Nos Disparan desde el Campanario La austeridad es un proyecto antidemocrático… por Clara E. Mattei y Aditya Singh
Gráfica: https://www.singulart.com/es/pintura/pobreza
Traducción: Florencia Oroz
Fuente: Jacobin
Link de origen:
https://jacobinlat.com/2024/11/la-austeridad-es-un-proyecto-profundamente-antidemocratico/
La austeridad es un proyecto centenario
para debilitar la democracia
en ámbitos cruciales de nuestras vidas
La austeridad es omnipresente. Subidas
de los tipos de interés, nuevas privatizaciones, contratos laborales cada vez
más flexibles, recortes en sanidad y educación pública, reducción de los
impuestos sobre las plusvalías y aumento de los impuestos sobre el consumo.
Cada reforma económica se nos presenta como una necesidad: debemos apretarnos
el cinturón, no sea que nuestro Estado entre en bancarrota. Debemos ser
realistas y tomar decisiones difíciles, como exige la situación económica. Una
visión de la economía entendida como ciencia pura, objetiva y lógica nos
atrapa. No hay alternativa, y no queda más remedio que confiar en los expertos.
Pero, ¿qué quieren decir estos
expertos cuando utilizan este término aparentemente ubicuo? La mayoría lo
describirá como políticas económicas que implican recortes del gasto público y
subidas de impuestos. He aquí la primera trampa: los economistas utilizan la
lente del agregado, del todo. Estos expertos hablan de las economías
estadounidense, francesa o brasileña como entidades nacionales cohesionadas.
Sin embargo, visto más de cerca, se trata de abstracciones burdas que ocultan
las profundas divisiones de clase dentro de las economías nacionales y entre
ellas.
Si observamos el gasto público
agregado en el país en el que vivo y trabajo, Estados Unidos, no veo ningún
rastro de austeridad. De hecho, el Estado gasta mucho, sobre todo para asegurar
los beneficios de los accionistas, con dádivas públicas a entidades privadas
del complejo militar-industrial y otros sectores. Bajo el mandato de Joe Biden,
Estados Unidos se endeudó para incentivar a los gestores de activos a invertir
en la transición ecológica, impulsar el sector financiero estadounidense y
enviar al menos 12
500 millones de dólares en ayuda militar a Israel en menos de diez
meses. Sumada a otra «ayuda» enviada en agosto, esto garantiza el negocio a más
de cincuenta multinacionales implicadas en una masacre que se estima ya ha
matado a 186
000 personas, el 70% de ellas mujeres y niños.
Así pues, el gasto público no está
disminuyendo, pero la cuestión relevante es otra. La austeridad no consiste
simplemente en si el Estado gasta o no, sino en dónde gasta o,
mejor aún, para quién gasta. La mentira de la austeridad sirve como
herramienta para garantizar que, independientemente del partido que esté en el
poder o de la opinión pública, la democracia no interfiera con el statu
quo.
¿Estado de quién, intereses de quién?
Cuando el Estado estadounidense, como
la mayoría de los Estados, aumenta el gasto militar o rescata a los bancos
mientras recorta simultáneamente el gasto en sanidad, educación, transporte,
vivienda pública o subsidios de desempleo, transfiere estructuralmente recursos
de la mayoría trabajadora al 1% de la población que subsiste principalmente de
la propiedad del capital (es decir, dividendos de acciones, rentas e
intereses).
En otras palabras, la tan mentada
austeridad no consiste en gastar menos, sino en gastar de la forma
«correcta»: a favor de la élite económica y financiera y en detrimento de la
mayoría de la población. Mientras luchamos por permitirnos un tratamiento
médico básico, nos vemos obligados a enviar a nuestros hijos a escuelas
superpobladas y mal financiadas y esperamos en largas colas para hacer un
trámite en la administración pública, las arcas de Lockheed Martin y BlackRock
se rellenan constantemente. Solo en 2023, el Estado estadounidense compró a
Lockheed Martin casi 50
000 millones de dólares en armas. Aunque se recorten los gastos
sociales, para la clase capitalista, la idea de que no hay dinero no existe.
