Nos Disparan desde el Campanario La Envidia y El Miedo… por Ana Carrasco Conde

 


Gráfica: Plano Sin Fin

Fuente: FILOSOFÍA&CO

Link de origen: https://filco.es/envidia/

 



La envida es una de las más terribles pasiones, alimentada por las llamas incombustibles del deseo por lo que el otro posee. ¿Qué han pensado los filósofos sobre la envidia, y qué podemos aprender con ello?

 

La envidia es una pasión. Nada grande se ha hecho sin pasión, según la expresión de Hegel en la Enciclopedia de las ciencias del espíritu (1830), ni podría ser hecho sin ella. Claro que esta pasión tiene diferentes formas y, aunque no deja de ser una expresión de una determinación sobre la que se deposita todo el interés del individuo o, dicho de otro modo, todo lo que uno es (espíritu, talento, carácter y goce, de seguir a Hegel) para la consecución de un fin, esta determinación puede estar ligada no sólo a grandes ideales (la justicia, la bondad y la belleza, por enumerar algo así como la “tríada diurna y biempensante” de la filosofía), sino también a emociones mucho más oscuras vinculadas a lo que podemos llamar “pasiones negativas”. Y si son “negativas” u “oscuras” no se debe, como se afirmó durante mucho tiempo en la tradición filosófica dominante, a que son privativas, es decir, si no hacemos el bien es porque, por ignorancia, “carecemos” del concepto de bondad, o a que sean defectivas, por ejemplo si somos injustos se debe a nuestro erróneo concepto de lo que es correcto y lo que no, sino porque son “positivamente negativas”: para conseguir nuestro propósito, a veces cegados por la pasión negativa de la que hablamos, decidimos actuar y actuar activamente con todo nuestro “espíritu, talento, carácter y goce”, contra aquello que nos imposibilita llegar a nuestro fin sin importar los medios. Y, desde luego, este modo de obrar no se debe a que desconozcamos lo que está bien y lo que está mal, sino porque o nos da igual o pensamos que esas convenciones morales están hechas para otros, dado nuestro carácter “excepcional” no reconocido “injustamente” por los otros.

Tendríamos aquí otra tríada, mucho más tenebrosa pero, lamentablemente, mucho más real y presente en nuestra vida cotidiana: la injusticia, la maldad y la fealdad. Sin duda también con ellas se han hecho grandes y terribles cosas. Y nadie puede decir de ellas que su origen ha sido el desconocimiento o la equivocación. A veces la maldad tiene destellos de genialidad, aunque sea esta una genialidad pulida en un grado de perfección tal que sólo puede provocarnos el horror. La pregunta es, pues, qué sucede cuando se emplean con todo el empeño el espíritu, el talento, el carácter y el goce al mal ajeno.

Entre estas pasiones una de las más terribles es la envidia alimentada por las llamas incombustibles del deseo que hace que se ansíe lo que el otro posee hasta extremos tales que no sólo se trata de tener lo que el otro tiene, sino que produce el intento de destrucción o de perjuicio hacia quien se dirige la envidia, como si el envidiado no mereciera lo que el envidioso debiera poseer, y consume además al que la padece. Hegel tendría aquí algo que decir, puesto que lo que condiciona la pasión no es el objeto en sí mismo, sino la forma con la que el sujeto se relaciona con él.

Como en todo, hay grados de envidia y este grado depende de la forma de esta relación. Hay “envidias sanas” que significan que, aunque se quiera poseer lo que el otro tiene, este deseo no implica un despojamiento o un perjuicio del otro, sino un mero “yo también”. Cuando digo que me dan envidia las personas que ahora están en la playa, no quiero que ellas dejen de disfrutar de sus vacaciones, sino que a mí me gustaría también disfrutar del mar. Ahora bien, si digo que yo debería tener lo que el otro tiene porque me lo merezco más: que yo, mi YO, es el que debería disfrutar de aquel objeto deseado, entonces introduzco una nueva y perversa categoría: el “debería” que lleva aparejada una noción perversa de justicia por la cual si hay un merecimiento es que alguien lo merece y otro que no, que cuestiona el estado de las cosas tal y como son e introduce un componente de desprecio al otro. El yo del envidioso se sitúa por encima del de los demás, a los que infravalora. No es extraño por ello que el que está verde de envidia ponga a los otros verdes e hinche todo aquello que hace para hacer notar su valía despreciando al tiempo lo que el otro es, tiene, hace o ha conseguido. Le caracteriza, además, un afán de reconocimiento desmedido.

