Nos Disparan desde el Campanario Ira y Algoritmos, La Rabia e Ingenieros del caos… por Guliano da Empoli
Obra: extracto del El Jardín de las Delicias de El Bosco
Tríptico de los Siete Pecados
Fuente: El Cohete a la Luna
Links de Origen:
https://www.elcohetealaluna.com/ira-y-algoritmos/
https://www.elcohetealaluna.com/la-rabia/
https://www.elcohetealaluna.com/ingenieros-del-caos/
Ira y Algoritmos
El 25 de febrero de 2013 se
caracterizó por una increíble coincidencia. El mismo día que el Movimiento 5
Estrellas (M5S, por sus siglas en italiano) [1] se presentaba por primera vez a las
elecciones y se convertía en el partido italiano más votado —al captar 25% de
los sufragios—, el canal televisivo británico Channel Four retransmitía un
programa de ficción que explicaba el nuevo fenómeno con mayor claridad que
cualquier ensayo de sociología política. Al comienzo del episodio de la
serie Black Mirror difundido esa noche, Waldo, una figura generada
por computadora de un pequeño oso azul que asistía al presentador de
un talk show de medio pelo, se burlaba del invitado del día con
chistes de mal gusto. Detrás de la frase se ocultaba Jamie, un treintañero
frustrado que había prestado a Waldo sus gestos y sus (peculiares) ideas
mientras este atosigaba a los invitados, entre ellos Liam Monroe, un arrogante
ex-ministro de Cultura del Partido Conservador.
En un momento dado, el productor de
la serie repara en que el oso se está haciendo popular: “La gente quiere ver
más de Waldo”, constata. La oportunidad se presenta cuando un diputado
conservador se ve obligado a dimitir a raíz de un escándalo de pedofilia y Liam
Monroe se convierte en candidato para ocupar su lugar. ¿Por qué no seguirlo por
todas partes y ridiculizar su campaña?, imaginan entonces los productores.
Mejor todavía: ¿por qué no hacer que Waldo le haga frente?
Al inicio de la campaña, Monroe trata
de ignorar a Waldo, quien presta atención a cada uno de sus movimientos para
burlarse e insultarlo. Pero el problema es que el oso agrada al público. Hace
reír y habla sin pelos en la lengua, contrariamente a los políticos, que se
expresan en lenguaje codificado. Gracias al apoyo del público, Waldo es
finalmente admitido en el debate público como uno más de los candidatos. Jamie,
el actor que se oculta tras el osezno, no está cómodo con la situación: “No
tengo ni idea de cómo responder a una pregunta seria”, dice. “Pero nadie te
pide que hagas eso”, repiten los productores, “tú eres el interludio cómico”.
Durante el debate, Monroe trata de
poner fin de una vez por todas a la pantomima del oso de peluche: “Su presencia
en el debate desvaloriza nuestra democracia —exclama—. Es solo un personaje de
dibujos animados, no propone nada, a excepción de un puñado de chistes y,
cuando se le acaban, pasa a los insultos. Detrás de él se oculta un actor
fracasado que, a los 33 años, no ha logrado hacer nada de su vida. ¡Habla si
tienes algo que proponer o, de lo contrario, retírate y abre paso a los
candidatos reales!”
Por un instante, Waldo flaquea. Pero
se recupera al instante. “Ve a hacerte mirar, Monroe. Eres menos humano que yo
y eso que yo soy un oso de mentira con una verga de color turquesa. ¡Ustedes,
los políticos, son todos iguales, es su culpa que la democracia se haya
convertido en una burla y nadie sepa para qué sirve!”. En cuestión de minutos,
la diatriba de Waldo se hace viral y registra millones de reproducciones en
YouTube, así como infinidad de “me gusta”, “retuiteos” y envíos.
Es entonces cuando los comentaristas
reaccionan con entusiasmo: “¡Todo el mundo está hasta el cogote del
inmovilismo, este oso es portavoz de los desamparados!”. Waldo empieza a
participar en las emisiones más serias, y cuando los presentadores muestran
signos de indignación debido a su grosería e ignorancia, él responde: “¿Por qué
no cierras el pico, hipócrita? ¡Gracias a mí vas a lograr el mayor número de
menciones en redes sociales de tu vida!” De cara a la votación, los productores
desarrollan una aplicación que geolocaliza a los electores de Waldo que van a
las urnas y los recompensa con un dispositivo digital y una broma. Un
propagandista (spin doctor) estadounidense se pone en contacto con
los productores: “En estos momentos, Waldo es apolítico, ¡pero en el futuro
podría transmitir cualquier contenido político! ¡Y puede funcionar en todo el
mundo!”. “Como las Pringles”, responde Jamie en broma. “Exactamente como las
Pringles”, replica el estadounidense sin la más mínima ironía.
El productor toma entonces las
riendas de Waldo en sustitución de un Jamie demasiado escrupuloso y empieza a
instigar a sus seguidores a realizar acciones cada vez más violentas. El día de
las elecciones, Waldo pierde por un puñado de votos, pero qué más da. El
fenómeno está fuera de control. Mientras se anuncian los resultados, Waldo
ordena a sus seguidores que se quiten los zapatos y los lancen a Monroe, quien,
abrumado por la lluvia de proyectiles, se descubre de repente como protagonista
involuntario de un nuevo video viral. “Si esto se convierte en la principal
oposición —elucubra mientras atraviesa la ciudad en su vehículo—, todo el
sistema se va a revelar absurdo. Y es probable que lo sea, incluso a sabiendas
de que ha erigido estas calles”. La escena final se desarrolla unos años más
tarde, por la noche, en una megalópolis no identificada, al más puro
estilo Blade Runner. Una patrulla de milicianos uniformados ataca a golpe
de porra a un grupo de vagabundos que duermen bajo un puente. Entre ellos está
Jamie, quien se detiene frente a una gigantesca pantalla. Ante él, desfilan
imágenes procedentes de todos los puntos del planeta: escolares asiáticos con
un uniforme turquesa inspirado en Waldo, aviones militares que lucen la efigie
de Waldo. En superposición a la imagen, se suceden los eslóganes vacuos del
nuevo poder, traducidos a todos los idiomas: Change, Hope, Believe, Future.
