Gráfica: Zdzisław Beksiński
Fuente de la nota: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2024/08/fin-de-ciclo/
El cierre de un ciclo histórico para la izquierda global deja un panorama
de desilusión. Mientras la extrema derecha avanza, la izquierda enfrenta su
mayor crisis en décadas. Pero la situación sigue abierta e inestable. Es
fundamental recoger pronto las lecciones del periodo pasado.
En enero de 2015, un editorial
de The Economist señalaba: «Tsipras lanzó el mayor desafío hasta la
fecha para el euro, y también para Angela Merkel, canciller de Alemania, quien
lideró el camino a la austeridad en el continente». El breve comentario
sintetizaba la inquietud de las élites occidentales en ese periodo: Syriza
estaba al borde del poder en Grecia, pero no era el único problema. Pocos meses
antes, Podemos había irrumpido explosivamente en España, Jeremy Corbyn
desafiaba el liderazgo del Partido Laborista desde una posición hasta entonces
marginal dentro de la izquierda británica y, al otro lado del Atlántico, Bernie
Sanders iniciaba su notable campaña en las primarias demócratas de los Estados
Unidos.
Las turbulencias no se limitaban a
los países capitalistas desarrollados; por el contrario, en la periferia las
movilizaciones sociales y políticas llevaban más tiempo. En América Latina, el
ciclo progresista, que no se refería únicamente a una serie de gobiernos
heterodoxos sino también a movimientos sociales fuertes y a relaciones de
fuerzas parcialmente favorables, aún mostraba vitalidad. Mientras tanto, aunque
la Primavera Árabe experimentaba reveses, la situación en la región seguía
pareciendo abierta.
Sin embargo, en pocos meses comenzó
un cambio significativo en el panorama político global. En julio de ese mismo
año Syriza capituló ante la Troika y aceptó aplicar un nuevo programa de
austeridad, lo que representó un golpe devastador para la mayor esperanza de la
izquierda europea en una generación. Podemos, por su parte, sintió este impacto
y transitó desde una radicalidad inicial —quizás superficial— hacia un programa
cada vez más moderado, que culminó en un cogobierno con el PSOE en España.
En América Latina el ciclo
progresista que había tomado impulso a principios de siglo empezaba a perder
fuerza. En Brasil, un golpe parlamentario iniciado en diciembre de 2015
destituyó al PT e instaló un gobierno neoliberal, culminando tres años después
con la elección del neofascista Bolsonaro. En Argentina, la derecha obtuvo su
primera victoria en 2015, con Mauricio Macri, y en 2023, tras un frustrado
interludio peronista, fue la ultraderecha la que asumió el relevo. En
Venezuela, la crisis económica se profundizó, exacerbando una situación
humanitaria crítica. En Ecuador la derecha ganó sucesivas elecciones. En El
Salvador, Bukele consolidó un régimen político autoritario y se convirtió en
referente de las derechas centroamericanas. El subcontinente latinoamericano es
el más disputado, puesto que estas tendencias se contrapesan con las recientes
victorias electorales progresistas en Colombia, Brasil y México; pero no está
exento de la ola reaccionaria global.
En el mundo árabe, la desilusión con
el ciclo de protestas iniciado en 2011 se hizo finalmente evidente de manera
trágica, con países hundidos en regresiones autoritarias, guerras civiles
tribales y masacres a gran escala. Por su parte, Jeremy Corbyn y Bernie Sanders
concluyeron sus aventuras en 2020, facilitando el regreso al business as
usual en los partidos laborista y demócrata en sus respectivos países.
Estamos presenciando el cierre de un
largo ciclo en la historia de la izquierda a nivel global. Varios eventos
suelen señalarse como los puntos de partida de este ciclo: el levantamiento
zapatista de 1994, las huelgas de noviembre y diciembre de 1995 en Francia o la
movilización antiglobalización en Seattle en 1999. Tras la derrota estratégica
representada por las contrarreformas neoliberales y el colapso de la Unión
Soviética, comenzó un lento resurgimiento de la resistencia social.
