Nos Disparan desde el Campanario La contrarrevolución keynesiana.. por Mike Beggs …Traducción: Pedro Perucca
Fuente: Jacobin
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https://jacobinlat.com/2024/10/la-contrarrevolucion-keynesiana/
¿Qué tiene el capitalismo que hace
del keynesianismo un horizonte que incluso a los aspirantes a revolucionarios
les cuesta traspasar?
Marx vivió lo suficiente como para
declararse «no marxista». Keynes no tuvo tanta suerte. Sus seguidores harían
luego la distinción entre «economía keynesiana» y «la economía de Keynes». Pero
para entonces la palabra ya había trascendido al hombre. Un nombre no se
convierte en un «ismo» sólo por su genialidad. La obra tiene que atrapar y
montar una ola histórica, y gran parte de ella nunca se recupera mientras que
lo que sí lo hace empieza a generar nuevas asociaciones. El «keynesianismo» se
convirtió así en sinónimo de gasto deficitario, regulación y Estado del
bienestar, tres cosas que la Teoría General apenas menciona, si es
que lo hace.
Geoff Mann es muy consciente de las
diferencias entre Keynes como hombre, su obra y el «keynesianismo». Pero su
libro sobre el keynesianismo, In the Long Run We Are All Dead, trata deliberadamente más
del «ismo» que del hombre. Para Mann, Keynes ni siquiera es el originador del
keynesianismo, que vendría a ser Hegel —«si no el primer keynesiano, sí su
encarnación anterior más cercana»—, por lo que tenemos varios capítulos sobre
Hegel antes de que el foco se desplace al propio Keynes. El keynesianismo,
según lo entiende Mann, es un elemento perenne de la modernidad y Keynes fue
simplemente uno de sus más hábiles articuladores, razón por la cual llegamos a
conocerlo por su nombre. El propio Keynes aparece en el libro como un filósofo
político que resultó ser economista, aunque no es casualidad que las grandes
filosofías políticas de la sociedad capitalista estén llenas de economía.
Según Mann, el keynesianismo es una
posición que existe desde la revolución francesa. «Cuando un indignado
Robespierre preguntó a la Convención burguesa de 1792: ‘¡Ciudadanos! ¿Quieren
una revolución sin revolución?’, los keynesianos fueron los que pensaron para
sí mismos: ‘Sí, de hecho. Eso suena muy bien’». El libro está dirigido a los
socialistas, pero a diferencia de muchas obras marxianas de Keynes, el objetivo
no es exponer el keynesianismo como contrarrevolucionario. Se trata de entender
qué tiene el capitalismo que hace del keynesianismo un horizonte que incluso a
los aspirantes a revolucionarios —incluido el propio Mann, según admite— les
cuesta superar. No se trata tanto de un bloqueo ideológico como de uno
estratégico.
El vástago descarriado del
liberalismo
El keynesianismo, según Mann, es distinto
del liberalismo, pero sin dejar de ser un vástago de la tradición liberal. Al
igual que el liberalismo, considera que el capitalismo moderno es la forma más
elevada de civilización. Si no es ya una utopía, tiene el potencial de serlo en
su afán por la mejora continua de la productividad. Las visiones de Keynes
sobre el futuro incluyen una
semana laboral de quince horas (en «Posibilidades económicas para
nuestros nietos») y la «eutanasia del rentista» (en la Teoría General), no
por la guillotina sino por el propio éxito de la acumulación de capital. El
capital se acumulará hasta el punto en que dejará de ser escaso, de modo que
los ricos ya no podrán obtener beneficios monopolizándolo. La utopía keynesiana
tendrá las partes buenas del capitalismo —la «eficacia
de la descentralización de las decisiones y de la responsabilidad individual»—
sin las malas, «su
incapacidad para garantizar el pleno empleo y su distribución arbitraria y
desigual de la riqueza y de los ingresos». El periodo en el que las
personas obtienen ingresos simplemente por poseer riqueza es «una
fase de transición que desaparecerá cuando haya hecho su trabajo». El advenimiento
de la utopía «no
será nada repentino, simplemente una continuación gradual pero prolongada de lo
que hemos visto recientemente en Gran Bretaña, y no necesitará ninguna
revolución».