Lo que era antisistema es ahora el sistema y, tras la máscara de carnaval, se
ha consolidado un régimen férreo. En febrero de 2013, cuando la historia de
Waldo fue transmitida por primera vez, los espectadores no italianos pudieron
pensar que se trataba de una fábula inverosímil. Por entonces, Donald Trump
seguía siendo el presentador extravagante de telerrealidad en el canal
estadounidense NBC y, tanto en Gran Bretaña como en Francia y el resto de
Europa, los políticos tradicionales de los partidos tradicionales ejercían el poder
al estilo tradicional, sin que nada ofreciera por entonces pistas de lo que
estaba a punto de caer sobre ellos. Sin embargo, apenas unos años después,
queda claro que Waldo trata de hacerse con el poder a la mínima oportunidad.
Merece pues la pena estudiar las características de esta extraña bestia que se
alimenta fundamentalmente de rabia, paranoia y frustración.
En un libro publicado en 2006, Peter
Sloterdijk reconstruía la historia política de la ira. Según él, un sentimiento
irreprimible corría a través de todas las sociedades, alimentado por aquellos
que, con razón o sin ella, creen que están siendo perjudicados, excluidos,
discriminados o a duras penas escuchados. Históricamente, había sido en primer
lugar la Iglesia quien había canalizado esta enorme rabia acumulada. Luego, los
partidos de izquierda habían tomado el relevo a finales del siglo XIX. Estos
últimos habían asegurado, según Sloterdijk, la función de “bancos de
indignación”, al acumular las energías que, en vez de liberarse al instante, podían
destinarse a construir un proyecto más ambicioso [2]. Un ejercicio difícil porque dependía de,
por un lado, inflamar constantemente la furia y el resentimiento y, al mismo tiempo,
de controlar estas emociones para que no derivaran en episodios individuales,
sino que se pusieran al servicio de la ejecución de un plan general. Según este
plan, el perdedor se convertía en activista y su ira encontraba una salida
política. Hoy, dice Sloterdijk, no hay nadie que oriente la cólera que la
población acumula. Ni la religión católica —que ha tenido que abandonar los
tintes apocalípticos, las doctrinas del juicio universal y de la venganza de
los perdedores en el más allá para adaptarse a la modernidad— ni la izquierda
—que, a grandes rasgos, se ha reconciliado con los principios de la democracia
liberal y las reglas del mercado—.
Como consecuencia, desde inicios del
siglo XXI, la ira se ha expresado de manera cada vez más desorganizada, desde
los movimientos antiglobalización a los disturbios en barriadas populares.
Una década después de la publicación
del ensayo de Sloterdijk, es en estos momentos evidente que las fuerzas de la
indignación popular se han reorganizado y expresan su voz en el seno de la
galaxia de los nuevos populismos, los cuales, desde Estados Unidos hasta
Italia, pasando por Austria y Escandinavia, dominan cada vez más la escena
política en sus respectivos países. Dejando a un lado todas sus diferencias,
estos movimientos coinciden en emplazar en primera línea de la agenda política
el castigo a las elites políticas tradicionales, a derecha e izquierda. Estas
últimas son acusadas de traicionar el mandato popular y cultivar los intereses
de una minoría atrincherada en lugar de atender los de la “mayoría silenciosa”.
Más que medidas específicas, los
líderes populistas ofrecen a los electores una oportunidad única: votar por
ellos implica dar una bofetada en la cara a los gobernantes. Por ejemplo, uno
de los folletos pro-Brexit mostraba los rostros complacientes del entonces
Primer Ministro, David Cameron, y el del canciller del Exchequer [3], George Osborne, acompañados de un lema:
“Haz que se les pasen las ganas de sonreír, vota Leave” [4]. La muchedumbre que exaltaba a Trump
durante sus mítines electorales coreaba, por su parte: “Lock her up! Lock her
up!” (¡Enciérrenla, enciérrenla!), en referencia a su rival electoral
Hillary Clinton.
Ya en la Antigua Grecia, el castigo a
los poderosos siempre encabezaba el programa de medidas de los demagogos. Y, si
bien el resto de las promesas populistas son nebulosas y poco realistas, hay
que admitir que, al menos en este primer punto, cumplen su palabra. Un voto de
protesta a su favor —o incluso una simple preferencia expresada en una
encuesta— es capaz de sembrar el pánico entre las elites políticas
tradicionales. Por tanto, quienes declaran que la llama populista durará poco
—porque, una vez en el poder, las fuerzas que la encarnan no lograrán mantener
sus promesas— nadan en un mar de ilusión. La promesa central de la revolución
populista es humillar a los poderosos y este hecho se materializa en el mismo
momento en que llegan al poder.
Detrás de la ira pública, hay causas
reales. Los votantes castigan a las fuerzas políticas tradicionales y recurren
a líderes y movimientos cada vez más extremos porque se sienten amenazados por
la perspectiva de una sociedad multiétnica y, en general, penalizados por
procesos de innovación y globalización que las elites les han endosado en dosis
de caballo a lo largo del último cuarto de siglo.
