Nos Disparan desde el Campanario. Alienación. Técnica y tecnología: de nuestra salvación a nuestra condena… por Salvador Suniaga Hernández
Obra de Zdzisław Beksiński
Fuente: Filosofía & CO
Link de Origen:
https://filco.es/tecnica-y-tecnologia-salvacion-condena/
El ser humano se distingue de los animales en que es capaz de
ensimismarse. Después de hacerlo, vuelve al mundo con un plan y lo transforma.
Así nace la técnica, nuestra «sobrenaturaleza». Sin embargo, la misma técnica
que nos ha permitido distinguirnos de los animales podría, paradójicamente,
condenarnos a una vida de autómatas y pseudoanimalidad.
Hace algunos meses, unos investigadores de la Universidad de Aalborg,
Dinamarca, explicaron en la conferencia EPIC 2023 el desarrollo teórico de
lo que denominaron «máquinas de fricción». Estas curiosas máquinas no son
más que algoritmos diseñados para funcionar de modo semiautomático, obligando
al usuario del programa a pensar sus decisiones antes de continuar con la
ejecución de las tareas.
Contrario a las lógicas de la
velocidad y la eficiencia (y a diferencia del flujo de trabajo típico de
los softwares y sus variadas aplicaciones), el objetivo de estas
máquinas no es que el usuario obtenga resultados con pocos clics, sino que sea
consciente de lo que está haciendo gracias a pausas programadas en su flujo de
trabajo.
Podríamos pensar, por ejemplo, en los
flujos de decisiones de los cajeros automáticos o en las transferencias
bancarias por medios digitales: ambas exigen del cliente toda su atención
durante el proceso a través de advertencias y confirmaciones. De lo que se
trata es que el usuario, aunque se apoye en procesos automatizados, pueda
reflexionar sobre la tecnología que usa. Ensimismarse, al menos durante unos
momentos.
El ensimismamiento como rasgo humano
En la Buenos Aires de 1939, el
siempre actual Ortega y
Gasset impartió una lección en la Asociación de Amigos del Arte
que luego recogió, sin apenas cambios, en un texto titulado Ensimismamiento
y alteración. Ortega explicó en esta lección que la diferencia sustancial del
ser humano con respecto a nuestros compañeros animales, incluso en paragón con
los más cercanos a nosotros, como lo son los simios superiores, es nuestra
capacidad de ensimismarnos.
Ensimismarse es un acto que Ortega
consideraba inexplicable desde lo zoológico. El ser humano se vuelve
dentro de sí y se sustrae temporalmente y con notable esfuerzo de un entorno de
incesantes estímulos y urgencias. Luego, regresa al mundo con un plan, con
un programa de acción que pudo procesar en su fuero interno durante esos
instantes. Un plan que le va a permitir organizar mejor lo que le rodea y
direccionarlo de formas más convenientes a través de una técnica.
El objetivo final de dicha técnica, como
luego explicó Ortega, consiste en que el ser humano pueda abrirse paso entre
sus necesidades básicas, indiferenciables de las de los animales, y elevarse
sobre ellas para satisfacer otras necesidades cualitativamente superiores,
estas sí propiamente humanas.
En tosco resumen, diríamos que la
búsqueda pertinaz del ser humano no solo consiste en sobrevivir, sino
también en alcanzar un estadio de buen vivir. Una vez satisfechos el
hambre, el cobijo, el resguardo bajo una vivienda y el resto de los apetitos,
el ser humano se arroja, ahora sí, a sus impulsos creadores, expresados comúnmente
en pensar y poetizar, como diría el pensador Ángel Faretta.
Para ello, el ser humano debe valerse
de un proceso iterativo compuesto por tres pasos: actuar, ensimismarse y,
por último, regresar al mundo ejerciendo un nuevo actuar sobre lo que le rodea,
pero esta vez planificado. Esta iteración es el mecanismo psicológico que está
detrás de toda técnica, producto de la más honda voluntad de poder. De esto
podemos deducir que lo humano y lo técnico son una y la misma cosa, cara y cruz
del mismo drama existencial.
Es importante aclarar que los
animales no carecen de técnica. Son bien conocidas las capacidades
técnicas de los bonobos, de los pulpos y de varias aves. Incluso se ha
demostrado que algunos de estos animales muestran algunos rasgos asociados a la
autoconsciencia.
