Fuente: Bloghemia
Link de Origen:
https://www.bloghemia.com/2024/12/el-miedo-la-muerte-y-la-productividad.html
Texto del filósofo
surcoreano Byung-Chul Han sobre el miedo, la muerte y la
productividad.
El miedo tiene etiologías muy diversas. Lo que suscita el miedo es, en primer
lugar, lo extraño, lo siniestro e inhóspito, lo desconocido. El miedo
presupone la negatividad de lo completamente distinto. Según Heidegger, el
miedo se produce en vista de una nada que se experimenta como lo completamente
distinto de los entes.
La negatividad, lo enigmático de la nada nos resulta hoy ajeno, porque el mundo, como si fuera unos grandes almacenes, está repleto de entes. En Ser y tiempo el miedo surge cuando el «hogar de la esfera pública», de la «interpretación pública», es decir, el edificio de las pautas de percepción y comportamiento cotidianas y familiares, se desmorona dando paso a lo «inhóspito».
El miedo arranca a la «existencia»
—que es como Heidegger designa ontológicamente al hombre— de la «cotidianidad»
familiar y habitual, de la conformidad social . Con el miedo, la existencia
se confronta con lo siniestro y desapacible.
El «uno impersonal» encarna la
conformidad social. Nos prescribe cómo debemos vivir, actuar, percibir, pensar,
juzgar:
“Disfrutamos y nos divertimos
como se disfruta; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y
se juzga. […] encontramos «indignante» lo que uno encuentra indignante”.
La dictadura del «uno impersonal»
enajena la existencia de su posibilidad más propia de ser, de la
autenticidad:
“Con esta forma de compararse con
todo «comprendiéndolo» todo y quedándose así tranquilizada, la existencia se
encamina hacia una enajenación en la que le queda oculta su posibilidad más
propia de ser”.
El derrumbe del horizonte familiar de
comprensión causa miedo. Solo con el miedo se le abre a la existencia la
posibilidad de su poder ser más propio.
Lo que hoy impera no es esa
uniformidad de «todos los demás igual que los demás» que caracteriza al «uno
impersonal». Dicha uniformidad deja paso a la diversidad de opiniones y
opciones. La diversidad solo permite diferencias que estén en conformidad con
el sistema. Representa una alteridad que se ha hecho consumible. Al mismo
tiempo, hace que prosiga lo igual con más eficiencia que la uniformidad, pues,
a causa de una pluralidad aparente y superficial, no se advierte la violencia
sistemática de lo igual. La pluralidad y la elección fingen una alteridad que
en realidad no existe.
La «propiedad» de la que habla
Heidegger no tiene nada que ver con lo que nosotros entendemos por
autenticidad. Incluso se le opone. En la terminología de Ser y tiempo, la
autenticidad actual sería una forma de «impropiedad». La propiedad está
precedida del derrumbe de la cotidianidad. Arrancada del mundo del «uno
impersonal», la existencia se ve confrontada con lo siniestro y desapacible que
tiene lo inhóspito. La autenticidad de la alteridad, por el contrario, tiene
lugar dentro del orden de la cotidianidad. Con el yo auténtico, el yo asume la
forma de una mercancía: se realiza consumiendo.
Según Heidegger, el miedo guarda una
relación muy estrecha con la muerte. La muerte no significa un mero cese del
ser, sino «un modo de ser», en concreto, una posibilidad privilegiada de ser sí
mismo. Morir significa: «“Yo soy”, es decir, llego a ser mi yo más propio».
Frente a la muerte se despierta una «resolución recóndita y que tiene miedo de
sí misma» al ser sí mismo propio. La muerte es mi muerte.
También tras lo que se da en llamar
el giro, que marca un inciso radical en el pensamiento de Heidegger, la muerte
sigue significando más que el cese de la vida. Sin embargo, ya no provoca el
énfasis del yo. Ya solo representa la negatividad del abismo, del misterio. Se
trata de «implicar la muerte en la existencia para así dominar la existencia en
su enigmática amplitud». El Heidegger tardío designará la muerte también «la
urna de la nada». La muerte es algo que en ningún aspecto será jamás algo
meramente existente, pero que sin embargo campa, y que campa incluso como el
misterio del ser mismo.
La muerte inscribe en el ente la
negatividad del misterio, del abismo, de lo radicalmente distinto.
En los tiempos actuales, que aspiran
a proscribir de la vida toda negatividad, también enmudece la muerte. La muerte
ha dejado de hablar. Se la priva de todo lenguaje. Ya no es «un modo de ser»,
sino solo el mero cese de la vida, que hay que postergar por todos los medios.
La muerte significa simplemente la desproducción, el cese de la producción. La
producción se ha totalizado hoy convirtiéndose en la única forma de vida. La
histeria con la salud es, en último término, la histeria con la producción.
Pero destruye la verdadera vitalidad. La proliferación de lo sano es tan
obscena como la proliferación de la obesidad. Es una enfermedad. Le es
inherente una morbosidad. Cuando se niega la muerte en aras de la vida, la vida
misma se trueca en algo destructivo. Se vuelve autodestructiva. También aquí se
confirma la dialéctica de la violencia.
Precisamente la negatividad es
vivificante. Nutre la vida del espíritu. El espíritu solo obtiene su verdad si
dentro del desgarramiento absoluto se encuentra a sí mismo. La negatividad del
desgarramiento y del dolor es lo único que mantiene con vida al espíritu. El
espíritu es «este poder […], no como lo positivo que aparta la vista de lo
negativo». Solo es «este poder en la medida en que mira lo negativo a la cara y
se queda a su lado». Hoy rehuimos lo negativo de manera convulsiva, en lugar de
demorarnos en ello. Pero aferrarse a lo positivo lo único que hace es
reproducir lo igual. No solo existe el infierno de la negatividad, también el
infierno de la positividad. El terror no solo emana de lo negativo, también de
lo positivo.