No estaríamos hablando de Waldo, de
Trump y Salvini, del Brexit y de Marine Le Pen si no hubiera una realidad
material en la que los nuevos populistas pudieran confiar para desarrollar sus
reivindicaciones. No obstante, cuando se examinan los datos más de cerca, estos
elementos, si bien relevantes, no son suficientes para explicar la magnitud de
la agitación actual. Así lo atestigua, por cierto, el simple hecho de que, casi
en todas partes, no sean necesariamente los más pobres o los más expuestos a la
inmigración y el cambio quienes se echan en brazos de Waldo. Los votantes de
Trump registraron mayores ingresos en 2016 que los votantes de Hillary Clinton,
mientras que en Europa los partidos xenófobos obtienen sus mejores resultados
en las regiones con menos inmigrantes.
Si bien la desconfianza contemporánea
se basa en razones objetivas cuya importancia nadie pretende negar, también se
alimenta de un factor a posteriori, el auténtico tabú que nadie se atreve
a mencionar: no son solo las elites las que han cambiado, sino también “el
pueblo”.
Como dice el escritor estadounidense
Jonathan Franzen, es posible que “todo el mundo, cada uno por su cuenta,
haya acabado de improviso sospechando de las elites” [5]. Pero es más probable que Internet y el
advenimiento de teléfonos inteligentes y redes sociales hayan tenido algo que
ver en ello. Un elemento fundamental de la ideología de Silicon Valley es la
sabiduría de las multitudes: no habría que confiar en los expertos, pues la
gente sabría más. El hecho de caminar con la verdad en el bolsillo, en forma de
un dispositivo pequeño, brillante y colorido sobre el que es suficiente ejercer
una ligera presión para obtener todas las respuestas del mundo, incide
inevitablemente sobre todos nosotros.
Nos hemos habituado a recibir una
respuesta instantánea a nuestras peticiones y deseos. No importa cuál sea la
petición, “there’s an app for that” (Hay una aplicación para eso),
precisaba un anuncio de Apple. Una forma de impaciencia legítima se ha
apoderado de todos nosotros: ya no estamos dispuestos a esperar. Google, Amazon
y Deliveroo [6] nos han habituado a que nuestros
deseos se cumplan antes de que los hayamos formulado por completo. ¿Por qué la
política debería ser diferente? ¿Cómo es posible tolerar los rituales
dilatorios e ineficaces de una maquinaria gobernada por dinosaurios
impermeables a cualquier solicitud?
Pero detrás del rechazo de las elites
y de la nueva impaciencia de los pueblos está la forma en que las propias
relaciones interpersonales están mutando. Somos criaturas sociales y nuestro
bienestar depende, en buena medida, de la aprobación de quienes nos rodean. A
diferencia de otros animales complejos, el ser humano nace indefenso y sin
habilidades, y lo sigue siendo durante muchos años. Desde el principio, su
supervivencia depende de las relaciones que logra establecer con los demás. El
diabólico poder de atracción de las redes sociales se basa en este elemento
esencial. Cada “me gusta” es una caricia materna hecha a nuestro ego. Toda la
arquitectura de Facebook se basa en nuestra necesidad de reconocimiento, como
ha admitido sin tapujos su primer inversor de capital riesgo, Sean Parker:
“Nosotros te facilitamos una pequeña dosis de dopamina cada vez que alguien te
consagra un 'me gusta', comenta una foto o una entrada, o cualquier otra
acción. Se trata de un bucle de validación social, exactamente el género de
cosa que un hacker como yo podría explotar, porque se aprovecha de un
punto débil en la psicología humana. Los inventores, los creadores, yo, Mark
[Zuckerberg], Kevin Systrom de Instagram, eran muy conscientes de ello. Y lo
hicimos de todos modos. Esto transforma literalmente las relaciones que las
personas establecen, entre sí y con la sociedad en su conjunto. Y,
probablemente, interfiere con la productividad de un modo u otro. Solo Dios
sabe lo que todo esto está haciendo al cerebro de nuestros hijos".
Mucho antes de los Steve Bannon y los
Casaleggio, hubo el trabajo de los aprendices de hechicero de Silicon Valley.
La maquinaria hiperpotente de las redes sociales, enlazada a los manantiales
más primarios de la psicología humana, no fue diseñada para apaciguarnos. Por
el contrario, fue construida para mantenernos en un estado de incertidumbre y
de vacío permanente. El cliente ideal de Sean Parker, de Zuckerberg y del resto
es un individuo compulsivo, incitado por una fuerza irresistible a volver a la
plataforma docenas o incluso centenares de veces al día, en busca de esas
pequeñas dosis de dopamina con las que ha establecido una relación de
dependencia. Un estudio realizado en Estados Unidos ha demostrado que cada uno
de nosotros ejerce, como promedio, 2.617 acciones diarias sobre la pantalla de
nuestro teléfono inteligente. No es realmente el comportamiento de alguien
cuerdo, sino más bien el de un yonqui en fase terminal que se inyecta toda la
jornada a golpe de refrescos de pantalla y de “me gusta”.
[1] El M5S fue fundado formalmente
en octubre de 2009 por Beppe Grillo, activista político y comediante, y
Gianroberto Casaleggio, estratega web contra los políticos tradicionales y la
“casta”. En 2010, los periodistas Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella
publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili
(La casta. Así los políticos italianos se volvieron intocables; Rizzoli, Milán,
2010). Este libro vendió más de un millón de ejemplares y se transformó en el
manifiesto de la rebelión del pueblo contra las elites.
[2] P. Sloterdijk: Ira y
tiempo, Siruela, Madrid, 2017.
[3] En el Reino Unido se designa
al ministro de Hacienda con el título de “canciller del Exchequer”.
[4] En el referéndum se votó
“Leave” o “Remain” , abandonar la Unión Europea o permanecer en la
organización supranacional.
