Fuente: Bloghemia
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La primera edición de Héroes salió en Londres en 2015. Empecé a escribir ese libro en julio de
2012 después de leer sobre la masacre que tuvo lugar en la ciudad de Aurora,
Colorado. Un niño llamado James Holmes, vestido como Batman, con cabello
naranja, fue al estreno de Dark Knight Rises de Christopher Nolan, y durante la
proyección sacó un par de armas automáticas y disparó contra la multitud
matando a unas pocas docenas de personas. Treinta y dos si no recuerdo mal.
En los meses anteriores, una mezcla de repugnancia y fascinación perversa me había empujado a leer todo lo que pude encontrar sobre este tipo de masacres que parecían haber proliferado desde hacía algunos años, especialmente en Estados Unidos. Cuando leí sobre James Holmes y la masacre de Aurora me decidí a escribir sobre este tema, porque este episodio me obligó a reflexionar sobre la relación entre diversión, soledad, competencia y, sobre todo, sufrimiento.
Han pasado diez años desde aquel
episodio, el pobre James Holmes estará encerrado en alguna prisión
norteamericana, pero la matanza nunca ha cesado, al contrario, avanza cada vez
con más intensidad.
En 2021 hubo más de un tiroteo masivo
por día, según Forbes. Con la expresión tiroteo en masa nos referimos a un
evento en el que una persona mata al menos a cuatro de sus semejantes, y luego
generalmente se suicida.
Lo que me impulsó a escribir Héroes en 2012 no fue solo lo absurdo de un país donde cualquiera, incluso
psíquicamente perturbado, puede comprar armas altamente destructivas. Sabemos
que ese país nació de un genocidio, se hizo próspero explotando el trabajo de
millones de esclavos deportados con violencia, y por tanto sabemos que ese país
es por su naturaleza misma la negación de lo humano. Sabemos que ese país
persigue la supresión de la solidaridad, la comprensión y, en definitiva, de la
humanidad en todas partes. Y sobre todo sabemos que ese país ha invertido sus
recursos económicos e intelectuales en la producción de armas cada vez más
letales, y que su cultura defiende la posesión de armas como si fuera la única
libertad de la que no piensan privarse.
El devenir actual del mundo quizás se
entienda, observado a través de esta especie de locura horrible, mejor que a
través de la locura depurada de los economistas y los políticos. La agonía del
capitalismo y el desmantelamiento de la civilización social se puede entender
mejor desde este punto de vista peculiar: el crimen suicidario.
La realidad desnuda del capitalismo a
la vista: horrible.
En el país líder del mundo libre se
produce más de una matanza al día, y la media se ha acelerado tras el tremendo
exterminio de niños en Sandy Hook, tras el que Obama prometió medidas que no
pudo adoptar. En 2021 las masacres en las que quedan más de cuatro víctimas
sobre el terreno fueron 147. Pero el pico se alcanzó en 2020, cuando se
produjeron 610 masacres en doce meses, mientras la covid-19 segaba a otros
inocentes.
En un artículo publicado en The
New York Times el 27 de mayo de 2022 (“América puede estar rota sin
posibilidad de reparación”), Michelle Goldberg nos informa de que “la principal
causa de muerte de los niños estadounidenses son las armas de fuego”. Pero la
mayoría de los legisladores en el Congreso ven esto como un precio que se debe
pagar para defender la libertad.
Libertad: así la llaman. Por la
libertad cometieron el genocidio más perfecto de la historia de la humanidad;
por la libertad deportaron a millones de hombres y mujeres de tierras
africanas; por la libertad explotaron a millones de esclavos. Por la libertad
consumen los recursos del planeta en proporción cuatro veces superior a la
media de los países restantes.
¿Cómo esa gente arrogante no puede
lograr hacer una ley que limite la disponibilidad de armas, para que al menos
los niños puedan salvarse? Michelle Goldberg responde: “Será imposible hacer
algo en el tema de las armas, al menos a nivel nacional, mientras los
demócratas tengan que lidiar con un partido que contempla la insurrección como
una posibilidad política de futuro”.
El punto es este: en Estados Unidos
se desarrolla desde hace algún tiempo una guerra civil que no tiene fronteras
políticas reconocibles, que no opone estos a aquellos, los pobres a los ricos,
o los blancos a los negros, sino que opone a todos contra todos.
La guerra civil está en curso, pero
no se puede declarar porque es una guerra psicótica, desprovista de cualquier
otra motivación que el sufrimiento psíquico, la desesperación y la violencia
endémica y congénita.