Pero el keynesianismo se aparta del
liberalismo clásico al no ver a la sociedad liberal como algo natural o
autosuficiente. Si se mantiene sobre sus rieles, avanza hacia la utopía, pero
el capitalismo tiende a descarrilar por su cuenta. En la Teoría General Keynes
explora una dimensión de esto —una tendencia de la inversión a caer por debajo
del nivel necesario para el pleno empleo— pero esto es sólo un ejemplo de un
tema más amplio en la obra de Keynes, y en el keynesianismo en general. La
salud del capitalismo depende de una gestión política deliberada que va mucho
más allá de las tareas de vigilancia nocturna para proteger la propiedad. Algo
de esto puede ser discreto —la gestión del tipo de interés por parte del Banco
Central— pero puede requerir nada menos que «una
socialización de la inversión algo exhaustiva». (Keynes era vago sobre lo
que quería decir con esto, y ciertamente no se refería a la expropiación de los
medios de producción, pero al menos creía que la cantidad de inversión en un
período determinado debería ser decidida por los responsables políticos).
El capitalismo necesita ayuda para
mantenerse sobre los rieles, pero avanza sobre las vías: no se lo puede
conducir por cualquier sitio. Lo que necesita en materia de gestión no depende
de los gestores sino de la propia estructura de la economía. No sólo necesita
gestión, sino gestión experta, y esto tiene dos grandes implicaciones.
En primer lugar, rompe con el
compromiso liberal clásico del laissez-faire. El entusiasmo liberal por la
elección individual siempre estuvo, como dice Mann, «modificado por una serie
de salvedades ad hoc», pero el keynesianismo va más allá, sosteniendo que
la libertad individual en general depende de que no se convierta en un
absoluto. La política debe restringir algunas libertades para defender la
Libertad. La libre empresa abandonada a sí misma tiende a generar pobreza,
desigualdad y desempleo. Si esto se sale de control, existe un riesgo real de
que la rebelión política conduzca a algo mucho peor que la burocracia.
En segundo lugar, está en tensión con
la democracia. Los pluralistas liberales ven el sistema político democrático
como una forma de abordar y gestionar los conflictos sociales y las
insatisfacciones que produce el capitalismo. Los intereses se canalizan hacia
la política, donde se ven obligados a llegar a compromisos, y los problemas se
resuelven poco a poco. Pero para Keynes, no hay ninguna razón para creer que la
representación política de los intereses resolvería realmente los problemas
subyacentes. Los problemas económicos son complejos, por lo que sus soluciones
serán delicadas y requerirán el juicio de expertos. Lo que constituye un
compromiso político equilibrado puede no tener nada que ver con lo que se
necesita para resolver el problema. Los contendientes —los partidos y sus
electores— a menudo malinterpretan las causas de sus males. Keynes, dice Mann,
«definitivamente no era un demócrata, porque cualquier cosa que se acercara a
la soberanía popular era, en su opinión, antitética con los intereses a largo
plazo de la civilización».
Se alineó explícitamente con «la
burguesía y la intelligentsia, que, con todos sus defectos, representan lo
mejor de la vida y, sin duda, llevan en sí las semillas de todo progreso
humano». En otras palabras, estaba con la burguesía no por su papel de
capitalistas o rentistas, sino como pueblo debidamente socializado y
cultivado. A largo plazo podría ser posible ampliar su educación y
sus privilegios, pero dar a las masas lo que creen que quieren ahora pondría en
peligro ese futuro.
Evidentemente, el keynesianismo así
definido no sólo se aleja del liberalismo clásico, sino que también se ha
retroalimentado del liberalismo moderno. El centro político actual abarca desde
posiciones más cercanas al liberalismo clásico —con una creencia en la
estabilidad y justicia básicas del mercado— hasta un gerencialismo tecnocrático
más influido por Keynes. Mann sitúa las raíces de este último en las ideas
macroeconómicas desde Keynes y, concretamente, en el retroceso del «pleno
empleo» a la «tasa natural de desempleo»: «Salvo un arreglo fascista o
autoritario, el capitalismo debe tener desempleo. Debe ser (en palabras de
Keynes) suficiente y consistentemente empobrecedor».
