Fuente: Tesis 11
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https://www.tesis11.org.ar/argentina-las-raices-del-odio-de-clase/
Los últimos tiempos de la Argentina
estuvieron signados por muchas expresiones de grupos radicalizados,
manifestando un odio de clase infundado y brutal. Aprovechando la oportunidad
que les brindó el gobierno de Macri, sectores sociales de la derecha del país
salieron al espacio público a gritar contra todo lo que asemeje ser popular y,
fundamentalmente, contra todo lo que huela a “Peronismo”. ¿Dónde se encuentra
la raíz de semejante resentimiento? ¿Cómo puede explicarse que, luego de
padecer el genocidio más nefasto de la historia nacional, de resistir al
Terrorismo de Estado que planificó sistemáticamente la desaparición física de
personas, la tortura y el asesinato masivo, existan hoy argentinos que
reivindiquen esa inmoralidad? ¿Dónde está el origen de tanto rencor? Indagar en
la historia ayudará a entender el motivo de tanta inquina y discriminación de
las elites dominantes hacia los sectores subalternos de la sociedad argentina.
Una búsqueda que pueda explicar con mayor claridad el odio todavía presente y
expresado por quienes adhieren, quizás sin saberlo, al neoliberalismo que hace
posible una forma de “neo-nazismo” del siglo XXI.
La Historia Argentina nos enseñó un
devenir dialéctico complejo y de muy profundos conflictos internos. Desde los
primeros pasos como un país independiente del imperialismo español a principios
del siglo XIX, el costo de las pretensiones de libertad fue siempre muy alto en
sangre, traición e injusticia. La confrontación política permanente desde las
luchas por la organización nacional entre federales y unitarios, en general no
fue más que una disputa entre los caudillos populares que defendían la
soberanía nacional, contra las oligarquías portuarias que peleaban por sus
mezquinos intereses aún a costa de la entrega de la nación. La imposición de la
clase dominante por medio de la violencia institucionalizada marcó el
desarrollo de las luchas populares posteriores. A partir de la consolidación de
un Régimen Oligárquico que hizo posible un orden conservador en lo social y
político, unido a un liberalismo económico que posibilitó una profunda
dependencia extranjera, los sectores populares quedaron marginados de un
proyecto de país que solo buscó el bienestar de los pocos que creían ser los
dueños de la Argentina. De allí en más, los sectores que quedaron marginados
del Estado de derecho se vieron forzados a organizar sus luchas con el objeto
de lograr acceder a la participación en las decisiones políticas del país. En
medio de ese contexto finisecular, como forma de representación de los sectores
medios urbanos, nacen los primeros desafíos concretos contra la clase
dominante. La Unión Cívica Radical, que se originó como un partido político que
buscó una mayor participación ciudadana que pusiera fin a la democracia
restringida, se convirtió de la mano de Hipólito Yrigoyen, en el primer
movimiento de características populares que enfrentó lisa y llanamente a la
oligarquía gobernante. Sin tratar de suscitar una analogía con el destacado
trabajo de José Pablo Feinmann sobre la violencia política en Argentina, las
luchas intestinas caracterizaron el desarrollo político en un país que desde su
origen se pensó para pocos. Por este motivo, las demandas de los radicales
fueron reprimidas durante muchos años hasta poder lograr ser gobierno desde
1916 a partir de la Ley Sáenz Peña sancionada en 1912. Esta ley, que no fue una
“ley del sufragio universal” ya que las mujeres no votaban, fue el primer
avance en una construcción de derechos democráticos que costaría mucha sangre y
muchas vidas en los sectores subalternos de una sociedad que solo aspiraba a un
mínimo de reconocimiento.