Michelle Goldberg señala que “las
víctimas de los asesinatos en masa cada vez más frecuentes son daños
colaterales en una guerra civil fría”. Durante su triunfante campaña electoral
de 2016, Donald Trump lo dejó claro: la gente de la Segunda Enmienda podrá
detener a Hillary Clinton antes de que pueda llegar a la Casa Blanca. La gente
de la segunda enmienda, para quien no lo haya entendido, quiere decir: la gente
aficionada a su arma de guerra.
Pero lo más interesante es lo que
escribe Michelle Goldberg al final de su artículo: “La venta de armas tiende a
aumentar después de cada asesinato en masa”.
Entretanto, los republicanos han
relanzado la idea (una idea fantástica, puedo decirlo yo, que he sido maestro
durante veinticinco años) de armar a los maestros.
¿Merece sobrevivir una sociedad en la
que los maestros y maestras tienen que estar listos para sacar el revólver y
matar al intruso frente a los escolares? No merece sobrevivir, pero la buena
noticia es que se está suicidando.
El hecho de que tras cada tiroteo con
abundante cantidad de cadáveres derramados por el suelo aumente la venta de
armas permite comprender que para el país líder del mundo libre no hay otro
futuro que una guerra civil cada vez más insana. Una retroalimentación positiva
que se suma a los muchos otros procesos de autoalimentación de tendencias
destructivas. La irreversibilidad de las tendencias autodestructivas (a nivel
ambiental, social, militar) es la garantía de un final horrible para toda la
humanidad.
Guerra civil psicótica
En los años posteriores a la
publicación de Héroes, algunos periodistas me llamaron para preguntarme
qué pensaba de nuevos episodios de ese tipo, pero les respondí que ya no quería
convertirme en un experto en terror demente, y no me mantuve al tanto de esos
eventos sombríos.
Durante esta primavera de 2022, sin
embargo, ese libro volvió a mi mente porque el heroísmo de los psicópatas que
en la última década llenaron de sangre cines, escuelas primarias, conciertos
masivos y supermercados hoy parece extenderse mucho más allá de los confines de
las noticias policiales. Para invadir la esfera geopolítica, para apoderarse
del destino del mundo.
Héroes hablaba del insano retorno
del heroísmo suicida en el inconsciente de individuos aislados, aunque no tan
pocos. Ahora el heroísmo suicida ocupa el centro del paisaje mediático global y
se extiende por el lenguaje de los grandes líderes políticos.
El heroísmo del asesino en serie se
destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato
sistemático y legalizado, el del exterminio prometido y realizado.
La guerra que estalló el 24 de
febrero de 2022 en las fronteras orientales de Europa marca el inicio de la
fase final de la agonía de la civilización blanca, la que se ha definido como
“moderna”. La agonía comenzó en los años en que el poeta irlandés W.B. Yeats
escribió que “los mejores carecen de toda convicción, los peores están llenos
de una intensidad apasionada” (“The best lack all conviction, the worst are
full of passionate intensity”, The second coming). El pareado podría
interpretarse así: “Los mejores están deprimidos, los peores están eufóricos y
apasionadamente mandan armas a los que quieren matar o quieren que los maten”.
Ante la evidencia de su decadencia,
en el agotamiento de las energías que han hecho posible cinco siglos de
expansión económica, territorial, demográfica y técnica, la raza blanca (o más
bien la cultura cristiana, expansionista y patriarcal) se encuentra en un
delirio de omnipotencia que esconde una pulsión suicida.
La cultura blanca no puede pensar en
el agotamiento, el inconsciente blanco no puede aceptar el agotamiento de los
recursos naturales que la aceleración extractivista ha consumido de forma
frenética. La expansión económica sólo es posible hoy si devasta aún más el
entorno planetario que se está volviendo inhabitable para los humanos. La
expansión territorial colonial, habiendo llegado a los límites extremos del
planeta, ha sido sustituida por la aceleración del tiempo infoproductivo, pero
esta aceleración ha provocado el agotamiento del sistema nervioso de la
humanidad.
Así hemos llegado a un colapso
psíquico del que la guerra de Ucrania es consecuencia y síntoma a la vez. La
guerra psicótica que tiene su epicentro en Ucrania está destinada a
desencadenar consecuencias apocalípticas a nivel económico, energético,
alimentario e incluso financiero. Y ciertamente está destinada a agravar la
crisis psíquica que ha trastornado el cerebro colectivo.