[5] Francesco Pacifico: “Jonathan
Franzen Tells Donald Trump” en 24 Ore, 9/3/2017.
[6] Deliveroo es una compañía
británica de entrega rápida de comida, con operaciones en Reino Unido, Países
Bajos, Francia, Bélgica, Irlanda, Italia, Singapur, Emiratos Árabes Unidos y en
China.
*Giuliano da Empoli es un escritor italiano, dirige el think tank Volta.
Fue vicealcalde de Cultura de Florencia y asesor político del Primer Ministro
italiano Matteo Renzi. Es autor de El mago del Kremlin (Seix Barral,
Barcelona, 2023). Reside en París.
**Este artículo es un fragmento del libro Los ingenieros del
caos (Oberon, Madrid, 2020).
La Rabia
Para comprender la rabia
contemporánea, es necesario alejarse de la perspectiva puramente política y
entrar en una lógica distinta. La rabia, dicen los psicólogos, es el “efecto
narcisista por excelencia”, que surge de un sentimiento de soledad e impotencia
y que caracteriza la figura del adolescente, un individuo ansioso que busca en
todo momento la aprobación de sus compañeros, siempre temeroso de la idea de su
propia inadecuación.
El problema es que hoy, en las redes
sociales, todos somos adolescentes enclaustrados en nuestras habitaciones,
donde aumenta nuestra frustración debido a la creciente brecha entre la
mediocridad de nuestras vidas y todas las posibilidades virtualmente a nuestro
alcance.
Y, como un adolescente —dicen los
psicólogos—, tenemos altas probabilidades de terminar en dos tipos de sitios
web que alimentan aún más nuestra frustración: los sitios pornográficos y los
sitios de teorías conspirativas, que ejercen un intenso poder de satisfacción
porque ofrecen, al fin y al cabo, una explicación plausible a las dificultades
en que nos encontramos. “La culpa es de otros —nos dicen— que no hacen más que
manipularnos para lograr sus perversos objetivos. Te revelamos la verdad
—prosiguen estos— para que puedas aliarte con otros que, como tú, ¡al fin han
abierto los ojos!”
El teórico de la conspiración siempre
ofrece un mensaje halagador. Entiende al indignado, conoce su ira y la
justifica: no es culpa suya, es de los demás, pero todavía puede redimirse
convirtiéndose en un actor de la batalla por la verdadera justicia. Se empieza
por las cosas más insignificantes para llegar a las más grandes. En un hermoso
libro, Simone Lenzi ha relatado la epidemia de resentimiento y rabia que se ha
apoderado de los italianos a partir de un episodio aparentemente
insignificante.
Recuerdo que un día había aflorado,
en el blog, una discusión sobre los vueltos en metálico. Y especialmente sobre
quienes se equivocan cuando devuelven calderilla. Todo el mundo se refería a su
propia experiencia: con el estanquero, con el kioskero, con el farmacéutico y
con el camarero que se equivoca al darte el cambio. Todos los participantes en
la discusión habían sido víctimas de una devolución de dinero errónea; pero,
claro, en sentido inverso, nadie había cometido jamás el error de devolver
dinero de más. Alguien había tratado de timar dos euros a fulano, diez euros a
mengano. Estanqueros, farmacéuticos, camareros, taxistas: todos se habían
equivocado deliberadamente para timarlos. Pero, finalmente, había llegado el
momento de decir basta. No volverían a aceptar ser estafados. Habían dejado de
estar solos, ya no eran átomos perdidos en el universo: se habían convertido en
legión.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jesús.
—Mi nombre es Legión, pues somos muchos [1].
La historia de la devolución de
dinero es sin duda un ejemplo trivial, pero ilustra bien la dinámica paranoica
subyacente a la miríada de conspiraciones que florecen en la web.
Las redes sociales no son, por
naturaleza, propensas a la conspiración. Sean Parker y Mark Zuckerberg no están
particularmente interesados en la cuestión de la devolución de cambio, ni —supongo—
creen que las vacunas causen autismo o que George Soros planeara una invasión
de migrantes musulmanes a Europa. No obstante, las conspiraciones funcionan en
las redes sociales porque invitan a las emociones intensas, a la indignación, a
la rabia. Y estas emociones generan clics y mantienen a los usuarios pegados a
la pantalla. Un reciente estudio del Instituto Tecnológico de Massachussetts
(MIT) mostraba que una información falsa tiene, en promedio, 70% más de
probabilidades de ser compartida en Internet, porque es generalmente más
peculiar que una verdadera. Según los investigadores, en las redes sociales, la
verdad tarda seis veces más que las fake news en llegar a 1.500
personas. ¡Al fin nos llega la confirmación científica de la frase de Mark Twain
de que “una mentira puede dar la vuelta a la Tierra mientras la verdad se está
todavía calzando”!
Los nuevos empleados que entran en
Facebook aprenden de inmediato que el parámetro crucial para la empresa se
llama l6/7 —un índice que mide el porcentaje de usuarios intoxicados hasta tal
punto por la plataforma que la utilizan seis días a la semana—. Para aumentar
esta cifra, la información fehaciente y la efusividad entre antiguos compañeros
de clase no son suficientes.
La mera contemplación de la realidad
no ocupa tanto tiempo —escribe Jaron Lanier—. Para mantener a sus usuarios
conectados, una red social debe más bien lograr que se enojen, que se sientan
inseguros y asustadizos. La situación más favorable es esa en la que los
usuarios entran en extrañas espirales de consenso desmedido o, por el
contrario, de conflicto con otros usuarios. La situación perdura
indefinidamente, y esa es la intención. Las empresas no planifican ni organizan
ninguno de estos modelos de uso. En cambio, se alienta a terceros a que se
ocupen del trabajo sucio. Como, por ejemplo, los jóvenes macedonios que
completan su sueldo mensual publicando noticias falsas envilecidas. O incluso
los estadounidenses que quieren ganar algo de dinero extra [2].