El mismo principio se aplica a los
ingresos del Estado, la otra cara de la moneda de la austeridad: no se trata
de si el Estado aumenta los impuestos, sino de para quién los
aumenta. Hoy en día, la mayoría de los gobiernos promulgan reformas
fiscales regresivas que siguen recortando impuestos a quienes tienen
rentas del capital (por no hablar de las generosas lagunas fiscales) mientras
aumentan los impuestos a quienes viven del trabajo, que tienen poco margen para
la evasión dado que tributan directamente de su nómina.
En Estados Unidos, las personas que
obtienen ingresos del trabajo tributan desproporcionadamente más que las que
obtienen ingresos a través de ganancias de capital, la mayoría de las cuales
son obtenidas por los ricos (en 2019, el 1% superior representó el 75% de todas
las ganancias de capital en Estados Unidos, y el 0,1% superior por sí solo casi
la mitad). Además, mientras que los impuestos sobre las ventas, los impuestos
especiales (como los aplicados sobre el combustible) y los impuestos sobre el
alcohol —que todos pagamos por igual independientemente de los ingresos— están
creciendo en la mayoría de los estados norteamericanos, los impuestos federales
sobre las empresas se han reducido (del 35% al 21% en 2017), así como los
impuestos sobre los tramos superiores de ingresos (del 92% en 1953 al 37% en
2023).
Esto nos lleva a la absurda situación
de que, en una corporación como Walt Disney, un custodio tendría que trabajar
dos mil años para ganar lo mismo que lo que gana el director general en uno, y
los accionistas pagan muchos menos impuestos que los trabajadores, cuyo trabajo
es lo que genera beneficios. Pero Walt Disney no es una manzana podrida, sino
un estándar que palidece en comparación con otras empresas. En 2018, las
corporaciones estadounidenses que pagaron cero dólares en impuestos federales
sobre la renta incluyeron a empresas como IBM, Starbucks, Netflix, Delta,
Chevron, GM y Amazon. El ejemplo más flagrante de fiscalidad regresiva es el
recorte del impuesto de sucesiones, un impuesto que se ha vuelto
sustancialmente irrelevante para los ingresos fiscales en todo el mundo. En
Estados Unidos, gracias al mecanismo de un fideicomiso de anualidades (el
llamado Grantor Retained Annuity Trust), los multimillonarios pueden transmitir
su riqueza a las siguientes generaciones completamente libres de impuestos.
Teniendo en cuenta estos hechos,
podemos descartar el tropo común por el que las políticas de austeridad se
conciben como un juego de suma cero entre el Estado y el mercado. El
capitalismo de austeridad no significa menos Estado, sino más bien un Estado
que desempeña constantemente un papel activo en el apuntalamiento del mercado
actuando según la lógica de expropiar recursos de los muchos (que viven de los
salarios) para favorecer a los pocos (que subsisten principalmente del
capital).
La austeridad «gestiona» la economía
en el sentido más radical: nos hace precarios y dóciles y garantiza que nunca
se cuestione el sistema económico. La austeridad es transversal a los partidos.
A menudo es paradójicamente la autodenominada izquierda la que impulsa la
austeridad, desde el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil hasta el
Partido Laborista en el Reino Unido. Este fue especialmente el caso de la
coalición socialdemócrata-verde alemana de Gerhard Schröder, que emprendió
recortes sociales y reformas del mercado laboral de gran calado que,
posiblemente, ningún gobierno conservador se habría atrevido a llevar a cabo.
La trinidad de la austeridad
La austeridad fiscal suele ir de la
mano de políticas monetarias de aumento de los tipos de interés, como ha hecho
el Banco Central Europeo casi mensualmente desde julio de 2022. Es una buena
noticia para los propietarios de capital (esos mismos individuos a los que el
Estado decide no gravar, sino pedirles prestado, lo que les genera intereses).