El radicalismo gobernó tres períodos
presidenciales consecutivos. Los sectores conservadores de las minorías
tradicionales se dedicaron a boicotear constantemente las acciones de gobierno,
y a desestabilizar al propio sistema democrático en el cual no creían si no
eran ellos quienes gobernaran. “Ellos”, “la gente de bien” que, a diferencia de
la plebe sucia e ignorante, se mostraban como la única “clase apta” que debía
administrar el país. La evidente influencia del positivismo europeo que
mostraron los gestores de la mal llamada “revolución del ‘80” no terminó allí
sino que estos representantes de las elites dominantes internalizaron, por
propia conveniencia, el “darwinismo social Spenceriano” que legitimaba el
imperialismo capitalista desde el siglo XIX en adelante, con el propósito de
justificar por un supuesto “derecho natural”, el sometimiento de las masas
obreras.
La década de los años treinta, la
“década infame”, comenzó con el primer golpe cívico-militar y clerical de la
historia argentina. La interrupción del Estado de Derecho tuvo múltiples
causas, aunque como afirmó Alain Rouquié, la más inmediata se relacionaba con
la alianza entre las elites locales y el capital extranjero respecto al control
de la producción petrolera. Esta espuria relación entre la oligarquía nacional
y el imperialismo externo no fue más que una práctica de continuidad desde la
primera presidencia de Roca en adelante. En realidad, el golpe de Estado de
Uriburu, que se presentó como el intento de los admiradores del fascismo
italiano, no fue más que una habilidosa maniobra del general Agustín Justo como
el verdadero titiritero del sector nacionalista del ejército, utilizando a su
antojo a los autoritarios que se habían convencido que había llegado “la hora
de la espada”. La ruptura del orden institucional de 1930 inició un hábito de
los sectores concentrados para terminar con la democracia cuando ésta
contradecía sus intereses económicos. Con ese golpe militar se institucionalizó
el desprecio y el maltrato a los pobres, a la “chusma”. Poco tiempo después, en
menos de dos años volvió una “institucionalidad” que mostró el más alto grado
de corrupción hasta entonces conocido. Fraude electoral, proscripciones,
explotación, opresión y entrega de la soberanía nacional, todo armado desde la
administración Justo-Roca en que la economía de la Argentina, a partir del
tratado Roca-Runciman, “pasó a formar parte del imperio británico”. Si bien la
Argentina creció económicamente desde 1935 en adelante, esto nunca significó un
desarrollo para el país. El desarrollo, siguiendo el análisis de Aldo Ferrer,
supone la suficiente capacidad de maniobra frente a los poderes foráneos, con
el agregado que además debe implicar una distribución del ingreso que mejore la
calidad de vida del pueblo. Esto no tuvo nada que ver con el crecimiento de la
segunda mitad de la década del treinta ya que se profundizó la dependencia y se
concentró la economía en las pocas manos de siempre, impidiendo de esta manera
un desarrollo integral de quienes formaban parte de la clase trabajadora.
Cuando todo parecía ser una clara continuidad de una pseudo-democracia
controlada por sectores de la clase dominante, en medio de un complejo contexto
internacional no del todo definido por la segunda guerra mundial, se produjo un
nuevo golpe que vino a poner freno a la perdurabilidad de los gobiernos de
caretas institucionales y políticas entreguistas. El golpe de 1943 provino de
un sector de las FFAA que no avalaba el sometimiento a ninguna potencia
extranjera aunque para tener éxito en la toma del gobierno utilizó a un general
liberal que no duró ni cuarenta y ocho horas en la gestión. El verdadero poder
del accionar militar radicaba en el G.O.U. un grupo de oficiales con mando de
tropa de ideas nacionalistas e industrialistas. Paradójicamente, en medio de
este gobierno de facto, se puso en práctica una política social y de
reivindicación de derechos laborales que nunca había sido prioridad para los
gobiernos institucionales anteriores. Cuando esto fue advertido por la
oligarquía tradicional, ésta actuó rápidamente apelando a los militares aliados,
para corregir el desvío y recuperar de esta forma el “orden natural” que debía
imponerse a la eventual insolencia de quienes solo debían agradecer que
pudieran trabajar.
