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FILOSOFÍA&CO
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Gráfica:
Enrique Alfonso
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«La economía libidinal que nos impone el
capitalismo es cruel e invivible», señala el filósofo Juan Evaristo Valls Boix
en esta entrevista. «Todo lo que no crece, no vale. Y en la vida a veces
crecemos, pero muchas otras veces no». Su libro más reciente es «Suely Rolnik.
Descolonizar el inconsciente», en el que recoge el pensamiento de la filósofa
brasileña. Hablamos con él sobre Rolnik, el capitalismo, el papel del deseo en
los cambios políticos y otras cuestiones.
Juan Evaristo Valls Boix, profesor de
Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid, tiene un
doble doctorado en Filosofía Contemporánea y Teoría de la Literatura y forma
parte del grupo
de investigación Pensamiento Contemporáneo Posfundacional en la misma
universidad.
Es autor del manifiesto por el derecho a la
pereza titulado Metafísica de la pereza y ha publicado recientemente
el libro Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente sobre la pensadora
brasileña. En sus obras, Rolnik ha prolongado las reflexiones de Gilles Deleuze
y Feliz Guattari sobre la producción social del deseo. Para estos
autores, el inconsciente no es una novela íntima privada y llena de traumas,
sino el reflejo de una producción social: no deseamos lo mismo si somos hombres
que mujeres, nativos que migrantes, etc. El libro sobre Rolnik que ha escrito
ahora Valls Boix no solamente está escrito con un cuidado y una belleza
enormes, sino que es bastante esclarecedor en la línea de explorar eso que
Guattari y ella llaman «micropolítica» y también en este intento por entender
el deseo y los afectos como fundamental en nuestra tarea política. Empecemos
por el propio libro: ¿por qué escribir un libro sobre la obra de Suely Rolnik?
¿Por qué cree que es importante rescatar su pensamiento? ¿Con qué autores
dialoga Rolnik y qué caminos continua su pensamiento?
Este ensayo sobre Rolnik se enmarca en la colección «Rostros» de Herder
Editorial, que tiene el noble propósito de dar visibilidad y reclamar la
vigencia de la filosofía del sur global en el pensamiento contemporáneo.
Si bien Suely Rolnik es
una referencia importante en los circuitos españoles y europeos del arte
contemporáneo (ha sido recurrentemente invitada al Museo de
Arte Contemporáneo de Barcelona, al Reina Sofía, al Instituto Valenciano de
Arte Moderno…), es casi una total desconocida en el campo de la filosofía
contemporánea y política en nuestro contexto. Y, sin embargo, es una de las
grandes expertas en la obra de Deleuze y Guattari, cuyos
hallazgos ha prolongado hacia una reflexión decolonial que dialoga con la
sabiduría de los pueblos originarios, como el guaraní.
Desde esa sabiduría ha articulado una práctica
activista, psicoanalítica y curatorial. Así mismo, Rolnik ha sabido hibridar la
herencia del pensamiento francés contemporáneo y el ánimo revolucionario
de Mayo
del 68 con las tradiciones brasileñas de la antropofagia, el legado
del neoconcretismo y la contracultura del tropicalismo, con lo que ha
establecido uno de los diálogos más fructíferos entre Europa y América en el
pensamiento reciente.
«Aunque Suely Rolnik es una referencia
importante en los circuitos españoles y europeos del arte contemporáneo, es
casi una total desconocida en el campo de la filosofía contemporánea y política
en nuestro contexto, a pesar de ser una de las grandes expertas en la obra de
Deleuze y Guattari»
Sobre la relación del pensamiento de Rolnik
con el de Gilles Deleuze y Felix Guattari (sobre todo de este último, con quien
Rolnik escribió Micropolítica: cartografías del deseo), ¿cómo entienden
Rolnik y Guattari el concepto de micropolítica en contraposición con otras
formas de entender y conceptualizar la micropolítica? ¿Y por qué situar al
deseo como fundamental en nuestra tarea (micro)política? Se lo pregunto porque
no son pocas las personas que señalan en redes sociales estar cansadas de escuchar
acerca del deseo (erótico) y que puntualizan que «no es tan importante y
debemos centrarnos en asuntos más urgentes o relevantes»…
En primer lugar, querría aclarar que por «deseo» estos autores no entienden
«deseo erótico» o «deseo sexual». Para ellos, el deseo es una potencia
afirmativa de la vida, la fuerza que nos mueve a estar en el mundo de un modo u
otro: es el modo singular en que cada persona dice sí a la vida y se mantiene
en ella.
