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Fuente: El Viejo Topo
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Entramos en una época marcada por la
decadencia de Estados Unidos. Sin embargo, su modelo sociocultural, un estilo
de vida dedicado al consumo, se ha expandido por el mundo. ¿El american way of
life sobrevivirá a la muerte del Imperio estadounidense?
Reflexionar hoy sobre un cambio de
época parece perfectamente justificado: se habla abiertamente de ello en
libros, revistas e incluso en la prensa diaria, sin importar la tendencia
política o cultural. La guerra de Ucrania y la de Gaza, el declive de la
hegemonía estadounidense, el ascenso del poder chino y de los otros BRICS, las
tensiones que derivan de todo ello, suelen estar en el centro de estas
reflexiones. En términos geopolíticos, parece haber un cierto acuerdo en
considerar la guerra de
crania, empezada el 23 de febrero de
2022, con la invasión de territorio ucraniano por parte de Rusia, como el
momento en que se hace evidente el cambio de época.
Tan importante como el ataque ruso ha
sido la negativa de los países del llamado “Sur global” a suscribir las
sanciones que Europa y Estados Unidos han impuesto a Rusia. Una negativa que ha
mostrado de manera concreta hasta qué punto no sólo China, sino también los
otros BRICS –Brasil, India, Sudáfrica– no han encontrado razones para plegarse
a las exigencias de Estados Unidos. Ni ellos, ni buena parte de los países
africanos, asiáticos y latinoamericanos. Puesto que una de las definiciones
clásicas del poder es la capacidad de obligar al otro a plegarse a la propia
voluntad, podríamos decir que tal negativa ha mostrado gráficamente –y
geográficamente– los nuevos límites del poder estadounidense.
Desde el punto de geopolítico, en
suma, el cambio se manifiesta en el relativo declive de la hegemonía
estadounidense y la correspondiente eclosión del poder chino, en alianza con
Rusia.
Sin embargo, y también en esto suelen
coincidir los análisis, la crisis de Estados Unidos no es sólo geopolítica,
sino también interna, de su propia sociedad. En este caso, el cambio de rasante
se suele identificar con la elección de Donald Trump en 2016. No se trata sólo
de lo disruptivo de sus avatares políticos: negarse a aceptar la victoria de su
adversario; alentar al golpe de estado; ser el primer ex-presidente imputado
penalmente; incluso, ser reelegido. Consideremos un momento Make America Great
Again, el eslógan de Trump, y sobre todo en el adverbio Again: se nos revela
una nostalgia, un deseo de volver a un pasado mejor, una necesidad de
autoconvencimiento, absolutamente impropios de un poder en acto. El encerrarse
en sí mismo es signo indefectible de la mengua del poder imperial. En España, desde
el siglo XVII, sabemos mucho de tales actitudes y de su significado: “…y los
sueños, sueños son.”
La elección de Donald Trump en 2016
es la otra cara de la crisis del programa cultural-político del partido
Demócrata. De entre los abundantísimos análisis que en su momento se hicieron
de ello, quisiera destacar el del psicoanalista Eric Laurent en un perspicaz
artículo publicado en el reciente Política y Psicoanálisis, y cuyo título
resulta significativo: El traumatismo del final de la política de las identidades.
El artículo dice lo siguiente: “La campaña de Hillary Clinton se había basado
por completo en poner el foco en las diferentes minorías étnicas (negros o
latinos), las mujeres y las minorías sexuales, subrayando para cada una de
estas identidades la necesidad de la igualdad de derechos. Por lo tanto, una
política de identidades claramente asumida. Su eslogan Stronger together [Más
fuertes juntos] ponía de relieve esta yuxtaposición identitaria; sin subrayar
lo que hay en común, sino sólo la suma de fuerzas…”. Laurent más adelante
observa que “las mujeres, los latinos y los negros, tienen identidades
múltiples. Es lo que hace que el resultado se escape del cálculo” que había
hecho Clinton.
Este análisis de Eric Laurent apunta
a una fundamental inadecuación, a la vez política y cultural, del programa del
Partido Demócrata y de la crisis del discurso “progresista”.
Es este un elemento importante para
nosotros porque se trata de una crisis que
desborda el marco propiamente
estadounidense. La política de las identidades ha sido la panacea de la
política socialdemócrata del mundo occidental. Es decir, de la política de
izquierdas, puesto que, ahora mismo, no hay más izquierda que la
socialdemócrata, no hay más izquierda que la que presume de manejar mejor el
capitalismo que la derecha.