La sublevación popular del 17 de
octubre de 1945 fue un quiebre definitivo en la Historia Argentina. La
irrupción de las masas que por primera vez ocuparon el espacio público fue una
acción revolucionaria que, según Daniel James, expresó por primera vez de forma
masiva la lucha de clases en el país. Siguiendo al mismo autor, los hechos del
17 de octubre marcaron el fin de la “deferencia” y la culminación definitiva
del sometimiento. El desborde de la clase obrera hizo posible el sustento para
las reformas más profundas que realizó el peronismo como movimiento popular,
desde la nacionalización del Banco Central o la nacionalización del Comercio
Exterior, hasta el voto de la mujer sumado a una ampliación de derechos
sociales y laborales posibilitados por una mayor y mejor distribución del
ingreso. Por primera vez en la historia del país, la sociedad argentina comenzó
a ser más justa e igualitaria a tal punto que motivó el tránsito de lo que
había sido el desprecio que la oligarquía tenía por la clase trabajadora, hacia
un odio de clase contra quienes habían logrado respeto, dignidad y educación.
Se sumó además, por parte de estos ricos mal habidos, un mayor resentimiento
contra el movimiento político que había permitido semejante ascenso social. El
odio de la clase dominante hacia Juan Domingo Perón y su esposa Eva Duarte no
solo fue personal, fue en realidad, el aborrecimiento hacia la clase
trabajadora que ellos representaban. Fue el rencor contra esas “masas
sudorosas” que se había atrevido a desafiar el poder de las “clases más aptas e
ilustradas” acostumbradas a manipular la política del país acorde a sus propios
intereses. El desprecio ahondado en los años treinta se había convertido en el
odio acérrimo a todo lo que significara igualdad, justicia social o democracia.
El bombardeo al pueblo del 16 de junio de 1955 fue el comienzo del odio hecho
realidad. Más de nueve toneladas de explosivos arrojadas sobre la Plaza de
Mayo, cientos de muertos y miles de heridos fueron el resultado de la puesta en
práctica del aborrecimiento de clase.
El golpe cívico-militar y clerical de
1955 marcó la división definitiva de la sociedad argentina. Esa ruptura del
Estado de Derecho fue un punto de inflexión en el proceso de la evolución del
odio que la oligarquía argentina direccionó contra el pueblo trabajador cuando
éste había logrado un digno reconocimiento en derechos laborales, en justicia
social y en acceso a todos los niveles de educación. La partición de la
sociedad argentina no la inició el pueblo sino que fue el producto del accionar
de una minoría que no soportó el ascenso social. La persecución a los
trabajadores posterior al derrocamiento del peronismo, los fusilamientos, la
represión social, el retroceso en derechos, la prohibición de la libertad de expresión,
la proscripción, fueron apenas algunos rasgos de lo que el movimiento popular
debió soportar desde 1955 en adelante… Los años que siguieron al derrocamiento
brutal del peronismo fueron de resistencia, de lucha de clase y de una
represión institucionalizada que no hizo más que profundizar el espiral de
violencia en un país en el que cada vez costaba más someter a la clase obrera
ya organizada. El primer intento de borrar al movimiento popular fue en la
dictadura de conducción bicéfala del general Aramburu y el almirante Rojas
entre los años 1955-1958. El decreto 4161 prohibía todo lo que se identificaba
con el gobierno derrocado, incluso pronunciar los nombres de Perón o de su
fallecida esposa Eva Perón, con la idea que mediante la fuerza y bajo pena de
represión y cárcel, podrían desvanecerse diez años de derechos sociales. Por el
contrario, los intentos de “desperonización” de la sociedad fueron un gran
fracaso de la dictadura pos-peronista a pesar de llevar la violencia al extremo
de fusilar clandestinamente a trabajadores en un basural de la localidad de
José León Suarez. Aún con una salvaje persecución, la identidad de la clase
obrera con el movimiento popular se fortaleció, y contradiciendo las metas que
se había propuesto la oligarquía de retrotraer al país a tiempos anteriores al
17 de octubre de 1945, la organización popular y la resistencia a la dictadura
hicieron imposible las metas del gobierno de facto que tuvo que convocar
nuevamente a elecciones para encontrar una salida decorosa al desastre que
habían provocado. Eso sí, el sufragio debía darse con una serie de condiciones
que incluía la proscripción del peronismo. Con estas renovadas formas de
“democracia restringida” se transitó a los gobiernos de Arturo Frondizi y de
Arturo Illia que también fueron objeto de golpes militares, en un contexto en
el cual los atentados contra el Estado de Derecho se habían legitimado en
nombre del “orden social” y la defensa de las “fronteras ideológicas”
propuestas por el imperialismo de EEUU. Los años de lucha popular continuaron
en las gestiones pseudo-democráticas y los constantes planteos militares a
dichos gobiernos contribuyeron a que las nuevas generaciones descreyeran de una
democracia que no era más que el fruto de los acuerdos entre los sectores de
poder. El Golpe de Estado de 1966, que otra vez contó con el apoyo de
instituciones representativas de la derecha conservadora tales como la
corporación clerical o algunos grupos sindicales, volvió a mostrar las
pretensiones de la minoría respecto de lo que ella entendía por “democracia”.