Las implicaciones de un modelo de
negocio de este tipo, aplicado a un tercio de la humanidad —2.200 millones de
personas— que utiliza Facebook al menos una vez al mes, aún deben analizarse en
toda su extensión. Pero queda claro que uno de los efectos de la propagación de
las redes sociales ha sido elevar estructuralmente el nivel de ira ya presente
en nuestra sociedad. Todos los estudios muestran que las redes sociales tienden
a exacerbar conflictos, al radicalizar los discursos hasta puntos que, en
algunos casos, derivan en un verdadero factor de violencia.
En Birmania, las ONG han denunciado
durante años el papel desempeñado por las comunicaciones a través de Facebook
en la persecución de la minoría musulmana rohinyá. En 2014, un budista
fundamentalista provocó una serie de linchamientos al compartir en la
plataforma la información falsa de una violación. Las autoridades se vieron
obligadas a bloquear el acceso a Facebook para detener el estallido de
violencia. Un estudio de miles de entradas ha perfilado los contornos de una
verdadera campaña para deshumanizar a los rohinyás y promover el uso de la
violencia contra ellos hasta llegar al genocidio.
En Brasil, varias investigaciones
revelaban el papel de YouTube en la propagación del virus del zika. A partir de
2015, mientras las autoridades médicas trataban de distribuir vacunas y
larvicidas que matan a los mosquitos responsables de la propagación del virus,
los primeros videos con teorías conspirativas aparecían en la red. Algunos
revelaban la existencia de una conspiración de las ONG para exterminar a las
poblaciones más pobres, mientras que otros atribuían la propagación del virus a
las propias vacunas y larvicidas. La popularidad de estos videos había creado
un clima de desconfianza que llevó a muchos padres a rechazar procedimientos
médicos esenciales para la supervivencia de sus hijos. “Estamos luchando contra
el doctor YouTube todos los días y estamos perdiendo”, declaraba un médico a la
prensa brasileña.
Guillaume Chaslot, ex-empleado de
YouTube, ha explicado con detalle cómo el algoritmo de la plataforma,
responsable de 70% de los videos visionados, fue diseñado para encauzar a su
audiencia hacia un contenido cada vez más extremo y garantizar así el máximo
nivel de afinidad. De este modo, a cualquiera que busque información sobre el
sistema solar en YouTube se le ofrecerán videos que sostienen la idea de que la
Tierra es plana, mientras que quienes estén interesados en temas de salud serán
rápidamente reorientados hacia tesis antivacunas y conspiracionistas. El mismo
mecanismo entra de nuevo en juego en el terreno político. En los últimos años,
los brasileños han sido testigos de la creciente popularidad de una nueva
generación de youtubers de extrema derecha, los cuales han sabido explotar el
algoritmo de la plataforma para multiplicar su visibilidad (e ingresos). Es el
caso de Nando Moura, un guitarrista aficionado con más de tres millones de
suscriptores en un canal de YouTube donde alterna tonadillas, tutoriales de
videojuegos y, sobre todo, una extraordinaria variedad de teorías
conspirativas. O el de Carlos Jordy, un culturista recubierto de tatuajes que
debe su popularidad, y su escaño en el Parlamento, a una serie de videos que
denuncian una trama de maestros de izquierda para difundir el comunismo en las
escuelas. O incluso el caso del Movimiento Brasil Libre (MBL), una organización
fundada con motivo de la campaña a favor de procesar a la ex-Presidenta Dilma
Rousseff, que creó una auténtica factoría de producción de videos para YouTube
gracias al uso de jóvenes profesionales dedicados a combatir lo que
consideraban “la dictadura de la corrección política”. En octubre de 2018, uno
de los miembros más activos del movimiento, Kim Kataguiri, se convertía, a los 22
años, en el postulante más joven jamás elegido para el Congreso. Al mismo
tiempo, otros cinco candidatos del MBL entraban también en el Parlamento
nacional. Estos personajes, acompañados de innumerables figuras de perfil
similar, contribuyeron a crear el clima que posibilitó la elección de un ex
militar de extrema derecha, muy popular en las redes sociales, a la Presidencia
de la República. El video de los partidarios de Jair Bolsonaro reunidos en
Brasilia el día de su toma de posesión mientras entonaban al unísono los
nombres de Facebook y YouTube dio también la vuelta al mundo.
En Europa se manifestaban las mismas
dinámicas. Una investigación de The New York Times documentó la
relación entre el uso de Facebook y la violencia contra los refugiados en Alemania.
Al examinar los 3.000 casos de agresiones registrados en los últimos dos años,
los investigadores descubrieron que el número de incidentes está directamente
relacionado con el índice de penetración de Facebook. Cuando el uso de la
plataforma está por encima de la media, la frecuencia de los asaltos también
aumenta, con una relación directa que se reproduce en todos los ámbitos, desde
la aldea rural a la gran ciudad. De la sobreexcitación digital a la ascensión
política no hay más que un paso, algo que el partido de extrema derecha
Alternativa para Alemania (AFD, por sus siglas en alemán) se ha ocupado de
explorar en los últimos años. No es casual que algunos observadores lo hayan
apodado “el principal grupo de Facebook” de Alemania. “El funcionamiento de AFD
—afirma Martin Fuchs [3]— gira en torno de Facebook, realidad que lo aparta
fundamentalmente de los otros actores políticos”.