Diversos autores de mediados del siglo pasado
se preocuparon por analizar los modos en que nuestro pensamiento, lejos de ser
abstracto o natural, tenía una clara factura social e histórica: los análisis
de Louis Althusser sobre la ideología, o las reflexiones de Luce Irigaray y
Hélène Cixous sobre el falogocentrismo son buenos ejemplos de ellos. Además,
estos autores señalaban que la factura de nuestro pensamiento siempre tenía un
lineamiento político. Por decirlo con Barthes, estos autores entienden que la
lengua es fascista, pero ello no porque nos prohíba decir cosas, sino porque
nos obliga a decirlas de un modo en concreto: impone una lógica y unos valores.
En este contexto, autores como Deleuze y
Guattari, y más adelante una de sus amigas y estudiantes, Suely Rolnik, tratan
de pensar no solo la factura social del pensamiento, sino también la factura
política del deseo: el deseo tiene una historia y una conformación material
situada, todo un recorrido en que aprende a orientarse y a asociarse con
diversas fuerzas y afectos. Y es que hay deseos que se exhiben y otros que se
ocultan, deseos de recibir violencia y deseos de ejercerla, deseos que deben
condenarse y deseos que pueden celebrarse, unos deseos más importantes que
otros, algunos que deben ocultarse, etc.
La producción de subjetividad —la
configuración de un régimen del deseo— es la tarea esencial de un Estado para
poder reproducir un sistema y una forma de estar en el mundo. En ese sentido,
quien votó a Trump, o quien votó a Hitler, no lo hizo por necedad o
desconocimiento: lo hizo porque quiere, porque lo deseaba.
Si hay algún cambio social, este vendrá porque
la sociedad desee una forma de vida más allá del capitalismo. Pero mientras
nuestro deseo sea un deseo capitalista, y nuestro corazón arda con el fascismo
(porque hemos aprendido a temer el cambio, porque hemos aprendido a desear la
rotundez unívoca de la seguridad, porque la violencia y la protección se nos
han vuelto seductoras), cualquier tentativa de cambio no será sino una
oportunidad de mercado.
Por todo esto que comenta, para Rolnik
adquiere tanta importancia el asunto del inconsciente y de los regímenes del
inconsciente que nos gobiernan, ¿verdad? Me parece importante notar que como
tanto Rolnik como Guattari provienen del psicoanálisis, ambos usan muchos
términos como este, como el «inconsciente», que también vertebra todo tu libro.
En ese sentido, y retomando la pregunta de
Rolnik sobre cómo descolonizar nuestro inconsciente, ¿con qué diría usted que
es útil políticamente quedarse del psicoanálisis y de qué deberíamos
desprendernos? Clásicamente, el psicoanálisis ha
estado lastrado por lógicas heterocentradas y androcentradas, y
filósofos como Paul B. Preciado las han denunciado. Por suerte, desde los años
setenta, las críticas feministas han sabido reelaborarlo desde otros
parámetros. Además, la principal crítica que Deleuze y Guattari lanzaron contra
el psicoanálisis era su carácter normativizador y conservador: el psicoanálisis
aspiraba a reproducir una sociedad de individuos neuróticos, una sociedad
basada en la familia y el complejo de Edipo.
Si estos y otros autores le imprimen un
carácter político, es porque la práctica del análisis nos brinda una
comprensión íntima del deseo y de todas sus contradicciones. Y en esa escucha
uno tiene la oportunidad de articular una relación con el otro menos violenta y
más atenta. El análisis nos libera de la fantasía de que el otro es una mera
oportunidad para satisfacer y acrecentar nuestro goce, o la imagen del otro
como un enemigo absoluto que amenaza nuestra integridad. El análisis nos
permite entender al otro en su singularidad y en su falta, y esa ética del
deseo que el análisis hace posible —¿por qué deseo las cosas que deseo?,
¿podría amar, vivir, relacionarme de otro modo, más justo?— el análisis dibuja
un escenario político alternativo.
Compañeros como Jorge Alemán o Alicia Valdés
han pensado con lucidez los aportes del psicoanálisis a la política. El
psicoanálisis nos permite empezar por el deseo, comprender el vasto territorio
de la afectividad como la base secreta de la política. El gran desafío de las
izquierdas hoy consiste en volver deseable una forma de vida que no se alinee
con valores capitalistas, coloniales, extractivistas y machistas. Nos jugamos
el futuro en articular un deseo poscapitalista, en volver deseable y gustosa la
solidaridad, el respeto, la igualdad.
