. Hayek dixit.
Así que también Milei y Ayuso son
liberales antes que conservadores. Pero basta leer el ensayo de Raymond Aron
sobre la idea hayekiana de la libertad, que acaba de publicar Página Indómita
con el título de La definición liberal de la libertad, para constatar que
incluso dentro del liberalismo hay distintas formas de concebir la libertad y
su relación con la democracia. El perspicaz Aron cuestiona el individualismo
hayekiano, entre otras cosas porque no lo encuentra cuando se asoma a la
ventana: lo que ve son grupos sociales que defienden sus intereses en el
mercado electoral. Siendo francés, Aron ve con buenos ojos la planificación
económica de la que abjura Hayek, que entiende necesaria para una sociedad que
–véanse sus lecciones de 1955-1956 sobre ese tema, publicadas por Seix Barral
en 1965– prefiere definir como industrial antes que
como capitalista. También los separa el hecho de que Hayek ve en la
democracia un peligro potencial para la libertad allí donde la voluntad de la
mayoría se considere fundamento suficiente para una toma de decisiones
políticas sin limitaciones; y en eso tiene razón. Aron es más republicano: no
solo defiende una concepción más sofisticada de la libertad, sino que nos
previene contra el abandono de la política concebida como medio colectivo para
la toma de decisiones sobre aquello que a todos afecta. Quiere que el ciudadano
sea virtuoso y piense en el bien común; se niega a aplaudir el simple goce de
los vicios privados. Y bien está, pese a que no sabemos bien cómo articular
institucionalmente ese propósito ni estemos seguro de que ese ciudadano ideal exista
o pueda existir alguna vez. Si bien se piensa, tampoco hay manera de evitar que
el ciudadano interesado en la cosa pública termine interesándose por la
secesión ilegal de Cataluña o defienda la muerte civil de los sospechosos de
incurrir en comportamientos sexuales inapropiados.
Iliberalismo y decrecimiento
En cualquier caso, Dudda tiene razón:
la izquierda contemporánea parece poco interesada en defender la libertad y la
propia idea de emancipación ha quedado relegada en su lista de prioridades. Yo
mismo he participado en un número especial de la
revista European Journal of Social Theory dedicado a preguntarse
si la emancipación es un concepto anacrónico que ha dejado de tener utilidad
como ideal movilizador y como recurso intelectual. Hay que tener en cuenta que
el despliegue histórico de la emancipación consiste en una remoción de barreras
y obstáculos que impiden el libre desenvolvimiento de individuos o grupos; la
lectura más caritativa del movimiento woke entroncaría con esa
lógica. Que buena parte de la izquierda se haya hecho hoy decrecentista
sugiere, sin embargo, que la orientación expansiva del pensamiento
emancipatorio –incluido el liberal– topa con el freno que suponen los límites
ecológicos al crecimiento. No obstante, existe una alternativa que consiste en
la reforma ecológica del capitalismo; la izquierda, sencillamente, descree de
esa posibilidad y prefiere convertir a Marx en un pensador decrecentista –eso
hace Koehi Saito en su sesudo libro Degrowth Communism– desvinculado del
productivismo moderno.
Me interesa el decrecimiento, con
todo, porque ilustra de manera inmejorable la contradicción esencial de la
izquierda antiliberal: la que consiste en renegar de la democracia representativa
y la economía de mercado mientras, simultáneamente, dibuja una sociedad donde
los individuos disfrutan de una libertad más auténtica y el autogobierno
colectivo se lleva a efecto. En el caso del decrecimiento, la imposibilidad de
cuadrar ese círculo es obvia; en una comunidad de tamaño reducido y dedicada a
la supervivencia ecológica en condiciones de escasez, no se dan las condiciones
para el ejercicio de la autonomía personal ni pueden tomarse apenas decisiones
colectivas significativas. En un espacio social así definido, las
constricciones que padece el individuo son tales que hablar de libertad carece
de sentido.
Pero es que hay que discutir que los
movimientos sociales de los años sesenta se orientasen hacia un horizonte
emancipatorio o hubieran trazado un plan coherente que condujese a él. Basta
recordar el influjo que sobre aquellas protestas organizadas y formulaciones
intelectuales ejercían doctrinas tan estrambóticas como el maoísmo, ciertamente
poco amigo de la emancipación de los chinos realmente existentes. El potencial
emancipatorio de aquellos movimientos fue realizado dentro de la
sociedad liberal: expandiendo sus contornos, creando nuevos espacios de
autonomía personal, llamando la atención sobre problemas tales como el riesgo
medioambiental, lanzando una nueva ola feminista. Pero el tipo de sociedad
ideal defendido por sus jóvenes protagonistas se caracterizaba en el mejor de
los casos por la ingenuidad y en el peor por el autoritarismo. Con otras
palabras: los fundamentos emancipatorios de los movimientos contraculturales
podían realizarse en el marco de la sociedad liberal, pero no hubieran
sobrevivido a la puesta en práctica de las utopías colectivistas hacia la que
apuntaban sus propuestas. De ahí que sobre la relación de la izquierda con la
libertad pueda decirse irónicamente lo mismo que decía Hayek del
conservadurismo en las páginas antecitadas: “por su propia naturaleza no puede
ofrecer una alternativa a la dirección hacia la que nos movemos. Puede tener
éxito a la hora de resistirse a estas tendencias si ralentiza sus desarrollos
indeseables, pero, en la medida en que no puede indicar ninguna otra dirección,
no puede impedir su continuación”.
De manera similar, la izquierda
antiliberal siempre ha sido más aguda cuando ha sometido a crítica los
presupuestos del liberalismo que cuando ha debido ofrecer una alternativa
sistémica a este último; si bien no hay que conceder excesivo valor a la teoría
de la alienación sobre la que se basan buena parte de las objeciones a las
formas de vida contemporáneas. Una vez fracasada la alternativa comunista, la
izquierda se ha quedado sin proyecto; de ahí que no sepa hablar el lenguaje de
la libertad y haya recurrido a esa maniobra regresiva que consiste en abrazar
el populismo. Todo sería más sencillo si esa izquierda aceptase pacíficamente
la sociedad liberal como marco irremplazable en el que ha de realizarse la
emancipación humana (y quizá no humana); su tarea consistiría entonces en
contribuir a la tarea de mejorar y refinar esa sociedad, en lugar de perder el
tiempo soñando con sus alternativas. Al fin y al cabo, también el pensamiento
liberal posterior a la crisis financiera ha escarbado en la tradición para
resaltar su dimensión social: todos tenemos deberes que hacer.
Don’t fight the feeling: el ejercicio
de la libertad individual es un fin deseable que solo puede asegurarse en el
marco de una democracia liberal donde el poder público hace su parte del
trabajo, persiguiendo la igualdad de oportunidades y facilitando el libre
debate acerca de los problemas sociales más urgentes, mientras que la cultura y
la tecnología introducen sin cesar novedades sobre cuyos efectos habremos a su
vez de seguir discutiendo. ¡Está todo inventado! El funcionamiento de este
modelo en la práctica está lejos de ser ideal; contribuyamos, entre todos, a
mejorarlo. Y valoremos como se merece, a izquierda y derecha, la posibilidad de
decidir cómo vivir nuestras vidas sin que otros decidan por nosotros.
Manuel Arias Maldonado. (Málaga,
1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro
más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).
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