Presenciamos desde entonces una serie de oleadas de movilización: en América
Latina a finales de los años 1990 y principios de los 2000, coincidiendo con
las protestas antiglobalización y antiguerra en Europa y Estados Unidos; en el
mundo árabe, Estados Unidos y el sur de Europa en 2011; seguido por el ciclo de
2018 y 2019, que abarcó casi todos los continentes de manera sincronizada.
Periodizar un momento político en el
tiempo presente es difícil. Sin embargo, existen numerosos indicios de que nos
encontramos ante una nueva etapa. Uno de estos signos es la crisis global de la
izquierda en sus diversas formas, que ha visto deteriorarse su alianza
histórica con las clases populares. Las frustraciones y los límites de las
experiencias recientes han llevado a un momento de creciente desmoralización y
desafección política. Al mismo tiempo, la extrema derecha se muestra cada vez
más fuerte y capaz de capitalizar las frustraciones populares hacia la política
neoliberal, adoptando un enfoque autoritario, racista, sexista y homófobo.
Muchos pensaron que la crisis
capitalista de 2008 sería el momento que impulsaría a la izquierda radical al
centro de la escena, en un contexto de crisis de la política neoliberal y los
partidos tradicionales. Como hemos visto, no faltaron intentos. Sin embargo,
hoy la izquierda se encuentra al límite de su fuerza, no solo en el ámbito
político sino también en el sindical y social, mientras que la extrema derecha
avanza, mostrando resiliencia frente a sus propias derrotas, las cuales se
transforman en etapas parciales de su progreso.
Los límites de un periodo
Los momentos de estancamiento,
derrota o retroceso suelen ser ocasiones tanto de reflexión y autocrítica como
de confusión y desorientación. Pueden convertirse en terreno fértil para el
desánimo y la apatía, así como para el repliegue sectario o la adaptación
oportunista. Es preciso mantenernos lúcidos.
Algunos podrán argumentar que el
mundo sigue atravesado por luchas y movilizaciones, incluidos estallidos
sociales como la notable secuencia de 2019, que Beverly Silver consideró el año
de mayor movilización social global desde 1968. No les falta razón; la
situación internacional sigue siendo inestable y dinámica. Sin embargo, tras
las experiencias fallidas recientes, la crisis de la izquierda se convierte en
una crisis global de alternativa política, más aguda que en el pasado reciente.
La incapacidad de conectar las luchas con un horizonte alternativo redefine el
panorama en su conjunto. En este contexto, la extrema derecha comienza a ser un
competidor real para capitalizar no solo el malestar popular, sino las mismas
movilizaciones sociales (como sucedió en Brasil en 2014, en las protestas de la
plaza Maidán en Ucrania o en la Primavera Árabe).
Otros responsabilizan exclusivamente
al reformismo por sus capitulaciones y traiciones. Estaríamos entonces ante una
situación clásica de «crisis de dirección». Sin embargo, el problema va más
allá. Tras los fracasos del reformismo, la izquierda radical sigue siendo tan
impotente como antes. No solo no se beneficia cuando las desilusiones
reformistas quedan expuestas, sino que es arrastrada por el espiral depresivo de
su crisis. El reformismo no es simplemente una corriente política más; es la
tendencia política «espontánea» de la clase trabajadora. Nadie se propone una
guerra civil para conseguir un aumento de salario. Las clases trabajadoras
buscan mejorar su calidad de vida por medio de los instrumentos institucionales
a disposición y sin grandes convulsiones o costos sociales.
Por eso, aunque en algunos momentos
el margen objetivo para la política reformista se estreche y los partidos de
este tipo pierdan gradualmente su base material para una política de
conciliación de clase, no existe un equivalente a la caída del Muro de Berlín
que produzca un colapso definitivo del reformismo. Los frecuentes pronósticos
sobre su crisis final han sido desmentidos sucesivamente y no han servido como
una guía política eficaz.