«Si hay algún cambio social, este vendrá
porque la sociedad desee una forma de vida más allá del capitalismo. Pero
mientras nuestro deseo sea un deseo capitalista, y nuestro corazón arda con el
fascismo, cualquier tentativa de cambio no será sino una oportunidad de
mercado»
En su libro escribe sobre la importancia de
«pensar los afectos y desde los afectos» dentro del pensamiento de Rolnik. ¿Por
qué esto es importante políticamente? Si pensamos desde los afectos que
atraviesan nuestros cuerpos, ¿no puede esto pecar de pensamiento o filosofía
individualista o personalista?
Es habitual entender que cualquier reflexión filosófica sobre el deseo es
individualista y, por ende, egoísta y no política. Pero esto es ya un prejuicio
capitalista, que entiende que el deseo se gesta en abstracto y que nuestras
pasiones y afectos no tienen nada que ver con quienes nos rodean y nos enseñan
a hablar y a amar.
La micropolítica entiende que el deseo es el
resultado de un proceso continuo, colectivo y social: la reproducción social
nos enseña a afectarnos de un modo u otro, dependiendo de nuestra clase, de
nuestra cultura, de nuestro género asignado. No ama igual la clase obrera que
la burguesa, no tienen los mismos sueños —ni las mismas vergüenzas, ni los
mismos orgullos, ni los mismos miedos— un hombre cis que un hombre trans, una
mujer inmigrante que una con nacionalidad española.
El deseo es fruto de la intersección de
poderes y violencias, y en ese sentido es transversal: los procesos micropolíticos de
transformación del deseo señalan siempre un sujeto colectivo y una red
de relaciones sociales. Creo que, hoy en día, los feminismos son un
ejemplo de cómo una transformación del régimen del inconsciente es un proceso
político y colectivo.
Habla también en el libro del régimen del
«inconsciente capitalístico-colonial-racial y cisheteropatriarcal» como una
fábrica de sujeto, subjetividades y de nuestros deseos. «Amamos, soñamos,
vivimos y pensamos como pequeños capitalistas. Somos, en términos de Foucault, un ínfimo
‘empresario de nosotros mismos’», escribe. Es decir, capitaneados o guiados por
el régimen inconsciente dominante, reproducimos el sistema a través de nuestros
deseos y subjetividades. ¿Basta con descolonizar el inconsciente? ¿Cómo podemos
descolonizarlo? ¿Cómo devenir-pájaro?
Me gusta mucho el refrán «mucho te quiero, perrito, pero pan, poquito». Es una
sentencia que señala que el amor solo se conoce por sus obras y nos invita a
recelar de aquellos afectos y creencias que solo trascienden como palabrería y
acaban por disimular la repetición de lo mismo. Si hay un cambio en nuestros
afectos, lo sabremos porque habrá un cambio en nuestros actos y en nuestra
forma de hacer las cosas.
El grado en que nuestro inconsciente esté o no
descolonizado —o el grado en que nuestro machismo esté deconstruido, por
ejemplo— se medirá en función de las leyes que promulguemos, los activismos que
emprendamos, los temas que discutamos en redes, los memes que hagamos…
Si comparamos nuestra sensibilidad hoy con la
sensibilidad de los años 2000, podemos atender a un cambio efectivo aunque
pequeño e insuficiente: los códigos eróticos son distintos, las dinámicas del
humor son muy diferentes, las demandas que hay detrás de la temática de la
industria audiovisual son muy otras, como también lo son buena parte de las
agendas de los partidos políticos en materia de ecologismo o trabajo.
Ciertamente, las condiciones de posibilidad de
estos cambios para la emancipación son difíciles de satisfacer, especialmente
en tiempos de realismo capitalista. Creo que ha de ser un ejercicio de escucha
lo que nos haga ver que este sistema no tiene nada de deseable, sino que es
insoportable de tan violento y redundante. Esta escucha tiene lugar en el
espacio del análisis, pero también cuando debatimos en redes o conversamos con
nuestras amigas, cuando nos acercamos a otros sentimientos y experiencias a
través de las artes, cuando atendemos al cansancio de nuestro cuerpo, a su
estrés y su ansiedad. Sentir el dolor, el nuestro y el ajeno, ha de ser la
clave para pensar que, allí donde no parece posible, hay que inventarse otro
mundo y otra forma de relacionarnos.