En Cataluña, el movimiento
independentista nunca habría podido desarrollarse como lo ha hecho en los
últimos años sin la infraestructura digital que le ha permitido, por un lado,
construir un espacio de información alternativo, dentro del cual los argumentos
populistas del nuevo nacionalismo catalán fueron capaces de echar raíces; y,
por el otro, armar una auténtica organización clandestina, capaz de garantizar
la realización de un referéndum en desafío a las prohibiciones oficiales. En
este respecto, los activistas catalanes pudieron beneficiarse del consejo de un
ingeniero del caos excepcional, el fundador de WikiLeaks, Julian Assange. Este
último no se limitó a convertirse en uno de los principales apoyos
internacionales de los independentistas, mientras componía tuits que tildaban
al Estado español de “república bananera”, sino que también enseñó a los
militantes catalanistas a anular la vigilancia de las fuerzas del orden gracias
al uso de servicios de mensajería encriptados. El día del referéndum, cada mesa
electoral clandestina había sido equipada con su propio grupo de WhatsApp para
informar a los votantes sobre los procedimientos para participar en la consulta
y, a medida que las fuerzas del orden lograban infiltrarse en estos grupos, las
comunicaciones se desplazaban a otras aplicaciones de mensajería más seguras,
como Signal y Telegram.
En Francia, el movimiento de los
“chalecos amarillos” (gilets jaunes) se nutrió desde el inicio de dos
ingredientes: la rabia de ciertos círculos de las clases populares y el
algoritmo de Facebook, desde los primeros grupos indignados que empezaron a
aparecer en la plataforma a principios de 2018, hasta peticiones en línea
contra el precio de los carburantes que obtuvieron millones de apoyos, pasando
por grupos tales como La France en Colère!!! (Francia indignada)
convertidos en los órganos de información y lugares de coordinación de la
protesta. En ausencia de una organización formal, los creadores de las páginas
de Facebook más seguidas se transformaron al instante en los líderes del
movimiento, recibidos por las autoridades y cortejados por los medios de
comunicación. La idea misma del uso del chaleco de seguridad como signo de
identidad había surgido, por cierto, de un video publicado en Facebook por un
joven mecánico, Ghislain Coutard, que fue visto más de cinco millones de veces
en cuestión de pocos días. De nuevo, lo que llama la atención es la rapidez del
fenómeno: el video había aparecido en línea el 24 de octubre y, tres semanas
después, el 17 de noviembre, 300.000 “chalecos amarillos” se movilizaban en
todo el territorio francés, en una protesta autogestionada que causó una muerte
y 585 heridos.
Una vez más, Facebook había
funcionado como un multiplicador formidable, al absorber los ingredientes más
dispares para alimentar una epidemia de ira que se contagió desde la dimensión
virtual a la realidad. En el germen de la protesta estaban las quejas legítimas
de los contestatarios que se oponían al aumento de los impuestos sobre el
carburante y a medidas análogas del gobierno. Pero, desde el primer día, el
algoritmo desenfrenado de la red social californiana combinó estos temas con
llamadas a la revuelta de la extrema derecha y la extrema izquierda, noticias
falsas y teorías conspirativas procedentes de una amplia variedad de fuentes.
Circularon, asimismo, una carta falsa del Presidente de la República en la que
se invitaba a las fuerzas de la ley y el orden a utilizar toda la fuerza contra
los manifestantes, los detalles de un complot masónico para subyugar a Francia
y el análisis de un supuesto constitucionalista que explicaba que la elección
de Emmanuel Macron había sido ilegítima. También se compartió ampliamente otra
tesis: que el Pacto Mundial sobre Migración promovido por la Organización de
las Naciones Unidas [4](ONU) sería de hecho una conspiración para someter a la clase
media blanca. Según esta teoría, Macron habría “vendido Francia” al firmar el
pacto en Marrakech poco tiempo antes de dimitir. Para hacerse una idea de la
naturaleza del cóctel explosivo que avivó la furia de los manifestantes,
bastaba con echar un vistazo durante los días de protesta a la página de
Facebook La France en colère!!!, principal lugar de coordinación del
movimiento con decenas de millones de clics en su haber. Los argumentos más
sensatos y testimonios reales de “chalecos amarillos” con dificultades se
alternaban continuamente con ataques contra los diputados excesivamente
remunerados y los medios de comunicación supeditados al poder establecido,
pasando por noticias falsas de procedencia rusa e invitaciones a asaltar el
Palacio del Elíseo.
En su plasticidad, capaz de combinar
todo y, sobre todo, lo contrario de todo, el movimiento de los “chalecos
amarillos” ha demostrado por enésima vez que la rabia contemporánea no nace
solo de causas objetivas, ya sean de naturaleza económica o social. Esta rabia
también nace del reencuentro entre dos grandes tendencias ya mencionadas. En
materia de oferta política, el debilitamiento de las organizaciones que
canalizan tradicionalmente la rabia popular, los “bancos de la ira” de
Sloterdijk: la Iglesia y los partidos de masas. Y, en términos de demanda, la
irrupción de nuevos medios que parecen creados a medida —en realidad, lo son—
para exacerbar las pasiones más extremas, los “fight clubs de los
cobardes” [5], tal y como los define Marylin Maeso [6]. El auténtico talento de los ingenieros del caos reside en
su capacidad de posicionarse en el vértice de esta intersección. Uno de ellos,
el gran asesor de Viktor Orbán, Arthur Finkelstein, describía la situación en
los siguientes términos ya en la primavera de 2011:
"Viajo mucho por todo el mundo y
observo una gran cantidad de rabia por todas partes. En Hungría, Jobbik
[Movimiento por una Hungría Mejor] ganó 17% de los votos con el mensaje 'es
culpa de los romaníes'. Lo mismo está ocurriendo en Francia, Suecia, Finlandia.
En Estados Unidos, la rabia se centra en los mexicanos, en los musulmanes. Hay
un grito al unísono: nos quitan nuestro trabajo, cambian nuestra forma de vida.