Es fácil predecir que los efectos
económicos se extenderán rápidamente por todo el planeta, llevando a decenas de
millones de africanos a la hambruna y devastando el sistema productivo europeo,
mientras que no podemos predecir si la guerra local librada con armas
convencionales evolucionará hacia una guerra generalizada con el uso de armas
nucleares. Por ahora nos limitamos a presenciar el horror que las televisiones
privadas y públicas muestran sin parar durante todo el día, todos los días, para
que el espíritu público se entusiasme y se llene de heroísmo.
El heroísmo está de moda
El heroísmo está de moda en el
discurso público de los medios y políticos europeos. Se llama a la población a
apoyar a los combatientes, se anima a los combatientes a resistir, a matar y a
morir.
La Unión Europea nació con la
intención de superar la retórica del nacionalismo y de renunciar para siempre a
la guerra, pero ahora Europa se erige como una nación en armas, en la euforia
de los viejos trotskistas convertidos al intervencionismo. Vuelve el Sturm
und Drang que llevó a Europa a desatar dos guerras mundiales en el siglo
pasado. Más armas, más armas, se grita de un extremo al otro del continente.
Incluso en el continente
norteamericano hay prisa por armarse, como si cuatrocientos millones de armas
de fuego no fueran suficientes repartidas en una población de trescientos
treinta millones.
Cuando escribí Héroes sabía
que esto no era una moda pasajera, que la devastación psíquica producida por la
sociedad hipercompetitiva continuaría alimentando el frenesí psicótico-asesino.
Pero no sabía entonces que esta guerra civil psicótica convergería con una
guerra pasada de moda del siglo XX. Así que aquí estamos, viendo en la misma
pantalla de televisión a Biden prometiendo enviar cada vez más armas letales a
sus clientes ucranianos, y Biden llorando lágrimas de cocodrilo por la
violencia en Uvalde, donde un joven de dieciocho años llamado Salvador Ramos se
encerró en un aula de la escuela primaria y disparó a niños y maestros, matando
a veintidós víctimas inocentes, tanto como lo son los civiles que mueren bajo
las bombas rusas en Mariupol y Severodonetsk.
¿Quién era Salvador Ramos? Salvador
era un adolescente nacido en una de las muchas familias que huyeron de los
países de América Central. La madre es drogadicta, como millones de personas en
este país, donde durante años se distribuyen opiáceos a bajo precio, como cura
para la infelicidad.
Debido a que la gente de Estados
Unidos es la gente más infeliz del mundo, la demanda de sustancias para aliviar
el dolor es enorme, y dado que Estados Unidos es un país donde las grandes
corporaciones tienen todo el poder y los pobres no tienen derechos, es normal
que se extienda la adicción a las drogas, promovida por las grandes farmacéuticas.
La abuela de Salvador Ramos cuidó de
su nieto y lo que sabemos de la vida del niño basta para explicar por qué
quería vengarse. Familia migrante, muy pobre. Sus compañeros lo habían aislado
y maltratado, dicen los diarios, porque era pobre, porque tartamudeaba un poco,
porque vestía emo y porque, en cierto momento, comenzó a usar un lápiz para
resaltar la línea de sus ojos. Tenía un rostro muy hermoso, en una foto tiene
el pelo largo y una mirada triste pero dulce, femenina.
Salvador Ramos abandonó la escuela
que para él debió de ser un lugar de tormento y humillación. Luego volvió a la
escuela, con dos fusiles automáticos, e hizo justicia matando a una veintena de
niños.
Algunos psicólogos han dicho que
Salvador tal vez deseaba matar su propia infancia, que debió de estar marcada
por el dolor de la separación de su madre, la consternación por la crueldad del
mundo adulto y la maldad de sus compañeros. Con ello se viene a decir que al
fin y al cabo la conclusión a la que ha llegado Salvador es del todo coherente,
comprensible: liberó a una veintena de sus semejantes de una vida que
ciertamente estaba destinada a ser dolorosa, repugnante, humillante, como la
suya. Y se liberó de esa vida que ya no tenía ninguna posibilidad de ser otra
que la que había sido su infancia.