Los clásicos del socialismo tendían a
pensar que la clase trabajadora era instintivamente revolucionaria y que solo
factores coyunturales podía llevarla a un letargo reformista transitorio. Pero
la realidad resultó ser más compleja. Solo en circunstancias de crisis
excepcionales y con una gran acumulación de fuerzas es posible superar la
hegemonía reformista en la clase trabajadora. Además, esto no se logra
únicamente denunciando al reformismo como una ilusión y anticipando
capitulaciones.
Los procesos revolucionarios no
surgieron de la pérdida de ilusiones reformistas, sino de llevar esas ilusiones
más allá de sus propios límites. La revolución rusa, como es sabido, se realizó
bajo el lema «paz, pan, tierra», y no con el llamado directo a la expropiación
de la burguesía. A fin de cuentas, un revolucionario es un reformista hasta
el final, que no se detiene ante el límite impuesto por la acumulación de
capital. La tarea de los socialistas, entonces, no es tanto desenmascarar
ilusiones, como pasar exitosamente a través de ellas.
Las debilidades de la izquierda son
también las debilidades de un periodo histórico: la fragmentación de la clase
trabajadora, la desarticulación de los partidos obreros de masas, el retroceso
de la afiliación sindical, la ausencia de una conciencia socialista en las
masas. Se siguen produciendo explosiones de cólera social en el mundo; el
problema es que estas ocurren en un contexto caracterizado por la pérdida de
referencias políticas y por el retroceso de las fuerzas orgánicas de la
izquierda (partidarias, sindicales, asociativas). En este escenario, ¿es el
hiperliderazgo populista (como el de Hugo Chávez, Pablo Iglesias o Jean-Luc
Mélenchon) un reemplazo funcional inevitable de la organización de masas en
momentos de debilidad «por abajo»? ¿Las ganancias que producen estos
hiperliderazgos compensan las pérdidas? ¿Podríamos prescindir de ellos mientras
reconstruimos las organizaciones y la cultura socialista de masas?
El ciclo político reciente ha
evolucionado rápidamente «de la protesta a la política», pasando de movimientos
que promovían una cultura de resistencia y abstencionismo político a
formaciones populistas de izquierda en torno a figuras fuertes. Este cambio
puede interpretarse como una respuesta a la situación de estancamiento
alcanzada por las revueltas de 2011, influenciadas por concepciones
autogestivas y antielectorales. Sin embargo, otra interpretación también es
posible. Entre considerar que lo verdaderamente importante se juega en el
terreno de los movimientos sociales y asumir que es preferible una victoria
electoral progresista puede haber, más que una polarización drástica, apenas un
desplazamiento de énfasis.
Creer que la construcción en los
movimientos sociales es el verdadero terreno estratégico puede llevar, sin
grandes cambios conceptuales, a aceptar la disputa electoral como un
complemento exterior, instrumental y subordinado. Esto puede justificar
sutilmente una forma de realpolitik: la conciliación de una retórica radical
respecto a la lucha social con una táctica electoral altamente pragmática u
oportunista. Si la táctica electoral, y la lucha política en general, se
consideran secundarias, la lógica minimalista del «mal menor» puede imponerse
sin resistencia.
Esto explica que haya habido una
convergencia tan natural entre el activismo de los movimientos sociales y las
formaciones electorales populistas, tanto en América Latina como en Europa y
Estados Unidos. El populismo no constituye el retorno triunfal de la gran
política en la historia, sino apenas una forma reducida de lo político,
limitada a su dimensión electoral y a los golpes de efecto tácticos. El
movimientismo y el populismo tienen en común dejar de lado aspectos centrales
de la lucha política socialista, y por eso son hijos legítimos de esta época:
ambos ignoran principalmente la necesidad de construir una organización
política sólidamente arraigada en la clase trabajadora, capaz de desarrollar un
proyecto estratégico en torno al cual formar y movilizar a sus miembros.