Es una mala noticia para las familias que dependen de los préstamos para su
supervivencia diaria y que se encontrarán pagando hipotecas más altas y
acumulando más deudas de tarjetas de crédito.
Las familias trabajadoras se ven
afectadas no solo como consumidores, sino aún más como trabajadores. En primer
lugar, el mayor coste del dinero aumenta los gastos de endeudamiento del
gobierno para servicios sociales, que luego se citan para justificar nuevos
recortes. Estos, a su vez, aumentan la mercantilización de esos derechos
básicos como la sanidad y la educación y, por tanto, la disposición de los
trabajadores a aceptar cualquier trabajo que puedan encontrar para pagarlos.
Además, la austeridad monetaria repercute directamente en el mercado laboral.
El alto coste del dinero, de hecho, ralentiza la economía; menos oportunidades
de trabajo y un mayor desempleo socavan el poder de negociación de los
trabajadores. La austeridad monetaria determinó la agenda de la Reserva Federal
estadounidense en 2022 y 2023 y elevó el número de desempleados en 1,3 millones entre
julio de 2023 y julio de 2024.
La actual ola de austeridad monetaria
estuvo precedida por más de una década de tipos de interés muy bajos,
especialmente en el momento posterior a 2008, lo que benefició
directamente a la concentración del poder económico en manos de los
gestores de activos y del capital «en la nube». Sin embargo, como nos recuerda
la actual secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen, «los tipos de
interés solo pueden ser bajos cuando los trabajadores son débiles».
El dinero fácil y las recientes
formas de flexibilización cuantitativa que aseguraron inmediatamente los
activos de las grandes corporaciones eran políticamente compatibles con el
orden del capital debido a las anteriores oleadas de austeridad. Este es el
papel desempeñado en Estados Unidos por el infame shock Volcker. Toma
su nombre del presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, que subió los
tipos de interés hasta el 20% a principios de los años ochenta, provocando una
recesión económica en Estados Unidos y otra aún mayor para los países
latinoamericanos que estaban muy endeudados en moneda estadounidense. Como en
muchas otras partes del mundo, esta dosis de dinero caro aumentó el desempleo
hasta el 10% y quebró la espalda de los trabajadores organizados en un momento
en que pasaban a la ofensiva como no se había visto en décadas.
Sin embargo, la élite gobernante sabe
que no hay victoria permanente. Como demuestran los últimos acontecimientos,
cualquier aceleración del crecimiento salarial en un contexto de contracción de
los mercados laborales es una amenaza potencial que hay que erradicar. El
riesgo de que una economía entre en una espiral de recesión es un coste a corto
plazo comparado con el requisito previo vital de la acumulación de capital:
garantizar la subordinación de los trabajadores y una tasa de explotación
saludable. Lejos de «catástrofes naturales», las recesiones económicas son a
menudo resultados deliberados diseñados para asegurar la contracción salarial y
mantener el dominio incuestionable de la ganancia.
Por último, no podemos olvidar el
tercer elemento de la trinidad de la austeridad, a saber, la austeridad
industrial visible en la intervención directa del Estado en el mercado laboral
a través de la privatización, el desmantelamiento de los derechos laborales
duramente conquistados y el debilitamiento de los sindicatos. Las tres facetas
de la austeridad —fiscal, monetaria e industrial— se refuerzan mutuamente y
trabajan al unísono para desplazar continuamente recursos de los trabajadores a
los poseedores de capital.
Más que un marco defectuoso
Numerosos estudios han demostrado que
la austeridad casi nunca estimula el crecimiento ni reduce la deuda. En vista
de ello, la cuestión relevante no es el historial de la austeridad, sino por
qué sigue siendo el curso de acción preferido de los gobiernos. Al reflexionar
sobre las razones de la austeridad, el mayor error que podemos cometer es
tratarla simplemente como una política errónea que obstaculiza el crecimiento
económico. Este tipo de posición es la que suelen adoptar los economistas
críticos con la austeridad, pero que siguen operando en un marco tecnocrático
que asume una separación absoluta entre los problemas económicos y los
políticos.