Con el movimiento popular proscripto y con la continuidad de la represión
social como metodología de control, el odio de los sectores concentrados hacia
la clase trabajadora funcionaba como un mecanismo de defensa de la mezquindad
oligárquica frente a la lucha por la reivindicación de los derechos
democráticos.
Ahora bien, desde los años 1956 a
1966 se produjo imperceptiblemente un importante cambio cultural que modificó
la relación entre la izquierda política y el peronismo, como así también la
actitud de los estudiantes universitarios que se aliaron social y políticamente
a la clase trabajadora. El interesante trabajo de Oscar Terán reflejó este
proceso de mutación cultural que llevó a consolidar los fundamentos ideológicos
que justificaron la radicalización de la lucha política en los años sesenta y
setenta. Estas acciones directas de los trabajadores, sustentadas por las ideas
revolucionarias de una nueva izquierda integrada al peronismo, fueron las que
dieron origen a las organizaciones de la guerrilla urbana o rural que comenzó
su accionar durante la dictadura del general Onganía. El odio de la clase
dominante hacia el movimiento popular encontró una reacción de defensa propia
en las jóvenes generaciones que no estaban dispuestos a soportar tanta
explotación. La oleada de las transformaciones de los años sesenta coadyuvó a
profundizar la lucha por la liberación política en América Latina en general y
en Argentina en particular. El peronismo revolucionario, el sindicalismo
revolucionario y hasta el cristianismo revolucionario, fueron los sectores
políticos que aparecieron y decidieron enfrentar por la vía de la lucha armada a
un enemigo interno que a la vez era apoyado por el enemigo externo expresado en
el imperialismo estadounidense. El odio sembrado durante años por esa oscura
oligarquía, había cosechado la tempestad de una juventud que consideró su lucha
como la legítima defensa de los sectores oprimidos de la sociedad argentina. Si
bien estas batallas hicieron posible el retorno del peronismo al poder, el
encono de los grandes capitalistas volvió a provocar el fracaso de la
democracia apelando una vez más a la toma del poder político por la vía de las
armas pero esta vez con la decisión de terminar para siempre con la
irreverencia de todos aquellos que soñaban con una sociedad igualitaria.
El Terrorismo de Estado que se
instaló en el poder político de la Argentina el 24 de marzo de 1976 fue el
“odio” llevado al paroxismo por parte de una macabra alianza entre civiles y
militares que habían planeado un nuevo país. Una Argentina que debía poner en
práctica, como lo había hecho la dictadura chilena, las nuevas políticas neoliberales
donde el “mito de la igualdad” quedaría enterrado para siempre. Este acuerdo
entre los sectores concentrados del poder económico local e internacional, la
embajada de EEUU, los grupos de militares de extrema derecha, y como había sido
en tiempos pasados, un sector del poder clerical que pretendía limpiar de
subversivos a la propia Iglesia, llevó a cabo el genocidio planificado por
quienes deseaban terminar para siempre con la “utopía de la justicia social”.