La envidia, ya lo dijo Aristóteles, es una emoción característica de personas de “alma pequeña”, amantes de la fama y de los honores (Retórica 1387b 33-34). El envidioso es, por ello, un ser insatisfecho, incapaz de ver y reconocer lo que en verdad tiene, siempre pendiente del otro que “ocupa” su lugar. Es, por ello, un resentido. Mira lo que hacen los demás, de ahí, por cierto, el origen etimológico de la palabra: envidia (invidio) contiene la idea de mirar (videre) hacia los otros con malos ojos. Así hacían los dioses del Olimpo griego: vivían su vida envidiando –mirando– a los hombres.

El grado superlativo de la envidia la vincula con los celos: desear no lo que el otro tiene, sino ocupar –sin perder su propio nombre– su lugar que “en justicia” le corresponde más que al otro, debido, como en el anterior caso, a la visión distorsionada de la propia valía y la de los demás. Señala Sócrates en el Filebo que el envidioso, que siente una mezcla de dolor y placer ante lo que ve, es un ignorante porque vive bajo el engaño de no saber apreciar sus propias capacidades. Sin embargo, lo que no sabe apreciar el envidioso es la valía de los demás, a los que desprecia y desmerece, al creerse mejor que ellos: “Creyendo que son sobresalientes en virtud –dice Sócrates–, aunque no lo son […] ¿no es acerca de la sabiduría donde la mayoría, pretendiendo poseerla por completo, está llena de rivalidades y de una falsa apariencia de sabiduría” (48e-49a).

Sobre grandes pasiones se han escrito grandes obras. La ira de Aquiles dio lugar a la Ilíada de Homero, al igual que sobre la astucia (o mejor, el ardid para el engaño) de Ulises se construyó toda una Odisea o sobre la cobardía y la venganza trataron algunas de las más grandes obras de la tradición clásica, pero la envidia como tal nunca fue el tema central de las emociones trágicas. En todas estas pasiones hay algo de honorable, de lo que carece la envidia, que nada sabe de honor sino de resentimiento. Por eso no hay grandes hazañas que puedan contarse a partir de ella ni nada que sea digno de encomio. Si los poemas épicos fijan en la memoria aquello que no debe ser olvidado y las tragedias transmiten una enseñanza moral, de la endivia ni hay nada que recordar ni ninguna lección que aprender. En su relectura de los trágicos, Antonio Buero Vallejo presentó una nueva interpretación de Electra más acorde con los nuevos tiempos: lo que Electra siente hacia su madre, la bella Clitemnestra, es envidia: envidia por su belleza, que igualaba a la de su hermana Helena de Troya, envidia por su inteligencia, envidia por su vientre capaz de engendrar hijos, envidia por su elegancia, envidia pura, envidia llena de odio y de afán de un ajusticiamiento y tiene más que ver con el resentimiento. Y si alienta a su hermano Orestes a cometer matricidio como forma de ajusticiamiento por haber asesinado impunemente a Agamenón tras su regreso de Troya, es sólo como excusa. Por eso, dice Orestes, Electra nunca “perdonó” a su madre, igual que hay personas que nunca perdonan que los demás prosperen. El envidioso trata de destruir y desposeer al otro y alcanza su goce no sólo por obtener el objeto de su deseo, sino por infligir dolor al otro. Recuérdense las palabras de Electra en la versión de la Orestiada de Sartre: “¡Qué grite! ¡Qué grite! Yo los quiero, esos gritos de horror, y quiero sus sufrimientos”- pero al hacerlo deviene, como la hija de Clitemnestra, “revejido, […], condenado a la renuncia de la belleza y de la alegría […] roca enhiesta envuelta de su propia rigidez; insoportable. Óyela, susceptible ante las cosas más insignificantes”. Tristeza ante el bien ajeno y felicidad ante su mal, pero incapacidad para fijarse y disfrutar de lo más propio: la irrevocable y auténtica propia vida.