Además, la cultura “progresista” –uso
esta palabra a sabiendas de que es un atajo conceptual– que ha colonizado las
universidades, las estructuras burocráticas y los partidos de izquierda del
mundo, tiene límites sociales muy definidos: es una cultura de clase, la
cultura de la clase educada urbana. Los ideales de la izquierda, otrora ideales
universales de emancipación, han sufrido unos ajustes interesados –el más
evidente de los cuales es el relativo desinterés por las cuestiones ligadas a
la exclusión económica– y se han convertido en elementos de dominación social.
Un tercer elemento se suma, por lo
tanto, en el cambio de época respecto de Estados Unidos: a la mengua del poder
imperial y a la crisis de identidad hay que añadir el naufragio de la política
y la cultura progresista.
El siglo americano, que acaba ahora,
ha supuesto la globalización, exponencialmenteacelerada después de 1989, del
american way of life. Sus vectores principales han sido, por una parte, el cine
(después la televisión y más tarde las redes) y, por la otra, laproducción de
bienes de consumo, sin que sea posible establecer una prioridad entre las dos.
Recordemos aquí que la hegemonía cinematográfica estadounidense se fraguó a
partir de 1915, cuando el conjunto de la industria cinematográfica francesa
–hasta entonces mundialmente dominante– tuvo que parar toda la producción por
la amenaza de los bombardeos alemanes sobre París, y por la incorporación de
técnicos y actores al ejército. Estados Unidos aprovechó y desarrolló
inmediatamente sus propias redes de distribución mundiales, con prácticas muy
agresivas de carácter monopolístico que perduran hasta nuestros días.
Ya entonces, en las películas
estadounidenses se podía ver el estilo de vida consumista moderno. Por las
imágenes de las películas –en los cortos de Chaplin, sin ir más lejos–
desfilaban coches, neveras, supermercados, ropa cómoda y de corte moderno, que
luego la propia industria estadounidense producía masivamente y exportaba.
Sin embargo, en las últimas dos
décadas del siglo XX, los objetos y las imágenes propios del american way of
life ya no eran producidos sólo en Estados Unidos ni contaban con capital
mayormente estadounidense. Hace unos 15 años, Frédéric Martel, en su
documentadísimo libro Cultura Mainstream, demostró que el capital de las majors
de Hollywood, los grandes estudios cinematográficos, no era de mayoría
estadounidense sino global (japonesa o alemana en algún caso) y que, por otra
parte, el entretenimiento de tipo estadounidense (sea en cuanto a contenidos o
en cuanto a
formas) ya se producía localmente en
Corea, en China, en la India, en Egipto o en Brasil, y con la misma calidad. El
american way of life era ya, en el último cuarto delsiglo XX, una producción
del mundo entero. Todas las regiones de la tierra reproducían sus rasgos –y
siguen reproduciéndolos– autónomamente. Hoy, en 2024, no sevislumbra tampoco
ninguna solución de continuidad: no existe ningún foco civilizatorio
alternativo que en el algún lugar del mundo esté disputando la hegemonía del
american way of life, de la civilización del consumo. A la crisis geopolítica
de la hegemonía estadounidense que inaugura la nueva época, no corresponde una
crisis civilizatoria del american way of life. Parece más bien que nos hallamos
en la situación explicada por Ian Morris en su perspicaz Guerra ¿para qué
sirve?, cuando describe un típico fin de un imperio. Éste, según Morris,
necesita paz para poder enriquecerse y necesita que sus súbditos se enriquezcan
para poder imponerle tributos; los súbditos se enriquecen haciendo propias la
cultura y la política imperiales hasta el punto de poder desafiar el Imperio
mismo. Empieza entonces un período de guerras.
Al respecto, podríamos pensar en el
fin del Imperio Romano de Occidente: el momento de su final político, en el 476
d.C., no supuso ni el fin de las estructuras sociales y administrativas, ni
mucho menos el fin de una cultura que, reinterpretada ya entonces por el
cristianismo (y también, un poco más tarde, por el Islam) y revisitada
filológicamente a partir de la baja Edad Media, ha llegado hasta nuestros día
(tanto es así que nos estamos expresando en un idioma derivado del latín).
