Nos Disparan desde el Campanario ¿Qué defienden los defensores de la democracia?... por Thomas Zimmermann Traducción: Florencia Oroz
Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2024/10/que-defienden-los-defensores-de-la-democracia/
Campaña tras campaña, políticos de
todas las tendencias y de todos los países del mundo se presentan a sí mismos
como defensores de la democracia. Pero lo que en realidad defienden es un
sistema que permite tanta coparticipación como los ricos puedan soportar.
Otra vez es tiempo de elecciones. Y
una vez más está en juego nada menos que la propia democracia, si se cree a
quienes viven de la política. Los populistas, advierten, tienen cada vez más
éxito movilizando el descontento popular contra «los de arriba». Al mismo
tiempo, regímenes despóticos de otros países se esfuerzan por destruir nuestros
bellos sistemas democráticos. Realmente se podría temer por la pobre democracia
si no tuviera la ventaja de contar con tan buenos amigos en puestos tan altos.
La nueva líder en la lucha contra los
enemigos de la democracia es Kamala Harris. Su Partido Demócrata estaba tan
convencido de ella como candidata que simplemente pasó por alto la democracia
intrapartidaria. Es la sucesora de Joe Biden, que era tan obviamente el
candidato adecuado que los demócratas impidieron un proceso democrático de
elecciones primarias y se aferraron a su presidente hasta que su evidente
decrepitud ya no pudo ocultarse ni siquiera a los observadores políticos
aficionados.
Al otro lado del Atlántico, los
democristianos ya han modernizado para las elecciones europeas el cortafuegos
con el que en principio debían proteger la casa democrática de los fuegos
fascistas. Como la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen,
quería mantener la puerta abierta a pactar con la primera ministra italiana de
extrema derecha, Giorgia Meloni, se ajustaron las condiciones de entrada para
ser «proeuropeo, pro OTAN, pro Estado de derecho y pro Ucrania». Al fin y al
cabo, como buen demócrata, uno sabe que tiene que soportar contradicciones; por
ejemplo, que ser prodemocrático signifique celebrar la UE, aunque sea menos
democrática que los Estados que pertenecen a ella.
El hombre fuerte de Alemania, el
Ministro de Finanzas Christian Lindner, también tiene algo profundo que aportar
a la comprensión de la democracia, y se refiere al otro gran mecanismo de
protección de la política alemana, el freno de la deuda. Su lección se remonta
a los antiguos griegos y merece ser citada en extenso: «Los frenos de la deuda
son instrumentos para disciplinar a la propia política. Se lo puede imaginar
como Homero: Odiseo se encadenó una vez al mástil de su barco para no sucumbir
al canto de las sirenas. Y el freno de la deuda es el mástil al que se
encadenan los políticos para no sucumbir a la tentación de plantear sus
exigencias en función de los aplausos del día durante las campañas
electorales».
Los grandes líderes democráticos de
nuestro tiempo lo saben: en caso de duda, hay que saltarse los procesos
democráticos para decidir quién es el más adecuado para defender la democracia.
La lealtad a los mayores defensores de la democracia en la escena mundial no
debe ponerse en duda por los resultados electorales. Y cuando las sirenas
canten: «Invirtamos en infraestructuras públicas»; la política democrática
puede continuar, pero, por favor, que no mueva ni un dedo. Es casi como si los
grandes defensores de la democracia defendieran «nuestra cultura política» no
menos que de la democracia.
La buena mezcla
Si se les mide por los estándares de
la antigua Grecia, algunos de los más ruidosos defensores de la democracia de hoy
en día se parecen más a los críticos de la democracia de antaño. El filósofo
Aristóteles, por ejemplo, pensaba que la democracia ateniense había ido
demasiado lejos: daba demasiado poder a los ciudadanos de a pie.
Desde principios del siglo V a.C.,
las decisiones políticas más importantes en Atenas eran responsabilidad de una
asamblea popular de al menos 6000 personas, a la que estaban invitados todos
los ciudadanos de pleno derecho de Atenas (las mujeres y los esclavos estaban
excluidos). La gran mayoría de los cargos políticos también se cubrían por
sorteo entre estas mismas personas. El gran número y el principio aleatorio
pretendían garantizar que los órganos políticos fueran realmente
representativos de los ciudadanos de Atenas. Ambas instituciones son
prácticamente desconocidas en nuestras democracias actuales.