Pero eso, y sin duda es muy
significativo, no equivale a la capacidad de ensimismamiento. Esta
implica, entre otras facultades, a la imaginación, por un lado, y, por otro, al
íntimo deseo de separarse del mundo, de negar la propia corporeidad, aunque sea
parcialmente, y construir a través de ello una sobrenaturaleza para
afrontar necesidades de índole más abstracta.
El palo que toma el simio con su mano
no es sino una extensión de su extremidad, cuyo propósito suele ser
alcanzar el alimento alojado en algún espacio de difícil acceso. Lo mismo
persigue el cuervo con su pico, moviendo piedrecitas, activando palancas o
recogiendo objetos que no entiende. Objetos que, al final, es capaz de asociar
por mero conductismo gracias a la recompensa de algún sustento. Si los
observamos atentamente, sus técnicas no los separan de su naturaleza, sino que
la extienden.
Así, lo contrario al ensimismamiento
es la alteración: el hecho de estar constantemente sometidos a los
estímulos circundantes, en mecánica respuesta hacia ellos, sean dolorosos o
placenteros. Es un estado de exteriorización que solo se contrapone al sueño.
El animal, pues, cuando por fin no tiene que estar atento a sus alrededores, se
duerme. Así es como se separa del mundo y —mientras tanto— ahorra sus energías.
Alteración y alienación
No debe resultarnos difícil entender
la relación entre alteración y alienación. Quien está alterado, obligado a
estar constantemente fuera de sí mismo, está a su vez alienado. Ha retrocedido
a la bestialidad. Y aunque la técnica surge en nosotros, precisamente, para
escapar de dicha bestialidad y refugiarnos en lo estrictamente humano, hay un
punto de inflexión en el que el proceso técnico, parido —en principio— por
nosotros, se nos escapa de las manos y nos termina llevando consigo,
asimilándonos y haciéndonos partícipes de una finalidad distinta a la
concebida, alienándonos de todas formas.
Al respecto, Ernesto Mayz-Vallenilla,
uno de los filósofos venezolanos que más ha reflexionado sobre la
técnica, se tomó en serio la dimensión técnica de lo humano —como Ortega
insistía y reclamaba que debía hacerse desde la filosofía— y propuso en 1986 una
disección de sus categorías.
Además, describió la tendencia que
manifiesta el proceso técnico hacia su propia autarquía y autonomía. Inspirado
por Immanuel Kant,
y en explícito homenaje hacia él, aunque sin la pretensión de querer imitarle,
dio una ponencia en el Primer Congreso Venezolano de Filosofía. El discurso fue
transcrito y tuvo por título Ideas preliminares para el esbozo de una
crítica de la razón técnica.
Considerando sus inclinaciones autárquicas
y autónomas, cuando es el proceso técnico el que nos moldea y conduce por
sus derroteros —en vez de llevar nosotros las riendas— se manifiestan, según
Maíz-Vallenilla, cuatro tipos de alienación técnica:
Una alienación frente al producto de
la técnica, que va más allá de la alienación anticipada por Marx. El ser
humano bien puede ser propietario del producto, dueño de su trabajo, pero de
igual forma el producto canaliza o constriñe su conducta, es decir, lo
subordina. Así las cosas, el ser humano se siente desvalido si no dispone de un
dispositivo técnico.
Otra alienación respecto a los
vínculos con la naturaleza, ya que el ser humano se acostumbra al confort
y a las dinámicas de la sobrenaturaleza creada gracias a la técnica,
separándose durante el proceso de sus propios instintos. Muy común entre los
urbanitas.
La alienación respecto al otro, respecto
al prójimo, caracterizada por estar cada vez más mediada por dispositivos
técnicos de diversa índole, mecanizando y acartonando las interacciones que
tenemos con otros seres humanos.
Finalmente, estar alienados de
nosotros mismos. En esta situación, la mecanización y la falta de
autonomía pueden ser tan pronunciadas que la actividad del ser humano se
despoja de toda caracterización personal y termina transformándose en la
operación de un artefacto. Es el ser humano convertido en máquina y, por lo
tanto, sustituible como tal.
En nuestra época se teme por la singularidad, ese
evento hipotético en el que la máquina se hará autoconsciente y disputará el
futuro con nosotros, pero más bien deberíamos preocuparnos por el aparejamiento
entre lo humano y lo maquinal. No porque la máquina devenga finalmente
inteligente, sino porque lo humano se va tornando autómata.
Después de todo, ¿no es lo autómata
un regreso a la alteración? ¿No es lo mismo, ya que nos convierte en cajas
negras que reciben y procesan estímulos exteriores y que solo devuelven salidas
automáticas, es decir, salidas sin pensar?