Todo esto producirá una demanda de gobiernos más firmes y hombres más fuertes,
que 'detengan a esa gente', sea cual sea 'esa gente'. Hablarán de la economía,
pero el corazón de su asunto es muy distinto: es la rabia. Es una gran fuente
de energía que se está acumulando por todas partes" [7].
[1] S. Lenzi: In esilio, Rizzoli, Milán, 2018.
[2] J. Lanier: Dawn of the New Everything:
Encounters with Reality and Virtual Reality, Henry Holt and Co., Nueva York,
2017.
[3] Bloguero y comentarista político con gran
difusión en el mundo germanoparlante.
[4] La conferencia intergubernamental para adoptar
el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular se llevó a cabo
—a petición de la Asamblea General de la ONU— en Marrakech, Marruecos, el 10 y
11 de diciembre de 2018. Se trata del inicio de las negociaciones formales y no
de la firma de un pacto vinculante de ningún tipo.
[5] Alusión a Fight Club [El club de la
pelea], filme de 1999 dirigido por David Fincher y protagonizado por Brad Pitt,
Edward Norton y Helena Bonham Carter, adaptación de la novela homónima de Chuck
Palahniuk (1996).
[6] M. Maeso: Les conspirateurs du silence,
L’Observatoire, París, 2018.
[7] Conferencia en el Instituto
Cevro, Praga, 16/5/2011.
*Giuliano da Empoli es un escritor italiano, dirige el think tank Volta.
Fue vicealcalde de Cultura de Florencia y asesor político del Primer Ministro
italiano Matteo Renzi. Es autor de El mago del Kremlin (Seix Barral,
Barcelona, 2023). Reside en París.
**Este artículo es un fragmento del libro Los ingenieros del
caos (Oberon, Madrid, 2020).
Ingenieros del Caos
Los ingenieros del caos comprendieron
antes que otros que la rabia constituía una fuente colosal de energía, y que
podía explotarse para lograr cualquier objetivo, siempre y cuando se
entendieran los mecanismos y se dominara la tecnología. Waldo [1] no es más que la traducción política de las
redes sociales. Una maquinaria temible que se alimenta de rabia y tiene como
único principio el compromiso con sus simpatizantes. Lo importante es alimentar
la rabia con contenidos “calientes” que susciten emociones. Detrás de la
oficina de Davide Casaleggio en Milán, una pantalla mide en tiempo real la
popularidad de los contenidos publicados en las diversas plataformas de la
galaxia del M5S. Poco importa que sean positivos o negativos, progresistas o
reaccionarios, verdaderos o falsos. Los conceptos que agradan son desarrollados
y recuperados, y se transforman en campañas virales e iniciativas políticas. El
resto desaparece, en un proceso darwiniano que tiene por único criterio la
atención generada en la red.
Desde finales de 2014, la Liga de
Matteo Salvini ha desarrollado un aparato similar, apodado «la Bestia». Los
perfiles sociales de Salvini son analizados sistemáticamente para conocer qué
publicaciones y tuits concentran la mayor cantidad de actividad y qué tipo de
personas interactuaron. No se escatiman esfuerzos para alimentar a la Bestia,
como demuestra el caso de la iniciativa Vinci Salvini, un juego en línea lanzado
durante la campaña electoral de 2018 que permitía a quienes produjeran
contenido a favor de la Liga acumular puntos y, por qué no, mantener un
encuentro con el propio líder del partido. Todos los datos son fagocitados por
la Bestia, que los escupe en forma de eslóganes y campañas capaces de cautivar
a cientos de miles, a veces a millones de votantes. Por supuesto, como en el
caso de Waldo, una mano humana se oculta tras la Bestia. Pertenece a Luca
Morisi, doctor en Filosofía de la Universidad de Verona, donde enseñó
“computación filosófica” durante diez años, es decir, “cómo la revolución
digital redetermina los temas clásicos del pensamiento occidental”. Claramente,
el fruto de esta cuidadosa reflexión se identifica con las posturas al estilo
Mussolini 2.0 del Capitán, el apodo que Morisi ha acuñado para Salvini.
Matteo es un defensor de la
comunicación polarizada —dice—. Busca el contacto con la gente, incluso cuando
lo encañonan con una bazuca. Se crece con el conflicto. Así, se las ingenia,
incluso mejor que Trump, para involucrar a aquellos que lo apoyan. Si vas de
vacaciones y encuentras un restaurante que te gusta, pones un “me gusta” en su
página de Facebook, pero es muy poco probable que vuelvas. El secreto de
Salvini reside en el hecho de haber logrado catalizar una atención constante en
torno de su figura. La continuidad del contacto es lo más importante [2].
Engagement, engagement, engagement.
El parámetro clave es siempre el mismo. Gracias a la astucia de Morisi, el
Capitán se convirtió en pocos meses en el líder europeo más seguido en
Facebook, con 3,3 millones de “me gusta”, contra los 2,5 millones de Angela
Merkel y los 2,3 de Macron. Trump acumula 22 millones, pero —añade Morisi—
“Matteo le gana en términos de participación pública: 2,6 millones de clics por
semana para Salvini frente a 1,5 millones para Trump”.
Para lograr estos resultados, hay
quien afirma que la Liga utilizó ejércitos de software y de perfiles falsos.
Morisi lo ha negado: “Nunca he creado ni administrado perfiles falsos de
Twitter o Facebook para aumentar artificialmente la participación”, ha asegurado.