Por otra parte, las elecciones —hoy
epítome de la democracia— se consideraban una institución oligárquica que
tendía a favorecer el gobierno de la minoría rica. En las campañas electorales,
los miembros de la élite tenían ventaja sobre los ciudadanos de a pie gracias a
su prominencia, sus redes y sus recursos. De hecho, incluso en las «democracias
representativas» actuales, las clases altas están muy sobrerrepresentadas,
sobre todo en Estados Unidos, donde la mayoría de los miembros del Congreso, y
más aún del Senado, poseen fortunas millonarias. El hecho de que Tim Walz, un
candidato a la vicepresidencia que no posee una cartera de acciones ni siquiera
una vivienda, fuera elegido saltó a los titulares.
Una de las principales preocupaciones
de Aristóteles era que una democracia coherente no tuviera la sensibilidad
necesaria para los intereses de los ricos. «Si gobierna la mayoría numérica,
cometerán injusticias confiscando los bienes de los pocos ricos», señalaba.
Para evitar excesos democráticos como la redistribución, recomendaba en su
lugar una «buena mezcla de democracia y oligarquía».
Aristóteles sugirió una forma de
crear una «demoligarquía» equilibrada: elecciones en lugar de sorteos (oligarquía),
pero derecho a voto también para los no poseedores (democracia)… en otras
palabras, exactamente lo que tenemos hoy. Si fueran honestos, nuestros
políticos también tendrían que decir que no defienden tanto «nuestra
democracia» como la «mezcla de democracia y oligarquía» establecida, tanto
contra las tendencias antidemocráticas como contra las excesivamente
democráticas. Porque los ricos no deben temer tener que devolver un poco más de
su riqueza, o que se les restrinja demasiado su forma favorita de ejercer el
poder social: a través de empresas privadas.
¿Por qué no una verdadera oligarquía?
La respuesta es: sostenibilidad. Aunque Aristóteles calificaba de «peligroso»
confiar a los ciudadanos de a pie los más altos cargos, le parecía «aún más
alarmante» excluirlos por completo del proceso de toma de decisiones políticas.
Esto significaría que el Estado se enemistaría con la mayoría de su población y
provocaría revueltas. La «buena mezcla», en cambio, garantizaba la estabilidad
dando a la población la influencia justa para que no se sintiera ofendida, pero
no tanta como para que las élites se sintieran motivadas para intentar un golpe
de Estado.
Ludwig von Mises, uno de los autores
intelectuales de la ideología neoliberal que se ha apoderado de todos los
partidos de las distintas versiones de la derecha en las últimas décadas, tenía
una opinión similar. «La democracia», escribió Mises, refiriéndose a la buena
mezcla de democracia y oligarquía, «no solo no es revolucionaria, sino que
tiene la función misma de eliminar la revolución». A los neoliberales no les
interesa la democracia en el sentido literal de hacer valer la voluntad del
pueblo frente a las élites. Solo les interesa que exista un proceso regulado a
través del cual las distintas fuerzas puedan alternarse pacíficamente en el
poder. Al fin y al cabo, es más probable que las tomas de poder irregulares den
lugar a una reorganización de las relaciones de propiedad.
Resulta apropiado, pues, que la
actual tendencia a reclamar la defensa de la democracia se desatara por el
intento de Donald Trump de mantenerse en el poder a pesar de su derrota
electoral hace cuatro años, y no por el insulto a la palabra democracia que
representa cada día de business as usual en la política
estadounidense.
La socialdemocracia, olvidada
«Hemos visto a los enemigos del
pueblo trabajador luchar contra el pueblo trabajador bajo la bandera de la
democracia». Así lo expresó hace 150 años uno de los últimos grandes
socialdemócratas alemanes, Wilhelm Liebknecht.