Huelga decir que este es el desliz
que cometen los que consideran que la inteligencia artificial —por
automática— es verdadera inteligencia, puesto que para ellos se trataría de una
propiedad emergente de la materia, es decir, para ellos la inteligencia solo es
cuestión de grandes volúmenes de datos y velocidad de procesamiento. En otras
palabras, y según está visión, la inteligencia humana sería un fenómeno
cuantitativo y computable.
Acerca del riesgo de perdernos
Se ve, entonces, cómo lo humano
siempre está en entredicho, expuesto a un inagotable peligro, como Ortega
recogiera de la genialidad de Nietzsche (y, más atrás, de Burckhardt). Lo humano
no solo debe ganarse con esfuerzo (a través del ensimismamiento y de la técnica
que desarrollamos para encerrarnos en nuestra intimidad), sino que también
puede ese ensimismarse desaparecer por un «exceso» de técnica. El animal y el
autómata se dan la mano en su destino cuando el ser humano deja de pensar.
Sin embargo, en ese angosto sendero
que transitamos y en el que podemos dejar de ser humanos en cualquier
momento, deberíamos considerar que no todos los abismos son fatales. Se ha
postulado que el peligroso trecho nos puede llevar al superhombre (Übermensch),
o tal vez a la más radical alteración.
Pero también sería posible, al menos
en teoría, una convergencia tecnológica que termine por asimilarnos a ella (o
ella a nosotros) en gradual simbiosis evolutiva y por medio de un involuntario
e inevitable transhumanar. Esto modificaría no solo las condiciones
materiales del mundo, sino también las mismas bases epistemológicas y
ontológicas de nuestro pensamiento.
En pocas palabras, hablamos de un
sentido de la técnica (y, por lo tanto, de lo humano) que nos conduzca
paulatinamente hacia un nuevo lógos metatécnico. Mayz expuso esta
tesis tras sus detalladas observaciones del acontecer tecnológico,
particularmente después de la aparición de la electrónica durante el siglo XX.
El filósofo venezolano apeló a un
proceso inconsciente en el que nuestra episteme privilegia el sentido de la
vista y los estímulos ópticos-lumínicos, colándose ellos a través del
lenguaje y finalmente manifestándose en nuestros dispositivos técnicos. Estos
dispositivos, cada vez más sinestésicos e integrados en nuestro cuerpo,
estarían cambiando la forma a través de la cual interpretamos los fenómenos.
Esto, que también sería un modo de
alienarse de lo humano, no necesariamente es alterarse. Aún así, cabe la
posibilidad de que la integración con nuestras creaciones sea parte de la sobrenaturaleza que
empezamos a construir hace miles de años, desde nuestros primeros
ensimismamientos como especie.
Más aún, ahora especulando: quién
sabe si, como en el cuento London Gardens, de Juan Jacinto Muñoz
Rengel, después de tanto desarrollo tecnológico y exploración espacial,
terminamos aquí mismo, en la Tierra, en la sencillez de nuestros jardines.
Quizás encontremos que las piedras o
las rosas no son inanimadas, como hasta ahora hemos concluido, sino que,
por el contrario, su completa integración con el entorno, muda para nosotros,
corresponde más bien al grado más alto y sutil de conciencia. Una «naturaleza
sabia» y silente, literalmente, hacia la cual nos dirigimos sin sospecharlo.
En todo caso, mientras seamos
humanos, lo importante es eso, mantener la conciencia. Enseñorearnos de
nuestras tecnologías, así se conviertan eventualmente en nuestros
apéndices supranaturales.
Ortega advirtió que al ser humano no
le fue dado gratuitamente el don de pensar, sino que ha tenido que
fraguárselo mediante un esfuerzo significativo y constante, de ahí el peligro
de perdernos si descuidamos esta faena. Pero, aunque «no le gustaran los
angelitos» por ser Ortega adversario de los idealismos, es inevitable recordar
el versículo en el que fuimos determinados desde un principio a ganarnos el pan
con el sudor de nuestra frente, teniendo esta frente anverso de ceño
mortificado y empapado, y como reverso una mente, de igual modo impelida a
ejercitarse.
*Salvador Suniaga Hernández (Venezuela, 1984) es ingeniero mecánico con
máster en Antropología Empresarial. Como consultor del sector industrial, se ha
especializado en la investigación y comercialización de softwares de
ingeniería, trabajando a menudo en la frontera entre lo humano y la tecnología.
Escribe sobre filosofía de la técnica y tecno-antropología para medios
divulgativos y revistas académicas.
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