Podemos hipotizar, en suma, que la
época que las guerras actuales parecen inaugurar estará marcada por un tipo de
cultura nacida del american way of life, con la particularidad de que no será
Estados Unidos quien la ampare.
Parece darnos la razón el hecho de
que China, sin ceder al sistema político democrático-liberal, parece seguir la
vía de una sociedad de consumo madura, cuyos productos y estilo de vida son en
homologables a los originales estadounidenses. Lo mismo puede decirse de otros
estados que, además, y sin que les parezca contradictorio, reivindican una
cultura original, cuando no una originaria, como Arabia Saudí y los Emiratos
del Golfo, o la India.
Por otra parte, los signos de la
inconsistencia de las alternativas a la sociedad de
consumo son visibles desde hace
decenios y algún corvaccio –cuervazo– como Pier Paolo Pasolini nos había
avisado ya sobradamente.
Sin embargo, si nos dejáramos ganar
por la impresión de que no queda espacio para ningún discurso ni imagen que no
forme parte del plan de tenernos entretenidos en los centros comerciales o
clavados en el sofá delante del televisor o absortos en Tik Tok, estaríamos
tomando por verdad revelada las trolas del capitalismo consumista mismo. Bien
saben los publicistas que no acabamos de estar nunca entretenidos, clavados y
absortos –o como diría Foucault: no acabamos nunca de estar dominados–. Lo que
el capitalismo consumista pregona es una utopía: para ser felices, basta vivir
en el goce del consumo. Pero… ¡Ay de aquel que toma en serio tal propuesta!
Porque ser felices de este modo cuesta trabajo y dinero. Bien lo saben todos
los que trabajan por lo menos ocho horas, pero en las redes socio-digitales
muestran sólo sus aficiones y jamás su trabajo… y nada nos dicen del
Tranquimazin o del Diacepam que toman por las noches, y por la mañana Prozac si
hace falta. ¡Ay de aquel que se toma en serio el goce del consumo! Bien lo
saben aquellos a los que los tranquilizantes y los antidepresivos les parecen
poco y, cual héroes del consumo, se meten coca, éxtasis, ácidos y,
próximamente, fentanilo. Bien lo saben los educadores de calle de nuestras
ciudades, que tienen que hacerse cargo del malestar de unos chavales pobres a
los que se les ha prometido que van a vivir como ricos.
La ausencia de alternativas no supone
en absoluto el cierre de todo el espacio donde se pueda respirar, donde se
pueda ser libre en el sentido etimológico que nos desvela Émile Benveniste en
su clásico libro Vocabulario de las Instituciones Indoeuropeas: ser libre
es crecer entre iguales. Se abre, al contrario, un espacio de libertad muy
específico: llamémosle, al menos por ahora, el “espacio trágico”.
El espacio trágico es el lugar en el
que una contradicción insoluble abre la posibilidad
de crear algo nuevo e inesperado. Con
Hegel: “La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque este exige de
ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la
vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino que
sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad
cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. […]
Esta permanencia [en lo negativo] es
la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.” Así afirma nuestro
filósofo en el prólogo a La fenomenología del espíritu. Podemos rastrear
ecos de este pensamiento de Hegel en varios filósofos actuales. Por ejemplo, me
parece particularmente interesante como Alain Badiou, en un pequeño texto
titulado 24 notas sobre el uso de la palabra “pueblo”, concluye diciendo:
“La palabra “pueblo” tiene sentido positivo sólo respecto de una posible inexistencia
del Estado: o bien de un Estado prohibido del cuál deseamos la creación; o bien
de un Estado oficial del cual deseamos la desaparición”. De este modo, para
Badiou “pueblo” es precisamente el sujeto que actúa en lo negativo, y sólo en
ese sentido podemos usar esa palabra.
Desde el punto de vista político, por
lo tanto, la invitación de Badiou –y de otros pensadores actuales como Slavoj
Zizek– es la de encarar la continuidad del american way of life, más allá de un
posible declinar de la hegemonía estadounidense, permaneciendo en la
negatividad, atentos a la creación de la posibilidad política, social,
artística, de que lo negativo vuelva al ser y atentos también a escapar de lo
positivo de su institucionalización.
Esta negatividad es el corazón de lo
trágico actual, y es el rasgo fundamental de toda acción política y cultural en
la época que ahora empieza.
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