«La micropolítica entiende que el deseo es el
resultado de un proceso continuo, colectivo y social: la reproducción social
nos enseña a afectarnos de un modo u otro, dependiendo de nuestra clase, de
nuestra cultura, de nuestro género asignado»
Sobre esto que comenta, es decir, sobre
destapar a través de la escucha las características propias del sistema
capitalista como un sistema violento y poco deseable (un sistema que, como
escuchamos y leemos últimamente, «es incompatible con la vida»), ¿es realmente el
capitalismo un sistema que reduce nuestras posibilidades de vida, un sistema
que ahoga la diferencia?
El capitalismo desprecia sistemáticamente la vida cada vez que la mide por su
eficiencia y sus fetiches identitarios. Todo lo que no crece, no vale. En eso
consiste la ontología de los negocios con que Fisher describió el capitalismo
de nuestro tiempo. Y en la vida a veces crecemos, pero muchas otras veces
menguamos, o tenemos la osadía de quedarnos en un lugar porque el crecimiento y
la competencia suelen oponerse al cuidado, al juego y las alegrías de la
ternura. En esas ocasiones, necesitamos la placidez y la quietud, porque vivir
consiste en aprender que no vamos a ninguna parte y, aun así, querer seguir en
el camino. La nuestra es una condición horizontal, como dijera Sylvia Plath,
aunque necesitemos de la verticalidad de vez en cuando.
Pero ¿no es precisamente el capitalismo el que
nos insta a crear la versión de nosotras mismas que queramos (a través del
consumo) dentro de todas las posibilidades existentes?
Si esa promesa capitalista de «ser quienes queramos» está mediada por el
consumo, solo me puede parecer decepcionante: todo lo que quiero ser se frustra
si he de consumir para lograrlo. Por lo demás, me parece importante que en la
vida no seamos solo lo que queramos, sino que el propio vivir nos sorprenda y
nos lleve a lugares inesperados e incógnitos: pesa demasiado la voluntad en
este existencialismo capitalista, y poco el asombro y la sorpresa y el gusto de
lo extraño.
Al final del segundo capítulo escribe: «No hay
revolución si no hay transformación del modo en que nos abrimos al mundo. No
hay ética alguna si esta no empieza por las pasiones y su economía libidinal.
No hay ninguna esperanza si no descolonizamos el inconsciente». Una de las
grandes críticas o preguntas que se puede hacer ante esta afirmación es si de
verdad puede haber una revolución o transformación micropolítica si no
cambiamos el modo de producción que articula toda la realidad. Lo que se le
suele achacar a este tipo de propuestas o análisis teóricos es que se olvida de
un análisis de la realidad material y del modo de producción y dominación que
hace la clase capitalista a los trabajadores…
Creo que aquí he de responder no con menos Rolnik, sino con más. La producción
de subjetividad es una «producción» en sentido estricto, esto es, tiene una
dimensión claramente material: cómo comemos, cómo hablamos, cómo nos movemos y
habitamos la ciudad, qué aprendemos a hacer con nuestro dinero, cómo aprendemos
a mostrar nuestro cuerpo (vestido, maquillaje, gimnasio, cirugía…), etc.
Para cambiar nuestra subjetividad, y hacerlo
de veras, tenemos que cambiar la educación, la industria alimentaria, la
industria de la moda, el modo de comunicarnos, el urbanismo familiarista-turístico,
la industria amatoria… Las condiciones de nuestra experiencia han de ser otras,
y ello exige cambiarlo todo.
Entiendo que una ciudad con menos coches y más
espacios para la bicicleta y el peatón no colonizados por las terrazas es un
cambio en la subjetividad. Entiendo que alterar los patrones del vestido para
no ampararlos en la fast fashion es un cambio en la subjetividad.
Entiendo que fomentar el aprendizaje de muchas lenguas es un cambio central en
la subjetividad, como lo es propiciar comunidades y vínculos allende la familia
para estructurar la vida (otros espacios, otras arquitecturas). Entiendo que
alterar la política migratoria y sus fronteras es un cambio en la subjetividad,
como lo es reducir la jornada laboral y abolir la maldita Ley Mordaza [nombre
que se le da en España a la Ley Orgánica de protección de la seguridad
ciudadana que entró en vigor en 2015].