El predominio de la austeridad no es
el resultado de la pura estupidez o corrupción de los gobernantes; al
contrario, estos se adhieren a ella porque la consideran particularmente eficaz
para reforzar las relaciones de clase. No se pueden entender las políticas
fiscales y monetarias sin considerar su impacto en las relaciones laborales y,
en última instancia, en lo que llamamos el orden del capital como relación
social fundacional de nuestro sistema económico. Las manipulaciones de la
demanda agregada siempre han sido un medio para alcanzar un fin más profundo:
garantizar que para la mayoría de las personas de este planeta no existan
alternativas a la venta de su trabajo para ganarse la vida.
Este objetivo tiene prioridad sobre
todos los demás, incluso a costa de una recesión económica temporal o de un
mayor endeudamiento. Es fácil desenmascarar las prioridades políticas en juego
si se considera, por ejemplo, el coste que supone para los ciudadanos
estadounidenses no gravar a los ricos. Según el Tesoro estadounidense, gravar
las plusvalías al fallecer en lugar de permitir que se transmitan sin tributar
recaudaría más de 400 000 millones de dólares en la próxima década, casi
exclusivamente del 1% más rico. Eso es tres veces lo que el gobierno de EE.UU.
gastó en programas de asistencia alimentaria para familias de bajos ingresos en
2023. El desfinanciamiento sistemático del Servicio de Impuestos Internos es un
caso emblemático. El despido de empleados públicos con el pretexto de recortar
gastos ha costado irónicamente unos 7,5 billones de dólares en más de una
década debido a la falta de recaudación de impuestos, casi 4,5 veces
el déficit del año fiscal 2023.
En resumen, el principal objetivo que
las élites pretenden alcanzar con la austeridad es aumentar la dependencia de
los trabajadores del mercado. Si, por ejemplo, un trabajador estadounidense
teme perder su empleo y, con él, la capacidad de pagar la atención médica, se
vuelve más controlable. Si las oportunidades de empleo escasean, los salarios
disminuyen. A medida que el Estado recorta en sanidad, educación, vivienda
social, transporte y servicios públicos, la gente se preocupa por tener dinero
en el bolsillo para garantizar una buena educación a sus hijos, un tratamiento
médico adecuado, un techo bajo el que vivir y el derecho al transporte. Cada
vez están más atados a la necesidad de disponer de dinero suficiente, que la
mayoría solo puede obtener de una manera: vendiendo su capacidad de trabajo a
cambio de un salario. Apenas tienen energía para llegar a fin de mes, por no
hablar de emprender una lucha colectiva para cambiar sus condiciones de
trabajo.
Sin embargo, hay un segundo motivo:
la trinidad de la austeridad apoya la inversión de capital atrayendo a los
inversores más ricos mediante subvenciones e incentivos estatales, impuestos
obscenamente bajos (sobre las plusvalías, el patrimonio y los beneficios
empresariales), salarios por el suelo y el desmantelamiento de las garantías y
protecciones laborales. Al garantizar las mejores condiciones posibles para que
los beneficios se disparen, las políticas de austeridad se convierten en
herramientas para redistribuir la riqueza hacia arriba, beneficiando a una
minoría de la élite de ahorradores-inversores (que de todos modos tienden a
considerarse los más virtuosos y merecedores).
Por lo tanto, la verdadera medida de
la eficacia de la austeridad reside en su capacidad para imponer y reforzar una
estructura de clases para servir y, sobre todo, proteger el orden capitalista,
el mismo orden que sustenta el crecimiento económico. En este sentido, la
austeridad nunca ha sido un cálculo irracional.