Liberalismo o barbarie
Pero Mann reserva el «keynesianismo»
propiamente dicho para una postura a la izquierda del centro pero sin
socialismo (reformismo, más o menos). ¿Qué hay del otro flanco del
keynesianismo, el izquierdo? Mann llega a su punto más agudo sobre la actitud
del keynesianismo-centrismo hacia la izquierda:
(…) es un grave error que los
«progresistas» o los «radicales» tomen el miedo de las élites liberales o
capitalistas a las masas como algo que, en el fondo, sería un miedo a
«nosotros» o a «nuestras ideas» (…). Contra cualquier cosa que merezca el
nombre de marxismo, los liberales creen que una evaluación científica de su
poder les dará las herramientas para defenderlo por siempre. El corolario de
esta proposición no es que, si fracasan, el proletariado o el 99% o la multitud
se alzarán (…) sino que si la sociedad civil burguesa cae, también lo harán
todos y todo lo demás. Todo el orden social se irá con ella.
En otras palabras, los keynesianos
ven al socialismo como una tontería más que como algo aterrador. No les
preocupa realmente que el socialismo triunfe, porque no creen que funcione. Lo
que les preocupa es el «populismo». El populismo explota el descontento para
socavar el orden existente y bloquear el cambio racional. No propone soluciones
coherentes a los problemas que ataca; en el mejor de los casos, obstruye, y en
el peor, el caso revolucionario, simplemente destroza.
El izquierdismo enfada a los
keynesianos —al menos cuando goza de cierta popularidad— porque lo consideran
equivocado y desestabilizador. Keynes «no temía a los radicales de la clase
obrera por su pasión igualitaria por la justicia social. De hecho, sentía una
especie de debilidad paternalista por ellos. Lo que temía era el desorden
social y la demagogia que creía que tales políticas demandaban, los
reaccionarios involuntarios en los que creía que siempre se convertían los
radicales».
Lo curioso es que aunque el
izquierdismo repele a los keynesianos, la repulsión no es mutua. El
keynesianismo atrae a los izquierdistas. El argumento de Mann aquí está muy
lejos de la conocida crítica marxista del keynesianismo como sirena del
reformismo o como baluarte contra la revolución. El autonomista Antonio Negri
afirmaba que «la clase obrera británica aparece en los escritos [de Keynes] en
toda su autonomía revolucionaria» en la medida en que Keynes había ideado un
remedio al «antagonismo inherente de la clase obrera» que era más sutil y
eficaz que la represión autoritaria de otras «clases dominantes más inmaduras».
Mann ve esto como una tontería: si
había «antagonismo inherente» dentro del capitalismo del siglo XX, «una
revolución proletaria consciente en la lucha por el comunismo en Europa
occidental o Norteamérica era una de las formas más improbables de que se
realizara.» Es más, «cualquier cosa que se acerque a lo que Negri entiende por
“comunismo” le habría parecido a Keynes y Hegel el menor de varios males».
En otras palabras, en la medida en
que el keynesianismo salvó al capitalismo, fue de la barbarie y no del
socialismo. Y los izquierdistas se sienten atraídos por el keynesianismo
porque, en el fondo, también creen eso. La mayoría perdió la confianza en que
exista una vía política viable hacia el socialismo, mientras se suceden las
amenazas de diversos matices de la derecha. A pesar de todas las tendencias
antidemocráticas del keynesianismo, los socialistas de hoy tampoco se perciben
representando las opiniones de las masas.