El miedo que provoca el derrumbe del
mundo familiar es un miedo profundo, que se asemeja a aquel aburrimiento
profundo. Lo que caracteriza el aburrimiento superficial es un inquieto
«agitarse hacia afuera». En el aburrimiento profundo, por el contrario, a uno
se le escurre lo existente en su conjunto. Pero en este «fracaso», según
Heidegger, se encierra un «aviso», un «llamamiento» que exhorta a la existencia
a resolverse a «actuar aquí y ahora».
El aburrimiento profundo hace que
afloren aquellas posibilidades de actuar que la existencia podría aprovechar,
pero que precisamente quedaban baldías en esa situación en la que uno se
aburre. El aburrimiento profundo exhorta a la existencia a abordar su
posibilidad más propia de ser, es decir, a actuar. Tiene un carácter
apelativo. Habla. Tiene voz. Ese aburrimiento actual que acompaña a la
hiperactividad se queda estupefacto y sin habla, se vuelve mudo. Se elimina con
la siguiente actividad. Pero ser activo no significa todavía actuar.
En el Heidegger tardío, el miedo se
explica en función de la diferencia ontológica, de la diferencia entre ser y
ente. El pensamiento tiene que resistir ese enigmático y abisal ser sin ente
para adentrarse en un «espacio todavía virgen». En cierto sentido, el ser
antecede al ente y hace que se muestre en cada caso bajo una luz determinada.
El pensamiento «ama» el «abismo». Le es inherente un «valor sereno para
enfrentarse a un miedo esencial». Cuando falta este miedo continúa lo igual. El
pensamiento se pone a merced de la «voz silente» que lo «templa con los
horrores del abismo». El horror lo libera del aturdimiento que provoca el ente,
es más, del aturdimiento que provoca lo igual. Se asemeja a aquel «dolor en el
que se desvela la alteridad esencial del ente frente a lo habitual».
Lo que hoy impera es una indiferencia
ontológica. Tanto el pensamiento como la vida se vuelven ciegos para su
nivel de inmanencia. Cuando no hay contacto con ese nivel, persiste lo igual.
Lo que Heidegger llama «ser» designa este nivel de inmanencia. Es aquel nivel
óntico en el que el pensar arranca de nuevo. El contacto con ese nivel es lo
único que hace que comience algo totalmente distinto. En este sentido también
escribe Deleuze:
“Tomando el término en un sentido
literal, yo diría que están haciendo el idiota. Hacer el idiota. Hacer el
idiota ha sido desde siempre una función de la filosofía”.
«Hacer el idiota» es romper con lo
predominante, con lo igual. Eso inaugura aquel ámbito virginal de inmanencia y
hace que el pensar se vuelva receptivo para la verdad, para el acontecimiento
que estrena una nueva relación con la realidad. Entonces aparece todo bajo una
luz totalmente distinta. El nivel de inmanencia del ser solo se alcanza a
través del miedo. Libera el pensar de los entes intramundanos que nos
agobian, de ese aturdimiento que provoca lo igual y que Heidegger llama «olvido
del ser». Aquel nivel de inmanencia del ser es virginal, todavía no tiene
nombre: «Pero si el hombre ha de volver a avenirse con la vecindad del ser,
entonces primero tiene que aprender a existir prescindiendo de nombres».
El miedo actual tiene una etiología
completamente distinta. No se explica ni en función del derrumbe de la
conformidad cotidiana ni del enigmático ser abisal. Más bien se produce dentro
del consenso cotidiano. Es un miedo cotidiano. Su sujeto sigue siendo
el «uno impersonal».
“El yo se orienta en función de los
demás y se vuelve inseguro cuando cree que no puede mantener el paso. […] De
este modo, la noción de qué es lo que los demás piensan de uno y qué es lo que
piensan que uno piensa de ellos pasa a ser una fuente de miedo social. Lo que
agobia y destroza a la persona singular no es la situación objetiva, sino la
sensación de desventaja en comparación con otros que resultan
significativos”.
La existencia de la que habla
Heidegger, que está resuelta a su posibilidad más propia de ser y a ser
verdaderamente sí misma, no es guiada desde fuera, se guía desde dentro. Se
parece a un giroscopio que tiene un centro interior y está fuertemente
orientado a su posibilidad más propia de ser. En ello se opone al hombre-radar,
que vive dispersándose y se pierde hacia fuera.
La orientación hacia el interior hace
que resulte superflua esa permanente comparación con los demás a la que se
siente forzado el hombre guiado desde fuera.
Hoy, muchos se ven aquejados de
miedos difusos: miedo a quedarse al margen, miedo a equivocarse, miedo a
fallar, miedo a fracasar, miedo a no responder a las exigencias
propias. Este miedo se intensifica a causa de una constante comparación
con los demás. Es un miedo lateral, a diferencia de ese otro miedo vertical que
se da en presencia de lo totalmente distinto, de lo desapacible y siniestro, de
la nada.
Hoy vivimos en un sistema
neoliberal que elimina estructuras estables en el tiempo, que para
incrementar la productividad fragmenta el tiempo de vida y hace que lo
vinculante y obligatorio se vuelva obsoleto. Esta política temporal neoliberal
genera miedo e inseguridad. Y el neoliberalismo individualiza al hombre
convirtiéndolo en un aislado empresario de sí mismo. La individualización que
acompaña a la pérdida de solidaridad y a la competencia total provoca miedo. La
pérfida lógica del neoliberalismo reza: el miedo incrementa la productividad.
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