Por todo ello, creo que pensar en términos
micropolíticos nos brinda una reflexión más radical sobre el gobierno de la
vida que otras valoraciones filosóficas que parten de una idea supuestamente
neutra del sujeto sin cuestionarla.
«Me parece importante que en la vida no solo
seamos lo que queramos ser, sino que el propio vivir nos sorprenda»
Me gustaría recoger algunas de las ideas que
ha mencionado en esta entrevista. Primero, el concepto de sujeto que se nos
presenta desde el pensamiento de Suely Rolnik es el de una subjetividad que se
encuentra en relación, en proceso («devenir-otros-de uno mismo», «habitar en
red»). Desde aquí, ¿cómo relacionarnos éticamente con el otro, con el migrante,
con la mujer trabajadora del hogar racializada, atravesada por unas violencias
concretas, por ejemplo? Esto es, ¿cómo reconocer la singularidad de las
violencias y dominaciones en los distintos cuerpos si eliminamos la forma de
sujeto individual y fijo?
Pensar la alteridad y la interdependencia como condición material de la
subjetividad no implica uniformidad, sino todo lo contrario: la singularidad de
las hibridaciones. Cada cuerpo se sostiene en un nudo de vínculos y cuerpos que
lo atraviesan y es el conjunto irrepetible de particularidades lo que genera su
diferencia. Precisamente porque no hay pureza —esto es, porque no hay tal cosa
como un «individuo» en abstracto—, hay diferencia —esto es, la singularidad
material de un cuerpo situado—.
Uno de los hallazgos más interesantes de
Rolnik consiste en entender que el régimen del inconsciente colonial-capitalístico se
sostiene en el olvido del otro y la represión sistemática del cuerpo: su
ficción ideológica consiste en tomar como natural y espontáneo todo el sostén y
el cuidado que los otros le brindan, en un ejercicio que, por su ceguera, no
puede sino ser de dominación.
De ahí que insistiera antes en la importancia
de la escucha, que no por nada Sarah Ahmed consideró una práctica feminista:
escuchar al otro, escucharle sin cesar, y para eso, por supuesto, dejarle hablar.
Todas esas hablas que habitualmente se han considerado estúpidas, histéricas,
no articuladas, puro griterío, todo aquello que se ha discriminado como ruido y
no como voz, ha de ser escuchado, no victimizado o infantilizado. Esta
operación es política y estética al mismo tiempo, exige repensar los modos y
las gramáticas del aparecer en el espacio público.
«Pensar en términos micropolíticos nos brinda
una reflexión más radical sobre el gobierno de la vida que otras valoraciones
filosóficas que parten de una idea supuestamente neutra del sujeto sin
cuestionarla»
La segunda idea a la que me gustaría volver, y
volviendo al deseo, es que se habla mucho de que este es algo producido,
construido y mediado socialmente. Con todo esto, y a raíz de la lectura que hice
con unas amigas del último libro de Clara Serra —y que aborda la cuestión del
deseo—, nos surgía la duda acerca de la dificultad de «educar» nuestro deseo.
O, dicho de otra forma más cercana a los vitalistas, ¿cómo generar nuevos
flujos de deseo? ¿Cómo generar nuevas formas de vida deseables para todes? Creo
que esto pasa por esta enorme tarea de descolonizar el inconsciente. Pero ¿de
qué formas concretas o de qué maneras concretas podemos descolonizar nuestro
inconsciente?
Siempre he pensado que los vínculos y el deseo que los recorre no son cosas
elaboradas en el vacío, sino que tienen una base material. Y esta base material
es el imaginario con el que los construimos. Creo que no hay vínculo amoroso
sin que lxs amantes se inventen un imaginario en común —sus historias, sus
canciones, sus anécdotas, sus nombres secretos—, y pasa así con amistades y con
cualquier vínculo.
En términos de Rolnik, es preciso crear nuevas
formas para vehicular todas esas fuerzas afectivas que desbordan nuestra
forma-sujeto, que nuestra subjetividad no puede sostener. Los nuevos flujos del
deseo habrían de venir, como un torrente, por nuevos cauces, por aquellos
canales que sepamos imaginar: nuevas lenguas, nuevas músicas, nuevos códigos de
representación.
De ahí que la creación, para Rolnik, no sea
mero capricho, sino una respuesta necesaria ante una crisis de la forma-sujeto.