He leído que un día Salvador dijo que
quería unirse a los marines para poder matar. A pesar de sus orígenes y de la
marginación a la que Estados Unidos lo había destinado, Salvador se había
convertido en un verdadero estadounidense, un aspirante a asesino que sabe que
puede expresar plenamente sus habilidades y su vocación yendo a algún país
lejano donde, como en Afganistán y como en Irak, hombres, mujeres y niños
pueden ser asesinados con impunidad. Mientras esperaba matar por la defensa de
su patria, ¿acaso Salvador había decidido entrenarse comprando y usando dos
rifles AR15 y más de trescientas balas? No, no se trataba de entrenar para la
guerra. La guerra está en todas partes, dondequiera que haya enemigos que
eliminar. Todo ser humano es un objetivo. Primero le disparó a su abuela en la
cara, pero ella sobrevivió, pobre abuela. Aquí, la abuela es, entre todos, el
personaje con el que más me identifico.
Una semana antes de la masacre de la
escuela Uvalde, otro joven de 18 años, Payton S. Gendron, entró a un
supermercado en la ciudad de Buffalo y disparó a personas que estaban
comprando, matando a una docena de afroamericanos y a un par de desafortunados
más. El joven Gendron había declarado sus intenciones en un manifiesto
supremacista publicado online: oponerse con las armas al Gran Reemplazo, la
invasión de negros y otros no blancos. La obsesión racista se ha magnificado en
el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder.
El declive demográfico, social e
intelectual de la raza blanca alimenta una ola de violencia que adopta
diferentes formas, desde la masacre de Buffalo hasta la decisión de los
gobiernos europeos de ahogar a los africanos que intentan cruzar el mar
Mediterráneo mientras acogen a millones de refugiados ucranianos que huyen de
una guerra armada por los occidentales. Desde este punto de vista, el joven
Gendron tiene todo el derecho de proclamar, como lo hizo durante la primera
audiencia (porque no se suicidó, a diferencia de la mayoría de los tiradores en
masa), que es un verdadero estadounidense.
¡Armas! ¡Más armas!
El 29 de mayo, en Uvalde, en el
pueblo de Texas donde ocurrió la masacre de la escuela primaria, Joe Biden se
quejó: “Demasiada violencia, demasiado miedo, demasiado dolor”.
Los demócratas intentan sin éxito
regular por ley el comercio de armas (aunque sea demasiado tarde, porque los
sótanos de América ya están llenos de ellas), y en los mismos días envían
toneladas de material bélico a los muchachos ucranianos para que el mismo
incendio estalle por todas partes: el suicidio mortal de la raza blanca.
Dos días después de la masacre de
Texas, la convención de amantes de los rifles, llamada NRA, se llevó a cabo
cerca de Austin. “La única forma de detener a una mala persona con un arma es
una buena persona con un arma”, dicen los partidarios de la Asociación Nacional
del Rifle, entre los que destacan por su humanidad e inteligencia Donald Trump
y Ted Cruz. Pero la experiencia demuestra que esta idea no funciona. Minutos
después de que el malo Salvador Ramos hubiera entrado en la escuela de Uvalde,
llegaron al lugar unos quince policías completamente armados: buenos que no
hicieron nada. ¿Y qué podían hacer? ¿Disparar a través de las paredes con el
objetivo de matar a algunos niños más?
El propietario de Central Texas
Gun Works de Austin, Michael Cargill, de 53 años, dice que sería un error
regular el comercio de armas militares. “Solo un loco puede entrar a una
escuela primaria y matar niños. Cambiar las leyes no cambiaría nada. La locura
no se puede regular”.
Estoy de acuerdo con el Sr. Michael
Cargill, de Austin: no hay ley que pueda regir el pánico, la depresión, la
adicción a la publicidad y las sustancias psicotrópicas que alteran
agresivamente el comportamiento. No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos.
En esto Michelle Goldberg tiene razón: Estados Unidos está irreparablemente
quebrantado porque la violencia, el crimen, la guerra no son el efecto de la
voluntad política, de una voluntad política razonable aunque criminal. No: son
sobre todo el efecto de un estado mental de desesperación absoluta, y por lo
tanto los efectos de una determinación de suicidarse que se vuelve agresiva.
No hay ley que pueda salvar a Estados
Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis, la
demencia senil y la agresión asesina de sus jóvenes, furiosos y deprimidos por
el lugar adonde fueron llamados a vivir (sin haberlo pedido, sin haber
manifestado su disponibilidad), un lugar infernal, irrespirable, agresivo, un
lugar sin ternura, sin afecto, sin esperanza, sin inteligencia.
No hay ley que pueda detener el
horror.
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