La metodología utilizada por las bestias que se creían los émulos del nazismo,
fue fría y calculadoramente pensada por los grupos económicos concentrados con
el objeto de internalizar el miedo en toda la sociedad y así evitar que la
rebeldía y las ideas revolucionarias pudieran renacer en las futuras
generaciones. El secuestro, la tortura, el asesinato y luego la posterior
desaparición de los cuerpos, “casi en ese orden”, sería el cumplimiento de un
plan sistemático que garantizaría el mantenimiento del poder para las minorías
sin tener que soportar potenciales revueltas de los marginados de siempre. De
allí en más, los desafíos de aquellos que pelearon por un ideal de justicia,
durante la dictadura se reconvirtieron en las luchas por los Derechos Humanos
de las Madres de Plaza de Mayo, de las Abuelas y de todos los Organismos que
pedían la aparición con vida de decenas de miles de familiares que se habían
llevado en la oscuridad del Terrorismo Estatal. El retorno al Estado de Derecho
nunca garantizó la democracia. Las huellas del miedo, la internalización de una
estructura de carácter social autoritario mediante el terror, hicieron
imposible la recuperación de una gestión democrática, nacional y popular. El
neoliberalismo se consolidó e hizo de la Argentina una “neo-colonia” que se
ufanaba de las relaciones carnales con el imperio. El odio y el desprecio de la
oligarquía continuaron pero con la particularidad de haberse convertido en una
mendacidad generalizada que se difundía por la televisión. La nuevas formas de
atacar y quebrar la lucha de los desposeídos haciendo creer a la sociedad que
los pobres eran los únicos culpables de su propia condición.
La crisis del 2001 puso pausa al
desarrollo del neoliberalismo en Argentina. Los hechos originaron una
situación inesperada para los sectores de poder y el peronismo volvió a ser
gobierno. Cuando se ordenó institucionalmente el país, se convocaron elecciones
nuevamente de las que salió victorioso un desconocido sureño que gobernaba
Santa Cruz y cuya esposa era legisladora de la misma provincia. Este hecho cambió
la historia nacional en los albores del siglo XXI. En las presidencias de
Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner la Argentina recuperó la
dignidad. El “Kirchnerismo”, como una “fase superior” del viejo peronismo, supo
recobrar los valores de la praxis política y restablecer las convicciones de
los años setenta. Ese Kirchnerismo, como comenzaron a llamarlo, logró que sus
tres presidencias hicieran recordar los años del primer peronismo con el
agregado de nuevas políticas de Estado que tuvo que encarar para la
recuperación de la memoria, la verdad y la justicia. La bandera de los Derechos
Humanos marcó la posibilidad de un propio juicio y castigo a los violadores,
torturadores y asesinos del Terrorismo de Estado que habían sido indultados. Parecía
que el país se encaminaba en un sendero de liberación, pero el “odio” de la
clase dominante nunca dejó de destilar su veneno. Más allá de la muerte de
Néstor Kirchner, más allá de la difamación y la calumnia de Cristina Kirchner,
de las persecuciones a sus seguidores a través de un poder judicial corrupto,
la oligarquía igual siguió sembrando odio. El poder mediático y el poder
económico concentrado, aún hoy siguen difundiendo ese odio de clase. Cabe una
pregunta a manera de reflexión… ¿Se puede “acordar” algo con quienes odiaron
siempre? ¿Se puede confiar en quienes expresaron de manera permanente el
racismo y la discriminación hacia los pobres y a su vez les pagaron a los
terroristas de Estado para hacer desaparecer a los “rebeldes”? Quizás el actual
gobierno debiera acordar una suerte de pacto social primeramente con el pueblo,
y a través de ese sustento tomar las medidas necesarias para frenar la
impunidad de los poderosos. La coyuntura es compleja y con dificultades
extremas, pero no podemos olvidar que al histórico enemigo que generó el odio
al pueblo, nunca le interesó el beneficio de la nación, por el contrario,
siempre fue capaz de vender la patria por una moneda más para su alcancía.
*Claudio Esteban Ponce. Licenciado en Historia. Miembro de la Comisión de
América Latina de Tesis 11
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