 

El Miedo

 

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El miedo poco sabe de distancias ni de aquello que distingue lo real de lo ficticio. Tampoco sabe de tiempos concretos, pero sí de incertidumbre, de posibilidad, de vulnerabilidad, de peligro. Sabe también de frío, de temblor, de desamparo. Y sabe –y mucho– de opresión, de malestar, de pensamientos que se agolpan en muros de palabras que imposibilitan la entrada de luz y, con ella, la elaboración un razonamiento claro.

Ante él surgen de pronto bancos de niebla que ahogan esperanzas y oscurecen el juicio. El miedo irrumpe e interrumpe la calma y el sosiego de quien se considera a salvo con la inquietud de un mal que nos acecha, de aquello que hace peligrar nuestra vida, de algo que nos perjudica, de lo que puede causarnos sufrimiento, que nos lo causa ya, de hecho, por nuestro propio miedo o por el miedo también del otro. Y así, arrastrado por la inquietud, quien siente miedo es presa de la angustia ante una situación que no controla y de la que trata, en ocasiones, de huir: se huye a veces corriendo en dirección contraria de aquello que nos atemoriza, se le da la espalda, cerrando los ojos, como si no viéndolo tampoco eso otro pudiera vernos y desapareciera; también pueden tomarse decisiones precipitadas que nos permitan salir de la situación de peligro cuanto antes o se delega en alguien o algo que pueda protegernos. Quien siente miedo siente su incapacidad para enfrentarse adecuadamente a la amenaza.

Frente al terror, que implica la aparición de lo impensable que altera abrupta e inesperadamente nuestra vida –es decir, de aquello que ni siquiera concebíamos como posible–, el miedo se siente ante un mal determinado y concreto que está próximo: un mal que nos concierne y nos afecta, que puede alcanzarnos, que es probable que lo haga y que está ya en el horizonte de posibilidades de nuestra vida, que puede intuirse, que se encuentra dentro de nuestro mundo. Y cuando sucede, cuando todo se altera y queda rota nuestra vida, surge entonces ominioso el terror, que aviva los miedos y alimenta la necesidad de seguridad.

Si podemos huir de lo que nos da miedo es porque sabemos qué es lo que nos inspira ese sentimiento, conocemos cuál es la amenaza. El miedo no es por ello algo que tenga que ver con la sorpresa, sino justamente con aquello que se espera. Si nos asustamos, como lo hacemos al ver una película de terror, es por lo inesperado, pero si sentimos miedo es porque sentimos que es posible que nuestro objeto de temor (o nuestra fantasía) suceda realmente. La página o la pantalla que nos separa de lo que acontece en las novelas de terror o en las películas constituye una barrera que nos permite contemplar y disfrutar –incluso con horror– aquello que se muestra como terrible, pero nos garantiza la seguridad de que nada de aquello nos afectará en la realidad. Estamos a salvo. No es miedo al monstruo de la pantalla lo que sentimos, sino miedo a que ese monstruo, a través de nuestra fantasía, nos ataque en la vida real.

El miedo poco sabe de distancias ni de aquello que distingue lo real de lo ficticio. Tampoco sabe de tiempos concretos, pero sí de incertidumbre, de posibilidad, de vulnerabilidad, de peligro. Sabe también de frío, de temblor, de desamparo. Y sabe –y mucho– de opresión, de malestar, de pensamientos que se agolpan en muros de palabras que imposibilitan la entrada de luz y, con ella, la elaboración un razonamiento claro.

Ante él surgen de pronto bancos de niebla que ahogan esperanzas y oscurecen el juicio. El miedo irrumpe e interrumpe la calma y el sosiego de quien se considera a salvo con la inquietud de un mal que nos acecha, de aquello que hace peligrar nuestra vida, de algo que nos perjudica, de lo que puede causarnos sufrimiento, que nos lo causa ya, de hecho, por nuestro propio miedo o por el miedo también del otro. Y así, arrastrado por la inquietud, quien siente miedo es presa de la angustia ante una situación que no controla y de la que trata, en ocasiones, de huir: se huye a veces corriendo en dirección contraria de aquello que nos atemoriza, se le da la espalda, cerrando los ojos, como si no viéndolo tampoco eso otro pudiera vernos y desapareciera; también pueden tomarse decisiones precipitadas que nos permitan salir de la situación de peligro cuanto antes o se delega en alguien o algo que pueda protegernos. Quien siente miedo siente su incapacidad para enfrentarse adecuadamente a la amenaza.