Lo que Mann llama «la apuesta
marxiana» siempre implicó jugadas muy difíciles, y las probabilidades se han
ido volviendo cada vez más desfavorables: los marxistas saben que, por un lado,
haría falta una revolución para cruzar el cañón entre el mundo tal como es y el
mundo tal como debería ser pero, por otro lado, también saben que las
revoluciones pueden fracasar fácilmente, corromperse, ensangrentarse y quizá
dejar las cosas peor de lo que estaban. Antaño, los marxistas podían creer que
la lógica de la historia estaba de su parte: «la apuesta marxiana —el salto
mortal— se basaba en la garantía de que, por mucho tiempo que llevara, la
lucha implacable acabaría siendo recompensada». A largo plazo, en otras
palabras. Pero «por razones tanto materiales como ideológicas, esta garantía no
es posible en la actualidad y puede que nunca vuelva a serlo. Sean cuales sean
las apuestas radicales que decidamos hacer frente al capitalismo, al
liberalismo y a sus ocasionales disfraces fascistas y totalitarios, existe una
posibilidad muy real de que las hagamos en vano… Esto sólo parece hacer que el
keynesianismo aparezca como más sensato que nunca».
Mann admite que se propuso escribir
una denuncia más tradicional del keynesianismo como el opio de los reformistas,
pero acabó despertando «al reticente, incluso reprimido, keynesiano» que había
en él. Sin embargo, Keynes, sugiere, puede ser invertido, como Marx invirtió a
Hegel. Hay un «núcleo radical en el corazón del keynesianismo» que los socialistas
podrían extraer. El libro no deja claro lo que eso significaría en la práctica,
y termina con una nota incierta, como si Mann no estuviera seguro de haberse
convertido en un reformista cobarde: «El marxista en él o ella sugerirá que
debe “elegir” y, en palabras de Lenin, sólo el cobarde “con cara de vergüenza”
elegirá a Keynes».
Pero, ¿qué implica hoy en día la otra
elección? ¿Está siquiera abierta para nosotros la apuesta marxiana? Incluso si
estuviéramos dispuestos, ¿dónde colocaríamos exactamente la apuesta? La
formulación sugiere que si los socialistas quisiéramos, podríamos empezar una
reedición de 1917, cuando, siendo realistas, la elección es si pasar o no los
fines de semana intentando vender periódicos en algún acto. Durante mucho
tiempo, la elección para un socialista fue entre una microsecta impotente y la
impotencia dentro de un partido mayoritario que se desliza hacia el centro.
En la actualidad no existe una base
obvia para un movimiento revolucionario de masas con el que podamos echar nuestra
suerte. Sin embargo, sí parece haber el comienzo de un auténtico renacimiento
de la socialdemocracia. Gran parte de las bases de la nueva socialdemocracia
está formada por personas que se ubican a sí mismas más a la izquierda que las
posiciones por las que están haciendo campaña, pero que siguieron sus instintos
políticos en los caminos abiertos por las sorpresas de Sanders y Corbyn.
Algunos lamentaron que el
«socialismo» se haya definido a la baja. Como ya le sucedió a Marx, que se
quejó una vez de que le correspondía a los trabajadores alemanes hacer una
revolución liberal porque la burguesía no estaba a la altura, ahora parece que
le corresponde a los socialistas revivir a la socialdemocracia.
El libro de Mann fue escrito
demasiado pronto para que Sanders y Corbyn se hayan registrado en él, pero
parece algo así como una premonición. Los programas de estas campañas son
keynesianos en el sentido de Mann, pero la intuición de los radicales en sus
filas es correcta: podrían, potencialmente, llevarnos de nuevo a un lugar donde
la apuesta marxiana podría plantearse otra vez. Mientras que el keynesiano
ordinario quiere apuntalar el sistema y espera que la política racional lo
estabilice y elimine sus peores defectos, el keynesiano radical aprendió las
lecciones del destino de la socialdemocracia del siglo XX.
El pleno empleo resulta ser un
estado inestable para el capitalismo, ya que refuerza el poder económico de
los trabajadores y alimenta las tendencias inflacionarias que politizan la
distribución. Por supuesto, cualquier programa de reforma que deje el control
de los medios de producción en manos privadas es vulnerable al poder económico
y político del capital. Pero es en ese punto donde llega realmente la apuesta
marxiana, porque hay una opción política real: avanzar hacia la expropiación
del capital o retroceder.
La primera opción seguiría siendo una
apuesta enorme, con mucho potencial para el desastre y la desilusión. Pero
parece la mejor oportunidad que tenemos. El retroceso que la última vez
aparecía como la políticamente más segura también se convirtió en su propio
tipo de desastre.
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