Disciplinario por diseño
Las instituciones financieras
dominantes de nuestra era, desde la Reserva Federal hasta el Banco Central
Europeo y el Fondo Monetario Internacional, sirven ostensiblemente al propósito
primordial de «estabilizar» la economía. Sin embargo, una lectura más atenta de
la historia revela que el requisito previo fundamental para esta estabilización
es amañar el juego contra los trabajadores para que no tengan otra alternativa
que aceptar un papel subordinado en el proceso de producción. Como dijo
brillantemente el economista estadounidense Duncan Foley, las políticas
monetarias y fiscales ostensiblemente orientadas a la inflación deberían
describirse mejor como «orientadas a la tasa de explotación». La caja de
herramientas de la gestión macroeconómica —subidas de los tipos de interés,
recortes del gasto social, fiscalidad regresiva, privatizaciones— se basa en el
sacrificio selectivo de los trabajadores en forma de pérdidas de empleo,
precariedad social y dependencia del mercado.
Puede que estos escenarios te
parezcan paradójicos o incluso la expresión de un fracaso de las políticas
económicas. No te culpamos. Lo que queremos subrayar, sin embargo, es que estos
resultados no son un fracaso, sino más bien el resultado deseado de la lógica
de nuestro sistema económico. La confiscación de los recursos de los
trabajadores aumenta su vulnerabilidad económica, su precariedad y su
dependencia del mercado. Estos son definitivamente problemas para nosotros pero
no para el sistema: asegurar la dependencia del mercado significa asegurar los
fundamentos del orden del capital.
Es hora de dejar de creer en la idea
de que, dentro de una sociedad capitalista, tiene sentido discutir las
políticas económicas según el criterio de lo «correcto» y lo «incorrecto» para
un bien común elusivo. Una vez que escarbamos en la historia del capitalismo,
queda claro que lo que los críticos describen como problemas del sistema
(pobreza, desigualdad y desempleo) son en realidad soluciones, aunque
soluciones a problemas diferentes. En un sistema capitalista, las políticas
económicas siempre funcionan en beneficio de algunos y en detrimento de la
mayoría. Nuestra maquinaria económica no está pensada ni estructurada para
satisfacer las necesidades de la gente corriente, sino para aumentar las rentas
y los beneficios de los pocos poseedores de capital. Lo que es ventajoso para
los beneficios es ciertamente desventajoso para la mayoría de la gente, ya que
la ventaja para los primeros se basa en gran medida en el sacrificio de los
segundos.
El papel vital de la austeridad, tan
profundamente arraigado en la formulación de políticas que resulta casi
invisible, se hace patente de forma flagrante cuando el sistema económico que sustenta
entra en una crisis existencial y la ilusión de un capitalismo estable se
desvanece. Mucho más que una mera ralentización del crecimiento económico,
estas crisis son momentos en los que la esencia misma del sistema (la venta de
bienes con ánimo de lucro) y sus pilares (la propiedad privada de los medios de
producción y el trabajo asalariado) son cuestionados por la mayoría de la
población, especialmente por los trabajadores, en cuya aquiescencia se basa el
sistema.
El periodo posterior a la Primera
Guerra Mundial fue un momento así, en el que incluso en el corazón del
Occidente capitalista las visiones de una alternativa al capitalismo cosecharon
una amplia simpatía popular. Desde Gran Bretaña hasta Italia y Alemania, se
estaban produciendo cambios institucionales concretos: en algunos casos, los
consejos obreros organizaban la producción horizontalmente y se proponían como
el embrión de nuevas organizaciones políticas auténticamente democráticas. La
movilización social a gran escala estaba logrando una profunda redistribución.