De ahí, también, que no sea una forma de acción exclusiva del espacio de las
artes, sino que atraviesa la vida entera. Y de ahí, por último, que la creación
no sea el gesto soberano de una voluntad genial —perdón por el cliché— sino, en
términos de Rolnik, una polinización, una fecundación del otro. De todo ello se
deduce la dimensión íntimamente política de la imaginación, y nos permite
pensar la imaginación como una gramática de la hospitalidad: ¿cómo acoger la
alteridad?, ¿cómo cuidar y aprender de la extrañeza?
En todo ello, hay un momento de salto y de
entrega. Habitualmente, tememos la extrañeza, nos disgusta porque nos pone en
riesgo, la miramos con desdén porque no la entendemos. De ahí la importancia de
elogiar este riesgo, como decía Anne Dufourmantelle, de atreverse a dejar pasar
al otro.
Ha escrito un recorrido muy esclarecedor sobre
el pensamiento de Rolnik, donde ella es considerada dentro de estos pensadores
y pensadoras que llamamos «vitalistas». Pero ¿qué es la vida para este conjunto
de pensadores, para este pensamiento de la diferencia, vitalista, de la
afirmación? Parece ser un grito, un bramido por la vida, ¿no?
La economía libidinal que nos impone el capitalismo es cruel e invivible, y
cada vez lo tenemos más claro: tras años y años sufriendo el imperativo de lo
máximo y la euforia, de cantar y aplaudir el deseo excitado y altísimo, nos
encontramos en un panorama general de depresión y de impotencia, de un deseo
agotado y anémico. La depresión es la contracara del estrés tanto como la
frustración lo es del éxito, y no hay una sin la otra —por eso Fisher hablaba de
«capitalismo bipolar»—.
Creo que hay que partir del cansancio, del
agotamiento de los cuerpos y la impotencia generalizada, y esto no solo a nivel
subjetivo: el planeta entero está exhausto, sus recursos se están agotando. La
fatiga de la materia está generalizada. Y ya lo decía Nietzsche: cuando no
puedas con tu carga, déjala caer. Ese dejar caer, toda la gramática del rechazo
y la renuncia, es la fuerza que nos queda: la fuerza para rendirse y decir no a
todo aquello que niega la vida. La vida es esa potencia-de-no, esa fuerza
que «pide paso» y desborda todas las formas que se le imponen. La vida, en este
sentido, es fuerza de transformación, una pasión por trascender las formas.
En definitiva, y en la línea con lo que nos
comentabas anteriormente, ¿cómo podemos crear otras formas de vida en este
momento concreto? ¿Cómo crear praxis en la grieta? ¿Cómo devenir otros?
Creo que conocemos muchas estrategias concretas de crear otra forma de vida,
una no capitalista. El problema es que no hay recursos que las impulsen y,
aunque sean ya deseables y deseadas para muchos, siguen —seguimos— sin ser
suficientes: un modelo urbano que no se sostenga en el turismo y que proteja la
vivienda es un cambio efectivo y directo de nuestra forma de vida.
Garantizar la legalidad del aborto —y su
plausibilidad material— en todo el mundo es una forma directa de cambiar de
vida. Que los países del sur global tengan soberanía sobre sus recursos es otro
cambio. Reducir la jornada laboral tanto como se pueda también lo es, así como
garantizar la igualdad salarial. Pensar modos de cocrianza y de comunización de
los cuidados es otro modo —abolir la familia de una vez por todas, ahora que
materialmente es inviable e ideológicamente sigue siendo exigida—.
Despatologizar la transexualidad es un enésimo ejemplo de ello. Educar y criar
a los hombres sin privilegios de género, de modo que no se crean dueños del
cuerpo de las mujeres ni sean potenciales violadores y asesinos es también, me
parece, un modo efectivo de cambiar, como lo es cargar de impuestos a la clase
alta.
En el siglo XVIII hubo una importante
desamortización de la Iglesia en este país triste. Si el capitalismo es la
nueva religión, como dice Agamben y tantos otros, igual hay que observar la
tradición y, tres siglos después, desamortizar las macroempresas. Se trata de
pequeños gestos y pequeños cambios, alteraciones de rituales que le van dando
otro curso al devenir de la vida y reorientan nuestra existencia. Sabemos cómo
hacerlo, tenemos mil formas. Nos falta la fuerza, nos falta el deseo. O quizá
sea tan solo cuestión de escucharla.
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