Quien siente miedo es presa de la angustia ante una situación que no controla y de la que trata de huir: se huye a veces corriendo en dirección contraria de aquello que nos atemoriza, se le da la espalda, como si no viéndolo tampoco eso otro pudiera vernos y desapareciera

Frente al terror, que implica la aparición de lo impensable que altera abrupta e inesperadamente nuestra vida –es decir, de aquello que ni siquiera concebíamos como posible–, el miedo se siente ante un mal determinado y concreto que está próximo: un mal que nos concierne y nos afecta, que puede alcanzarnos, que es probable que lo haga y que está ya en el horizonte de posibilidades de nuestra vida, que puede intuirse, que se encuentra dentro de nuestro mundo. Y cuando sucede, cuando todo se altera y queda rota nuestra vida, surge entonces ominioso el terror, que aviva los miedos y alimenta la necesidad de seguridad.

Si podemos huir de lo que nos da miedo es porque sabemos qué es lo que nos inspira ese sentimiento, conocemos cuál es la amenaza. El miedo no es por ello algo que tenga que ver con la sorpresa, sino justamente con aquello que se espera. Si nos asustamos, como lo hacemos al ver una película de terror, es por lo inesperado, pero si sentimos miedo es porque sentimos que es posible que nuestro objeto de temor (o nuestra fantasía) suceda realmente. La página o la pantalla que nos separa de lo que acontece en las novelas de terror o en las películas constituye una barrera que nos permite contemplar y disfrutar –incluso con horror– aquello que se muestra como terrible, pero nos garantiza la seguridad de que nada de aquello nos afectará en la realidad. Estamos a salvo. No es miedo al monstruo de la pantalla lo que sentimos, sino miedo a que ese monstruo, a través de nuestra fantasía, nos ataque en la vida real.

El miedo no tiene que ver con la sorpresa, sino con aquello que se espera. Si nos asustamos es por lo inesperado, pero si sentimos miedo es porque sentimos que es posible que nuestro objeto de temor suceda realmente

Se huye de eso que se tiene localizado y cuyo origen se intuye o se sabe con certeza: miedo al desempleo, miedo al abandono, miedo a no ser aceptado, miedo a la oscuridad, miedo a la enfermedad, miedo a perder la vida y miedo, el más peligroso de todos, al otro. Huyen, según Homero en La Iliada, en la que es una de las primeras apariciones de este concepto, los que luchan en el campo de batalla espoleados por Phóbos (miedo), de la familia de phébomai, huir precipitadamente y en desorden. Por eso, cuando Aristóteles aborda esta funesta pasión, lo hará en la Ética a Nicómaco relacionándola con el valor en la lucha para acabar afirmando que el cobarde, por ejemplo, es el que no se encara al peligro. Este mal implica, como sostendrá en la Retórica, la proximidad de lo temible. En esa misma línea, para Hume, que sigue a Cicerón, el miedo ha de asociarse a los males futuros y la aflicción a los males presentes. Sin embargo el miedo puede llegar ser un mal en sí mismo, fuente de la irrupción de mil padecimientos distintos. La reacción ante él nos salva o nos destruye. Si todo miedo está acompañado por la angustia (o, al menos, a un tipo concreto de angustia), esta surge ante la indeterminación por el momento en el que se asestará el golpe que quebrará nuestra vida. No es esta amenaza concreta la que hace tambalear nuestra vida, sino el estado de confusión ligado a la inseguridad que nos lleva, como dijera Heidegger, a perder la cabeza.

El peligro del miedo es el miedo en sí mismo que crea la fantasía de seguridad ante lo que se conoce y asocia el peligro con la diferencia y lo diferente, que imposibilita la distancia suficiente para entender lo que (nos) sucede y conduce al error “al temer lo que no se debe o como no se debe o cuando no se debe” (Aristóteles). No se puede no tener miedo –ni se debe no tenerlo– ante algunas de las adversidades más terribles de la vida, pero lo que puede y debe hacerse es darse tiempo para comprender que la amenaza más cercana radica en cómo reaccionamos ante el terror.

 

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