Lo que detuvo la transición hacia una
mayor democracia económica fue una campaña impulsada por expertos para
codificar la austeridad como una resolución objetiva a la crisis del
capitalismo. Una minoría de poderosos tecnócratas intervino para remediar lo
que consideraban un mundo en desorden. En nombre de la lucha contra la
inflación y la consecución de un presupuesto equilibrado —argumentos clave que
siguen siendo piedras angulares en la retórica de los expertos hoy en día—, los
economistas trabajaron al servicio de un objetivo específico: volver a someter
a la mayoría de los ciudadanos al orden económico dominante. Como analiza The
Capital Order, para imponer la austeridad a los trabajadores italianos, los
expertos económicos podían contar con la mano dura del régimen fascista de
Benito Mussolini, que contaba con el amplio apoyo de la élite liberal
internacional. Mussolini formalizó la alianza de la pericia neoclásica con el
gobierno autoritario, que no es una excepción en la historia del capitalismo de
los siglos XX y XXI.
La conexión explícita entre
austeridad y represión política —tan evidente bajo el fascismo— revela cómo el
tratamiento económico de los ciudadanos italianos no era en realidad tan
diferente del tratamiento que los expertos británicos preveían para su propio
pueblo. De hecho, los tecnócratas británicos presionaron mucho a favor de una
aplicación no democrática de la política económica a través de la independencia
y la autoridad de los bancos centrales. Las continuidades entre las versiones
fascista y liberal de la austeridad muestran cómo la protección del orden del
capital requiere un esfuerzo constante para aislar las palancas de la gestión
macroeconómica de la interferencia popular. La dinámica de hace cien años sigue
hablándonos al revelar tendencias insidiosas en la economía política
contemporánea.
Investigar lo que ocurrió entonces,
cuando surgió la austeridad para disciplinar a los trabajadores de toda Europa,
nos permite profundizar en su lógica actual y desmontar mejor los malentendidos
que silencian la disidencia y la resistencia. La historia revela que la
austeridad no es una mera aberración del giro neoliberal de los años setenta,
como a menudo se cree. Más bien, es una herramienta estructural de nuestro
sistema económico, esgrimida para preservar una saludable tasa de explotación.
Aunque la austeridad se hace más explícitamente visible como contraofensiva en
tiempos de mayor protesta por parte de los trabajadores y los movimientos
sociales, representa la norma fija de los gobiernos —y un límite muy estrecho
de la democracia electoral— dentro de un sistema capitalista como tal.
Acabar con la austeridad requerirá,
por tanto, algo más que ganar unas cuantas elecciones con una plataforma
progresista. Tenemos que entender de dónde viene para trazar un camino hacia
donde queremos ir. Los estudios históricos pueden traspasar las abstracciones
económicas para transmitir un mensaje empoderador: a diferencia de lo que los
expertos nos quieren hacer creer, nuestro sistema económico no es natural ni espontáneo.
El capital como «dinero» y como «crecimiento del PIB» se basa en un orden
político específico que se apoya en el sometimiento de la mayoría. Por esta
razón, nuestro sistema económico requiere un soporte vital constante. Es
intrínsecamente frágil, y la austeridad se ha perfeccionado con el tiempo como
medio para salvaguardarlo.
El orden capitalista depende de la
intervención activa del Estado para controlar el mercado laboral y debilitar la
posibilidad de que surja cualquier sistema económico alternativo. Prestar
atención a las estrategias políticas implementadas continuamente para proteger
el orden del capital demuestra que nuestro actual sistema socioeconómico no es
inevitable. Tampoco debe aceptarse pasivamente como el único camino a seguir.
De ahí el mensaje de empoderamiento: puede subvertirse mediante la acción
colectiva. El estudio de la lógica y la finalidad de la austeridad es un primer
paso en esa dirección.
[*] El artículo anterior fue
publicado originalmente en la edición impresa de Jacobin Deutschland.
Clara E. Mattei es profesora de Economía y directora del Centro de
Economía Heterodoxa de la Universidad de Tulsa, Oklahoma. Es autora de The
Capital Order: How Economists Invented Austerity and Paved the Way to Fascism
Aditya Singh es estudiante de doctorado en Economía en la New School for
Social Research. Su trabajo se centra en la influencia histórica del concepto
de independencia de los bancos centrales y su repercusión en las políticas de
los países del Sur global
Comentarios
Publicar un comentario