En cambio, reivindica haber creado avatares de carne y hueso. “En 2014,
nosotros creamos una estrategia, ‘Conviértete en portavoz de Salvini’, que dio
mucho que hablar: el usuario se registraba y aceptaba tuitear automáticamente
los contenidos publicados por Salvini. No eran personas inventadas, sino gente
real que accedió a tuitear contenidos concretos en determinados contextos”. La
iniciativa fue un éxito. Decenas de miles de personas, a menudo novicias en
Internet, acordaron registrarse en las redes sociales para convertirse en
avatares del Capitano. “Pero desde entonces ha habido un apoyo tan fuerte,
incluso en Twitter, que ya ni siquiera las necesitamos”.
Este resultado, indiscutible en
términos numéricos, nació en parte gracias a la habilidad de Morisi. Los nuevos
ingenieros del caos son a menudo creativos y a veces dominan técnicas que los
propagandistas tradicionales no siempre conocen. En Alemania, la campaña del
partido de extrema derecha AFD se las ingenió para que, cada vez que algún elector
escribía el nombre de “Angela Merkel” en Google, el primer resultado fuera una
página que denunciaba la traición de la canciller sobre la política de
refugiados y las víctimas del terrorismo en Alemania. En Estados Unidos, detrás
de la aparente simplicidad de la campaña low cost de Trump, también
se usaron técnicas psicométricas de Cambridge Analytica y, sobre todo, la
capacidad para aprovechar las características más avanzadas de Facebook gracias
a un equipo de técnicos puestos a disposición por la red social (que la campaña
de Hillary Clinton había rechazado). En Brasil, los comunicadores a cargo de la
campaña del candidato ultranacionalista Jair Bolsonaro eludieron los límites
del contenido político en Facebook comprando miles de números de teléfono para
bombardear a los usuarios de WhatsApp con mensajes y noticias falsas.
No obstante, pese a los logros de los
ingenieros del caos, la verdadera ventaja competitiva de Waldo no es de
naturaleza técnica. Reside en las características del contenido en que se basa
la propaganda populista. La indignación, el miedo, los prejuicios, el insulto,
la polémica racista o sexista se propagan en la web y generan mucha más
atención y compromiso que los debates soporíferos de la vieja política. Los
ingenieros del caos son muy conscientes de ello. En palabras de Andy Wigmore,
mano derecha del líder soberanista británico Nigel Farage y estratega de una de
las dos campañas a favor del Brexit: “Cuando publicábamos algo sobre economía,
obteníamos a lo sumo 3.000 o 4.000 ‘me gusta’. Si poníamos algo emocional,
lográbamos 300.000 o 400.000 ‘me gusta’ en cada ocasión, ¡a veces incluso dos o
tres millones!”. En Alemania, el contenido incendiario de los mensajes de la
AFD ha permitido al partido de extrema derecha imponerse en la red. Según una
investigación de la agencia NewsWhip, cada publicación en la página de Facebook
de la AFD produce, de promedio, cinco veces más interacciones que una
publicación de la Unión Demócrata Cristiana (CDU). ¿Qué más da si el compromiso
de fidelidad procede de avivar los rescoldos de los prejuicios y el racismo, o
de propagar informaciones falsas? “Nosotros fotografiamos la realidad —se
defiende Morisi—. Por supuesto, usamos un cromatismo saturado, pero uno se da
cuenta de que, de hecho, estos sentimientos ya existen en las personas”.
Waldo asegura no hacer nada más que
repetir lo que la gente piensa y hacerlo sin hipocresía, con el lenguaje que la
gente usa. Y mucho mejor si las elites enemigas del pueblo consideran ofensivo
y vulgar este lenguaje. Es un signo de su desconexión del pueblo, que solo
Waldo representa. Mejor aún, refleja. Pero, al posicionarse como espejo de lo
peor, Waldo actúa en calidad de su multiplicador. En Italia, como en los
Estados Unidos de Trump o en la Hungría de Orbán, el primer y principal efecto
de la nueva propaganda es la relajación del habla y el comportamiento.
Por primera vez en mucho tiempo, la
vulgaridad y los insultos personales han dejado de ser tabú. Los prejuicios, el
racismo y el sexismo salen de su escondrijo. Las patrañas y las teorías
conspirativas se convierten en una clave para interpretar la realidad.
Y todo esto se presenta como una
guerra sacrosanta para la liberación de la palabra del pueblo, finalmente
emancipada de los códigos opresivos de las elites globalizadas y políticamente
correctas. Las mismas elites que ocasionaron la crisis financiera, causaron el
empobrecimiento de las clases trabajadoras y, como guinda del pastel,
conspiraron con las ONG y grupos de interés judeo-masónicos para reemplazar la fuerza
laboral local por migrantes de países en desarrollo.
Una vez que la ira se ha desatado, se
hace posible construir cualquier tipo de operación política. “Averigua por qué
la gente está indignada, diles que es culpa de Europa, vota y haz que se vote Brexit”:
así resumía uno de los ingenieros del caos la estrategia, elemental y
peligrosa, de una campaña de referéndum que parecía destinada a la derrota.
“Déjenme ser el abanderado de vuestra ira”: de esta forma, el candidato más
improbable de la historia materializó su asalto a la Casa Blanca.
Detrás de los principales
acontecimientos geopolíticos de los últimos años, está la risa burlona de
Waldo, el oso azul que parecía ser una broma y se convirtió en el actor que
está cambiando la faz del mundo. Si para Lenin el comunismo eran los sóviets y
la electricidad, para los ingenieros del caos el populismo nace de la
combinación de la ira con los algoritmos.
[1] Se refiere al personaje protagonista de un
capítulo de la serie de Black Mirror
[2] Bruno Vespa: Rivoluzione. Uomini e retroscena
della Terza Repubblica, Mondadori, Milán, 2018.}
* Este artículo es un extracto del libro Los ingenieros del
caos (Oberon, Madrid, 2020). Traducción: Nicolás Boullosa.
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