No basta con enarbolar la bandera de
la democracia; incluso los peores antidemócratas pueden hacerlo. Tampoco basta
con defender las condiciones marco de las democracias, como el traspaso
pacífico del poder o el Estado de Derecho, por muy importantes que sean. Esto
se debe a que solo se protege lo que las élites económicas valoran de la
democracia. Quien realmente quiera luchar por la democracia debe darse cuenta
de lo que los antiguos griegos ponían en la palabra: el gobierno del pueblo.
Los atenienses sabían que quién toma las
decisiones políticas no es insignificante. Con la poderosa asamblea popular y
la suerte democrática, inventaron mecanismos adecuados para contrarrestar la
captura por las élites. En su absoluta impotencia, los rescatados consejos
ciudadanos sobre temas como el clima, la alimentación o, como propuso
recientemente el canciller alemán Olaf Scholz, la reevaluación del coronavirus,
no son más que una triste imitación de estos principios.
La clase política no piensa nombrar
un órgano estatal verdaderamente democrático y con poder real: ¿qué dirían los
ricos? El categórico «no a la expropiación» de la designada alcaldesa de
Berlín, Franziska Giffey, tras el éxito del referéndum sobre la socialización
de las viviendas de las empresas inmobiliarias, demostró lo que ocurre cuando
el resultado de un proceso democrático no se corresponde con el buen gusto. No
es otra cosa que la línea roja de Aristóteles sobre las «confiscaciones»,
propugnada por el partido de Wilhelm Liebknecht de toda la vida.
«Incluso en boca de aquellos
demócratas que honestamente quieren el gobierno del pueblo, la palabra
democracia tiene un significado que se limita esencialmente a lo político, a la
esfera estatal». Esta era «una visión ilógica», según Liebknecht, porque ¿por
qué la democracia no iba a abarcar toda la sociedad, sino detenerse en la
economía? Puesto que «democracia» se había establecido como un término para la
democracia limitada, había que añadir algo al término para reflejar la plena
reivindicación democrática. De ahí la palabra «socialdemocracia».
Los socialdemócratas de hoy, que
consideran que el sistema de propiedad es un terreno vedado para la voluntad
popular, han olvidado lo que significa su nombre. Por lo tanto, corresponde a
los partidos que han surgido a su izquierda a lo largo del tiempo asumir la
reivindicación de la democracia plena. Democratizar la cultura política de un
país, o incluso un modelo de Estado impuesto internacionalmente, puede ser una
tarea abrumadora para empezar. Sin embargo, un primer paso sería que los
partidos que quieren representar los intereses de los trabajadores
reorganizaran su cultura política interna de forma que los miembros de los
trabajadores realmente hagan política.
Vivimos un momento anti-élites. Si
quieres ganar unas elecciones desde la oposición, te conviene presentarte como
«contrario el establishment». Pero si estás en el gobierno, una potente
estrategia es vender la protección de tu propia posición como una «defensa de
la democracia». Una fuerza política que tenga algo más que ofrecer que una
élite alternativa anti establishment; un partido que no solo supuestamente
proteja la democracia, sino que realmente la amplíe, empezando por sí mismo,
podría conseguir un enorme apoyo.
Vivimos también un momento de tensión
geopolítica. Nuestros dirigentes, que no pueden estar seguros del apoyo
popular, afirman estar defendiendo «nuestra democracia» contra enemigos
externos. Pero como no hacen nada en sus propios países para ampliar la
democracia y hacer retroceder a la oligarquía, esta narrativa también se presta
a dudas: quizá en realidad no estén protegiendo tanto nuestra democracia como
las zonas de influencia de nuestros oligarcas.
La democracia no debe limitarse a la
rotación en el poder de un puñado de camarillas distantes cada pocos años, que
además deben ser aceptables para dos poderes que no están legitimados
democráticamente: el capital y la hegemonía estadounidense. Si los políticos
que simplemente quieren esto se presentan como los mayores defensores de la
democracia, entonces la respuesta de la izquierda no puede ser unir fuerzas con
ellos para formar un campo contra la amenaza de la derecha «en defensa de la
democracia». Porque de este modo, lejos de fortalecerla, la están debilitando.
Thomas Zimmermann Editor principal de Jacobin Deutschland.
Gráfica y Lectura anexa:
Democracia representativa y participativa … por Enrique
Dussel
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