Los nuevos partisanos
¿Qué tenemos por delante? Por
supuesto, no lo sabemos con seguridad, pero podemos analizar las tendencias más
visibles. El aspecto destacado del nuevo ciclo es el auge de la extrema
derecha. En medio de una crisis capitalista de escala histórica, en la que el
malestar generado por décadas de políticas neoliberales ha creado un entorno de
inseguridad social y anomia mercantil, la demanda de orden (es decir,
protección, estabilidad, previsibilidad) parece ser el pegamento de un nuevo
bloque político y social en ascenso. Las limitaciones y experiencias fallidas
de la izquierda durante el último ciclo hicieron su parte para allanar el
terreno a las fuerzas reaccionarias. Pero es fundamental recordar las
tendencias de largo plazo: aún estamos lidiando con las secuelas de la crisis
subjetiva de la clase trabajadora provocada por la caída del «campo socialista»
hace treinta años, como bien describe Henrique Canary.
En este contexto de solapamiento de
crisis de distintos tipos (crisis subjetiva de la clase trabajadora, crisis
capitalista, crisis de la izquierda), la extrema derecha captura el malestar de
la época. Esto abre la posibilidad de una nueva gran ofensiva contra la clase
trabajadora, la cual podría poner en peligro las conquistas sobrevivientes del
ciclo histórico anterior. Como dijo Angelo Tasca en los años 1930, el fascismo
fue una «contrarrevolución póstuma y preventiva». Aunque ahora no hay amenazas
revolucionarias, la extrema derecha tiene su propio carácter «póstumo y
preventivo»: está ganando terreno en un contexto donde la izquierda y la clase
trabajadora se han debilitado, pero aún conservan posiciones y conquistas
históricas que representan un obstáculo para una ofensiva capitalista de gran
escala.
Esta nueva situación no implica en
absoluto, como afirman algunos sectores, la existencia de un radicalismo
abstracto que pueda ser canalizado tanto por la izquierda como por la derecha.
Quien tiene la iniciativa y está «radicalizada» es la derecha. Nuestro campo
social está a la defensiva, intentando mantener sus posiciones. Pretender que
la izquierda anticapitalista puede competir en un espacio común «antisistema»
con la extrema derecha es una vía muerta, que lleva al aislamiento de un
radicalismo desconectado de las realidades concretas. O, en una variante más
perversa, a intentos de asimilación con sectores reaccionarios al incorporar
temas del conservadurismo social, como lo hacen Sahra Wagenknecht en Alemania o
el PC francés, lo cual finalmente contribuye a la normalización y banalización
de las ideas de la extrema derecha.
No existe una polarización como la
que caracterizó los primeros años de la década de 1930. Es por ello que la
reacción política al crecimiento de la extrema derecha con frecuencia se
traduce en la recuperación de las organizaciones reformistas o progresistas
tradicionales (PSOE, PT, PD italiano, etc.) y no en su hundimiento. Esto no
debe sorprendernos. El ascenso de la ultraderecha al poder plantea la urgencia
de derrotarla políticamente, y las clases populares recurren a los instrumentos
mejor colocados para esa tarea, con independencia de sus limitaciones.
Asumir plenamente las características
y tareas de un momento defensivo ayuda a salir de esta situación lo antes
posible. Los socialistas debemos cumplir nuestro papel en un período que
amenaza los derechos laborales, el sistema democrático y la vida asociativa de
la clase trabajadora así como la cultura, la ciencia y los valores de la
Ilustración. Si nos mostramos como el sector más fiel y consecuente en la
defensa de lo que merece ser conservado, estaremos mejor preparados para
impulsar las luchas ofensivas del próximo periodo.
Martín Mosquera es Licenciado en
Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y Editor Principal de
Jacobin América Latina.
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